La península ignorada
Guillermo Lopetegui

La península ignorada era una ciudad y la ciudad un conjunto urbano que se alargaba algunos kilómetros mar adentro, entre porciones de agua espumosa y cambiante como las estaciones que transitaban, en brisas cálidas o vientos fríos, las características de un nuevo despuntar del día o de una nueva venida de la noche. Pero las aguas estaban siempre allí, flanqueando la península de ciudad cuyos habitantes parecían olvidados de la eterna presencia marina entre agitada y dormida. Así pasaban las tardes de cañas fijas, con carretes que apenas giraban ante el posible tirón que vendría de lo profundo, donde la vida se volvía misterioso andar de criaturas que sin embargo convivían cercanas con esa superficie de cotidianidad poblada de bicicletas, trotares, caminatas de ritmo inalterable a un costado del oleaje distante y casi ignorado por el walkman transmitiendo el Top 20 de la semana, por las conversaciones evocando a la esposa que lo había abandonado por hartazgo, al primo al que echaron a la calle por irresponsable, a la hermana que se apareció con el imprevisto del embarazo, aunque no sabe bien de quién porque ocurrió en las deshoras que se pierden en la pasada aceleración de la merca, a la escribana soltera y de treintaicinco que vive en el descomunal edificio de la rambla y que siempre está fastidiada porque jamás termina de decorar su apartamento y ahora se trata de conseguir dos columnas salomónicas sobre las que colocar el fragmento de mármol de una antigua mesada de cocina, y de seguro va a quedar una consola de lo más fashion siempre y cuando consiga las columnas salomónicas y no otras, especifica, y el chau displicente la retorna al edificio que se alza de frente a la curva que hace la rambla a la altura de ese oleaje levemente agitado, si bien esto a la gente no le importe mucho que digamos.

A la caída de la  tarde la península que es ciudad se va metamorfoseando en el mate de cebadura prolongada y agudo de Gardel que parece salirse de la radio Spica y que llega a todos los rincones de la pensión; es ese mismo zorzal criollo mezclándose en parte con el soliloquio, las carcajadas y los proyectos de conversación que pueblan las entresombras del boliche barrial, con la orden de voz enronquecida y silueta que se puso dificultosamente de pie, aguzando la mirada en  procura de ubicar al bolichero (que del otro lado del mostrador cuenta los billetes de frente a la caja registradora) para que sirva la vuelta porque es temprano de la tarde y hay tiempo para volver a la casa y enfrentarse con el gesto adusto de esa cretina que no entiende y el mutismo de los botijas que influidos por la madre ya no saben si saludar con un beso, apenas con una palabra, o limitarse a observar cómo la borrachera, entre puteadas, se va arrastrando hasta las penumbras del dormitorio y se deja caer pesada sobre la cama tendida desde la mañana hasta que alguien se encargue de quitarle esa ropa con manchas indefinidas y olor a orín, desanude los zapatos que hieden de últimas caminatas sin rumbo fijo, cobije entre sollozos unos ronquidos con aliento a lugares que solo el bulto conoce y se llevó en secreto a la involución semiiconsciente de sus futuras pesadillas, cuando al fin la esposa caiga rendida y busque conciliar el sueño luego de haber enjugado algunas lágrimas y rezado temerosa un Padrenuestro. Los susurros de la oración parecen retumbar de a ratos en el silencio de la vivienda humilde, ubicada a varias cuadras de ese oleaje que rodea la península vuelta ciudad; ese oleaje crecientemente agitado, cuando en las noches sin luna una espuma gris golpea con fuerza al pie de la piedra centenaria sobre la que se erige la extensión granítica de la rambla, recorrida en la madrugada por un viento frío que amenaza volverse preludio a un invierno todavía distante y se diría que casi olvidado.

