El engaño
Guillermo Lopetegui

No sé cómo pude dormir. Quizás me hice el firme propósito de cerrar los ojos y olvidar; quizás sólo hice eso: cerrar los ojos y tratar de borrar rostros, sonrisas, caricias. Ahora que desperté comprendo que todo fue imposible: este día se alzó apenas como la extensión de una angustia que se inició la tarde de ayer al subir al ómnibus, al pagar el boleto, al caminar entre la gente... y al no querer seguir caminando hasta el fondo, quedándome en cambio recostado contra la puerta de emergencia, oculto por algunos brazos, codos y hombros. No podría imaginarme allá atrás, tomando asiento del lado de la ventanilla, tratando de distraer la mirada en las casas y entradas a edificios de unas calles donde los niños jugaban de shorts y camisetas, sucios, sonrientes, llenando la vereda con sus gritos y corridas. No podría haberme distraído, dejado llevar, perderme aunque momentáneamente en aquel espectáculo cotidiano, porque algo dentro de mí me hubiera obligado a volver la cabeza a otro asiento...

Ahora estoy despierto y oigo los pasos de mi esposa sobre las baldosas de la cocina. Seguramente está preparando el desayuno para los dos, aunque se me antoja suponer que lo esté preparando para ella sola. Ayer, por la mañana, tenía decidido dedicar esta jornada  a escuchar música: Sibelius. Escuchar a Sibelius me representa el efectuar un viaje rápido sobrevolando lagos, montañas y bosques. Una hora inmóvil en el sillón; una hora que me otorgaría la tranquilidad de no tener que formular preguntas intrascendentes que mi esposa contestaría con la clásica parsimonia o aburrimiento. Supuso un esfuerzo inútil el intentar introducirla en Sibelius, Mahler o Brahms; hubo incluso una época anterior en la que opté por empezar casi por el principio: monofonía. Pero observando su rostro de expresión contraída al verse sometida a la audición de un motete del siglo XIII, casi corro el peligro de sentirme súbitamente desposeído para siempre de toda esperanza; despojado, de forma violenta, de esa sensibilidad ante lo más sublime de la expresión musical, que siempre me había caracterizado. Sin embargo, a pesar de aquel notable rictus de hartazgo que no se molestó en ocultar a mi mirada escrutadora, seguía luciendo intacta esa belleza de cuando la conocí. Y a propósito de su hermosura, una vez traté de transmitirle lo que me recordaba su rostro: “¡Mirá que sos loco!...” fue lo único que se le ocurrió responder, y estoy seguro que jamás había visto un boceto de Da Vinci, y pese a que yo la comparara con un dibujo del gran humanista, tampoco se preocupó en averiguar cómo era, ni tan siquiera por esa superficial curiosidad que una vez satisfecha devuelve al desasnado a su anterior y cómo estado de ignorancia.  

Resolví terminar con el famoso asunto de su culturización y ambos optamos por seguirnos dedicando cada uno a lo suyo. En realidad yo opté por volver a mis cosas, ya que ella las suyas nunca las abandonó.

Hoy hubiera querido escuchar a Sibelius; sentir todo aquel frío que se perpetúa más allá del Círculo Polar Ártico; pero con el frío que siento dentro de mí, más acá de toda posibilidad onírica, creo que me alcanza y sobra. 

Algunos brazos y torsos ya no estaban, pero un codo anónimo seguía tapando parte de lo que yo quería ver con masoquista comodidad: la sonrisa, los labios extendidos a ambos lados dejando mostrar el blanco catálogo de sus dientes, la cabellera algo revuelta como recuerdo, doloroso para mí, de una reciente caricia... y la otra mano, una mano gruesa y venosa que las suyas apretaban con fuerza. Bajé la mirada y descubrí la palanca: “ABRASE EN CASO DE EMERGENCIA”. Me sentí el dueño de toda la emergencia, mi propia emergencia. Opresora, sofocante, traidora, pero no tuve ánimos de abrir, o simplemente tuve miedo, o ganas de averiguar algo más. El ómnibus se internó por las calles empedradas del parque, y quise distraer los pensamientos en la quietud de un lago que advertía con dificultad tras los senderos; un lago en medio del que se alzaba un islote de palmeras y palos borrachos conformando un cromatismo pálido, como un lienzo descuidado frente al que yo intentaba distraer la sensación de sentirme un extraño a los demás; sólo conocido por mí mismo; sólo importante para mí mismo. 

