La permanencia de las gaviotas
Guillermo Lopetegui

entonces sólo alcanza con alzar la cabeza o echar una mirada en derredor o fijar la atención en lo que se tiene delante y que sin embargo es cambiante uno no querría asignarles características se diría que casi mágicas a ciertas constataciones cotidianas pero se llega a la conclusión de que efectivamente algo de incidencia en nosotros tienen que tener las fases lunares el vaivén de las aguas el curso de los vientos y cierto mensaje oculto o advertencia solapada se encontraría allí adonde llegamos con la mirada cuando sólo basta con alzar la cabeza y ver que desde allá arriba se proyectan sombras de vuelos casi indiferentes cruzando la arena de la playa las copas de los bosques que crecen en la ladera de la barranca vuelos que pasan rasantes sobre esas aguas que se tornan oleaje oceánico o estuario de espumas bajas y una brisa cálida recorre lo que es mañana o tarde anticipando las vacaciones más allá del camino zigzagueante entre hileras desiguales de eucaliptos y pinos inclinados a través de los que a veces la noche se asoma con su rostro de luna llena o el día con el de su sol recién amanecido y son resplandores que singularizan ese auto que avanza llevando su carga de ternura y rabia entrega y rechazo entendimiento e incomprensión palabras dulces y gritos destemplados que siguen o preceden el beso apasionado que no llega a convertirse en mordiscón la caricia que casi se cierra en puño al que la impotencia empuja a por lo menos querer golpear contra el tablero de ese vehículo que sigue avanzando que va o que viene ondulante a lo largo del camino que serpentea sobre las barrancas o se hace asfalto finalizado en vértice casi infinito paralelo a la playa que se percibe tras las ondulaciones alternadas de los médanos apenas coronados por briznas que sacude el viento de un casi mediodía anticipándose a la tarde o últimas entreluces ingresando a esa mañana con visiones de unos asientos junto al bar de madera que se alza en la playa oceánica o de una cabaña cercana al camino de la barranca pero también en esa observación acalorada señalando alternadamente el paisaje y a quien va en el otro asiento en un momento de la marcha que la observación altera allí a un costado del asfalto costero paralelo a las ondulaciones de los médanos separados del camino por esa banquina hacia la que el auto se va derrapando pero es ahora sobre la grava al borde de donde la barranca es umbral para el abismo en el que aguardan la nada o el todo hasta la rápida maniobra y el auto que traza una peligrosa curva casi en dos ruedas pero retorna al lugar por donde va o viene siendo necesario frenar unos momentos apagar el motor respirar hondo volverse a quien va en el otro asiento acercarse para aspirar el perfume que corona la frente transpirada y baja por las mejillas hasta la suavidad del cuello en aquella necesaria sucesión de besos y abrazos que casi edifican el acto amoroso allí mismo para después retomar el trayecto ondulando a lo largo del camino que serpentea anunciando la finalización o el comienzo del viaje

La finalización o el comienzo del viaje era una planta que se agregaba al jardín, una comida que se pensaba para el almuerzo o la cena, un mantón de Manila que se colgaba encima de la cabecera de la cama, la foto que rescataba un momento del caminar en la playa, del rostro hermoso que asomaba por entre la cabellera oscura y larga enmarcando el toque de esa sonrisa oficiando de contrapunto con los ojos que intensificaban sus brillos de aguamarina cuando la otra sonrisa la recibía y la mano vagamente perfumada ofrendaba una caricia al rostro barbado armando el beso que fundía intensidades; era su baile de caderas que se movían lentas, sugerentes, ceñidas por el vestido con ruedo de picos cayendo a diferentes alturas para la admiración de quien no la podía imaginar en sueños ajenos y reservada para las pasiones de otros que sin embargo sí habían estado, en ese pasado frente al que a veces se luchaba por intentar reducirlo a una imposible inexistencia.

Por eso era preciso volver a esa hora de la jornada en donde el comienzo o la finalización del viaje era ella agachada junto al malvón que quería agregar a ese terreno que se extendía alrededor de la cabaña sin pensar en el auto regresando, viniendo, huyendo, salvándose, con la intención de que en ese apuro -tragando asfalto de carretera corriendo paralela a la arena oceánica- se borraran los días, las horas, las noches en otra cama metida dentro de un bungalow, en brazos de una realidad que había transcurrido secreta, de espaldas al hogar desintegrado de ella cuando tú todavía no existías; cuando tu necesidad de edificar un verso, una línea pentagramática, un modelado, no estaba necesariamente ligada a la feminidad de expresión que iba y venía a veces de la serenidad a la inquietud, de la placidez a la indiferencia. 

