Crepúsculo de los idiotas
Guillermo Lopetegui

Corremos por las calles del Prado metidos en nuestra propia vorágine de idiotas. Hemos visto a cada uno de nosotros quienes nos miramos a nosotros mismos y entre todos nos vemos una vez más, llegando a la conclusión de que somos más que simples amigos. A todos nos deslumbra la grandeza que tienen esas casas-quintas, con sus jardines silenciosos recogiendo en sus árboles desnudos toda la soledad del invierno. Era el marco propicio, aquella estación, para caminar por los alrededores del hotel antiguo con las solapas de los sobretodos o los cuellos de las camperas o el simple saco -al que se le trataba de ganar toda su limitada capacidad de abrigo-, entredeteniéndonos para saborear

un poema de nuestro alto patrono de las tertulias lunáticas, que a Torcuato le inspiraba un ansiado romance. Primero se iniciaba junto al portón centenario, hasta que el tiempo concedía la intimidad de los susurros en la sala, el beso concedido a la caída de la tarde mientras Torcuato mantenía entre las suyas la tersura de aquella mano femenina y apenas adolescente. Más adelante (nos cuenta, rememora a veces Torcuato lamentándose en medio de las corridas) vinieron las horas de la sobremesa en las que nuestro hermano en la idiotez escuchaba los testimonios del advenimiento de la nueva era que necesariamente debía llegar, para salvar a la patria del oprobio foráneo y oculto, por ejemplo, bajo el sutil disfraz de esas artes degeneradas que ostentaban títulos de metamorfosis o guernicas y Torcuato arremetiendo con un brindis imprevisto por escritores checos y pintores españoles. Pero acallaban su homenaje -que a la distancia también era el nuestro- poniéndose todos de pie y pronunciando en un crescendo sobrecogedor aquel slogan musicalizando lenguas del Norte puro al tiempo que lo señalaban -y por extensión también nosotros éramos los señalados- como idiota imbuido de soberbia, llevándolo a puntapiés de paso de ganso directo a la puerta y de ahí a la calle sombreada por árboles añosos, mientras Torcuato pugnaba aún por apretar entre las suyas la mano -de la hasta ayer sólo una niña- que en cambio se sacudía violenta en el aire y sólo se detenía en un sopapo al semblante congestionado de nuestro pobre hermano. En medio de las corridas todavía nos señala la calle abandonada, nos lleva hasta esa casa-quinta -en cuyos interiores aún resuena atronador el anatema de aquel slogan en lengua de regiones hiperbóreas-, trepa la verja de barrotes negros y metiendo el brazo entre dos de ellos, con un grito lastimero señala que "¡La tienen allí dentro, prisionera!". Después lo bajamos entre varios, haciendo fuerza para que Torcuato afloje los dedos aferrados a lo que ya no volverá en forma de susurros, caricias, besos robados a la caída de la tarde inspirados al pie de un poema de nuestro emérito Herrera y Reissig; secamos sus lágrimas -que por extensión también son las nuestras- y el pobre se aleja caminando más adelante que todos nosotros, con la cabeza gacha bajo la poca luz del sol, si bien caminar casi que integra algunas zonas de nuestra memoria enferma y a la voz de alerta de uno de todos, retomamos la carrera. Así, otras veces llegamos a Los Carmelitas de la estrecha Irigoitía. Torcuato empieza a reírse estúpidamente (rasgo por demás normal) y se sienta riesgosamente en los escalones que preceden el atrio cubriéndose la cara con las manos y dale que te llora nuevamente, en tanto nosotros lo imitamos en ese llanto que invoca la ayuda Divina. Nos ponemos todos de pie, penetramos el templo y gritamos llamando al amor del Padre. Pero el único padre que se nos apersona ese al que llaman Julio o algo así, quien en Torcuato -y por extensión en el resto de nuestra turbia idiota- reconoce el sacrilegio de bramar en la casa del Todopoderoso y a un enviado del demonio que llega de Oriente. Resuelve echarnos levantándose la sotana y lanzando patadas al aire; después nos injuria con la mano derecha en alto, la que por otra parte sostiene el papel mimeografiado con las letras sacrosantas de los domingos y fiestas de guardar.

Hasta que llegó el día en que todos los vecinos de la zona nos persiguieron por Adolfo Berro, y a la altura de Buschenthal nos tiraron piedras y palos, ocasionándonos el deceso a cuatro, mientras que dos quedamos muy graves y los ilesos comenzamos a hacer gimnasia por las mañanas aún salpicadas de rocío, para correr más rápido sin fatigarnos demasiado; todavía alguno de nosotros, arriesgándose, tomaba asiento en uno de los peldaños de la escalinata donde finalizaba la avenida Alfonsina Storni y leíamos en voz alta nuestro poema predilecto de Los parques abandonados que luchábamos por no abandonar.

Pero un problema que se viene haciendo habitual son los entierros: los empieza a haber seguido por estos lugares, y como es de suponerse son largas colas de Cadillacs y Lincolns negros sirviendo de escolta a la cureña sobre la que van los restos del infortunado. Los deudos al parecer siempre son los mismos, engrosando las filas de un sepelio a otro y entre ellos, una mañana de soles débiles, Torcuato creyó reconocer a quienes lo habían echado a puntapiés de la casa-quinta; ahora, en vez de lanzar sus anatemas a voz en cuello, cada tanto coreaban: "¡Otro mártir! ¡Otro mártir del nuevo amanecer!". Por eso a veces, por las pendientes, nuestras corridas se vuelven peligrosas debido a que en algún cruce nos encontramos con esas dichosas procesiones, convirtiéndose en un verdadero obstáculo para nuestra carrera feroz ese paseo postmortem. Como el día en que nos vimos envueltos en un problema similar y la única solución -debido a la imposibilidad de que pudiéramos frenar nuestra corrida en bajada- fue trepar por encima de los coches para llegar al otro lado de la calle. Allí también hubo muchas muertes, y debido a una imprudencia de Torcuato el ataúd cayó al suelo, rajándose a la mitad y dejando aparecer el rostro invernal del fallecido al que se le habían abierto los ojos burlonamente, mientras que su brazo derecho se alzaba mecánicamente como saludando el advenimiento de un futuro de restauraciones que él ya no podría disfrutar. Mientras tanto, los deudos se iban cerrando en círculo en torno a nosotros gritando que éramos los últimos idiotas; pero felizmente nuestras limitaciones mentales aún nos permitían pensar rápido, así que entre algunos alzamos al muerto, lo colocamos de manera horizontal y con su brazo derecho extendido arremetimos contra la masa de deudos que se veían obligados a replegarse a un lado y otro de la calle. Algunas cuadras más adelante depositamos al difunto en los interiores de un camión de basura de la Intendencia y nos dimos a la fuga, eligiendo nuevas calles, nuevos senderos sinuosos, nuevos rincones boscosos o las riberas del arroyo para redoblar nuestros esfuerzos por seguir corriendo. Sin embargo, luego de aquel entierro imposible con sus muertos, heridos, desperdigados y ataúd que quedó rajado por la mitad en el medio de la calle, corroboramos que íbamos quedando pocos; que el invierno se seguía yendo; que el sol calentaba más el alquitrán del asfalto; que ya casi se nos hacía inviable detenernos a releer a Herrera y Reissig; que se nos iban agotando las posibilidades de por los menos establecer un área de influencia de nuestra idiotez andante.

Así que fui dejando que los otros me rebasaran, enlenteciendo mis pasos hasta caer sobre los yuyos y tréboles que bordeaban la calle elegida al azar. Permanecí mucho rato sentado con los brazos alrededor de las piernas recogidas, tiritando; al principio pensé que los dientes me castañeteaban de frío, pero cuando una figura estilizada vistiendo un uniforme negro y luciendo un brazalete rojo y blanco posó una mano sobre mi hombro, comprendí que era de miedo, un miedo irreversible. A esa figura se le sumaron otras; no podía individualizar los rostros, pero las voces me resultaban lejanamente conocidas, aunque en mi condición de idiota no podía elaborar juicios decisivos al respecto. Me hablaron del nuevo amanecer, de la raza nueva, de la patria recuperada; y me capturaron a fuerza de comprarme con muchas monedas y la promesa de un futuro sin contratiempos en la medida en que yo colaborara con la restauración. Me hablaron durante muchos días y noches, sí, a medida que la primavera seguía arribando y se establecía en la ciudad de cada vez menos corridas por escapar de los no-idiotas. Y resolví devolverles aquellas monedas y la seguridad de un futuro sin contratiempos a aquellos sujetos uniformados y engominados que blandían cachiporras y le cantaban a la promisión de una era desprovista de impurezas, porque yo sentía que estaba perdiendo mi condición de idiota. Pero ellos desaparecieron cuando yo ya me sabía de memoria -sanada- todos los slogans, había leído los libros recomendados, estaba uniformado y cada tanto cuidaba de mantener mi cabellera casi al rape a la altura de la nuca y sobre las orejas, si bien cuando me encontraba con algún idiota durante los primeros tiempos de mi adhesión involuntaria a la causa del nuevo amanecer trataba de no verlo y de dejar que él escapara; y cuando me tenía que reportar a los mandos medios entregaba una lista fraguada de los idiotas a los que debía haber mandado fusilar en mi condición de encargado de un pequeño comando apostado en la zona de casi olvidados poemas y romances junto al portón de una casa-quinta.

