La corta historia de Joaquín
Guillermo Lopetegui

in memoriam Alejandro Zorrilla de San Martín.
para Enrique Estrázulas.

Conocí la historia una tarde, cuando Joaquín se apersonó en el boliche. Que yo me encontrara allí ya no empezaba a ser casualidad. No sé si incluirme entre los demás concurrentes, pero el asunto fue que allí permanecí yo: acodado en el mostrador y dispuesto a escuchar la historia contada por Joaquín.

Se conocieron una noche –ella pretextó que ya se habían visto antes, hacía tiempo-, cuando él cenaba solo en un restaurante de última categoría. Salieron de tequila y grappamiel dos noches seguidas –mientras, ella seguía ¿inventando? recuerdos pasados- y a la tercera él se encontró en el apartamento de la muchacha; más precisamente en su dormitorio, de afiche condenatorio de los 500 años de la Conquista, foto con amigos de sonrisas estúpidas y miradas vagas, entrelazados en la hermandad estival del balneario oceánico enclavado entre  las dunas y dos o tres compactos superponiendo Roos con Sabina y Los Jaivas, sobre la compactera cerrada del radiograbador Sony al que habían rebautizado “El Huevito”, como le informaron desde un suave aunque algo indiferente tono femenino de voz.

“Creo que ahí fue donde empecé a sentir algo más por ella”, nos reveló, “pero la muy yegua sólo quería cama, cama y cama.”

La, en una primera instancia, insaciable vivía cerca del boliche y pensé en la proximidad de esa mujer. Porque Joaquín no dejó de referirse a la soledad que la rodeaba.

“Pero me siento desilusionado, hermano”, se entregó a nuestra atención sostenida, en un lamento de tango confesional.

Otra tarde la vi dirigirse a la parada del ómnibus. Algún índice anónimo –apuntando desde el boliche- la señaló como rescatándola de la habitual monotonía de entre semana. La seguí con la mirada y después me fui a cumplir con lo que ya empezaba a ser tradición: tomarme tres “Old Times” al promediar el mediodía de suposiciones silenciosas o charlas olvidables; porque cuando se trataba de whisky –antes del almuerzo- se empezaba a establecer y afirmar cada vez más la idea de un mediodía con eterno saldo de tiempos para imaginar comidas suculentas, sabiendo lo precario del guiso de ayer que nos estaba esperando. Es cierto que elegí esto y también es cierto que temo cualquier forma posible de “riesgosos actos que encierren la mínima posibilidad de trascendencia”.

La historia de Joaquín se acababa un día sin fecha, en el momento que resolvió abandonar o que lo abandonaran.

Y en el boliche seguíamos estando nosotros, entre obsesos y hartos de política y soluciones venideras, esperanzadoras o apocalípticas, para casi todos. Porque la excepción era Vidal, quien no descuidaba sus carbonillas sin importarle otro entorno que aquel que sostenía el motivo de sus obras. Me acerqué a su actitud reflexiva de siempre sentado junto a la mesa elegida desde siempre -adonde a él le llegaban seguramente ensoñaciones mecidas del parque cercano y a mí el resto de una ciudad a la que hacía mucho tiempo no visitaba- y me sentí en la necesidad de pedirle permiso para hacerle compañía. Asintió con la cabeza, en silencio, regresando absorto al trazado  que había empezado a hacer –quizás horas o días antes- en ese cartón flanqueado por el vaso de caña y los cigarrillos negros.

-Tú también  conocés la historia de Joaquín –me animé a hablar, luego de hacerle una seña al mozo para que echara en mi vaso otra medida “de combustible y algo más de gélido”, como era esa suerte de lenguaje intercomunicador –entre el mozo y nosotros todos- sólo necesario y aceptado puertas del boliche adentro.

-...Y dejó de ser íntima cuando Joaquín se puso a ventilarla –se dignó a dar cuenta Vidal después de prolongar un poco el silencio, aunque con los ojos apartados de la carbonilla y regresando a la visión próxima del parque, mostrándome quizás una puerta más próxima de salida, aunque a un mundo al que ya no me interesaba aventurarme. Imprevistamente Vidal enfrentó sus ojos a los míos-: Mejor hubiera sido que  la muchacha esa siguiera en el anonimato y Joaquín se mostrara menos sentimental y más reservado.-Una mueca de costado y un alzar de cejas fueron mi única forma de la contestación, por lo que entonces Vida creyó conveniente agregar-: No nos interesaba el asunto de lo que le pudo pasar emocionalmente con la reventada esa. O... ¿a ti sí? –pareció echar en la mesa de carbonilla, cigarrillos, caña y whisky, mirando inmediatamente a los costados y tranquilizándose de saber que nadie nos escuchaba.