Entonces aquella otra realidad había tenido al menos el nombre de una profesión y tú pensabas en eso mientras la veías allí agachada hundiendo la pala en la tierra, con ese contento que le dibujaba una sonrisa en su silencioso constatar que al fin la planta se iba a agregar a las diferentes floraciones del jardín, estableciendo una colorida variación del ansiado para siempre. Y cuando por ahí ella y tú enfrentaban las miradas era para rubricar lo inexpugnable de la intimidad, en ese brindis de cena a la luz de dos velas compradas en un puesto artesanal cercano al Parador Chico o en esa cama atemporal adonde al fin las atracciones desnudas se echaban para abrazarse, besarse, amarse, en el comienzo o en el final de ese tiempo que los reencontraba al despuntar la mañana con piares que bajaban de las enramadas o avanzada la madrugada y poco antes de salir ambos raudos a través de la noche buscando el reducto de música, colores y brebajes en donde la admirabas cuando tus ojos maravillados la ratificaban reina única acaparando la noche de una danza interminable; y uno que ceñía a la otra por la cintura, atrayéndola, y la intensidad de tus dos aguamarinas transmitiéndole a él cuánto lo deseabas y tú esperando que ella te dijera cuánto te amaba; y los ojos que admiraban, la sonrisa que reencontraba, los brazos que rodeaban, las caderas que refregaban decretaban continuamente lo deseado, con una imperiosa necesidad de abandonar aquel parador de baile estival para regresar a la cama de la cabaña, si bien más tarde o más temprano, de frente a tu creación inconclusa, te asaltarían certezas de aquella otra cama, la del bungalow, donde la mujer se había sabido refugiar en aquel con quien a lo largo de los años se había ido sincerando en un principio sólo en las sesiones establecidas, en la revelación única de las palabras de ella y en el silencioso, científico y hasta comprensivo saber escuchar de él, quien bajaba los ojos al recetario para recomendar y casi ordenar –aunque con mirada que la experiencia hacía dulce y tranquilizadora, sobre todo luego de aquellos primeros tiempos del cóctel diario de antipsicóticos, hipnóticos, ansiolíticos, vitaminas y reactivadores del humor-: Talpram, Topiramato y Lorazepan, con su correspondiente dosificación repartida entre las mañanas y las noches; aquel que conocía de los secretos e imposibilidades de la mujer y que también pensó en sus propias imposibilidades, en una estructura hogareña que quizás siguiera funcionando por sí sola, si bien por el momento no la pensaba abandonar y en cambio expuso a la paciente la posibilidad de que ambos consumaran aquello que dieron en llamar relación “infradiafragmática”, ya que suponía la promesa de no comprometer otras zonas que aquellas que se ubicaban cintura abajo, alejadas de las que –por cierta tradición romántica que asignó caudal afectivo a la dinámica de la sístole y la diástole- latían en el país de los sentimientos que al principio un acuerdo tácito negó explorar, atender, preservar.

Así entonces el psiquiatra y la paciente iniciaron ese nuevo tipo de contacto que fue amontonando días, semanas, meses y años, en tanto ella en el hogar era sólo indiferencia, silencio, vasos de cerveza que se agregaban a sus horas nocturnas de frente al televisor o bien leyendo un libro recomendado, recorriendo con mirada cansada un catálogo de cosméticos o poniéndose a escribir una carta. Tal vez en el mismo momento el psiquiatra se encerraba en el escritorio que era obstaculizar las indagaciones cercanas; y así el hombre intentaba recrear aquellos otros momentos, los intentó recrear de forma lenta y progresiva cuando un día recordó que podía alternar las horas de profesión y hasta las de pasión junto a la mujer que alguna vez había sido sólo su paciente, pretendiendo en la creación –actividad que se le había despertado de forma sorpresiva e imperiosa- desentrañar lo oculto de aquellos “buenos momentos” –como les gustaba definirlos a ambos a la hora de evocarlos por carta, por teléfono o en algún encuentro que a veces se hacía forzosamente casual- que al fin y al cabo tenían tanto de la poesía que él nunca había escrito, de la música que nunca había compuesto, de la escultura que nunca había modelado. Después, sin embargo, entendió que la única creación posible estaba junto a ella; y se sorprendió el día o la noche en que, a determinada hora de su soledad, se reconoció dispuesto a abandonarlo todo en medio de un mundo cuya vorágine muchas veces no se sabía bien en dónde se justificaba ni hacia dónde marchaba. En cambio en él fue creciendo la dificultad para deshacerse del recuerdo próximo de ella, por lo que se animó a atravesar sus propias evocaciones para ir a buscarla a través de un camino de ternura que necesariamente lo tenía que depositar en una playa donde luego de mucho caminar seguramente la iba a divisar sentada en aquella reposera blanca, junto al médano, con el largo pareo salpicado de arena húmeda y el pelo ondulante tapándole la mitad de ese rostro sonriente, que estaba allí como esperando desde siempre al otro arribo que venía decidido a llevársela en pos de una interminable temporada que los debería encontrar para siempre juntos.

-Me pregunto entonces cuándo es que hago mi aparición en el horizonte de tus propósitos, si es que después los planes con tu famoso psiquiatra se frustraron  -hablaba unas veces el hombre; otras, las palabras parecían emanarle de una imprevista ensoñación. “Me lo pregunto mientras te observo plantando el malvón o cuando intensificás tu abrazo a un costado de esa cama que nos reencuentra o estamos bailando en medio de la cumbiamba del Parador Grande al que llegamos sin importarnos nada, sin tan siquiera ver cómo nos recibiría la cabaña a las tres de la mañana y cuando dejamos definitivamente atrás la ciudad y pienso que entonces recomienza para ambos esa temporada en donde los abrazos, los besos, los actos amorosos se hacen exclusivamente para nosotros…”-… y trato de dejar de lado la visión de un casi espectro por quien alguna vez pasaste en vela o esperaste a que llegaran otros fines de semana o prolongaste el mutismo frente a los imprevistos acontecimientos sociales o apuraste los tantos vasos de cerveza que te llevaban a la vorágine de los diversos bares buscados y encontrados, donde podías sincerarte con los robustos mancebos de turno acerca de tu soledad y de aquel por quien tú también alguna vez estuviste tentada, aunque temerosa, de abandonarlo todo y cuando yo no existía.

-No entiendo... ¿Que no existías? ¿Qué decís?

“Sin embargo”, es la ensoñación la que prosigue, “a veces me animo a imaginar una reposera colocada al costado de determinado médano que resguarda del viento en la playa oceánica, y es como si te hubiera disfrutado antes en ese bajar por el camino bordeado de marcelas que llevaba a tu lugar predilecto allí, junto a la casilla construida de madera de encofrado, con hueco rectangular oficiando de bar desde donde se atendían los pedidos y se proporcionaba una vista cercana de las crestas espumosas sobre las que asomaban los surfers emergiendo tú en la eternidad de esa sonrisa que parecía darme la bienvenida, ya no a otro buen momento en la playa sino al segundo que midió ese instante cósmico cuando sin asumírtelo decretaste darme la vida a través de esa rotundidad tuya saludando a mi presencia, en medio de los restos de espuma salitrosa que te corría por el cuerpo y que los brillos de esa hora descubrían para cierta actitud mía, entre el asombro y la alegría, de saberme definitivamente entregado.”