El viento frío llega a la parada de ómnibus donde la espera oscila de los sacudimientos del cuerpo achuchado a los cabeceos del sueño dejándose llevar  a la paradisíaca posibilidad de un Mercedes-Benz que inmediatamente lo deposita a uno en la casa. Entonces el que espera se despabila por temor a haber dejado pasar “el nocturno”, a pocas cuadras de una calle por donde transita un Mercedes-Benz que no se decide a volver al garaje o a lanzarse a la aventura trasnochada de averiguar qué pubs próximos a la costa aún están abiertos; cuáles serían esas luces insinuantes, esos brillos de los vidrios coloridos de los cócteles, esa bocanada de humo que al disiparse permitiera reencontrar el rostro hermoso de la que tuvo que haber sido. Sin embargo hubo que conformarse con ciertas noches clandestinas en donde las circunstancias llevaron a la ilusión momentánea de querer eternizar la vorágine de una aventura amorosa que no languidecería, como sí se fue todo al carajo hace tiempo en otros ámbitos imposibles de dejar atrás porque están los chiquilines, existe una posición adquirida, no podemos ignorar una realidad social y basta de esa sarta de justificaciones que brusca o suavemente se interrumpen cuando alguien resuelve franquear su cóctel sin temor a volcar todo encima del mantel buscando acallar los imposibles u olvidar la felicidad a largo plazo armando ese beso que en cambio trace el camino hacia la inmediatez de la intimidad clandestina antes de que amanezca y porque si llega a amanecer nublado y encima es domingo la despedida va a ser más dura que otras veces, sobre todo luego de la inevitable discusión en donde se mezclan referencias a la cobardía, el valor para mandar todo al diablo que en definitiva no sería un abandono de los chiquilines aunque sí la despedida a una situación marital que en los hechos ya no existe hace años y menos después de que una noche de despedida de solteros se conocieron en un cruce de miradas y en principio la atracción los llevó a la pasión primero y a recordar lo que era el entusiasmo de los amores inaugurales después, con la necesaria confesión de una parte de que existía una realidad familiar incambiable, al menos por el momento, y la información de la otra de que andaba por ahí un noviazgo sin pasiones y al borde del casamiento, aunque dos semanas después ya era una historia pasada que ambos, desnudos y abrazados luego de las caricias, los besos y las entregas de húmeda intimidad, recordaban desde la habitación de ese hotel que se alzaba de cara al mar siempre cambiante. Ese fue uno de los raros momentos en que tanto los amantes en la habitación de hotel costero como quien seguía esperando “el nocturno” en un extremo de la parada (donde el luminoso publicitario prometía belleza y salud eternas siempre y cuando se tomara esa agua mineral cuyas bondades estaban garantizadas por la hermosa y perfecta sonrisa de la top model que sostenía la botella) convergieron al pensar en la marea levemente picada, tan vasta y próxima a la franja costera de la ciudad; la ciudad que era península de kilómetros alargándose hacia la inquietante presencia del manto acuoso arribando todavía sugerente a las rutinas silenciosas de algunos de sus habitantes.

Qué extensión tendría rondó la cabeza del guarda madrugador iniciando en “el nocturno” otra jornada de arrancar boletos, cruzar alguna broma con el conductor, seguir con ojos todavía lagañosos la esbeltez veinteañera de la trasnochada que se va metiendo el boleto en el bolsillo trasero del jean rotoso, alejándose al fondo en procura de que nadie la moleste y por último el cerrá y vamos de voz cansada y cuerpo que se sacude al compás de los traqueteos del ómnibus por entre las calles semidesiertas. Cuál es su parte más profunda habló para sí el mozo, inaugurando la mañana levemente fresca en el boliche de barrio y junto a esa mesa sobre la que pasó un trapo a las salpicaduras que todavía restaban de las horas anteriores, cuando allí se habían congregado siete amigos y cuando lo que se retiró mostraba el perfil de las sombras, intentaba despedirse con una guturalidad emergida de un pasado cavernícola y se alejaba arrastrando el peso de las rocas eternamente bañadas por el oleaje que golpeaba cada vez con más fuerza al pie de la rambla. Dónde se encuentran las regiones más cálidas y dónde las más gélidas era algo que había empezado a inquietar al oficinista cincuentón camino de ese empleo que antes era considerado un medio para llegar... ¿adónde?... Y pasado el tiempo el adónde sólo podía encontrar respuesta en la esperanza de La Tómbola, el 5 de Oro, la Lotería de Reyes o hasta el mítico casamiento salvador con la rubia millonaria o el empresario triunfador que a veces todavía giraba en la cabeza, como restos de aquellas alegorías quiméricas transitando de juventudes inciertas a madureces supuestas la carnestolenda fantasmagórica de sofocados, oprimidos, inferiorizados o dependientes, a quienes se les repartían las máscaras de El Más Grande, La Única, Los Uno. Después había que devolver aquellas expresiones de cartón pintado, quedando en cambio un rostro descolorido y sólo alterado por las conclusiones tardías y dudosamente consoladoras. Por eso la verdad de todo esto era el país en el que uno vino a nacer, con rutinas sedentarias y monótonas que acaban  robándose los mejores años y el incansable cuestionamiento lamentoso de  por qué uno no se fue a Australia, contrario a otros amigos de esa juventud perdida (perdida cuando uno se cansa de seguir soñando) que  sí hicieron los trámites. Y cuando alguien todavía pregunta él o ella aducen que el tema fueron los viejos. Pero, bueno, en realidad ¿qué había ocurrido con los viejos? Y camino a la oficina o vagando por la rambla nocturna o perdidos en los chatrooms del cyberespacio se recuerdan las excusas, se repasan uno por uno los muchos obstáculos que el padecimiento de la existencia fue imponiendo; dentro de una, dos, tres, miles de cabezas vuelve a golpear la certeza de lo que se interpreta como falta de responsabilidad paterna al no haber ayudado de otro modo, al no haber apuntalado, al no haber sacudido, al no haber matado porque la verdad había sido que a pesar de la ayuda, el apuntalamiento, el sacudimiento y el ambiente que procuramos fuera lo más agradable y sin impedimentos de ningún tipo si es que la solución se llamaba Australia o la Luna, el gran casamiento o los azares del juego o del Destino, recordá que preferiste quedarte por razones que no convencieron a nadie y menos a vos. Así fue que los amigos consiguieron los papeles, armaron las valijas y se fueron alejando una mañana de bahía surcada por los últimos viajes en barco, rumbo a no temer la aventura de explorarse en cambios geográficos y vivenciales que otros desestimaron, con la excusa de que todavía no estaban preparados o no tenían dinero o no podían dejar solos a los viejos o andá a saber qué pasaba si largaban la terapia, justo ahora que iban a abordar el tema de que había algo que los estaba trancando y que de seguro serían los padres. Pero suposiciones van y frustraciones lejanas vienen, el obstáculo fue un montón de bolsas de basura puestas en el medio de la vereda pese a que estuvieran sobre el cordón a la espera de que pasara el camión recolector y el hombre cincuentón abrió más los ojos; pareció despabilarse o regresar de una región soporífera en la que tuvo la extraña sensación de que sus divagaciones se entrecruzaban con las ajenas; constató cómo se le habían enchastrado los zapatos y que apenas llegara a la oficina se los tendría que limpiar con lo que fuera y que los minutos utilizados para eso incidirían en el apuro por terminar con toda la tarea que tenía atrasada. Fue entonces cuando soltó la puteada tantos siglos contenida donde se mezclaron el país de porquería, la juventud perdida prematuramente y su propia cobardía, hasta que no pudo contener más la oleada sentimental,  puso los antebrazos contra el tronco del plátano céntrico y apoyó en ellos la frente sudorosa, el rostro  de gesto nacientemente alterado por el llanto que ya no pudo ni quiso detener, deseando con todas sus fuerzas que la ciudad desapareciera para siempre; con su triste figura ahí, apoyada contra un árbol y dando rienda suelta a esa rabia lacrimógena. Luego sacó el pañuelo, se lo pasó por la cara y se sonó fuerte la nariz, cuando aún faltaban veinte minutos para la hora de entrada a la oficina y diez cuadras que le restaban caminar, con esa idea que pareció iluminarle súbitamente el rostro: la visión de algo grande, casi divino, borrando para siempre de la faz de la tierra esta ciudad de porquería que hubiera sido otra de haberse perpetuado como colonia inglesa cuando los británicos llegaron en 1807 pero permanecieron apenas siete meses...¡Y pensar que él ya hacía 30 años que estaba en ese escritorio miserable y había hecho mucho menos que los ingleses en siete meses de invasión! De seguro que de haber vivido en aquella época de invasores progresistas, al verse venir a los gallegos reconquistando el terruño no hubiera dudado en convertirse al Protestantismo para lanzarse de cabeza en el primer barco inglés que se lo llevara en dirección a una nueva vida, tal vez en los Highlands, Birmingham, el País de Gales o... Hasta que apuró la caminata y mirando el reloj la convirtió en corrida, gracias a la que pudo marcar su llegada a la oficina un minuto antes de las 8 de la mañana.