Otro día, uno de mis subalternos me anunció que requerían mi presencia a la altura de la escalinata del Hotel del Prado; él mismo me llevaría en el jeep (porque ahora contaba con un chofer, una casa confortable próxima a la playa y dos cuantiosas quincenas simplemente por delatar el escondite o el circuito posiblemente elegido para correr, de aquellos idiotas que -conforme el sol se seguía afirmando- se hacían cada vez menos numerosos; en realidad, ahora sólo quedaba uno).

Llegamos a la escalinata del Hotel, bajamos del jeep, caminamos en dirección al muro que se extiende al costado de los escalones de viejo resquebrajamiento y divisamos el pelotón de fusilamiento y a una mujer que se acercó presurosa a nosotros y que antes de hablar efectuó el saludo de rigor al que automáticamente respondimos.

Me informó que el tipo que estaba parado contra el muro, con las manos atadas tras la espalda, era el idiota más buscado y que ella sabía perfectamente bien que se llamaba Torcuato, porque alguna vez ese idiota había pretendido cortejar a su hija. Le agradecí la información y caminé en dirección a quien quizás yo pudiera salvar del ajusticiamiento.

El apenas me reconoció con mi nuevo atuendo y el corte de pelo reglamentario. Le dije que nuestra causa no moriría pero que, dadas las circunstancias, era necesario plegarse temporalmente al enemigo; que en nuestro interior los principios que nos diferenciaban de los no-idiotas se mantendrían intactos, pero que ahora no podíamos ser tan idiotas; es más, no podíamos ser para nada idiotas.

Torcuato no me contestó. Primero dejó escapar algunas lágrimas y después me escupió a la cara; yo, en cambio, como lo quería, me acerqué y lo besé en una mejilla. Me alejé de espaldas al pelotón, me coloqué los lentes negros y acto seguido di una orden y el fogonazo resplandeció en la casi noche de aquellos alrededores boscosos y decadentes.

La mujer -que también llevaba uniforme pero lucía una pollera negra y fumaba en boquilla- quedó encantada con mi actitud expeditiva. Esa noche elevó a los mandos superiores un informe favorable a mi persona, destacando que gracias a mí prácticamente se le había dado fin a la clandestinidad de los idiotas.

Me ascendieron de grado, me casé con la hija de aquella mujer y en una de las cenas celebrando el advenimiento de la nueva patria me cedieron la palabra y hablé de la necesidad de crear un arte acorde a los nuevos tiempos. Puse como ejemplo la posibilidad de que un creador o simple escriba, sin visos de bohemia contestataria, ficcionara sobre nuestra gesta restauradora y que por ejemplo escribiera un cuento titulado "Crepúsculo de los idiotas", como punto de partida de toda esa literatura tendiente a recuperar los valores ancestrales que deberíamos reinculcarle al pueblo, liquidando de paso todo posible rebrote de lo que definíamos como arte degenerado con sus consabidos excesos.

Los mandos superiores hicieron recaer en mí la tremenda responsabilidad de dar inicio a una nueva era de nuestras letras, encargándome la creación de esto que ahora escribo y que seguramente me hará obtener el honorable y tan codiciado cargo de Gran Censor Oficial, destinado a organizar la impostergable quema de libros nocivos para las generaciones más jóvenes.

Mientras tanto, a veces me permito un paseo por las calles solitarias -lejanas a la tranquilidad y calor de mi hogar allende a la rambla- y por se me acerca un bichicome -que para la nueva era no es de temer- y extrae de su abrigo mugriento un libro que encontró tirado al pie de la escalinata de un hotel ubicado en las inmediaciones del Prado.

Me sigue unos pasos más atrás y me empieza a recitar a cierto poeta Herrera y Reissig que por un momento casi me hace salir lágrimas. Pero me coloco los lentes negros, lo ahuyento poco convencido y continúo mi camino mirando a los costados de ese recorrido que hago hacia lo que eligieron para mí, temeroso de que unos versos rescatados del pasado me devuelvan mi idiotez y me conduzcan al pelotón de fusilamiento.

Guillermo Lopetegui
Crepúsculo de los cautivos
Montevideo, 1997

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