-Tenés que tener en claro que eso jamás cambió; que no se alteró.

-Resulta que a veces me animo a pensar que antes o después hubo un bungalow junto a la playa, cerca del faro, en el este oceánico, muy muy lejos de la cabaña y las barrancas.

Súbitamente a él se le representó nuevamente la visión del auto yendo al balneario o viniendo a las barrancas, llevando en su interior a la dulce y amada mujer con el cansancio casi recostado contra la ventanilla y del otro lado el ánimo cambiante del hombre que iba manejando. Después venía el momento en que el auto se apartaba imprevistamente del camino, se inclinaba peligrosamente sobre dos ruedas y el hombre enamorado se afirmaba en el volante, dominaba la situación y lograba reingresar al asfalto paralelo al océano o a la grava ondulante sobre la barranca que se alzaba a cincuenta metros frente al estuario. Pero, entonces, lo asaltó la duda.

-¿Quién era ese hombre?

-¿Cómo que “quién era ese hombre”? –habló ella, algo fatigada porque acababa de plantar un malvón o la pregunta la había interrumpido brevemente para mirarlo con gesto comprensivo, en medio de la mesa que estaba tendiendo para el almuerzo o la cena. Ella alargaba una mano y él sentía la caricia en el rostro entrecerrando los ojos, recordando su propia pregunta aunque recordando también esa hora de la jornada en que ambos habían quedado temporalmente detenidos; ese crepúsculo en el que muchas veces encontraban la luz exacta que los aproximaba y los hacía convocar la eternidad en la cena compartida, la cama que exploraban cuando ya las luminosidades de la bailanta no eran sino un eco lejano que se iba diluyendo tras los jadeos, los gemidos, las caricias y los besos, las piernas atrapándolo con esa sonrisa por donde la lengua de la mujer asomaba deseosa, incitando al hombre a la aventura de  buscarla perdiéndose o reencontrándose en lo profundo de ese amor, de ese deseo que ambos ratificaban a diferentes instancias de los resplandores transitorios.

-A veces en el amanecer y otras en el crepúsculo –retomaba él, mientras ella detenida en su tarea o en el tiempo o en mitad de un vuelo allá en lo alto o junto al malvón plantado o la mesa a medio tender, lo escuchaba con sereno y amoroso respeto-, renacían para mi íntima satisfacción las luminosidades de esa certeza de que sólo éramos tú y yo, y nadie más. Pero de pronto –continuaba, casi sin pausa y sin darle tiempo a ella a que agregara algo tal vez con el ánimo de tranquilizarlo- me asalta la imagen de tu famoso psiquiatra y aquella temporada en el balneario de Avenida Principal, con faro en un extremo de cabo rocoso, flanqueado por las extensiones de arena y olas donde a veces asomaban las tablas de surf o los restos de aquel barco antiguo –finalizaba. Y tratando de sobreponerse a esa serena belleza que lo seguía observando a la espera de lo que todavía tuviera para decirle, interrumpía en cambio sus impresiones resolviendo salir al encuentro de su propia playa, su propio rincón de arena, su propio enigma.

Así, viéndolo alejarse, ella detenía la tarea que la hacía soltar la pala dejándola caer en el suelo de gramilla y tierra removida, o el cuchillo que en vez de quedar paralelo al tenedor con un ruido seco, metálico, caía sobre aquél balanceándose brevemente y después quedaba detenido rozando los dientes del tenedor, o se dejaba llevar por aleteos, picos que se movían a un lado y otro y vuelos rasantes sobre la superficie del mar o muy por encima de las barrancas y las playas, y desde su virtual soledad el mirar de sus aguamarinas proyectaba cierta panorámica que reedificaba la visión del balneario oceánico, aquel bungalow entre los otros, la ventana de postigos entornados que atenuaba el resplandor que venía de fuera penetrando en la habitación y cayendo sobre la zona de sábanas revueltas y cuerpos desnudos, abrazados, exhaustos y dormidos, a medias tapados a una determinada hora de esa jornada de verano, serena, casi silenciosa.

En un principio son despertares breves, que se alternan, que recorren la sensación de que se está durmiendo desde siempre y que las percepciones son apenas ese leve contacto que se tiene con el mundo exterior, necesario para simplemente constatar –en el abrazo, en los dedos que oprimen la otra espalda, en la nariz que aspira el perfume femenino que baja de la frente mientras que el rostro de facciones suaves sigue recostado contra el pecho velludo- la íntima satisfacción al entreabrir momentáneamente los ojos de que ella, de que él, siguen allí una muy junto al otro; y son las aguamarinas primero y después los ojos oscuros que en entresueños recorren brevemente los ángulos de la habitación, el resplandor que los postigos atenúan, y renovando la intensidad del abrazo palpan la exacta temperatura de los cuerpos luego del amor, para retornar a ese dormir casi eterno.

Pasa otro tiempo y entonces es él quien abre los ojos completamente, y cierta sensación de pena parece recorrerle la desnudez de piernas entrelazadas con las de ella al comprobar que le gustaría haber seguido durmiendo pero que ya no tiene sueño. “La eternidad es difícil de concebir y sin embargo duerme a mi lado” considera, cuando -apartándose de la visión de la ventana- baja los ojos hasta la cabellera y la parte del perfil femenino que alcanza a ver de la mujer que sigue dormida, casi inmóvil, con un respirar lento y acompasado y un lado del rostro descansando sobre el pecho masculino. Sin embargo, minutos después pareciera que una corriente interna venida del hombre se comunicara con la sensibilidad femenina y moviera a la mujer a abrir los ojos en principio a un entorno de percepciones vagas. Aún semidormida una mano de ella empieza a recorrer el pecho velludo hasta que, bajándola, la va deteniendo en una caricia leve al sexo empequeñecido, como desmayado entre las otras piernas; alza los ojos y alcanza a reencontrar el mentón, la boca de labios gruesos y cerrados, los orificios de la nariz levemente aguileña de quien hace unos minutos retomó la visión de la ventana.

-Hola… -da la bienvenida ella, con tono de voz aniñado. El se vuelve, baja la mirada, hace una mueca de recibimiento sonriente, besa la frente perfumada y por un momento intensifica la presión de ese brazo que cruza por la espalda de ella y que finaliza en mano de dedos que palpan la curva de la cadera femenina. Ella lo observa sonriente, con los ojos entornados, hasta que la sonrisa se le va borrando conforme observa que el semblante de él va transitando hacia una expresión de desasosiego-: ¿Pasa algo?

-Pasa que ya no quiero volver a la ciudad. Pero en la ciudad tarde o temprano siempre se terminan preguntando por mí…y por ti en cierta medida. Ya no somos los que éramos.

-Somos algo mejor, ¿no es así? –considera ella, alargándose para besar el mentón del hombre.

-Me refiero a que ya no somos exclusivamente médico y paciente.-Y por un instante se le cruzó fugaz por la mente la expresión “psiquiatra y caso clínico”. Después, torciendo la mirada a los contornos de los cuerpos bajo las sábanas; llevándola más allá a la atmósfera del lugar y confirmando con ternura que ese era otro día de verano que a través de ellos y por ellos instauraba las características de otro maravilloso momento edificado por los dos, consideró y no lo dijo que la relación de ambos ya no podía ser catalogada de simple y científicamente “infradiafragmática”; porque a pesar de la esposa y de los hijos y de esa particular estructura que él mismo se había encargado de ir armando allá en la ciudad, resulta que dentro de los contornos y los espacios sombreados de un dormitorio perteneciente a un bungalow metido en la calurosa urbanización de diagonales, calles estrechas, casas coloridas y pocos edificios bajos de un balneario oceánico dominado por un faro, él sencillamente ya no consideraba la posibilidad ni la necesidad de apartarse de esa mujer... pero sí la de apartarse definitivamente de esa concepción que los demás se habían ido haciendo de él mismo a partir de su preocupación por construirse una imagen, una identidad, una solidez que sus muchas dudas actuales amenazaban con destruir.

Ella, que se había terminado incorporando y todo ese tiempo permaneció apoyada sobre un codo que se hundía en el colchón, mirándolo de frente, se dejó caer boca arriba sobre su almohada. Su memoria, algo fatigada, sin embargo describió en dos o tres entrecerrares de los párpados el viaje evocador de la adolescencia al porqué de ya no simplemente haberse casado sino el porqué de haberse acabado casando y cuáles habían sido las razones sobre todo ajenas que la llevaron a aceptar embarcarse en una situación conyugal que en los hechos dejó de existir cuando ella fue madre de su único hijo y al poco tiempo sobrevino la depresión o la depresión siempre estuvo, apenas encubierta por las noches y los días en que dejando al hijo al cuidado de la niñera y sabiendo al marido indiferente frente al televisor o bien de viaje de negocios quién sabe por dónde, se metía en el auto y al principio la tarde de té en casa de una amiga se iba metamorfoseando en noche en casa de otra amiga, pero de esas que el entorno familiar rechazaba silenciosamente o entre cuchicheos, a los que ella no le daba importancia para de allí seguir a los pubs de la ciudad e incluso, muchas veces, las borracheras se extendían, prolongaban, perpetuaban más allá, al este de la ruta por la que iba manejando con frenesí, cercada por aquellos bosques de pinos a través de los que la noche parecía compadecerse de ella asomando con su rostro de luna llena, hasta que ya amaneciendo la mujer y el vehículo se internaban por la Avenida Principal –en procura de aquel bar que permaneciera abierto o que nunca hubiera cerrado sus puertas-, en ese balneario coronado por el faro y la playa oceánica surcada por los aleteos, vuelos, planeares suaves que se recortaban en el cielo, que del anaranjado transcurría hacia el rojo intenso y luego al dorado del amanecer sobre la línea imaginaria del horizonte marino. Y así pasaban los años y el hijo crecía, en medio de los esfuerzos poco convincentes de los padres por parecerse frente al vástago a eso que sólo se preocupaban de aparentar,  a veces, en los acontecimientos sociales; en medio de una idea o necesidad que la empezaba a dominar y que se vinculaba con su deseo de que más tarde o más temprano las circunstancias de la jornada la llevaran a lo que realmente empezó a tener sentido para ella: salir en el auto cuando todo estaba aparentemente bajo control dentro de la casa; reencontrar la noche de los pubs, de los bares, de las compañías circunstanciales, de las conversaciones engañosamente filosóficas acerca de los vericuetos de la vida, pero donde cierta voz muy lejana, muy dentro de ella misma, le hablaba de que lo único que se rondaba era el borde de un abismo que se podía llamar internación, encarcelamiento, tumba. Pero acababa por no querer o no saber a veces escuchar esa voz, en el continuo alzar de las copas que entrechocaban quienes se daban cita en las barras, en los mostradores, hasta que al otro día, desde un lugar sólo ubicable por su propia soledad, oprimía las teclas del celular y llamaba a la casa, sabiendo que a esa hora el marido se hallaba ausente pero la niñera estaría inquieta y el niño balbuciendo por su madre, hasta que conforme llegó a la adolescencia fue preguntando cada vez menos y para los veinte años le interesó más hablar con la novia; la misma novia que increíblemente se había convertido en una compañía mucho más estable que la de la madre, quien un buen día resolvió no molestar más e intentó con algunos tubos de barbitúricos lo que no pasó de quedar en un gran susto para todos, si bien al otro día aceptó la internación en una clínica por orden de ese psiquiatra que tiempo antes una amiga le había aconsejado que viera y que prácticamente fue la única visita que recibió a lo largo de esos veinte días que permaneció casi ensimismada en sus propios pensamientos y sólo abierta en parte a los otros residentes que fue conociendo durante su internación y completamente entregada a ese facultativo, ese psiquiatra, esa energía que cada día que pasaba parecía entrar más en ella y la llevaba poco a poco a abrirse completa y definitivamente a ese hombre al que le fue confiando sus secretos más íntimos -a veces desconocidos para ella misma-, sus sueños, alegrías, frustraciones, claridades y misterios, hasta que un día la relación psiquiatra-paciente franqueó lo puramente médico y en un principio -reconociendo que ninguno de los dos abandonaría sus respectivas situaciones conyugales- optaron por hallar la satisfacción de las caricias, los besos, los abrazos, las penetraciones que el psiquiatra, con la anuencia de la paciente, definió con el neologismo de “infradiafragmático”, ya que lo supra hubiera importado otro tipo de entrega, como esa que ahora sí llevaba a esa masculinidad enamorada a querer dejarlo todo atrás para recomenzar, aunque con esa mujer que permanecía a su lado y que de vez en cuando se volvía con todo un lado del cuerpo al hombre y lo miraba, movida por la ternura o la interrogante, cuando en la mente de él todavía rondaba la expresión “psiquiatra y caso clínico”, al tiempo que la voz de ella le llegaba reverberante, pretendidamente tranquilizadora y con cierto toque de humor.

-Yo sigo tomando la medicación que usted me manda, doctor –habló, con falsa sumisión en el rostro brevemente serio e inmediatamente después pasó un índice a lo largo de la frente, la nariz, los labios y se detuvo en el mentón de ese hombre al que le había llegado el turno de colocarse boca arriba y mirar el cielo raso de donde colgaba el ventilador de aletas blancas que giraba en la velocidad más lenta.

El recordaba que como psiquiatra la había recibido en su consultorio y a la tercera sesión ella, resuelta, alargó una mano, tomó un retrato y observó los cuatro rostros femeninos y sonrientes que parecían saludar al padre, al marido, al médico, muy acomodadas las cuatro mujeres en un sofá largo: la mayor sentada al medio y flanqueada por dos jovencitas y una tercera que, a horcajadas en uno de los posabrazos, se estiraba de costado hacia el centro de la foto apoyando una mano en el respaldo del sofá para entrar ella también en el encuadre. “Cuatro mujeres” observó la paciente. “Cuatro mujeres” repitió el psiquiatra, que fue como que el hombre se lo repitiera a sí mismo para recordar y confirmar cuáles eran las características de su realidad como marido y padre. Después, ante otra pregunta de la paciente, apoyó un índice contra el vidrio del retrato y lo fue desplazando a una expresión femenina y sonriente, y a otra: “Esta es Alma, la mayor”, señaló a la que estaba montada en el posabrazos. Y siguió: “A la derecha de mi esposa está la más chica, Verónica, y a la izquierda Camille”. La paciente consideró que eran hermosos nombres, pero luego no retuvo el de la esposa y madre. El se limitó a recordar, y tardó un tiempo en decírselo, que los nombres de sus hijas se le habían ocurrido a él; que la esposa y madre no tuvo reparos en aceptar esos nombres que para él eran homenajes a la música, a la literatura, a la plástica.

-Alma Mahler, Verónica Franco, Camille Claudel... –casi susurró el hombre, sin dejar de observar las vueltas que daba el ventilador allá arriba.

-¿Qué dijiste? –se incorporó ella volviéndose a él-. Ah, sí –recordó inmediatamente-: esas celebridades de las que me hablaste una vez y gracias a las que tus hijas se llaman como se llaman.

-Sí –la miró él-, pero ¿por qué simplemente bautizar a tres hijas con los nombres de la música, de la literatura, de la escultura?...-Sin dejar de mirarla aguardó brevemente una respuesta que ella no le pudo dar-. ¿Por qué no mejor hacer la música, escribir la literatura, moldear la escultura? –se preguntaba, y le preguntaba a esa mujer que permanecía mirándolo fijo y a la que le pasó brevemente una mano por la mejilla. Y lo que mirándola también reconoció y no le dijo, fue que esos pensamientos, anticipando cambios que estaba empezando a experimentar al principio dentro de sí mismo, habían tenido su origen en ella, en las sesiones con ella, en lo que empezó por escuchar de ella, en lo que la fue singularizando del resto de los pacientes cuando reconoció que a través de la mirada vaga, la expresión muchas veces depresiva, la silueta excesivamente más delgada de lo que ya lo era -saldo del tratamiento en la clínica psiquiátrica con aquella batería demoledora disparándole diariamente Truxal, Parnox, Silempax, Benexol, Tegretol a su rebeldía, impotencia y deseo profundo de ya no querer ser- la presencia de esa mujer le estaba empezando a remover zonas de su propia interioridad que habían permanecido poco exploradas, casi abandonadas, a no ser cuando el hombre se quedaba definitivamente solo en su consultorio o bien encontraba una tarde de sosiego en su casa, en momentos en que las hijas estaban en el colegio y la esposa en una reunión con otras esposas y madres. Así entonces el hombre se aventuraba a explorar, redescubrir, reencontrar aunque fuese lo que durara la sinfonía, o  insumiera el poemario, o exigieran las láminas mostrando grupos escultóricos que iba pasando con dichosa parsimonia, aquellas zonas que aguardaban desde su infancia, su adolescencia y hasta esa parte de la juventud en donde todavía tuvo un tiempo para alternar el estudio de la facultad con el placer y el dejarse llevar de una audición, de una lectura, de un observar. Sin embargo, lo que recién vino a reconocer con el advenimiento de ella fue que entonces el regresar a aquellas zonas abandonadas y poco exploradas tenían el aditamento del sentido necesario o de un sentido nuevo para su vida que en parte le había venido directamente de esa mujer que permanecía a su lado, algo extrañada aunque en amorosa confianza junto al hombre al que reconoció también que ya no se sabía desde cuándo había empezado a querer de un modo más decidido, comprometido y profundo, y que por esto mismo, incluso, no le inquietaba mayormente el que su situación en su vida, junto al marido y al hijo al que cada vez veía menos, no cambiara nunca: no era lo más importante; sí lo era el que a partir del amor se estaría prolongando siempre la esperanza en el volver a verse tarde o temprano, aun a pesar de otra inquietud que la había venido asaltando esos últimos días. Pero dejó momentáneamente de lado ciertas suposiciones para prestar atención a lo que ahora le seguía diciendo el hombre-: Estaría dispuesto a dejar todo atrás y empezar de nuevo, pero contigo y en otro lado.-La miró fijo y fue dibujando una lenta sonrisa.

-¿Qué pasa? –preguntó ella, con la atención a medio camino entre lo que tenían para seguirle revelando y aquella secreta preocupación que había empezado a inquietarla.

Como prolongando la expectativa él se incorporó, se volvió completamente de frente a ella y aproximándose, casi en un ritual le besó la frente, luego la nariz y por último los labios, para después apartarse levemente de la expresión femenina que seguía aguardando lo que aún tuvieran para decirle.

-El tríptico –le recordó sonriente ese besarla por partida triple. Ella sonrió y pensó por un instante que él tenía la costumbre de asignarles nombres y expresiones a gran parte de lo que para él revestía importancia, desde tres hijas, pasando por esa particular forma de simplemente haberse estado acostando con su paciente, hasta el beso triple con el que decretaba que la frente, la nariz, los labios y hasta la vida misma de quien sólo frente a él había acabado desnudándose en alma y también en cuerpo, le pertenecían. Pero resulta que ahora era él quien se estaba entregando a ella, con un entusiasmo que antes jamás había experimentado-: Empezar de nuevo, lejos de la ciudad, en un lugar que nadie más que nosotros conozca; me animaría hasta a cambiar de nombre y tal vez sería ese nombre el que estuviera identificando al músico, al escritor o al escultor o a los tres juntos.

-Me parece que estás más loco que yo –dijo ella, con una expresión en los labios a medio camino entre la ternura y la pena.

-Está la cabaña –aventuró él, para sorpresa de ella.

-¿Qué cabaña? ¿la mía? –supuso ella que él se estaba refiriendo a aquella cabaña de madera que la mujer había comprado una vez, sin decirle nada a nadie y que a veces utilizaban con el psiquiatra cuando ambos mentían un viaje al otro extremo del país o bien al exterior y en cambio hallaban el refugio de aquel hogar de troncos cercano a la cadena de barrancas que se alzaban junto a la playa de orilla kilométrica bañada por el estuario. Pero ella creía reconocer las diferencias-: Una cosa es irnos por unos días y otra muy distinta borrarnos para siempre y que los demás revienten –luego de lo cual se terminó de destapar, giró sobre su trasero, apoyó los pies descalzos sobre la alfombrita que se hallaba en el piso, de su lado de la cama, se paró y caminó hasta el baño. Entró y entornó completamente la puerta, si bien no la cerró. Desde los interiores del baño al hombre le llegaron ruidos de canillas, de chorros de agua, de puerta de botiquín que se abría y después se volvía a cerrar, silencio de toallas que se usaban, pisadas sobre el mosaico, después la puerta que se volvía a abrir completamente y ella que salía con una expresión seria y se empezaba a poner primero una bombacha limpia, luego un sutién igualmente limpio, elegía una T-shirt amarilla y después se enfundaba un short estampado en amarillo y celeste, finalmente se anudaba unos zapatos de tela también amarillos. El, mientras tanto, la observaba y se animó a deducir:

-O sea que los demás no tienen que reventar, pero sí tenemos que reventar nosotros...-se quedó mirando a un punto sólo identificable por él. Segundos después alzó la mirada y siguió los movimientos de la mujer-. ¿Por qué estás tan preocupada? ¿Adónde vas? –empezó a inquirirle, mientras observaba los movimientos de esa mujer que, completamente vestida, giró y permaneció parada de frente a él con una mueca de fastidio en la línea torcida de los labios que sostenían un broche nacarado, mientras con un cepillo se estiraba el pelo hacia atrás formando una cola de caballo que el broche se encargó de mantener tirante, señalando luego al hombre con el cepillo en una mano.

-Ninguna de tus hijas está casada y salvo Alma, las demás no tienen novio y lo cierto es que son bastante pegadas a ti.-Hizo una pausa para tal vez elegir las palabras que no sonaran molestas a los otros oídos-: Mi hijo tiene novia, se queda en la casa de la novia, se supone que se va a casar con la novia... pero en los hechos todavía vive en casa y en alguna medida yo me sigo debiendo a él, aunque él haga su vida y ya ves que yo hago la mía.

-Así que nosotros, como siempre, quedaríamos postergados –le soltó él con rabia desde la cama, aunque incorporándose y también poniéndose de pie y pasando de largo junto a ella en dirección a los interiores del baño. Ella se quedó ahí parada, bajando la mirada hacia el piso y pensando por un largo rato en algo mucho más inmediato y era en que ya le tendría que haber venido el período y sin embargo... Volvió a alzar la cabeza hacia los resplandores del baño cuando la puerta se volvió a abrir completamente y el hombre buscó la ropa repartida por el piso, una silla, el borde de la cama.

-¿Te parece que nos hemos venido postergando todos estos años? –lo fue siguiendo ella con la mirada en sus diferentes movimientos. El se paró y procurando no dejar aflorar nuevamente todo el amor que sentía por ella, quiso sonar drástico.

-Quiero otra vida para los dos; la quiero para mí.

-¡Entonces tenela para ti y a mí dejame con la que tengo, que ya es bastante!

Ambos, con movimientos bruscos y rápido guardar de la ropa en los respectivos bolsos, decretaron que esa nueva escapatoria al balneario oceánico llegaba abruptamente  a su fin, en un día que se había ido poniendo gris y que servía de marco perfecto al inminente fin de la relación, pese a que cada uno por su lado pensara y sintiera cuánto amaba al otro.

Así, el camino de regreso a lo largo de la ruta se caracterizó por largos mutismos seguidos de palabras de una u otro intentando rever la situación, hasta nuevos ataques verbales donde se chocaban los deseos de él de abandonar la profesión y el matrimonio para dedicarse a la creación y al amor, pero junto a ella, y ella que le decía que no podía largar todo e irse así nomás, y él que dejaba momentáneamente de lado la atención que había venido poniendo en la ruta y se volvía a ella y una y otra vez le preguntaba si lo quería, si lo amaba, si lo necesitaba, y ella que decía que sí, pero que también decía que no podían seguir de otra forma...hasta que se alarmó cuando vio que él dejaba atrás la entrada a la ciudad y seguía por esa ruta para luego internarse por los accesos y de ahí salía a otra ruta que ella sabía bien adónde los llevaba, aunque considerando que no era el mejor día para seguir hacia la cabaña que se alzaba sobre las barrancas, lejos del océano.

-¿Qué estás haciendo? –preguntó retóricamente, porque sabía bien qué estaba haciendo.

-No te preocupes: nos podremos desviar una hora o dos o el tiempo necesario para que regresemos a la cabaña por última vez -habló él con cierto dramatismo en el tono de voz. Frenó a un costado de la nueva ruta y se volvió a ella una vez más-: ¿Estás tan segura de que tú y yo no podríamos emprender una nueva vida juntos? ¿Todo lo que decís que sentís por mí no te ayuda a visualizar esa posibilidad?

Ella bajó la mirada y negó con los párpados apretados entre los cuales sin embargo empezaron a desprenderse algunas lágrimas, al tiempo que el hombre ponía la primera y arrancaba, retomando esa ruta en dirección al camino serpenteante que llevaba a las barrancas por donde varios minutos más adelante el auto se internó, casi sin aminorar la marcha, llevándolos al reencuentro con ese paisaje por última vez.

Como regresando de un largo vuelo la mujer posó las manos en la tierra removida o bien dejó atrás la mesa a medio tender y caminó alejándose de la cabaña al encuentro con el arranque de los escalones prácticamente esculpidos en la arcilla de la barranca, sobre el que se paró. Echó una mirada rápida al paisaje de eucaliptos que se mecían suavemente nacidos en las laderas, como telón de troncos y ramajes que sin embargo dejaban entrever la extensión de arena y el punto aquel en donde divisó a este otro hombre que quién sabe desde cuándo estaba allí.

Bastó un abrir y cerrar de ojos, o que empezara a bajar los escalones de tierra u otro vuelo de planear suave, para que se encontrara en la orilla. Y mientras se iba acercando al hombre, pero también al creador, pensaba que conocía su físico desde lejos aunque él estuviera enfurruñado y tapado hasta la cabeza, recostado en aquella reposera blanca, mirando hacia las aguas del estuario que bien podían ser también las aguas del océano, protegido tras los lentes de sol y el gorro de tela jean encasquetado, ensimismado, tal vez, en el arrobamiento de cierto estadio a medio camino entre el amor y la incertidumbre. Por un momento ella pensó en volverse movimiento sigiloso para sorprenderlo por detrás apoyándole las manos en los hombros, encorvándose y besándolo en las orejas, el cuello, las mejillas; pero se limitó a sentarse en la arena, junto a él.

El hombre la miró de arriba a abajo y después retomó la visión del mar y aquellos vuelos recortándose a diferentes alturas contra el cielo que cambiaba de colores y al que surcaban algunas nubes. Sin embargo era en ella que pensaba; y pese a tenerla allí sentada, junto a su ensimismamiento, la buscaba en los vuelos rasantes que su mirada por momentos melancólica atrapaba desde el ir y venir lento de los movimientos de las pupilas supeditadas a las ensoñaciones o los pensamientos.

-Compuse una pieza para viola da gamba, escribí un poema, moldeé una cabeza de mujer con la arcilla de la barranca...-habló, posiblemente sin acabar la frase. Ella al principio lo miró con extrañeza, después su expresión fue de ternura.

-Qué lindo –se limitó a decir; y por un momento buscó la mano que el hombre tenía apoyada en un muslo y se la llevó a los labios: prolongó un beso y después volvió a dejarla en la misma posición-. ¿Qué pasa? –preguntó, al verlo que meneaba la cabeza lamentándose por algo sin dejar de mirar hacia el agua, la atmósfera de colores cambiantes, los planeares y aleteos que iban, venían y trazaban círculos.

-...Se trataba de diferentes homenajes a ti –hablaba él sin mirarla-. Pero ahora existe el problema de que no encuentro por ningún lado el instrumento ni el texto ni la escultura, que me hubieran servido de consuelo frente a otras certezas dolorosas.-Ella lo miró extrañada y él se volvió a la mujer y se encorvó levemente hacia aquella creciente expresión de desconcierto-: La misma pregunta de hace no sé cuánto tiempo: cuándo aparezco yo en tu vida, quizás metiéndome como una cuña en medio de tu relación con el psiquiatra. Y otro asunto que no me queda claro...

-¿Qué asunto? –se seguía desconcertando ella, observando con sorpresa y creciente cansancio que él le agarraba una mano y se la colocaba contra su propio pecho, como dando a entender que todo lo que ella contestara estaba bajo juramento.

-¿De quién estás embarazada? –atacó él, aunque optó por dejar libre esa mano de mujer a la que había mantenido apretada contra el pecho femenino. Se echó contra el respaldo de la reposera. Ella lo miró con algo de indignación, meneó la cabeza y se puso a observar el paisaje que tenía frente a sus dos aguamarinas.

-En principio no dije que estuviera embarazada, sino simplemente que me había atrasado. Ahora ya no importa.

-Pero lo que a mí sí me importa saber es cuánto tiempo más seguiste viendo a tu psiquiatra cuando ya me habías conocido. Y –se volvió a ella y la miró con cierto gesto de suficiencia e impotencia mezcladas-: Yo sé que con él alguna vez viniste aquí, si bien lo de ustedes era el balneario oceánico, ¿no es cierto?... Pero tengo la casi absoluta certeza de que aún habiéndome conocido tú y él se siguieron viendo... ¿O me equivoco?

Ella bajó la mirada, como reconociendo cierta verdad, tal vez cierta culpa.

-En alguna medida fue así –asintió fatigada.

El se echó hacia delante sobre su asiento, se colocó las manos contra la mitad del rostro como para intentar ocultar al menos en parte su expresión de dolor, de asombro, casi de espanto, al confirmar sus sospechas y que efectivamente había sido engañado.

-O sea que me fuiste infiel, como siempre lo pensé... –habló sin mirarla, casi entregado.

-No, nunca te fui infiel –cortó ella, resuelta.

-No entiendo: no me fuiste infiel pero reconocés que te seguías viendo con tu psiquiatra a pesar de ya haberme conocido –sonrió él con tristeza.

-A decir verdad no sé hasta qué punto te conozco tanto o creí conocerte todo este tiempo, con tus músicas y poemas y esculturas que me decís que hiciste para “homenajearme”, pero resulta que yo nunca vi y tú ahora no encontrás por ningún lado. Sin embargo –continuaba decidida, para estupor del hombre- al psiquiatra que tanto te molesta es verdad que sí lo conocía y mucho, pero tal vez empecé a dejar de conocerlo cuando allá en el balneario él me planteó la posibilidad de que abandonáramos todo, que para mí realmente era una locura, a pesar de que me preocupaba la posibilidad de efectivamente estar embarazada... de ti.

Al escuchar eso el hombre no podía creer su propia capacidad de resistencia ante lo que le estaban revelando. Se irguió sobre su asiento, se volvió a ella y la miró sonriente e indignado.

-Así que al psiquiatra lo conocías mucho pero resulta que ya en esa época te habías empezado a ver conmigo sin haber dejado de verlo a él y para colmo entonces posiblemente en vez de estar embarazada de tu famoso psiquiatra estarías embarazada del artista.

-Ya no importa si estoy embarazada o no, pero de haber sido cierto, de ser cierto, me gustaría saber que es del hombre al que amo: tú... aunque te quieras soñar artista y aunque quieras dejar en aquel coche, en aquel día, tu pasado de psiquiatra.

Extrañado, el hombre se volvió a la mujer quien con ternura, algo de pena, un poco de alegría, entrega y proximidad a él, lo invitó a recordar tomándole las manos y cerrando ambos los ojos, hasta sentirse muy livianos, como si se apartaran de la arena y se fueran elevando hacia una panorámica que les permitiera la comprensión del tiempo pasado.

Entonces sólo alcanzó con alzar la cabeza, echar una mirada en derredor, fijar la atención en lo que se tenía delante y que sin embargo era cambiante. Uno no querría asignarles características se diría que casi mágicas a ciertas constataciones cotidianas, pero se llega a la conclusión de que efectivamente algo de incidencia en nosotros tienen que tener las fases lunares, el vaivén de las aguas, el curso de los vientos y cierto mensaje oculto o advertencia solapada se encontraría allí, adonde llegamos con la mirada cuando sólo basta con alzar la cabeza y ver que desde allá arriba se proyectan sombras de vuelos casi indiferentes cruzando la arena de la playa, las copas de los bosques que crecen en la ladera de la barranca; vuelos que pasan rasantes sobre esas aguas que se tornan oleaje oceánico o estuario de espumas bajas y una brisa cálida recorre lo que es mañana o tarde anticipando las vacaciones más allá del camino zigzagueante, entre hileras desiguales de eucaliptos y pinos inclinados a través de los que a veces la noche se asomaba con su rostro de luna llena o el día con el de su sol recién amanecido. Y eran resplandores que singularizaban ese auto que avanzaba llevando su carga de ternura y rabia, entrega y rechazo, entendimiento e incomprensión, palabras dulces y gritos destemplados que precedían o seguían al beso apasionado que no llegó a convertirse en mordiscón, a la caricia que casi se cierra en puño al que la impotencia empujaba a por lo menos querer golpear contra el tablero de ese vehículo que transitaba ondulante a lo largo del camino que serpentea sobre las barrancas recorridas por el viento de un casi mediodía anticipándose a la tarde o últimas entreluces ingresando a esa mañana con visiones de una cabaña cercana, pero también en esa observación acalorada señalando alternadamente el paisaje y a quien iba en el otro asiento en un momento de la marcha que la observación alteró allí, en ese extremo del camino de grava hacia el que el auto se va, derrapando al borde de donde la barranca es umbral para el abismo en el que aguardan la nada o el todo, hasta la rápida pero tardía, inútil, infeliz maniobra y el auto que traza una curva en dos ruedas y ya no retornará al camino siendo necesario respirar hondo, volverse a quien iba en el otro asiento, acercarse para aspirar el perfume que coronaba la frente transpirada y bajaba por las mejillas hasta la suavidad del cuello, en aquella necesaria sucesión de besos y abrazos que homenajearon a un imposible acto amoroso allí: dentro de un vehículo que se seguía desbarrancando, hasta quedar detenido allá abajo anunciando la finalización o el comienzo del viaje.

Al cabo de un tiempo la finalización o el comienzo del viaje es ella recuperando la percepción del entorno, de sí misma; luego le toca el turno a él.

Al principio no saben qué fue lo que cambió y qué lo que no.

Pero se sienten extrañamente felices porque elevando la mirada se encuentran con el cielo resplandecido, les llega además el rumor del oleaje y en aquellos vuelos que van y vienen, que pasan rasantes, que los surcan como dándoles la bienvenida, confirman que algo más transcurre inalterable y es la permanencia de las gaviotas.

Guillermo Lopetegui
De La esperanza y su sombra

Ediciones Aldebarán, Montevideo, 2007

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