A la octava hora del día el Laudes llegaba a su fin en el monasterio benedictino. El recogimiento en la Liturgia de las Horas quedaba suspendido brevemente, dando lugar al canto de los pájaros venido del exterior y los acordes del armonio en las dependencias de clausura anticipando los salmos de la hora Tercia, seguida de la misa, el almuerzo y el desarrollo de aquellas otras sagradas tareas donde se alternaban la elaboración de miel y galletas con el escuchar comprensivamente los cuestionamientos de aquellos residentes temporales que dejaban por unos días el devenir de la península que era ciudad, buscando la soledad de las celdas cercanas al campanario, el sereno consejo de la abadesa y el recogimiento en esa paz y sencillez edificadas diaria y metódicamente con la serena elección de las lecturas, la afinación del canto, la intensidad de la oración, la meditación en el silencio y la gratificación en el descanso, cuando casi habían pasado dieciséis horas de rituales ratificando un entorno de espiritualidad que seguramente se multiplicaba en otros ámbitos donde se alternaban las volutas de los sahumerios al pie de las variada iconografía celebrando a Su Divina Gracia en sus múltiples aspectos, o el sonido de  las gaitas, las arpas y los tambores poetizando evocaciones célticas de duendes, hadas y caballeros errantes impulsados por el misterio femenino de ciertas voces búlgaras o de meditaciones sonoras emanadas de un sintetizador japonés, como fragmentos de una música definitiva -tocada por todos los instrumentos y cantada por todas las lenguas- llamando a tomarse de la mano antes del final inevitable, pero sintiendo que inevitable también era ese renacimiento, entrevisto ya en la noche de los tiempos o cuando la gran tormenta se cernió sobre las sombras del Monte Gólgota hace dos milenios, sobre el que se alzaba la salvación prometiendo la concordia futura en la unidad y el amor.

Unidad y Amor, Amor y Unidad. Lo cantaban los walkman de la mujer que seguía trotando indiferente a las premisas; lo hablaba la pareja ilícita y desnuda en la habitación de hotel; lo casi soñaba quien seguía cabeceando en la parada del ómnibus; lo añoraba la esposa acostada en el otro extremo de la cama y dándole la espalda a la borrachera pesadillescamente dormida entre ronquidos y flatulencias, y se lo cuestionaban el guarda que todavía bostezaba, el mozo que limpiaba la mesa, el oficinista entre lamentos y corridas y todos a un tiempo pensando o riéndose ante la imposibilidad de entronizar el amor en la unidad, la unidad en el amor, en un mundo que sin embargo era globalización creciente vía Internet, con clubes de sexo virtual, francos suizos o petrodólares girando de un banco a otro en fracción de nanosegundos y a años luz de Compostela y otras peregrinaciones cuando el tiempo era la sensación de lo humano en la pausa y la reflexión, antes de ser invadido por la ansiedad de los cigarrillos que van y vienen del cenicero a los labios de la escribana que casi se obsesiona con las inubicables columnas salomónicas, del que sigue esperando el nocturno -en la parada de pensamientos que se arrastran como los borrachos en la madrugada- y a estas alturas considera que sólo quien posee un Mercedes-Benz con top model incluida puede esperar algo más de esta vida de mierda y por qué si hay un Dios con mayúscula sin embargo  decretó que unos den vueltas por la ciudad en su auto cero kilómetro a la espera del último pub abierto y otros estén aguantando las horas de viento frío y ómnibus que tal vez no pase más y justo hoy que las olas golpean retumbantes contra el granito de esa rambla tan pero tan cercana a las frustraciones de todos, quienes vagamente empiezan a considerar esta realidad de simplemente existir en una ciudad que es península metida de lleno en un mar que hoy se presenta particularmente inquieto y que no es para menos tratándose de todos esos fenómenos extraños desde terremotos en lugares tan impensables como Asís o esa eterna sensación de catástrofe inminente que Los Angeles delirante y multirracial se acostumbró a esperar de un momento a otro -a fuerza de sacudimientos súbitos y caídas de autopistas-, hasta el definitivo “Big One” que acabe separando inimaginablemente el Estado de California del resto de la Unión...Si bien todo eso siempre ocurre lejos de la península ignorada; ignorada tanto por los de afuera que habitan los paraísos caribeños o las exquisiteces del Primer Mundo como por quienes desde siempre padecen una ciudad que no llegó a ser capital de virreinato ni definitiva colonia inglesa así ahora todos éramos súbditos de Su Majestad La Reina Fortuna.

Pero en definitiva qué importaba pensar todo esto precisamente hoy, cuando en la península que era ciudad ocurrió un fenómeno inexplicable. De seguro tuvo su origen en un lejano planeta presumiblemente conformado por suelo volcánico, del que una porción de lava hirviente voló a las alturas y traspasó los límites orbitales viajando, metamorfoseada en roca, en dirección a la Tierra como no podía ser de otra forma. Pero cuando toda una tradición cinematográfica hacía suponer que la mole tendría que hacer pavoroso impacto contra el Empire State, el Estadio de Wimbledon o la Tour Eiffel, resulta que este meteorito o lo que fuera -cuyo diámetro era grande como una manzana bien criolla- al parecer dio de lleno en la porción de mar que rodeaba  la península ignorada,  la ciudad en donde sus habitantes padecían la existencia embargados por los lamentos ante la cruda realidad de aquello que nunca llegaba o que se había perdido para siempre o que no se perdía nunca y por eso torturaba con la presencia ominosa de columnas salomónicas inubicables, paradas de ómnibus donde el frío y el cansancio llevan a cabecear de la pesadilla del “nocturno” a las ensoñaciones del Mercedes-Benz, esposas fastidiosas, realidades conyugales y sociales que no se podían borrar de un plumazo, viajes a Australia que se tendrían que haber hecho si no hubiera sido por...

...lo que entonces ocurrió de manera lenta, progresiva e inevitable si es que, como se supuso, una amenaza en forma de roca enorme llegada del espacio se hundió en el océano provocando una onda expansiva imparable y lógicamente devastadora. No se supo con certeza de qué lado de la península ignorada se originó aquel caudal crecientemente veloz de miles y miles de litros de agua que fueron formando en principio una ola, luego aquello para lo que no había un nombre preciso, cuando la mayor parte de los habitantes todavía estaba inmersa en sus pensamientos de frustraciones, infidelidades y postergaciones, hasta que uno a uno, una a una, unos y otras y todos se fueron volviendo a aquella realidad que, desde el horizonte marino, venía avanzando creciente en dirección al ya no tan cotidiano devenir peninsular  y ciudadano; que no era la llamada “ola del Ferry” ni nada parecido, sino que semejaba un fenómeno directamente dirigido por las Potencias Supremas, como si injustamente alguien allá arriba hubiera decretado una suerte de Segunda Venida del Diluvio para que se barriera con todo sin mirar seres o condiciones sociales. Lo realmente extraño es que esto viniera a ocurrir precisamente aquí, en este país de porquería y cuando uno creía estar encontrando la solución a una problemática que lo había aquejado ya desde la etapa intrauterina. La solución estaba allí, bien cerca de uno; sólo que uno merecía un poco más de tiempo para cambiar ciertas situaciones que de seguro redundarían en una vida mejor. Por qué entonces ahora eso que venía avanzando, que seguía evolucionando aterrador desde el horizonte y que no era un sueño porque el borracho ya había despertado y desde su resaca se miró en el espejo y le pareció más terrorífica su cara que lo que vino a contarle la insoportable de su mujer que había escuchado en la radio acerca de una ola que ya de lejos parecía tener la altura de una torre de veinte pisos y fue cuando el tipo, desde el dificultoso cepillado de los dientes, alcanzó a pronunciar con bastante facilidad que por qué no se iba a la mierda y lo dejaba tranquilo o que se fuera con esa ola a joder a otra parte o que se dejara de delirar y pusiera agua a calentar para el mate. Fue lo último que el tipo le espetó a su esposa; la última vez que el oficinista marcó la entrada a las 8 en punto; los últimos lamentos por la Australia, la Luna o el Cyberespacio que muchos no conocerían; el último nocturno en la parada de ómnibus donde alguien soñaba con un Mercedes-Benz y el del Mercedes-Benz difería casi a los gritos por última vez con su amante en la habitación de ese hotel que se alzaba de cara a esa ola que seguía viajando hacia la península ignorada llevando consigo un inimaginable caudal de agua que, como es de suponer, efectivamente barrió...

...Pero lo más inexplicable -sobre todo para los que veían inminente el final de sus días- fue que barrió con casi toda la península, pero no con toda la península. Muchos, entonces, aferrados a restos de paradas de ómnibus, autos último modelo, camas de hoteles costeros, mesas de boliches barriales, relojes oficinescos detenidos en la hora 8 y demás objetos semiflotantes entre los que no se encontraban columnas salomónicas, observaron con estupor que aquella ola inconmensurable, diluviana, bíblica, pero sobre todo absolutamente injusta, había esquivado algunos lugares que permanecieron intactos  y en cuyo interior el sueño transcurría plácido, el amor se edificaba sin sobresaltos y los mantras surcaban la atmósfera perfumada por el incienso, la mirra y el sándalo, hasta los acordes de un arpa tocada en los bosques y  las campanas llamando al Angelus en el monasterio cercano, que anticipan los rituales mágicos y las tareas cotidianas de una nueva jornada.

Guillermo Lopetegui
De La esperanza y su sombra

Ediciones Aldebarán, Montevideo, 2007

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