Mi esposa llegó con una bandeja: dos tazas de café con leche acompañadas de galletas, tostadas, mermelada, manteca y sacarina para ella. Se volvió a acostar y me dio -o dejó- un beso en la mejilla arrugada por la mala posición de la noche; áspera por la falta de una philishave que ese día tampoco iba a recibir. Apoyó la bandeja entre una pierna suya y otra mía.

Mientras comíamos las tostadas se recostó en mi hombro y me dijo que tenía ganas de aprender; que reconocía lo inculta que era, y que yo supiera perdonarla por el trabajo que me iba a dar el empezar de nuevo con todo. Comprendí entonces que en ella se estaba dando el proceso de culpa, el naciente cargo de conciencia, y ya no me interesaba enseñar nada a alguien que quería aprender por sentirse en falta y por verme, si se quiere, como el pobre tipo que siempre había “velado por ella” sin ella percibirlo...hasta ahora.

Tomé un sorbo de aquel café (que para mi desgracia estaba exquisito; de lo contrario, se me hubiera dado la oportunidad de descargar mi rabia por vías de la taza y lo malo del desayuno) y luego me animé a preguntar, tratando de no poner cara de circunstancia, de marido asustado y desorbitado por la verdad que pueden llegar a escuchar sus oídos; tratando de no imprimirles a mis rasgos la clásica gestualidad tragicómica del macho que se comienza a parecer a un ciervo de profusa cornamenta.

“Estuve arreglando la biblioteca; después hablé con mamá por teléfono.”

En sus palabras reinó la tranquilidad, o la sangre fría. No quise llamar a su madre porque la considero una mujer de moral íntegra, incapaz de ponerse a la altura de una futura mentira sabiamente pergeñada por esa única hija. Por otro lado –y aduciendo que iba a buscar una Newsweek que había dejado por ahí la noche anterior- en un merodeo rápido por los alrededores del escritorio efectivamente pude constatar que la biblioteca estaba en orden, un orden que yo nunca le pude dar. 

Aquel codo me tapaba parte de su rostro; pero yo conocía el fragmento de sonrisa, el brillo del único ojo que alcanzaba a observar desde mi rincón al borde de la emergencia. Ahora que recuerdo, a la mano derecha le faltaban dos anillos: el que yo le regalé antes de casarnos y uno que lleva desde los 15 años. Que se hubiera guardado en la cartera el que la comprometía conmigo lo entiendo, pero no entiendo por qué también se quitó el otro, el que me llamó la atención la vez que la conocí y por lo que se inició una conversación que después se convirtió en sucesión de días, meses, hasta aquellos dos años de novios luego de los cuales...

Ella acabó con su café, se levantó y caminó hasta perderse por entre esos rincones de la casa que a veces tiendo a creer que sólo las esposas conocen. Volvió con un paquete envuelto para regalo y me dio otro beso. Yo no podía entender que sus caricias, sus besos, su pelo, ¡pudieran pertenecer a alguien más que a mí! Permaneció parada junto a la cama, con el camisón prendido en los primeros dos botones por lo que el leve atuendo se iba desplegando hacia los costados, permitiéndome que disfrutara de sus piernas, sus caderas, el vientre y parte de los senos... Aquí fue donde creí que un Destino olímpico me aniquilaba bajo el peso de una sospecha, inimaginable hasta hacía unos días y luego de un maldito viaje en ómnibus, al recordar aquella mano gruesa y venosa explorando la geografía de una mujer casada ¡conmigo!

Volví a hurgar con la mirada en aquellos senos que continuaban siendo adolescentes, cuando ella me extendió el paquete, el regalo; se arrodilló y recostó su cabellera contra mi pecho, sin importarle que algunos mechones casi se metieran en mi taza de café con leche.