Continuó su trabajo creativo y yo seguí su mano presurosa, intentando encontrar alguna respuesta en el movimiento firme y apenas audible; en sus propósitos de encontrarle una feliz resolución al motivo final de aquellos trazos. Esto me afirmaba la certeza -revelada hacía pocos minutos- de que al menos a Vidal no le interesaba la historia.

Me puse de pie y asomé medio cuerpo por la ventana buscando, algo más acá de la serena escenografía del parque – a esa hora de mediodía laborable-, el techo de la parada y el ronroneo del ómnibus que se la llevara quién sabe adónde; ella misma por la repechante calle de últimos adoquines a lo largo de los extremos del asfalto, caminando en dirección a su trabajo, su estudio, arrastrando consigo esa íntima interrogante que parecía expresar su figura pequeña y ancha de caderas.

 

Como solía suceder con cualquiera de los allegados al boliche, Joaquín dejó de asistir a él por algún tiempo que dura hasta hoy. Yo sabía que no había vuelto a ver a la muchacha y esto, en parte, me tranquilizaba por ambos.

Alguien averiguó que ella estudiaba Antropología. “Eso ya es algo”, y la suposición se me mezcló con lo otro que me había empezado a enlentecer el arribaje del sueño: ¿por qué razón ella podría haberse fijado en un sujeto como Joaquín? Lo especial, lo singular, lo destacable en otros tipos, no eran su sello.

Nuevamente fue Vidal el temporalmente ungido como Cristo, para imbuirse de toda la paciencia y escucharme. Le palmeé el hombro y él no dejó de darle los toques posiblemente finales a aquella carbonilla: la calle; nuestra calle que se perdía en las rocas de la costa, próximo a la farola, con hasta cierto oloroso recuerdo de puestos de pescadores y casas que ya no estaban. Vidal se empeñaba en retocar una de las fachadas de los dos edificios altos que intentaban, desde hacía un par de años, darle otra panorámica a la cuadra de calle en declive mitad asfalto y adoquín.

-No sé cuánto hace que estoy aquí –solté, con cierto secreto afán de intromisión en una tarea que para Vidal siempre se sintetizaba en lápices, cigarrillos, caña, silencio y concentración. Ingredientes presumiblemente sagrados tras los que Vidal seguía parapetado a la hora de hacer los máximos esfuerzos por ignorarme y permanecer sumido en su creación, con lo que entonces seguí hablando, suponiendo-: La muchacha se sentiría sola... Entonces, por ahí la equivocada sería ella.

-Podría ser –musitó Vidal, interrumpiendo su labor imprevista y gratamente para mí, y echándose contra el respaldo esterillado de la silla.

De nuevo mi curiosidad asomándose por el ventanal. La observé dirigiéndose a la parada con paso lento y tres carpetas contra el pecho. Pensé en lo poco y nada que la podría haber unido a Joaquín; en lo poco y nada que suele unir a un ser con otro, cuando se intenta levantar sobre una base de globos el edificio más ilusionista que ilusionado de imposibles futuras convivencias; pensé en lo beneficioso de que Joaquín no hubiera regresado al boliche. Pero beneficioso, ¿para quién?

Así las horas y los días fueron pasando, hasta que llegó la mañana aquella tan sorprendentemente diferente a todas las otras que me habían encontrado en mi rincón, cercano a los rituales del artista de la carbonilla; porque la muchacha hizo su entrada -¿casi triunfal para mí?- en el boliche, apenas con un “Buenos días” a todos los que estábamos allí casi desde siempre.

-Nevada box –pidió, cerca de un mostrador situado  unos centímetros por debajo de su cuello y la cadena de plata que lo adornaba. Se demoró buscando cambio y chistó fastidiada.

Como quién sabe desde cuándo no me ocurría, me sentí impelido a dejar mi vaso a un costado y caminar hacia ella, con un lado de mi cuerpo pegado al mármol de la barra. Ella buscaba y buscaba, posiblemente monedas, en los interiores de su bolso. Rápidamente desvié mi mirada al bolichero, quien desde la caja con dos dedos de la mano derecha me indicó los pesos que le faltaban a la compradora de cigarrillos.

-El eterno problema del cambio –hablé, serenamente envalentonado. Ella alzó brevemente hacia mí el desconcierto de una mirada clara, pareció luego pensar unos segundos y muequeó una aproximación a cierta sonrisa apenada, volviendo los ojos al caos semisecreto del bolso.

-Sí. Dos pesos... que no encuentro –contestó poco audible, apoyando el bolso en el mostrador y tomándose de la frente tapada por el cerquillo.

-Uno siempre los tiene y no sabe dónde.-Busqué entonces en uno de los bolsillos de mi campera y extraje una moneda de dos pesos, que previamente ya había tanteado para confirmar que tenía, cuando el bolichero me señaló con dos dedos la cantidad con complicidad, gracias a lo que pude elaborar un mínimo parlamento con el que hiciera mi entrada en la acción-. Ya está solucionado –le mostré a la muchacha la moneda y la eché encima del mostrador adonde caía la luz de la mañana, mostrando en el mármol veteado las curvas de un paño húmedo que hacía unos minutos el bolichero o el mozo habían pasado. Ella miró la moneda e intentó decir algo que me encargué de que no dijera-. No hay ningún problema. Mañana me tocará a mí y entonces puede ser que te busque o esperaré hasta que te vea caminando en dirección a la parada.

Ella entonces echó una mirada circular a los interiores del boliche y súbitamente su vaga simpatía se tornó en seriedad momentánea.

-Claro –dedujo, deteniendo la seriedad en el ventanal junto al que generalmente me acomodaba yo-: desde aquí se fichan todo, ¿eh? –regresó a mi súbita perplejidad ante su deducción no exenta de cierta picardía, con una guiñada y una sonrisa. Procuré mantenerme igualmente sereno, si bien aquel imprevisto cambio de actitud en ella me trajo dos certezas: la primera, que era una mujer posiblemente más experiente de lo que uno podría suponer y que sabía cómo entrarle a un hombre; y la segunda, que por ese tipo de mujer yo hacía años había resuelto dejar pasar mis horas entre los vasos, el observar de las creaciones de Vidal y seguir a veces los cambios que transcurrían allá afuera, en la otra vida, parapetado de este lado del ventanal.

-Cierto. Siempre te veo caminar, venir  desde “algún lugar”, con dos o tres carpetas que algún infidente aseguró se trata de ¿Antropología?

-Joaquín –supuso ella, seria y secamente.

-Joaquín no –repliqué-. Pero Joaquín vino, tomó algo y lo notamos preocupado. A veces –agregué, incentivado por la situación que ambos empezábamos a vivir- uno no encuentra respuestas a los enigmas insoportables que lo rodean.

-¡Qué trágicos son todos en este boliche! –sonrió y meneó la cabeza, con aire de suficiencia. Se quedó con la mirada puesta lejos de mí y volviendo a delinear una sonrisa vaga, posó sus ojos claros en mi semblante que oscilaba entre la simpatía y el desconcierto-: Creo que se hacen muchos problemas cuando en realidad no hay ninguno –concluyó, segura de sí misma.

Me gustaba prolongar aquella conversación, pero me invadieron imágenes anteriores en las que aparecía ella dirigiéndose quién sabe adónde y Joaquín entrando desconsolado a buscar ayuda por entre las luces y las sombras, del boliche más sombra que luz. Consideré que no quería alterar lo que ya era cotidiano, aceptado y ajeno a mí y que se vinculaba con su ida a la parada del ómnibus, abrazándose a unas carpetas que denunciaban ciertos intereses en estudios facultativos.

-Al menos tu nombre –me limité a pedir, antes de que nos despidiéramos aunque con cierta secreta e inquietante esperanza de que nos volviéramos a encontrar.

-Diana. Como la cazadora.

-Artemisa para los griegos –recordé algunas lecciones del liceo.

-Se supone que a Diana la conocen más.

-Seguro que no me voy a olvidar del nombre latino de la hermana de Febo-Apolo.

-¿Y por qué no te tendrías que olvidar? –atacó ella imprevisiblemente. Entonces, un sentimiento de vaga hermandad me unió brevemente a Joaquín y creí comprenderlo; pero inmediatamente después recordé que antes estaba yo.

-Porque otra vez te podré decir: “Aquí tenés dos pesos, Diana”, o: “Prestame dos pesos, Diana”.

-Si los tengo...-dudó ella, frunciendo los labios y aprestándose a dejar el boliche reacomodándose la correa del bolso que colgaba de un hombro.

Luego del esperanzado “Nos vemos” mío y el rápido “Chau” de ella, la muchacha regresó al sol de mediodía y yo pedí que me pusieran otra medida en mi vaso de más hielo derretido que whisky.

Ese día no esperé, como siempre, a la última hora de la noche para regresar a mi vivienda envuelto en las oscuridades, caminando apurado y sin detenerme en las características de una calle que bordeaba el recuerdo del parque. En cambio, en plena tarde me aventuré a deambular por la parte de la rambla que me recordaba, vagamente, el antiguo pueblo de pescadores; un recuerdo que hoy no podía más que llegar a las dimensiones pequeñas del boliche evocador a fuerza de banderines noruegos, mandíbulas de tiburón, un ancla, un timón y una foto amarillenta de un bolichero luciendo el cabello más negro y largo y una silueta mucho menos gruesa. Me acercaron aquella foto y la observé detenidamente.

-Yo no era pescador –rememoró el de la foto, cruzando los brazos encima del mostrador-, pero había algo que nos unía a todos por igual. Ellos se iban hasta altamar y volvían por la noche o de madrugada. No quedaron ni los botes; no quedó ni aquella posibilidad de zarpar hacia una pesca eterna. Yo recién empezaba en el boliche y todo esto era otra cosa. Al menos si parte de la clientela fuera de pescadores... Pero no me quejo: vos, Vidal, Joaquín cuando venía, me recuerdan en cierta medida a los otros. Y a veces me hago a la idea de que efectivamente existió un zarpaje de botes que ya no regresarán.

El bolichero puso otra medida en mi vaso. Me fui a sentar, esperando su regreso a la hora que fuera. Joaquín seguía sin aparecer y Vidal avisó que estaba “jodido de salud”. Así que me acomodé, pero contra el alféizar de la ventana. Aguardé las horas más allá del mediodía, la caída de la tarde y los ómnibus que volvían de la zona céntrica –entre ruidos de caños de escape y primeros cantos de los grillos que milagrosamente seguían estando-, retornándola quizás hasta el rincón este donde yo seguía tomando y a veces picaba alguna rodaja de longaniza, harto por momentos de mi propio empecinamiento; desprovisto de ideas que me proporcionaran argumentos para seguirme acercando a ella.

 

Bajó del ómnibus y caminó sola cerca del cordón de la vereda, siempre sobre una de las líneas del adoquinado que sobrevivía a los extremos de la calle. Su imagen adquiría otra dimensión y apreté fuerte mi enésimo vaso de whisky, al que me negué que le pusieran soda. Vidal se perdía esto y la ausencia prolongada de Joaquín nos había hecho suponer a todos que ya no le podían quedar fuerzas para que algo le pudiera hacer retornar el interés por la existencia; al menos la existencia relacionada con determinado boliche y determinada muchacha... quien rápidamente se volvió a la ventana –con el mismo gesto oscilante entre la simpatía y el desconcierto de aquel “Creo que se hacen demasiados problemas cuando en realidad no hay ninguno”- e imprevistamente se detuvo a mitad de la marcha. Alcé mi vaso disimuladamente y ella inclinó la cabeza con una sonrisa que la poca luz exterior me obligó a imaginar. Siguió caminando y se volvió a detener. Tal vez yo le quería comentar que a Joaquín no lo habíamos vuelto a ver; tal vez ella recordaba que me debía dos pesos que yo no le iba a aceptar.

El bolichero anotó en la cuenta de la amistad y me despidió, desde el otro lado del mostrador y apoyado en el telón de fondo de la foto, el ancla, el timón, los banderines noruegos, la mandíbula de tiburón abierta para un ataque que se venía demorando. Ambos oímos un ruido seco y en el sitio donde estaba la mandíbula sólo encontramos el clavo grueso en “L” que la había sostenido durante años. El bolichero recogió el recuerdo de tiburón, las fauces que acaban de cerrarse, trancándose a toda posibilidad de un ataque que ya no asestaría.

Recordé que el bolichero era nieto de franceses.

-No sé si la Legión Extranjera sigue existiendo –casi fue pensar en voz alta, cuando él se agachó para recoger la mandíbula y yo le hablaba a las botellas y a mi propia imagen reflejada en el espejo picado del aparador.

-Sigue existiendo, sí –escuché que contestaban del otro lado del mostrador y desde algún lugar bajo la barra. Después el bolichero se puso de pie y dejó la mandíbula metida en la pileta, bajo un chorro fino de agua fría que bajaba de la canilla cromada-. Creo que el Cuartel General está en Córcega.

Volví a observar el panorama exterior ensombrecido a través del ventanal. El reflejo débil de una bombita de calle caía de lleno sobre la silueta pequeña; los brazos cruzados apretando carpetas contra unos pechos en los que yo no había querido pensar.

Dejé el boliche a mis espaldas y caminé de frente, sin argumentos, hasta donde la silueta empezaba a ser de nuevo Diana. Diana aclarándose y de regreso; Diana del cabello castaño y corto, por la calle adoquinada a la que me estaba llevando metido en la noche y hasta su sonrisa, diferente a la anterior; diferente a aquella que me prometió la vuelta que sellaban los dos pesos... o cierta historia de un tal Joaquín.

El viento de un otoño avanzado se dejó sentir, cuando ya estábamos cercanos a la rambla. Pensé que ella no sabía la otra historia: los pescadores que ya no volverían sino en la risa del pasado fijada en un papel amarillento como el whisky, como las baldosas que pisaban los adherentes a la cotidiana causa del boliche, o como mis dedos luego de treinta años de cigarrillo, que en los últimos cinco iban acumulando sabores negros, apestosos, pero tan compañeros a la hora de reclinarme contra el alféizar del ventanal.

No hubo Joaquín ni dos pesos, no hubo cuentos de pescadores ni posibilidades de aventurar una partida sin regreso a la Legión Extranjera.

Hojeé sus libros y pasé mis manos a lo largo de un tapiz mexicano: regalo de otro Joaquín que había quedado lejos, como el que ya no aparecía en el boliche y como este otro que había hecho su entrada en el entorno de cierta mujer llamada Diana.

Con sus ojos verdosos oleándome confesiones de una noche –amargamente silenciosa- me hizo entender que hacía tiempo que rechazaba ese tipo de compañía que amenazara con ser para siempre. Destendió la cama y supuse que ya antes Joaquín habría conocido el rosa estampado de las sábanas; el perfume que su pelo dejaba en la almohada; la resignación o certeza de la soledad buscada, ante otra mañana que empezaba por llenar con ella misma.

-A veces se viene a quedar un primo: nos hacemos mutua compañía porque él también está solo. Otras veces me visita una ex cuñada y por ahí se queda algún fin de semana conmigo, cuando su hija, mi ahijada, se va a la casa de mi hermano. Mi primo y mi ex cuñada se alternan y otra veces hemos coincidido los tres en casa. Al primer Joaquín y también al segundo les molestaba esto. Se ponían celosos. ¿A ti te molesta?

Pero aquellas casi tres décadas traducidas en la tersura de los brazos, me atrajeron a la región donde ya no podían existir preguntas y respuestas, historias y leyendas. Sólo la madrugada de próxima distancia y acompañada soledad –donde quedaban recuerdos de un primo, una ex cuñada, otros Joaquines-, el vaso de whisky cerca del ventanal –ya sin suposiciones o casi inmovilizado bajo el peso de las mismas- y su andar despreocupado en dirección a un ómnibus que la llevaría en vueltas hasta donde se perdía una ciudad que yo iba olvidando de a poco; retornándola luego a sus sábanas y a otras entregas circunstanciales, si bien ella apoyaría dos dedos de uñas cortas y sin esmalte contra la otra boca, encargándose entonces de acallar suposiciones; de borrar ilusiones de una historia duradera.

 

El penúltimo día que pisé el boliche no hablé con casi nadie.

Apenas un nuevo cliente que se acercó a mí, saludándome con un apretón de manos. Era joven y también venía de algún lugar necesariamente abandonado. No le pregunté su nombre y sólo me bastó revisar su mirada, para comprender lo que luego era preferible desestimar con el siguiente buche de whisky.

Sólo me llegaron las preguntas susurradas de aquel joven, cuando se arrimó a la mesa de Vidal. El artista permaneció con la cabeza gacha, inmerso en la única respuesta que podía dar; la que fue trazando sin palabras.

Sólo el delinear una calle adoquinada; una silueta llevando entre los brazos pena, temor, dureza, desfachatez o carpetas, seguida por los trazos difusos que tal vez evocaran o anticiparan un nuevo comienzo con los cigarrillos comprados, la sonrisa entre natural y forzada, aquella parte del dinero que no encontraba, no tenía o había ocultado.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte Sexto, Montevideo, 1987
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Orillas

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