“Feliz aniversario.”

¿Eh? ¿Cómo? ¿Aniversario?

“Hoy hace cinco años que nos casamos”, me reveló en serena voz baja, aunque supongo que algo apenada por mi total olvido. Luego alzó la frente, se corrió los mechones de pelo a un costado de ese rostro hermoso, se incorporó algo más apoyando las manos en el borde del colchón y acompañó a ese regalo con otra de sus inconfundibles sonrisas.

“El tríptico que tú me enseñaste...”

Y me besó por su orden en la frente, la nariz y los labios.

Pensándolo bien, la muchacha del ómnibus tenía el pelo más claro; sus manos eran más finas y la sonrisa para nada extendida y mucho menos insinuante. El único ojo que pude ver creo que era verde, o celeste, ¿o casi azul?, ¡pero nunca negro! No eran negros, ¡estoy seguro!

¡Cinco años! ¡Y yo que me había olvidado! ¡Qué rápido transcurre el amor luego que uno se casa y cuán tapados por montañas de domesticidad van quedando aquellos inicios de primeras conversaciones reveladoras, besos inaugurales y pensamientos prácticamente enfocados sólo al ser amado!

Por la tarde nos visitó su madre y comentó las bromas que mi esposa le había hecho por teléfono: era verdad. Y yo que dudé...

Dejé a las dos mujeres charlando en el living y corrí puertas afuera en busca del sector perfumería de la farmacia céntrica que, para mi suerte, estaba “De turno esta semana”. Pregunté por un frasco de “Fidji” y apenas reparé en el precio cuando la muy maquillada encargada  me lo reveló con comercial y bella sonrisa. Después crucé la avenida y caminé cuadra y media hasta la florería esquinera, donde compré una docena de rosas rojas que me prepararon como manojo. Por último bastó que cruzara la avenida nuevamente y esta vez caminara apenas unos pasos hasta una pequeña bombonería, llevándome un paquete de almendras que a ella, adorada mía, tanto le gustan.

De regreso en casa advertí que mi suegra estaba preparando una cena especial, con velas y servilletas de tela que, al menos por esa oportunidad, suplirían las de papel a las que también nosotros nos tuvimos que acabar acostumbrando, porque tengo que coincidir con mi esposa en que respecto a las servilletas de tela “después de usarlas es un embole tenerlas que estar lavando y planchando a cada rato”, como me lo dijo una vez, hace mucho, con una expresión seria e inflexible al otro día de una cena en casa a la que habían acudido algunos colegas míos.

Pero lo cierto fue que mi esposa me abrazó fuerte y con muchos besos agradeció las flores, el perfume y las almendras.

Jamás comí con tanta alegría. Por momentos ella estiraba su brazo y con la mano apartaba las copas y vasos para apretar mi mano. Entornaba los ojos y me decía una y otra vez cuánto me quería. Jamás sentí tanta tranquilidad y paz con la conciencia.

A las once de la noche, y cuando mi suegra ya se había ido, recordé que era viernes; es cierto que un viernes muy especial, pero era viernes: le di un beso a mi mujercita y ella también recordó que los viernes me reúno con la gente de la redacción después de entregar el material para el suplemento dominical... 

  No puedo entender cómo pude dudar de ella un minuto, una hora, varios días; qué fue lo que vi en ese maldito ómnibus y qué me movió a sentirme engañado. Pero su beso, su regalo, la cena, su mano buscando la mía entre copas y vasos, sus ojos que se entornaban y sus labios pronunciando ese “Te quiero” con la dulzura de siempre. ¡Ah!...

  Me sentí un culpable, una basura y casi tuve ganas de llorar, de golpear con mi puño contra la pared, de llamarla por teléfono para decirle que la adoraba... Pero reaccioné a tiempo y volví mis ojos al cuerpo desnudo de Muñeca, semidormida: pensé lo enojada que se pondría si yo hubiera hecho aquella llamada.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Muertes

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de  Lopetegui, Guillermo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio