El cautivo
Guillermo Lopetegui

a Andrée Girard.

Si tu fais des images, ne parle

pas, n’ecris pas, ne t’analyse   

pas, ne  réponds a aucune

question

Robert Doisneau. 

Llegar a la gare de Lyon era llegar al rostro desencajado de Gilbert, muy parecido al mío porque doce horas antes obedecí las indicaciones precautorias del inspector y no dormí. Sin embargo, los merodeadores de los trenes italianos me habían robado un bolso; seguramente a las 6 de la mañana, cuando la retención de orina ya no se dejó aguantar y entre sacudidas del vagón busqué la estrechez del baño, bastante alejado de mi compartimiento.

El rostro desencajado de Gilbert -en realidad Gilberto, pero con quince años de exilio se ganó el rebautismo en buena ley- servía de espejo a mi cara congestionada por la falta de sueño; por el frío que subía desde mis pies, hinchados por las botas que preferí no quitarme en todo el trayecto.

Con dificultad bajé los tres escalones, arrastrando la valija en la que felizmente llevaba -entre otras cosas, servibles y no- el grabador y varios blocs y lapiceras con los que poder registrar todo lo relativo a un encuentro de uruguayos en la gran capital que, sorbonamente hablando, les abría sus puertas por primera vez. Por suerte yo no tenía ponencias que leer o cuentos que escribir; era apenas un crítico, y esta situación hasta cierto punto me favorecía: el no inventar o “ficcionar” -como dicen ellos: los autodenominados “creadores”-, porque mi tarea estaba a medio camino entre el rigor crítico y la premura periodística por empezar a enviar, de una vez por todas, las crónicas referentes a la difusión en “los centros de poder” de lo que algunos llamaban “la cultura del Sur”.

Gilbert se acercó con lentitud -apenas una sonrisa que le infló los cachetes barbudos- y me abrazó, aunque no efusivamente; como si nos hubiéramos visto el día anterior cuando en realidad  había pasado mucho tiempo. Después se ofreció a cargar mi valija en una de sus manazas y con la otra se echó la mitad de la bufanda alrededor del cuello.

Mientras caminábamos en dirección al frío seco de la que inmediatamente me enteré era la avenue Diderot, traté de buscar una prolongación de su breve sonrisa o una palabra o varias con las que me siguiera testimoniando su “infinita” alegría de verme finalmente allí: concretando un viejo sueño. Pero él me seguía tratando como si viviéramos a la vuelta de la esquina y lo cierto es que me mimeticé un poco con esa situación de inmediato silencio luego del abrazo, y apenas me fijé en la ciudad a la que finalmente arribaba vía Venecia. En otras palabras, en vez de alegría encontré preocupación en quien al cabo de tantos esfuerzos había llegado a Ayudante de Cátedra de Literatura Hispanoamericana; supuse que las cosas tal vez no marchaban como era de esperar en torno al encuentro de escritores uruguayos; o por ahí me estaba engañando y el asunto era que en todo lo que nos embarcamos nosotros, sea aquí o en Montevideo, inconscientemente dejamos el inevitable margen para el advenimiento de lo negativo.

Aunque la misiadura hubiera quedado a catorce mil quilómetros de distancia y con un océano de por medio, la más que probable preocupación de Gilbert me hacía sentir caminando por alguna de las calles orilleras, pero del río que había quedado Sur abajo, sin un peso en el bolsillo y con la paciencia fraterna de quien en esa caminata escucha a un amigo, un amigo con el que decidimos sentarnos a tomar un café, teniendo muy cerca de nosotros las columnas de Nation, el inicio de la cours de Vincennes y los luminosos de Printemps: elementos que fui conociendo no tan lentamente; fragmentos necesarios con los que levantar una suerte de escenografía para la obra sin título de autor anónimo, que nos mete a Gilbert y a mí en posición de sentados con mesa de por medio, dos cafés, y del otro lado del ventanal el transcurrir de la ciudad en variaciones de madre que cruza la avenue du Trône empujando el cochecito de bebé, hombres bien vestidos y seguramente charlando de asuntos serios que no puedo imaginarme en sus detalles, o el continuo ascender y descender de cabezas por la escalera del métro Nation, cerca de los previsibles quioscos y sus carteleras cilíndricas y luminosas girando Vogue, Elle, Marie-Claire y la expresión de asombro teatralizado de un redivivo Marcel Marceau que vuelve a la conquista de esa ciudad que sigue transcurriendo del otro lado del ventanal, junto a la mesa sobre la que Gilbert se restriega las manos, de frente a mi suposición de que me vaya a hablar, tarde o temprano, del tipo de crónica que espera de mí o de que logró la traducción de otro de nuestros autodenominados “creadores”.

Estoy aquí, pero por un momento me inquieta la sospecha de que Gilbert no lo sepa o que dé por descontado que estoy aquí, se diría que desde siempre. Y más que parecerme a un “enviado especial” -sin viáticos pero cobrando las notas “a precio neto”- me siento un espía internacional que ayer estaba en Venecia, hoy establece contactos en un rincón del arrondissement 20 y mañana tal vez esté llegando a Londres. Porque Gilbert frunce los labios y mira a un costado; a esa prolongación del café en más mesas semiocupadas y al fondo barra de hombres y mujeres acodados en el mostrador que hablan, coinciden, discuten en una lengua de la que prácticamente no entiendo una palabra.

Gilbert se reacomoda sus lentes de poco aumento y lanza una puteada en voz baja, siempre para el mismo costado. Después me mira, con las cejas cansadamente arqueadas.

-¿Cómo estás para un côte du Rhône?...Déjalo por mi cuenta -sonríe Gilbert por primera vez ante mi extrañeza. Se yergue, levanta un índice a la atención del mozo y prosigue hablándome en ese castizo que a veces le aflora, como recuerdo del San Carlos natal, en el departamento de Maldonado, Uruguay; acento del terruño que lucha por prevalecer frente al otro, internacional se diría, que el exilio, la lejanía y la soledad le fueron imponiendo. El mozo reaparece con dos copas de vino tinto; miro a través del ventanal, y lo de siempre desde la casi hora que hace que llegué y la casi media hora que nos mantiene a los dos en el Café Nation: observo piernas femeninas enfundadas en medias negras bajo las minifaldas establecidas hace años en la seducción del ajetreo diario, insinuadas bajo los sacones largos coronados por cutis muy blancos enmarcados en melenitas rubias o morochas a las que apenas sacude el movimiento de la cabeza, porque no hay ni brisa pero sí 3 grados y son las 11 de la mañana de ese día gris, muy parecido al misterio aflorado en el rostro de Gilbert y a mi entregada desestima del sueño. Brindamos y Gilbert bebe el primer sorbo y luego me convida con uno de sus Peter Stuyvesant. Su primera exhalación de humo amarillento preludia la certeza de que será él quien siga hablando-: Bueno, recién se inicia todo y te voy a ir dando pautas para que escribas varios artículos como corresponde...Pero el grupo aquí anda bastante preocupado. Sucedió algo que...¡Mon dieu! -se echa contra el respaldo de su silla. Bebo, aspiro el cigarrillo, largo el humo con apuro y acerco el torso a la mesa de mármol, interesándome por qué pudo haber ocurrido-. Pasó que hace días que estamos sin noticias del “Turco” Ararat, Alberto Ararat; como si sencillamente se lo hubiera tragado la tierra. ¿Lo conocés? ¿Te suena? -Yo había leído algo de él en un semanario. Trato de recordar en cuál con el mismo apuro en beber, fumar y seguir escuchando detalles de una noticia que inmediatamente hace de mi arribo un acontecimiento sin importancia-. No entiendo nada y me preocupa. Es un tipo responsable, un poeta de la puta, y  sabe perfectamente bien que mañana se inicia  el encuentro y que está segundo en la lista de los que van a leer ponencias en el programa de inauguración. No es un tipo de tomarse todo esto para la joda y en todo caso me hubiera avisado de cualquier imprevisto porque sabe que conmigo no hay problema si la excusa para faltar es lógica. El me conoce bien; hace años que vive aquí...Creo que allá le queda una abuela, pero nadie sabe la dirección y las investigaciones que se vienen realizando no dieron con una agenda que el “Turco” siempre llevaba encima y que es gruesa como La Biblia. Tampoco puede tratarse de un asunto político porque Alberto, pese a ser un exiliado de por vida, me consta que jamás se metió en asuntos demasiado comprometedores, salvo con las mujeres. A propósito -muequeó Gilbert a un costado-, en un principio todos pensamos que se habría hecho una escapadita de fin de semana a Deauville con alguna linda niña, pero esa posibilidad quedó descartada. -Desvió la mirada al piso, donde mi valija seguía vertical, inmóvil. Sus dedos jugaron brevemente con el pequeño candado y aproveché a comentarle lo del bolso que me habían robado-. ¡La mierda! -meneó el rostro fatigado-. ¿Y tenías muchas cosas de valor? -Le cuento que algo de ropa, un perfume...Pero lo que más me apena es que en ese bolso llevaba un portarretrato de Vicky con la nena. En Venecia había adoptado la costumbre casi maniática, al despertarme y al acostarme, de besar el vidrio del portarretrato colocado en la mesa de luz: así la soledad se me hacía algo más llevadera en aquella habitación del hotel Atlântide. Eso me tenía un poco contrariado; pero respiré hondo y reconocí que la pérdida de un objeto no era lo mismo que desaparecer uno sin dejar rastros; porque las sospechas de Gilbert y los demás giraban en torno a la casi certeza de que el poeta uruguayo de origen armenio habría desaparecido de forma involuntaria. Gilbert sacudió los hombros con una exclamación de “¡Pobre ‘Turco’!” casi murmurado, rodeando con los dedos de una mano la convexidad de la copa y tomándose de un tirón lo que quedaba del vino.  

Me tranquilizó el saber que me alojaría en su casa y que ya no habría pieza de hotel, aunque tampoco tendría el consuelo del portarretrato -con la foto de mi mujer cargando a nuestra hija en brazos- para colocar encima de la nueva mesita de luz o a un lado del colchón o donde fuera, pero que yo pudiera ver desde la almohada; lo que seguía estando, sí, era la ilusión de escribirles apenas me hubiera instalado en el rincón que se me asignase del apartamento de Gilbert, si bien me sentí en la necesidad de advertirle amistosamente que me podía ir a un hotel; que por mí no se complicara. Y la natural exclamación de Gilbert de “Ah, dejate de joder” con la acentuación propia de nosotros, los de Montevideo. Pero aquí ni él era de San Carlos ni yo de “la muy fiel y reconquistadora”; aquí éramos dos uruguayos que caminaban -y yo le seguía el andar lento a la corpulencia de Gilbert y su negativa a dejar de cargar mi valija- entre el hormigueo de una de las aceras de la ancha cours de Vincennes.

Más allá o más acá del silencio que acompañaba nuestro andar, yo percibía ese nexo que nos reunía en la duda o el desconcierto de qué era lo que podría haber sucedido con el “Turco” Ararat.

 

A veces, en una reflexión o divague se interpone el ventanal de vidrio helado a través del que observamos la tonalidad “gris de nieve”, expresión de Gilbert; desde donde corroboramos que la ciudad aún aguarda por esa salida que nos lleve a conocerla, descubrirla, asimilarla con la lentitud de eso que se va entendiendo muy de a poco y cuando todavía no nos hemos desensillado de buzos, piyamas, papeles, documentos que corrimos el riesgo de que nos robaran en un tren y de los que el pasaporte sintetiza la mínima garantía de que seguimos ostentando una identidad, inadvertida entre el caminar de millones. Primeramente las pertenencias se van amontonando sobre el piso de moquette del apartamento acogedor que nos salva de la pieza de hotel, de la tristeza -por qué no- de encontrarnos solos, recostados en una cama impersonal, junto a una mesa de luz con portarretrato que ya no está, mientras del otro lado de la puerta -cerrada y con dos vueltas de llave- la voz del conserje italiano nos confirma la certeza de la lejanía y nuestra condición de forasteros, el temor casi infantil ante la visión de un picaporte que se empieza a mover, muy lentamente, con puerta que se va abriendo hasta dejar entrar a alguien que nos mata y se roba todo.

Y no existía el temor aunque sí el desconcierto. Porque todavía me preguntaba quién había decretado que yo debía ser el receptor recién llegado, el sindicado para aceptar que en esta ciudad -que me recibía como a otros tantos- había desaparecido un poeta, un poeta uruguayo: el “Turco” Ararat, Alberto Ararat. Yo no lo conocía, pero el correr de las primeras horas en el apartamento me fueron aclarando una imagen pretérita: la tarde que fui a recoger algunos libros a una editorial de Montevideo y por ahí se me cayó un opúsculo de título perdido para mi memoria pero firmado con el apellido Ararat: sujeto con antepasados armenios y una supuesta abuela que aún viviría en el Uruguay.

Pero la ciudad al sur no era el hontanar más indicado para rastrear los últimos movimientos del “Turco”, porque hacía dieciocho años que había cruzado el Atlántico y primero fue Madrid, luego Barcelona y finalmente la ciudad que parecía habérselo “tragado”, según el bueno de Gilbert.

Esa misma ciudad -que supuestamente se tragaba poetas rioplatenses- fue la que nos arrastró a Gilbert y a mí al recurrente boulevard Saint-Michel, de mucho frío, nubarrones de polución rojiza -haciendo del hemisferio estelar un recuerdo para las enciclopedias y una incógnita para los niños de la banlieu- y vidrieras a todas luces a un costado de las aceras, retrasando nuestro apuro por llegar a la cita convenida con otro poeta cuya nacionalidad rimaba con la nuestra: Roberto Dardo, paraguayo, bonachón como casi todo gordo y con rasgos faciales en donde lo que no se destacaba era la amargura y sí, en cambio, la positiva asimilación -por supuesto expresiva y dichosa- de una realidad en la que el exilio se había convertido, antes que en agonía o a pesar de la misma agonía, en renacimiento para un nuevo modo de interpretar la existencia desde el que Roberto Dardo chocaba copas de côte du Rhône y contestaba a una inevitable pregunta mía.

-No, mira, no volvería al Paraguay, pese a extrañarlo; en todo caso más adelante, cuando los asuntos allá cambien, me gustaría pasar unos días en Villarrica, con mis padres y mi hermana menor. Pero aquí ya estoy asimilado.

Y los tres seguíamos metidos en aquella cantina que para Dardo era “el último baluarte de Mayo del 68”, mientras unos alemanes muy próximos a mí sin previo aviso alargaban un brazo hasta nuestra mesa, tanteaban mi paquete de cigarrillos, lo agarraban y se convidaban entre sí, luego mi encendedor, devolvían todo a nuestra mesa y el agradecimiento de uno de ellos traduciéndose en una leve palmada en mi espalda, acompañada de una sonrisa de ceja rubia arqueada y labios casi incoloros pronunciando el universalmente aceptado Thank you, very much, ante un asentimiento mío que en principio me movía a un maquinal De nada e inmediatamente al You’re welcome complementador de la fórmula anglosajona. Después volverme a la parsimonia feliz y bonachona que parecía borrar fronteras latinoamericanas entre el paraguayo, el fernandino y el montevideano.

Y nos íbamos de la cantina, llevando nuestra alegría -de ocasionales detenimientos parsimoniosos en mitad de la vereda, ratificando afinidades en el abrazo alcoholizado-, hasta la estrechez cercana de la rue Monsieur-Le-Prince. Allí nos recibía el siempre buscado Incari en su calidad de reducto gastronómico y obligado punto de encuentro para los uruguayos; mezcla circunstancial de fotos mostrando boliches esquineros -que mi suposición memoriosa relegaba ahora a la pasión de las copas y la pesadez calurosa de la tarde con cinco horas de diferencia en la ciudad al sur- y ponchos del altiplano enmarcados por quenas de biseles carcomidos, tal vez recuerdo de los labios gruesos de aquellos indígenas que, desde el reducto enclavado en uno de los rincones se diría que más secretos de l’Odéon, se me antojaban casi producto de una fábula. La uruguayez, sin embargo, imperaba en la campechanería de esos encargados que nos recibían con una botella de tinto y un plato de empanadas.

Después de todo; después del “Turco” Ararat y su desaparición, seguíamos estando nosotros con nuestros Trapiches en alto brindando por lo que se descubría, por lo que se conocía y por lo que se reencontraba; metidos los tres allí, en la fría pendiente de asfalto estrecho de una calle sugeridora de Gastón Leroux y de los últimos tiempos de Sarah Bernhardt; contemporánea en certezas de dos presencias muy próximas: la bonhomía de Gilbert y la espontaneidad de sonrisa aindiada de Roberto Dardo. Y días después aún recordaba esa noche de Chez Georges e Incari, y la humanidad de metro ochentaicinco de Gilbert desplazándose lenta cuando se fue alejando hacia el teléfono que el encargado le puso sobre el mostrador y Roberto y yo seguíamos bebiendo y él me convidaba con los Peter Stuyvesant que Gilbert había dejado en nuestra mesa. Y me decía “La libertad, querido amigo, la libertad...¡Qué don! ¿eh?”.

La consecuencia de aquella llamada fue que media hora después llegaban otros uruguayos y apenas franqueaban la entrada del Incari se descubría, en la carnestolenda extemporal de sus sonrisas, la máscara obligada tras la que palpitaba la inquietud oscilando de la tristeza al desconcierto ante la desaparición del “Turco”. Prácticamente costaba reconocer en esos profesores de Toulouse, de Nantes, de Aix-en-Provence a quienes alguna vez habían abierto los ojos a la vida generalmente apacible de los diferentes rincones de nuestro Interior. Sin embargo, la aparente adopción de una nueva idiosincrasia quedaba atrás ante la perspectiva de compartir los vinos, los cigarrillos y la ausencia de temas artísticos o universitarios. La nota diferente, en cambio, la daba una mujer de estatura pequeña, cutis muy blanco y pelo oscuro cayéndole en rulos hasta rozarle la menudez de los hombros.

Entrando en mareos, Gilbert la rodeó con un brazo atrayéndola contra sí; ella estiró una sonrisa silenciosa, comprometida, dirigiendo sus ojos primeramente adonde yo estaba y luego a un Roberto Dardo que apenas la observaba tras su copa de Trapiche y la espesa exhalación de humo que la boca ancha, de labios gruesos semitapados por el mostacho entrecano, dejaba escapar.

-Esta, mi amigo -me miraba Gilbert, balanceándose con la mujer-, es nuestra fotógrafa oficial; nunca nos falla cuando le pedimos que registre los encuentros de los uruguayos y de todos los buenos latinoamericanos amigos. -Se volvió a la mujer con un reconocimiento afectuoso-: ¡La hermosa Renée!

Ella se me acercó e intercambiamos el ritual del beso en cada una de las mejillas, luego se fue a sentar a la cabecera más alejada de esa mesa larga armada de improviso con cinco, llevándose de un brazo a Roberto Dardo con quien inició un diálogo rápido, tan rápido como minutos después, y con cierto disimulo, advertí que aquella espontánea alegría paraguaya había desaparecido del semblante barbado del poeta. Seguramente por ahí estarían intercalando el tema de la desaparición del “Turco” Ararat.

Los dejé en su intimidad, cuando el previsible tango empezó a corearse y por encima de las demás voces resonaba la borracha desafinación de Gilbert y su deseo -inclinándose a un lado y otro de la silla- de acompañar la nostalgia con su voz descolocada y grave. Yo enganchaba en los últimos versos de las estrofas, hasta que el alcohol me empujó a aprovechar la pausa breve y murmurada en la elección de un nuevo tango y sin previo aviso me puse de pie y arranqué con Viejo smoking, que sabía de memoria a fuerza de escuchar -entre tanto Mahler, Chopin y Rameau- el único e invalorable disco que tenía del “Polaco” Goyeneche.

Entoné por última vez “Mi fama de gigoló” y caí sobre la silla echándome contra el respaldo en medio de aplausos, risas y otro abrazo fraterno de Gilbert. Después el coro se dispersó dando lugar a los pequeños grupos y sus diversas conversaciones en las que por algunos minutos preferí no participar: respiraba hondo y miraba a lo lejos los paneles de la puerta de entrada a ese reducto de los uruguayos, donde se reflejaban las entreluces de una calle de la que tenía referencias a partir de El perfume de la dama de negro; una calle perteneciente a esa ciudad para mí todavía inexplorada, misteriosa, como las mismas razones que habían llevado a desaparecer al poeta Ararat.

 

El tiempo de la ciudad se me resolvía en la imposibilidad de encontrar un momento para sentarme y escribirle a mi mujer, preguntándole por la nena y asegurándoles a ambas que estaría de regreso para antes de Nochebuena; el espacio de la ciudad no dejaban de ser las correspondencias que debía realizar entre sus entrañas, donde el métro hilvanaba porciones ignotas de agujeros y túneles en su marcha acelerada desde Place de la Nation hasta el cambio súbito a panorámica que ofrecía el cruce del río dividiendo en dos el manto de luces artificiales cuando aún no eran las cuatro de la tarde; y de nuevo la correspondencia y el otro métro del que yo descendía, en procura de aquella escalera por la que ascender, caminando con la urgencia del que sabe que está llegando tarde y no se fija en lo que tiene a sus costados o en quienes lo pechan, lo rebasan o quedan atrás, a lo largo de ese boulevard de Saint-Germain de edificios que agrisaba el preludio a la noche, a esa Maison de l’Amerique-Latine que era atmósfera de luces indirectas y hemiciclo de graderías adonde penetré junto a otros pocos asistentes tardíos, tirando mi bufanda al piso y ubicándome entre un escritor y un poeta compatriotas a los que no conocía personalmente así como ellos de mí tampoco tenían noticia alguna, hasta las presentaciones de rigor y el apartarse ambos unos centímetros para dejarme algo más de lugar.

Los movimientos de los últimos en ubicarse y los murmullos celebrando encuentros se fueron espaciando; las luces indirectas iluminaron los contornos de los cuerpos erguidos o encorvados creando claroscuros en la seriedad de los rostros, en el silencio que parecía compactar más aquella concurrencia, hasta que se encendieron tres spots y los conos de luz intensa cayeron sobre una mesa larga y ovalada en torno a la que se ubicaban los invitados al debate, relegando los resplandores indirectos y al público a una región de sombras y siluetas oscuras que el observar y la expectación inmovilizaban.

A cierta forma de introducción hecha por un sujeto -desconocido para mí- que luchaba por comunicarse en un español atravesado siguieron los historiales, las versiones -personales, subjetivas- de cada uno de los panelistas sobre lo que para ellos era el escritor en el país de su creación en la creación del país el país por sí solo la política y entonces el escritor y su creación relegándose a un plano mucho más oscuro que el que seguía relegando a la concurrencia, algo más nítida a la luz de las primeras réplicas y contrarréplicas con visos de academismo seguidas de la discusión lisa y llana; de café montevideano; de boliche esquinero.

Me vinieron ganas de fumar y la certeza de ese aire no viciado -sin el clásico Défense de fumer colgando de ninguna pared- me hacía reacomodar, mover o cruzar las piernas, respirar hondo, frotar las manos y entrelazar los dedos, prefiriendo mirar a los diferentes rincones del hemiciclo con sus tres niveles de gradas. Recordé que tenía que enviar la primera nota cuanto antes, por lo que encendí el grabador e hice breves anotaciones en el bloc que había llevado; recordé la importancia de la parte gráfica en la mayoría de las notas, así que apronté la cámara, apoyé suavemente el índice en el disparador y acerqué el ojo al visor...

Me hubiera gustado que fuese una filmadora; siempre pienso y ansío lo mismo cuando me dispongo a sacar fotos; prefiero seguir los movimientos de los otros en vez de congelarlos en un rectángulo de papel brilloso u opaco. El índice permanece rozando casi el disparador y el visor me devuelve la imagen de labios que modulan las palabras con las que se contesta a la pregunta de qué se siente ser un creador uruguayo en el Uruguay y yo me muevo un poco, con lentitud, enfocando el perfil de otro de los panelistas que se recoge un lado de su melena blanca por encima de la oreja y frunce los labios con silencioso descontento ante una afirmación de aquel colega que es nuevamente gesticulación, labios de pronunciar torcido, inflamado de rioplatensismo que asegura que este lugar ya no le produce la misma emoción de viajes anteriores.

...Mientras mantengo el visor en ese descontento que no pretende pasar por intelectual -ubicado en el extremo de la mesa más próximo a mí- se me ocurre pensar dónde está esa versión de ciudad con emociones, que se supone me tendría que reservar este destino circunstancial. Me vienen suposiciones de que luego del encuentro seguramente iremos a comer algo a un negocio de italianos ubicado en una esquina de la rue Sainte-Séverine según los deseos que me transmitió Gilbert la tarde pasada, en algún momento de mi deambular por el apartamento y su preocupación porque no se acordaba de dónde había escondido una botella de côte du Rhône por temor a las imprecaciones de su esposa; así que comer pizzetta o spaghetti, o hamburguesa que sería el colmo, en esa calle cercana a La Sorbonne, porque todo gira siempre alrededor de La Sorbonne de siempre y aún no me abro del grupo y mapa de las Galeries Lafayette en mano me lanzo a reeditar ese eterno retorno de descubrir lo que otros ya descubrieron y que mañana volverá a ser descubierto por otros después de mí; o también abrirme del grupo, desestimar la próxima invitación y sacrificar o ganar una tarde escribiéndole a Vicky, para contarle cómo me vengo dejando estar con el tema de esos paseos independientes de programas preestablecidos.

Aprieto el disparador en dirección a uno de los escritores que, sin inmutarse, sigue manifestando que no quiere pasar por intelectual y una y otra vez manifiesta su profundo descontento por esta ciudad de frío y otoño postrero, hasta que alguien -desde otro sector de la gradería- se entrepara y refuta la última parte de una disertación o encono de vago tinte orillero que ya me empieza aburrir cuando, perpendicular a mí y desde el otro lado de la mesa rectangular, una silueta se va poniendo de pie con un artefacto considerable entre sus manos. Las luces de los spots lo van iluminando débil, aunque delineando lo que no es otra cosa que una señora máquina de fotos a la que la silueta le va enroscando un objetivo muy lentamente, como muy lentamente voy dirigiendo la sencillez de mi Rolleimat 1:2, 8 a las sombras de la audiencia y más lentamente aún el contorno oscuro que se dispone a realizar una toma de la mesa, donde nueve personas experimentan toda una gama de gesticulaciones; cuando una de ellas vuelve a tener la palabra -o su palabra prevalece momentáneamente frente a la de los demás- y arremete directamente con la situación que había vivido el país en los últimos catorce años, lo que imposibilitó “creaciones y retornos”.

El casi golpe del flash resplandeció por algunos segundos redelineando a los participantes, al público, el hemiciclo moquetado en azul y la mesa ovalada, donde la voz del panelista de turno resonaba casi reverberante junto al micrófono correspondiente. Fragmento en el tiempo de una cámara fotográfica que absorbía el entorno de perfiles expectantes, rostros colorados por la pasión o la ira, torsos que se echaban o bien contra el borde o bien contra el centro de la mesa olvidando por momentos ese cierto resguardo que proporcionaban las ubicaciones asignadas, hasta que aquella máquina -de disparador apretado por una silueta que ya no parecía erguirse tan en sombras- se tragara otra porción de nosotros, incluyendo la Rolleimat que dejé casi inútil sobre mis rodillas; segundos de imprevistos y certeros plateados a la atmósfera calefaccionada y no viciada, en los que alcancé a reconocer en ese contorno la presencia de Renée: único integrante femenino de aquella libación uruguaya celebrada en un rincón de la angosta rue Monsieur-Le-Pince; recuerdo inmediato de un tango a coro, con la presencia -en el otro extremo, no tan lejano, de la mesa larga improvisada con cinco- de fotógrafa y poeta dialogando palabras que hicieron borrar no tan lentamente la alegría de Roberto Dardo, a medida que se iba compenetrando con aquella modulación que hacían los labios de Renée-perfil de piel blanca -distante de la existencia de playas a pocos pasos pero de otra ciudad-, Renée-cabello negro cayéndole en rulos pequeños formando leves encuadres de la expresión, que se había ausentado de nosotros -¿robándose a Dardo?- por alguno de aquellos instantes.

Pero le tocó el turno a mi Rolleimat -adelantándose quizás a una nueva arremetida de su portentosa colega- y el flash alcanzó la parte inferior de mi grada, el piso moquetado, el extremo de la mesa, el mediocuerpo de uno de los panelistas más veteranos, los hombros y el rostro barbado del que tenía a su lado y simplemente caras, perfiles, frentes, cabelleras negras, rubias o entrecanas más o menos largas y en algunos casos mostrando calvicies incipientes en ese resto de intelectualidad coterránea. Inmediatamente alcé mi atención a Renée o a esos tres cuartos de rostro iluminado que eran Renée dirigiéndome lo que supuse una sonrisa que otra mía se apuró en corresponder, como así también mis manos sosteniendo la “Rollei” adonde volví a acercar mi pupila, reencontrando del otro lado del recuadro una imagen, pero imagen que se empequeñecía con contorno de sombras chinescas entre las que -en ese fragmento preludiando el otro plateado- no podía individualizar el cuerpo de Renée y mucho menos la realidad o incomprensible tecnología de una cámara fotográfica que ella parecía sostener entre sus manos de leve comba -lo que no me dejó de producir una vaga sensación de disimulada ternura-, como si se tratara de una ilustración para un cuento de hadas donde el perfil serenamente principesco o bellamente enigmático de una muchacha, retiene el producto salvaje y oscuro de un hechizo; una criatura fabulosa que se sacude tratando de soltarse de las manos femeninas que imposibilitan su posible próximo ataque, aunque finalmente se aquieta dominada por el encantamiento de esos ojos y esa sonrisa.

Cada tantos breves minutos retornábamos a ese diálogo de clics y golpes plateados, de mutuas sonrisas que insinuábamos tras nuestras respectivas cámaras, si bien las sonrisas no eran más que suposiciones a la distancia, dirigidas e incentivadas por ese gran porcentaje de oscuridad que volvía la mesa de cármica y a los panelistas crecientemente enardecidos por el debate una suerte de teatro de vanguardia en donde a veces el público participaba con una refutación o apenas ironías que se traducían en sonrisas y luego risas ante las discusiones y retruques que por momentos se congregaban en torno a nosotros, con torsos y expresiones adustas de los creadores, quienes se volvían entre sí con índices levantados y pelos cayéndoseles sobre las frentes de tres líneas onduladas por el malestar o la gracia.

Tal vez Renée y yo preferíamos seguir con nuestros retruques de clic, flash y recuadro, chupándose la imagen chinesca que los haces bajados de los spots recortaban con su tijera armada con hojas de resplandores y oscurecimientos. Ya no me sentía tan disminuido o inferiorizado en esa suma mental de subdesarrollo y pequeño artefacto fotográfico, en la que más que la minuciosidad y búsqueda del enfoque artístico de la cámara de Renée -¿o simplemente de toda Renée-cámara fotográfica-minuciosidad artística?-, me urgía la necesidad inmediata y hereje de acompañar aquellas notas con una mínima expresión gráfica. En todo caso yo captaba la gestualidad, la calentura, la broma barata ; Renée, desde lo alto de la grada central, se ocupaba de la esencia buena o mala, de la historia interior que trepando superficies se alejaba en los ojos amarillentos, las bocas temblorosas, los viajes pasados y los posibles últimos viajes, la soledad a la que cada uno de aquellos panelistas  volvería al encorvarse sobre el tecleo lento o frenético con la mirada que miente estar sobre el papel porque una realidad de más allá -en lo pretérito de un momento perdido en el tiempo- lo reencuentra en esta ciudad nocturnal, de Maison de l’Amérique Latine donde a puertas cerradas la literatura juega el ping-pong circunstancial de los que sí por qué no ya que el asunto es que todos aquí pero claro lo que intento y lo que quiere decir usted es que lo que pasa que perdonen que me meta porque no soy escritor y complementando lo que dice el señor o la señora o la señorita o el compañero yo también creo que se confunden los términos porque tal vez el país es el confundido el inencontrable y permítame la palabra porque aquí veo sólo lamentaciones y en realidad vinimos a saber bueno a tener una idea de qué es un creador uruguayo y cómo crea y dónde radica la deferencia con los demás creadores de este mundo porque sí usted tiene razón y yo pienso que como profesor que vine desde Toulouse y tengo doble nacionalidad pero lo que quiero es que vayamos a la esencia de la cosa y no que nos perdamos en digresiones que no conducen a ningún lado tiene razón el profesor de Nantes ¿y su nombre? ah sí cómo me pude olvidar bueno decía que como muy bien lo destacó el profesor de Aix-en-Provence el asunto es que hay algunos que quieren ir al fondo de la cosa a la esencia que tiene que ver con el oficio y la vida y otros sólo se contentan con la cáscara si se me permite la expresión y perdone el distinguido público pero nos estamos yendo por las ramas y es necesario volver al principio de este debate o sea qué es ser escritor en el Uruguay y entendiendo desde ya que sí que efectivamente tenemos que ir a la esencia de este debate tratando en la medida de lo posible de evitar lo superficial que también existe como el Sur y no porque el Sur sea superficial sino que lo digo por parafrasear la canción aunque me parece que el Sur siempre existió; y en el fondo sonoro de aquella hilaridad momentánea, distendida, yo reescribía un pensamiento que nos vinculaba a Renée y a mí y a nuestras respectivas cámaras fotográficas en un duelo plateado por captar, captar y captar.

Ella buscando la esencia.

Yo ocupándome del resto.

 

Coincidir con Gilbert en que otra tarde gris queda singularizada  ante la disposición de los papeles y la máquina de escribir; la mesa a la que me siento de frente a ese contorno edilicio, fragmentado, de otoño que tras su niebla flotante de las 5 de la tarde insinúa la ciudad que parece huir de mis deambulares postergados, del rozar un hoja humedecida en el desconocido Jardin des Plantes, o del sentarme de frente al agua estancada de la Fontaine de Médicis de conjunto estatuario que gira en torno a la tranquila pasión de dos amantes observados desde arriba, en la roca, por el dios traicionado que sin embargo tal vez se ría de aquellos destinos que él mismo inventa y con los que juegue hasta que, como un niño, el juego lo aburra y lo aburra aún más ese tejer-destejer pasados y futuros, en un presente que me encuentra tentado de escribir, antes, de Renée y su cámara fotográfica; antes, de la silueta oscura que no tuvo nombre y sí misterio, hasta que el flash me noqueó plateado la casi modorra que me venía en ese espacio de la grada, cansado ya ante ese tratar de hilvanar la mitad de lo que hablaba toda aquella disposición académica en torno a una mesa de cármica ovalada, de frente a  la oscuridad de la concurrencia.

Gilbert se sienta a mi lado con una botella de côte du Rhône y dos copas. En su actitud queda destacada la parte buena de un todo cotidiano.

Vuelve a su casi perfecto castizo de San Carlos.

-Mira, me gustaría que sólo destacáramos las partes buenas que quedaron del encuentro en la Maison. Porque hubo mucha digresión y por ahí los de allá, los que te dije, interpretan todo al revés y se creen que esto, que es un esfuerzo, no es más que una reunión entre amigos que vinieron a hacer turismo y que nos vamos a tirar con flores y todo eso. -Y Gilbert está cansado, siempre barbudo y reacomodándose la montura de carey: anteojos tras los que mira las copas de los plátanos que ascienden desde el asfalto mojado de la cours de Vincennes-. Esto es así en otoño. Siempre igual. Con este gris de nieve.

Mentalizo ese manos a la obra que me justifique como virtual habitante en la ciudad del gris de nieve. Y mientras me pongo a escribir fijo los ojos en el papel que lentamente se va llenando de letras, palabras, frases y más frases, subtítulos elegidos con apuro y sin arte. En alguna otra dimensión de ese papel salpicado de golpes de teclas se va abriendo paso -aunque no visible para la nota y mucho menos para ese tranquilo estar a mi lado de Gilbert y la copa de la que bebe en silencio y de a sorbos largos que mezcla con el humo de un cigarrillo- otra imagen que me resitúa en la fantasmagórica estrechez reminiscente de otra vez la rue Monsieur-Le-Prince, la misma noche del debate en la Maison...

El escenario es un restaurante argelino iluminado con velas y la única clientela la conformamos unos pocos elegidos al banquete que pretende acercamientos -donde antes hubo hasta algún improperio- entre residentes y visitantes. Y entre los residentes está Renée  sentándose a mi lado y yo sentándome a su lado o ese destino lúdico que nos va acercando sensiblemente hasta dos sillas ubicadas casi en un extremo de nuevas mesas que bajo el mantel mienten la alargada existencia de una sola.

Y de tener que sintetizar esa cena diría la noche junto a una Renée distante, de sonrisa tímida y hablar en un casi susurrante y arrastrado español, o simplemente una buscada voz baja que me cuenta la impresión que le causó cierta película de Papantakis, desconocido para mí. Y luego las coincidencias en Visconti y sus recuerdos de una visita a Cuba y qué le puedo decir yo de Cuba, así que la sigo escuchando.

-Allá me quedaron los buenos amigos .-Se echa atrás, mirándome de frente y seria-: gente que me comprende y acepta como soy. Me gustaría ir a Sudamérica -cambia la seriedad en una sonrisa- y conocer el Río de la Plata -mastica serenamente las palabras, mezcladas con ese bocado de cus-cus o plato que no acepté pese a las tradiciones. Y convengo con ella en que uno siempre ansía conocer y que no por eso se le tiene que considerar un inconformista o desamorado con el lugar en el que se nació. Se lo digo mientras mastico las palabras algo nervioso, mirando a la oscilación de la llama que tenemos cerca. Trago ese bocado de brochette de pollo y me deleito con el trozo de baguette crocante . Mezclo todo con un sorbo de, ahora sí, el vino argelino tradicional. Prosigo diciéndole que de alguna forma hay una fuerza inconsciente que nos lleva a pasar esa frontera geográfico-espiritual donde dejamos de lado nuestra condición localista para empezar a ser, bueno, espíritus que se buscan en otros lugares, en nuevas voces y miradas. Me quedo mirándola con una sonrisa, cuando no sé en qué momento ella habrá ojeado mi mano izquierda y esperó a que me volviera a mi plato o al vaso de tinto argelino-. ¿Tienes...? ¿Tenés hijos? -se rectificó, mostrando un vago entusiasmo tal vez por el acierto en la conjugación rioplatense. Inicié el juego de los desentendidos preguntándole cómo sabía que yo era casado-. El anillo...-bajó a él la mirada oscura, mientras elevaba en arco de sonrisa irónica la línea de labios finos y carentes de pintura. Ah, claro, es cierto; porque yo también miro el anillo y contesto que sí, que tengo una niña: Tadzia. Se extraña por el nombre e inmediatamente agrego que se trata de un homenaje a Visconti, Mann y Mahler. Morte à Venise en francés, ¿no es así? Le reconozco que mi pobre hija cargó con los fanatismos del padre-. No me parece mal: es un lindo nombre .-La miré a los ojos y, tal vez curándome en salud, me adelanté a decirle que también podía preguntar por mi esposa. Pero en respuesta sólo recibí el lento borrarse de su expresión trabajadamente simpática y el beber de perfil a aquella sugerencia mía que había quedado flotando y a punto de disiparse o reventar, como una pompa de jabón, en la penumbra del restaurante. Renée dirigió la atención a lo que hablaban otros a su lado; luego a la cabecera más próxima a nosotros, cuando llegaba el postre helado, el café y nuevamente el vino o el vino nunca se fue y en cambio llegaron los infaltables tangos y una imprevisible murga que para Renée sería la síncopa de otra galaxia o el Sur vuelto arrabal del universo terrenal desde donde yo también había escalado al Norte para caer aquí, en este peregrinar de reducto en reducto por entre las luminosidades pálidas de la rue Monsieur-Le-Prince asfaltada con mis incansables evocaciones de Gastón Leroux, el Incari, la bebida como protagonista fundamental y alguien más que había estado compartiendo la noche de estrellas invisibles junto a Gilbert y a mí. Entonces me erguí sobre mi silla y por encima del hombro de la fotógrafa busqué el extremo próximo de la cabecera; luego el centro y después el otro extremo de la mesa...¿Dónde estaba Roberto Dardo? Porque todo ese tiempo noté que algo faltaba en el ambiente de platos desparramados a lo largo de un mantel y varias botellas, descorchadas entre las ondulaciones de las velas que constelaban en oscilaciones amarillentas la penumbra del reducto argelino. Faltaba la sonriente sonoridad y la inconfundible entonación del poeta paraguayo. Cierto, pensé, no estuvo ni en la Maison, lo que podría ser comprensible si tenemos en cuenta el grado de paciencia de cada uno, y menos estaba ahí, compartiendo el vino y la comida-. No sé, no lo he visto- carraspeó Renée inmediatamente después de mi pregunta, negando con la cabeza y las cejas levemente alzadas, de frente a la oscilación de la vela próxima a nosotros.

...Sólo podía ponerle fin a ese primer artículo “especial para-desde-por” con algo de música que Gilbert se encargó de buscar con parsimonia entre los tantos discos; esos tantos discos entre los que divisé de lejos un álbum de lomo verde oscuro, impreso en letras doradas formando Jean-Philippe Rameau-Les oeuvres pour clavecin.

Entre preludios, sarabandas y gavotas -escuchadas  con el exacto volumen del deleite y la intimidad- escribí los últimos párrafos de aquel catálogo de loas destinadas a elevar en buena ley el nivel de un encuentro artístico frente al que Gilbert abrigaba la certeza de que un traspié podría ser nefasto para los intereses de nuestra cultura, y para mi interés como “enviado especial” a una ciudad en la que ya hacía una semana que estaba y que sin embargo se me venía postergando para ese íntimo deambular que quería hacer por entre otras calles, descubriendo parques y bosques. El paseo necesario para romper con aquel posible esquema futuro e inamovible estructurado en base a  Chez Gilbert-alrededores de la Sorbonne-Maison-rue Monsieur-Le-Prince-Incari-restaurante argelino...en el que dejé mi silla, aproximándome a las risas que se agolpaban en el otro extremo de la mesa, donde aguardé el final de otra murga -tarareada entre sonrisas- y el retomar en los dos sentidos las copas y más copas del tinto argelino y Gilbert bastante mareado que se vuelve a mí y yo que le paso un brazo por la espalda ancha acercándome más a él, y a medida que me acerco la atmósfera velada va quedando atrás, replegándose como la calle oscura, de tugurios, reductos y restaurantes de emigrados latinoamericanos o argelinos. El escenario de aquella cena es entonces evocación rápida cuando ya subimos hasta el segundo piso sobre la cours de Vincennes y mi observar la expresión de Gilbert que no se decide entre permanecer con la sonrisa breve que el côte du Rhône le dibuja en la cara de cachetes inflados o en cambio aceptar el desconcierto porque ya pasaron tres días desde aquella cena, desde aquella primera vez en que, apartado de Renée y aprovechando la ausencia del tarareo, formulé mi duda y ahora un temor creciente que en Gilbert parecía no ser otra cosa que absoluta impotencia ante la certidumbre, cuando por respuesta no hizo más que respirar hondo, colocándose de frente a ese ventanal que proyectaba el gris de nieve sobre cierto devenir urbano y distante. En el restaurante, sin embargo, la respuesta no se había hecho esperar mucho, porque todos suponían que otros compromisos habían imposibilitado el que Roberto Dardo nos estuviera acompañando con su paraguaya entrega y amistad.

Claro que de eso hacía ya casi cinco días y nadie lo había vuelto a ver.

 

El boulevard de Ménilmontant había quedado atrás cuando compré el plano y me metí por esa Avenue Principale que iniciaba el recorrido hacia los confines de aquella otra urbanización. Era como seguir aguantando ese frío que se me había ido metiendo a lo largo de las tantas cuadras del boulevard que me alejaba paso a paso, pensamiento a pensamiento, de la Place de la Nation. El sol de las tres de la tarde apenas se insinuaba por encima de los edificios, describiendo una lenta curva ambarina y poco cálida. Para cuando me encontré en la Avenue la tarde declinaba y por momentos con una mano sostenía el plano y con la otra frotaba contra la tela de mi gabardina casi helada, que parecía amortajarme en esa soledad de un lugar sin visitantes por el que avanzaba con la dificultad interior de no saber exactamente por qué calle meterme. Finalmente lo hice por la curva de esa otra Avenue Casimir-Perrier, hasta que un atajo me hizo pasar primero junto al recuerdo de Asturias o la imagen maya que se levantaba tallada en la verticalidad de una piedra angosta ; imagen que parecía escalar hacia la eternidad flotante en aquellas sinuosidades impregnadas de silencio y centuria.

Apenas me detuve, para luego seguir y torcer por otro camino -algo más estrecho- por el que lentamente me fui acercando a la estatua de mujer sosteniendo algo parecido a una lira. Pasé un dedo por el pie del alabastro firmado... Clésinger... y después me paré junto al medallón, respirando hondo y sintiéndome, por un momento, algo más tranquilo; con la sensación de que otra porción de la ciudad se me aparecía ahora hablándome de situaciones, sonrisas y hasta sufrimientos que hoy no eran más que ese estar de mi soledad leyendo y releyendo la breve leyenda: “A Fred Chopin, ses amies”. Pensé súbitamente en el “Turco” Ararat, en Roberto Dardo, y me senté de frente a ese basamento, a ese pedazo de memoria musical cuyo corazón estaba en la Polonia que yo no conocía. No había flores a mi alrededor y la intimidad me llevó a arrancar una planta de tres hojas que enrosqué por el tallo en los barrotes de la verja que rodeaba lo etéreo que pudiera seguir estando allí bajo la tierra seca, como las hojas pisoteadas por el tiempo; desfragmentándose en tarareos suaves que mis labios hicieron de una mazurka y luego de una  canción que finalicé inmediatamente aunque recordando que era la musicalización de un poema de Zaleski: “Mis desdichas”... Pero inmediatamente comprendí que ése tal vez no era el lugar más acertado para buscarlo y que en cambio lo encontré siempre en noches que ahora quedaban unidas a mi recuerdo aunque a diez mil quilómetros y con el indefectible océano de por medio, lo que me dificultaba la certeza de que alguna vez él pudiera haber estado en la madrugada de mis cigarrillos, por ahí un vaso de vino y la voz de Teresa  Zylis-Gara cantándome anticipaciones de una tarde fría, helada, de pie junto a la alegoría del compositor: uno de los tantos recogimientos en este paseo largo a la ciudad que sin embargo se me seguía escapando o venía a mí disfrazada con la piedra, el mármol y las inscripciones ilustres. Reacomodaba la planta para que no se cayera o alguien la quitara -¿a quién le podía interesar este pequeño homenaje que ni flor tenía?-  sabiéndome en imagen de gabardina y bufanda enroscada, bajo las copas de los pocos plátanos, dialogando en parte con aquella ofrenda estatuaria y con mis interrogantes. La única escena que se me representaba clara era cuando Gilbert se ofreció a poner él mismo en el correo mi primera nota sobre aquel encuentro...¿o desencuentro? En esos momentos las dimensiones del apartamento y del otro lado del ventanal, abajo, la feria que se extendía algunas cuadras de mariscos, cangrejos  y ostras a lo largo de la cours de Vincennes eran el nexo más aprehensible con esa limitación de un entorno que se me había ido haciendo habitual en sus pocos lugares de referencia concreta para mí: la rue Monsieur-Le-Prince con su cantina y su restaurante tan diferentes y sin embargo tan iguales u oclusados, con sus ponchos y quenas o con sus velas de resplandores reminiscentes de un diálogo cuyas últimas frases giraron en torno a un anillo de bodas y a dos seres de los que había perdido -porque me lo habían robado- el único retrato que llevaba de ellos.

Me senté en el suelo de baldosas desniveladas y a un costado dejé el plano al que el viento abría permitiendo mostrar parte de esa lista que era  enumeración de la piedra granítica, de los rostros inclinando su lamento a los nombres y fechas a veces tapados por la posición en que unas manos anónimas habían dejado lo que ahora era ausencia de perfume, pétalo descolorido y por ahí lágrima invisible.

Entrelacé las manos y apoyé el mentón sobre ellas,  alcé mis ojos al medallón, a los golpes dados hacía más de 180 años por un cincel que hizo brotar de las profundidades esenciales del alabastro las características de un temperamento eslavo traducido en el perfil de nariz aguileña, las ondulaciones del pelo, las cuencas pronunciadas de los ojos, la expresión anémica aunque  dotada para siempre de una nueva vida en la inmóvil perdurabilidad de aquel metro cuadrado alejado de otras piedras, con lo que inventé un soliloquio en el que le pregunté al medallón cómo era que yo definitivamente había llegado ahí; el porqué de dar vueltas en torno a la desaparición de dos seres con los que al menos me unía el idioma y en particular con uno de ellos la parte final de una noche que nos encontró junto a la presencia conciliadora de Gilbert...¿Hasta qué punto me podía seguir preocupando por algo que en definitiva, como era de suponerse, había pasado a la órbita policial por intermediación de un atinado Gilbert, quien sin embargo prefirió no levantar inquietudes -a través de lo que hubieran sido cartas poco felices- del otro lado del océano y en lo que quedara de los familiares del “Turco”. “No es conveniente porque todavía no hay ninguna pista; tú me entiendes” persistía en su serenidad Gilbert, con una sonrisa de costado y agarrando el sobre donde iban las cuartillas de aquella nota, escrita con dificultad de frente a un ventanal que sólo me había estado proyectando casi idealizaciones de otros paseos a través de la ciudad añorada, de la ciudad que en estos momentos me mostraba su lado de calles silenciosas, con columnas musgosas y figuras inmóviles.

Suspiré, tomé fuerzas y me puse de pie dispuesto a avanzar lo que el frío cortante me permitiera. Lo hice unos pasos y llegué a otra piedra en donde leí Cherubini y recordé al viejo director del Conservatorio sacando prácticamente a patadas a un joven y apasionado Berlioz, quien aún no disfrutaría del Premio Roma con una cabalgata por entre los bosques italianos en compañía de Mendelsshon. Berlioz viudo dos veces; Berlioz cincuentón y consagrado tratando de reencontrar al amor que brotó en la niñez del Aix-en-Provence natal, en aquella que él bautizará “Stella montis”, perpetuando la idealización de una época y de una muchacha, luego mujer, por último abuela -con la que el compositor mantendrá un diálogo realista y definitivo- en ese homenaje que constituyen todas las páginas de su Sinfonía Fantástica op. 14.

Por un momento, apenas, quise quedarme para siempre ahí; establecerme en lo profundo de una evocación en la que casi no existía el dolor porque sólo se trataba de piedras, nombres y fechas remitiendo a un tiempo musical o literario o pictórico en donde iba deteniendo mis ojos, hasta que en la Avenue de la Chapelle creí que mis dedos, sosteniendo el plano, ya no me responderían. Gilbert ignoraba este estar dando vueltas en redondo junto a la Chapelle, tentado de allegarme hasta el Colombarium donde de seguro no me encontraría con ese ennoblecimiento de la ópera reducido a la mínima realidad terrenal de unas cenizas esparcidas hacía tiempo sobre las aguas del Egeo; con una espiritualidad que sin embargo estaba muy lejos de ese nicho vacío -en el que el fanatismo anónimo había enganchado a su pequeño gozne una rosa de pétalos que se inclinaban junto a las iniciales doradas-   y aun de ese mar que llevaba el nombre del desesperado padre de Teseo, y que sublimada en  expresión sonora y dramática seguiría recorriendo los confines del alma y del Universo eternizando el nombre de María Callas.

Calado hasta el alma por el frío ahuyentador fui desandando los pasos de regreso por la Avenue Principale, reencontrándome con un boulevard de Ménilmontant en donde las esferas neónicas ganaban ese duelo cotidiano a los últimos resplandores débiles que aún asomaban tras las siluetas de los edificios más alejados, rayando pálidamente el cielo ennegrecido.

Iniciando la vuelta a lo de Gilbert miré el reloj y recordé, aunque poco nervioso, que alguien sí sabía de este paseo mío. Porque la llamada telefónica que irrumpió en la mañana del apartamento de Gilbert dejó de lado la súbita antipatía que le borró la sonrisa a los labios de Renée durante las últimas frases de nuestro diálogo nocturno, de atmósfera argelina. Del otro lado de la línea, la voz susurrante  -en un español menos fluido que con el que se habían expresado en el restaurante- me llegaba aventurando posibilidades de tomarme algunas fotografías -“con vistas a una exposición muy especial”- y por ahí, por qué no, seguir hablando -“seguir charlando”, había sido la voz de Renée- sobre cine, entre trozos de queso de cabra y un vino rojo con diez años de añejamiento dentro de una botella que se descorcharía en mi honor. Por supuesto que entre aquella llamada y la hora convenida yo podría emprender una caminata solitaria hasta la concreción de un viejo sueño que se alzaba en uno de los recovecos memoriosos de Père-Lachaise. Ahora sencillamente me estarían esperando y tal vez aprontando una cámara fotográfica, mientras yo sacaba un papel y leía una dirección en francés que traduje inmediatamente: “Calle del castillo...”. Pero los minutos que acababan de pasar -en la soledad que había establecido cierto diálogo silencioso frente a tumbas, cenotafios y atmósferas heladas obligando a la caminata de regreso- habían terminado con mis ganas de prestarme para una sesión de fotos, la que resolví posponer para el día siguiente o para nunca; como también empezaba a volcarme a la posibilidad de adelantar mi partida una vez cumplido con dos o tres notas más o con ninguna, levantando vuelo y dispuesto en todo caso a reencontrarme con mi mujer, mi hija y el tiempo de los recogimientos destinados  a recuperar en la mazurka, en la sinfonía, en la ópera, los orígenes esenciales de aquellas inscripciones labradas en la piedra o el mármol.

Animándome a lo desconocido -porque algo me decía que mis justificaciones quizá no fueran bien recibidas-, hice una llamada telefónica  desde el mismo Café Nation que nos había visto a Gilbert y a mí entre dos côtes du Rhône y la revelación que unía al “Turco” Ararat con la nada. Aduje cansancio y un principio de gripe poco convincente; pero la voz de español arrastrado y suave se mostró algo molesta porque la llamaba media hora después de lo convenido para encontrarnos. Sin embargo, luego de una pausa larga en la que el tubo del teléfono me transmitía sus suspiros prolongados, contestó que lo entendía y que lo dejaríamos para otro momento. Al escuchar sus últimas palabras respiré hondo, me despedí lo más cortésmente posible y crucé la cours de Vincennes dispuesto a no salir más del apartamento por lo que quedara de todo ese día.

Cerca de la madrugada dejé caer mi cabeza en lo compacto del almohadón -al que Gilbert había embutido en una funda más chica- y cerré los ojos: Père-Lachaise reapareció en un tinte sepia que me volvía a depositar por entre sus callejas, caminando y deteniéndome cerca de una mujer que se quitaba una bufanda igual a la mía, enroscándola en los barrotes de una verja dentro de la que se alzaba un basamento coronado por el alabastro de una escultura cercanamente humana, poco definida. La mujer estaba de espaldas a mí; pero lo que estaba de frente a mis ojos -y a los de ella, que no había advertido mi presencia- era el medallón ovalado esculpido en la cara frontal del basamento: en él se enmarcaba un rostro que al verme me sonrió y lanzó una carcajada, al tiempo que la mujer -ignorándome o no sabiendo de mi proximidad- desaparecía con paso apurado entre demás variantes del dolor en forma de columnas o de restos de otras expresiones o plegarias desconocidas. Yo en cambio reconocí inmediatamente esa carcajada crispada que parecía salirse del medallón...comprendiendo que sólo desde un sueño podría reírme así.

 

A la hora que me desperté promediaba la mañana de poco viento. Dejé el catre y caminé descalzo, agachándome junto al ventanal y colocando la palma de la mano derecha en el intersticio que quedaba entre el borde inferior de la puerta y el suelo. Una suave corriente helada me hizo calcular los dos o tres grados por encima del cero.

Estaba solo y miré la mesa de máquina de escribir y muchas cuartillas amarillentas que aún no habían sido utilizadas. Podía desayunarme y pensar otra nota, pero sólo cumplí con el rito del desayuno y me sentí impelido a telefonearle a Renée, combinar un día y una hora para vernos y luego -aprovechando mi soledad- salir a visitar algún museo, alguna otra calle que no fuera la de Monsieur-Le-Prince.

Quedaba media baguette, crocante pese a ser del día anterior. Llené un vaso de leche y con la baguette y el vaso me fui a discar el número que me conectaría con aquella “Calle del castillo...”. El teléfono sonó tres veces, y cuando iba a colgar sentí un ruido del otro lado de la línea, la voz de español arrastrado y suave que inmediatamente me reconocía con un “¿Cómo has pasado la noche?”. Su pregunta me tranquilizó por llegarme con cierta dulce cotidianidad que me mostraba inmediatamente un aspecto por demás desconocido para mí de Renée; pero, además, no existían motivos por los que amanecer intranquilo salvo que la ciudad, como era habitual, me daba los buenos días desde su presencia siempre gris, de cúmulos girando suavemente y espesándose sobre los techos a dos aguas de los edificios más antiguos. Mientras yo aceptaba la sugerencia de la fotógrafa de que nos viéramos ese mismo día; mientras su voz brevemente lejana decía una hora y yo no encontraba inconveniente alguno, caminé hasta el ventanal y observé que abajo, a lo largo de la cours, los árboles reafirmaban el advenimiento de la nueva estación en sus tantas ramificaciones inmovilizadas por una casi trágica desnudez, de donde seguían cayendo hojas que algún niño pateaba con entusiasmo, para luego borrar rezagos yendo en una corrida a aferrarse de la mano de su madre.

Una hora después bajé las escaleras del métro Nation y quince minutos más adelante me metí en el laberinto de Montparnasse-Bienvenüe, en donde luego de deambular por sus diferentes niveles llegué al indicado para de allí marchar hasta El Louvre. Pero el museo no fue más que edificio que iba quedando a un costado de mi caminar, cuando luego me metí por el Jardin des Tuileries y cruzando uno de los puentes llegué al Musée d’Orsay, donde permanecí por espacio de cinco horas. Luego tomaba un café bajo la esfera del gran reloj mirando al Sena y confirmaba que aún me quedaba una hora para salir al encuentro de Renée y su invitación a que fuéramos al Café de la Rotonde. Pero pasada esa hora me seguía deleitando frente a Bonnard o Gauguin, frente al fabuloso infierno estatuario de la puerta esculpida por Rodin, con su reproducción  de El Pensador que parecía venírseme encima desde su meditación arrancada para el mundo a golpes de cincel.

Y con Rodin o el salón surrealista en la cabeza, correr por las calles y bajar las escaleras hasta nuevamente el métro llevándome de retorno a Montparnasse-Bienvenüe, a preguntarle a algún viejo de boina polvorienta por la avenue du Maine, por la rue Delambre, por esa esquina entoldada en rojo y dorado del Café de la Rotonde y mesa interior iluminada por una portátil y Renée -su silencio de cabeza gacha- restregándose las manos blancas, pequeñas, de uñas sin esmalte; Renée alzando la frente, corriéndose el cerquillo y recibiéndome con una sonrisa de fría comprensión cuando le hablé de mi demora por los interiores abovedados de la ex estación D’Orsay.

El  mozo nos acercó la carta de bebidas. “Podría tomar un ron jamaiquino, ¿no?” “Seguramente va a terminar curando tu gripe. Pero te veo mucho mejor...” “Sí, quiero estar mejor y someterme a ti.” “¿Someterte a mí? ¡Bueno! ¡esto es una sorpresa!”

Fueron varias copas de ron contra apenas dos whiskies -demorados por sus reflexiones- que tomó ella. Yo la escuchaba con una vaga pero naciente complacencia. Ella hablaba de fragmentos de un pasado -fragmentos: así la ciudad se me había venido presentando- que la había unido a cierto latinoamericano quien un día, luego de tres años de convivencia, desapareció sin dejar rastros. “No creo ser una mujer muy difícil. Soy algo feminista, sí, pero feminismo no es sinónimo de dificultad, ¿no? ¿Tú qué me dices?” Y la pregunta parecía quedar pendiente de sus labios, humedecidos por el corto sorbo de whisky; dejaba pendiendo de una sonrisa desdibujada y melancólica tras el vaso, toda una nueva andanada de anécdotas que el tiempo de su soledad había ido guardando tras aquella puerta de parquedad que malinterpreté la noche que la conocí. Ella quería seguirme explicando sus secretos y el deseo le dificultaba el español, así que apoyé una de mis manos en la suya que tenía más cerca -los dedos estirados sobre el mantel- y la invité a que continuara, pero en su idioma.

Los efectos del ron jamaiquino me hacían oír su voz reverberante ; una confesión de signos fonéticos que me llegaban envueltos, enrabados en una clave de intimidad femenina que me costaba descifrar ; que prefería seguir oyendo desde mi incomprensión. Su rostro cambiaba de expresión cada dos o tres frases: más o menos sonriente, o preocupado cuando Renée dejaba mostrar su perfil y se quedaba unos segundos mirando hacia el ventanal lejano tras el cual la ciudad se iba oscureciendo en su visión de florista esquinero gesticulando frente a otro hombre viejo que lo escuchaba con detenimiento. “El florista habla el mismo idioma en el que Renée se dirige a mí; pero el hombre viejo, de manos cruzadas tras la espalda asiente, replica, continúa escuchando...” Luego Renée volvía a elegir el español y me decía que la exposición que estaba programando para ella era muy especial: totalmente integrada con fotos de artistas, críticos y periodistas latinoamericanos. “No cualquiera, claro” se rectificaba, bajando la expresión para ocultar una risa entre inquietante e inocente tras el antebrazo cercano a mi copa.

Para el último ron me dejé llevar por su invitación al apartamento y las fotos que finalmente sacaríamos de noche. “No importa”, repuso, “hoy sacamos algunas... y mañana el resto.”

Montparnasse-Bienvenüe parecía multiplicar y alargar el laberinto de sus corredores, hasta que de un recodo me llegó una música conocida. “¿Una de las partitas para cello solo de Bach?” Sí, me gustaba y hubiera querido detenerme más tiempo junto al intérprete anónimo pero ahí llegaba nuestro métro y fue Renée la que me condujo entre la gente, metiéndome primero en uno de los vagones. Fuimos parados, apretujados por la gente que se seguía amontonando; que salía de algún lado y volvía a sus hogares. Todos volvían y yo sólo iba. Fue cuando pensé en mi esposa y nuestra hija. Había hablado poco de ellas ; hubiera querido llamarlas, contarles... Pero sentí que yo simplemente iba; de un lado al otro como ese frío que durante la noche bajaba a cero y a menos un grado -los pasos quebrando la escarcha de los estanques al borde de la vereda-, cuando por Auguste Blanqui torcimos penetrando bajo el mercurio débil de aquella calle del castillo. “¿‘Calle del castillo’? Suena diferente”, muequeó ella a un costado, mientras continuaba tomada de mi brazo, los dos acompasando nuestros pasos sin apuro y yo pensando en si Gilbert se habría hecho alguna pregunta acerca de mi paradero.,

Llegamos a un edificio moderno, como varios de los complejos que se extienden a un lado de Place d’Italie. Renée oprimió los botones que descifraban la clave y la puerta hizo un ruido, mientras ella empujaba levemente con todo un lado del cuerpo.

El ascensor se volvió a abrir en el piso 12 y caminamos por un largo corredor hasta el final en puerta ancha de tres cerrojos. Cuando la tercera cerradura se fue abriendo noté que empotrada con bisagras y del lado de adentro había otra puerta, de hierro. “En esta ciudad hay robos cada tres minutos. Hay que protegerse.”

Me dejé caer sobre un sofá, junto a una mesa baja donde había un cenicero con varias colillas aplastadas y cerca un libro de poemas abierto.

Mientras Renée se demoraba en la cocina, agarré aquel poemario y leí con la atención obstruida por la bebida jamaiquina. Todos o casi todos los poemas hablaban de imágenes; las imágenes irreales que un día nos tragan para un mundo de fantasía del que a veces no es preciso volver. Luego de leer tres de esos poemas me di cuenta de que había estado leyendo versos en español y miré la carátula: el autor era el “Turco” Ararat. Inmediatamente recordé que no habíamos hablado nada con Renée respecto a las desapariciones del “Turco” y el paraguayo.

Volví a dejar el libro en su lugar y me recosté en el respaldo del sofá cruzando las manos tras la nuca, mientras recorría con la mirada cansada las estanterías de libros que tenía contra una pared blanca, del otro lado de la mesa. Cerca, un ventanal se abría a las sombras de este rincón de la ciudad iluminado apenas con el mercurio y el neón de las calles vecinas; a la curva que hacía la calle del castillo, perdiéndose en un misterio de edificios que estrechaban la ausencia de caminares; y más lejos aún, la Tour de Montparnasse coronada por esas lucecitas que dificultosamente me indicaban que en algún lugar de lo profundo de aquella semioscuridad, la ciudad seguía existiendo aunque Gilbert se aprestara a dormir sin haber resuelto la interrogante de dónde me había metido yo. Pero me contuve en mi deseo de llamarlo para decirle que estaba en lo de Renée, discar al apartamento de la cours de Vincennes para decirle a Gilbert que habíamos estado en el café que en más de una oportunidad había sido punto de encuentro obligado de Henry Miller y Anaïs Nin -en aquellas lejanas infidelidades en las que se intercalaban lecturas trasnochadas a lo largo de los años 30- y ahora prolongaba la espera echado en un sofá, hasta que Renée vuelve de la cocina con una bandeja, dos copas y una botella prometida. Deja todo en la mesa y observo las diferentes formas de los quesos regionales que Renée me va señalando con la delicadeza de un índice que se acerca a ellos sin tocarlos e invitándome a que los pruebe. Lo hago y mientras saboreo el queso de cabra ella descorcha la botella y sirve las copas. Luego busca un disco y pienso en el Rameau que nos acompañó a Gilbert y a mí la tarde en que resolví escribir mi primera y única nota sobre el encuentro de creadores. Pero Renée elige un disco, lo pone a girar y vuelve al sofá. Alzamos las copas y el choque de los cristales coincide con los acordes de una guitarra y un bandoneón preludiando la entrada de una voz que no reconozco pero que le canta al río, al puerto, a las casas viejas de un Sur donde todavía flota el recuerdo de quien se fue; del tiempo que nos retorna, viejos y acabados, hasta el balcón en el que se asomaba la muchacha que esperaba siempre. “Melancolía rioplatense” pensé, y pregunté quiénes eran. Me enteré de que se trataba del Cuarteto Cedrón. Entonces, aquella melancolía cantada me llegó elegíaca y, poco original, pensé en mi ciudad pese a que el Cuarteto era argentino. Desde aquí no veía las diferencias, pero preferí hacer otro brindis y olvidarme o tornar en apenas fondo musical la presencia sonora y pesimista del Cuarteto Cedrón. 

Como con el ron jamaiquino, las copas de vino se fueron sucediendo y los pedazos de queso desaparecían despejando la tabla veteada en la que venían servidos. Tanteé mis bolsillos y maldije que no había comprado cigarrillos, intensificándose mis ganas de fumar ante la presencia del cenicero con varias colillas aplastadas.

Renée se puso de pie, fue hasta una puerta que se abría a una sala oscura, entró en ella y a los pocos minutos volvió a salir con un paquete de Peter Stuyvesant sin abrir y colgando de su cuello -balanceándose con dificultad contra el pecho pronunciado- la cámara de fotos y aquel potente flash que yo le había visto utilizar en la Maison. “Son de Roberto, se los olvidó la última vez que vino”, me contestó impasible. “Renée”, la tomé de la mano, “no hablamos nada del asunto de la desaparición...del ‘Turco’ Ararat” hablé, sin mirar el libro al que había dejado en la misma posición, “ni de Roberto. Creo que fue una frivolidad de mi parte, una cagada, como decimos nosotros o como decimos algunos.” “Yo tampoco quise hacerlo, pero estoy al tanto de todo.” Renée se sentó a mi lado, mientras enroscaba el objetivo. “Bueno”, convine, “no es un momento apropiado para hablar de eso...Pero ya hace varios días que nadie sabe de ellos.” “No quise estropear la velada hablando de cosas tristes”, repuso. “Además”, continuó, “el tipo de conversación que tuvimos en el Café de la Rotonde no es lo habitual en mí. En verdad no soy de hablar mucho pese a que te haya parecido lo contrario; tampoco suelo escribir ¡y no me analizo por nada del mundo!”, rió la fotógrafa. “Bueno, sí, es cierto que lo venimos pasando muy bien”, reconocí. Acabé el contenido de mi copa y Renée me la volvió a llenar: “¿En serio que lo vienes pasando bien conmigo? Entonces, por nosotros...y por tus dos amigos: el ‘Turco’ y Roberto”, chocamos las copas. “En realidad, Renée, ellos no son amigos míos; incluso al ‘Turco’ nunca lo vi aunque sabía que era un poeta que hacía mucho que vivía aquí. A Roberto lo conocí días atrás, en compañía de Gilbert o Gilbert mediante. Acepté un brindis pero ahora quiero que tú me aceptes otro.” Ambos volvimos a alzar las copas. “¿Por qué brindamos?”, se interesó ella. “Por ti”, finalicé yo, con las reverberancias de fondo del Cuarteto Cedrón en el último surco de la cara A, cuando súbitamente me llevé una mano tanteadora a los interiores y luego a los exteriores de mi saco...Efectivamente me había olvidado del pasaporte, el que con seguridad debía haber quedado en la gabardina que esta vez dejé en lo de Gilbert, porque la ciudad había amanecido algo menos amenazante en su gris de nieve. Renée -demorando el brindis en la copa que se balanceaba levemente en su mano-, me dijo que no me tenía que preocupar; que un día sin el pasaporte encima no significaba la muerte.

El momento de la sesión fotográfica nocturna quedó postergado cuando ella me condujo al dormitorio de paredes blancas esencializado en su sencillez de cama, cómoda y placard -de líneas que casi se confundían con la blancura del ambiente-; de fotos que no eran más que tomas de diversos ángulos de ese dormitorio, multiplicándolo a partir de la realidad de mi estar allí -siendo lentamente desnudado por Renée-, de frente al único ventanal de cortina baja; que se dimensionaba en la suposición blanquinegra colgando de aquellas paredes: fotos que -iluminadas por portátiles prendidas a los marcos-, le otorgaban a la pieza una profundidad que se ensanchaba en aquella reiteración de pedazos de papel brilloso en donde sin embargo no aparecía nadie con vida, sólo, tal vez, el ojo oculto de Renée registrando aquellos diversos rincones de soledad en los que ahora estaba metido yo; con la borrachera y los pensamientos que me daban vueltas en el mar de líquidos mezclados; sintiendo una súbita necesidad de salir de ese apartamento metido en una construcción moderna de doce pisos  que se alzaba por encima de la calle del castillo ausente, casi desindividualizado entre los demás edificios desprovistos de otra luz que no fuera la que venía o se iba en la noche lejana de Montparnasse o en la otra noche -imposible de ver desde el dormitorio de Renée- que se encontraba en la margen derecha, con cours de Vincennes y Gilbert durmiéndose o bebiéndose solo una botella de   côte du Rhône, tal vez en mi honor o puteándome por no haberle avisado que por lo visto, esa noche, no iba a volver.

Avanzada la madrugada aparté el cuerpo desnudo de Renée y me senté en la cama dispuesto a vestirme y salir de ese apartamento como fuera. Pero una voz primero y unos brazos después, rodeándome el pecho, me pidieron -adivinando mis pensamientos- que no lo hiciera ; que me quedara allí por el resto de mi estadía en cierto lugar de esa incógnita dormida del otro lado del ventanal de cortina baja.

“Mira, hubo algo que no te quise decir.” La dejé que hablara, aunque siguiéramos allí, los dos desnudos y con la luz del dormitorio apagada. Lentamente su revelación fue poblando la noche impregnada del perfume de su piel, los jadeos pasados y mi transpiración. El asunto era que primero el “Turco” Ararat y luego Roberto Dardo habían vivido con ella. “...Hasta que no sé, tal vez porque mi carácter no les gusta a muchos, decidieron abandonarme. La noche que conociste a Roberto yo me aparecí en el ‘Incari’ porque horas antes habíamos discutido aquí, en esta cama, y él se levantó, se vistió y se fue. Esa misma noche, en la rue Monsieur-Le-Prince, lo convencí de que volviera conmigo y lo hizo, aunque de mala gana.”

Repliqué que yo no quería hacer las cosas de mala gana; que simplemente quería terminar esa noche en la casa de mi amigo y que al otro día o durante la semana no dudara de que la iba a llamar. Le pareció bien, pero me hizo un último pedido :”Quiero tomarte al menos una foto en el laboratorio. Nada más. Por favor”.

Quince minutos después estábamos vestidos y ella aprontaba los focos mientras yo observaba los modelos de las fotos que adornaban las paredes del laboratorio. Me llamaron la atención dos de ellas, bastante ampliadas: se trataba de Roberto; una foto reciente. Al lado una de un hombre de piel oscura, cejijunto. Renée se acercó a mí y apoyó una mano en mi hombro: “Ese es el ‘Turco’ Ararat...Pero tú me interesas más que ellos”.

Me preguntó si estaba listo para las fotos ; le dije que sí y me ordenaron colocarme frente a los focos. Tras el casi resplandor enceguecedor sólo me llegó la voz de Renée y un breve lamentarse porque yo no le había hablado casi nada de mi familia. Era cierto: mi familia...

“Tú sólo te quieres ir” pronunció con amargura la voz e inmediatamente soltó una risa  tras los focos que se sacudieron brevemente.

 

La borrachera de ron y vino amenaza con no írseme más de esta dificultad para repasar momentos, reunir datos, evocar las pocas anécdotas, atar cabos que me retornen al principio de todo el asunto; en fin: entender, desde este estado, aquello que se nos pasa inadvertido cuando aún no hemos abandonado la aprehensión de la lucidez. Porque cierta urbanización huidiza parece haberme excluido definitivamente de su transcurrir, pese a permanecer metido en un apartamento a doce pisos sobre la calle del castillo inexistente. Pero tal vez aquí mismo, hace siglos -¿siglos? ¿minutos?...¿qué son para mí?-, pudo haberse levantado un castillo que con los alrededores abarcaría todo el llamado -por los que aún permanecen fuera- 13éme. arrondissement. Podría equivocarme, pero generalmente los nombres de las calles no están puestos porque sí. Aquí tendría que haber habido bosques circundando el castillo y, quién sabe, un puente levadizo; y en la lejanía no se encontrarían más que otros bosques en vez de aquella Tour de Montparnasse quebrando nubarrones al caer la tarde invernal. Pero supongo que el invierno le debe haber dejado paso a la primavera, mientras yo sigo aquí y Renée o bien me habla parcamente, o me acaricia, o me lleva de un lado al otro del apartamento a su antojo.

Sí, debe de haber pasado el tiempo, tiempo en el que he visto desfilar a otros seres que luego Renée saca a patadas de su cama, de su casa, de su vida que no es otra cosa que elegir con cuidado el motivo de nuevas fotos; sin hablar demasiado o escribir confesiones o analizarse; sin necesidad de responder a preguntas que no le interesa escuchar, como la que intenté hacerle -pero me traicionaron las pocas energías- respecto a qué había hecho con los retratos de Alberto Ararat y Roberto Dardo. “Pero tú me interesas más que ellos”, me había dicho quién sabe cuándo.

Cuando salimos juntos ella me habla -no mucho- de viejas casas que ya no están; después me lleva al Luxembourg y nos quedamos varias horas en la Fuente de Médicis, mientras que del otro lado de la verja que la rodea las parejas que se besan nos miran y a veces alguna muchacha suelta una risa cuando ve que Renée acerca sus labios a los míos que casi no siento. Elude a los conocidos cuando los divisa de lejos y en la entreluz de la tarde volvemos a la calle del castillo. Al caer la noche ella prepara una bandeja de quesos y descorcha la botella de un vino que de sólo mirarlo me produce desesperación y náuseas, por llamar de algún modo a este estado tan particular en el que me encuentro. Sirve las dos copas, brinda y suelta una carcajada, insultándome en español y estoy seguro que censurándose en francés.

Otra de las peculiaridades es que Renée me tapa los ojos cuando pasamos por delante de algún espejo. ¿Qué cambio habré tenido durante todo este tiempo?... Desde mí le grito que llame a cierto país, a cierta casa, a cierta mujer con una niña quienes aún me deben estar esperando; pero ella no deja de adivinar mis pensamientos y me responde con rabia que jamás lo va a hacer; que yo soy la última parte de su venganza contra todo y todos; que jamás dejaría que yo me fuera en un avión, de retorno a cierta realidad que quedó lejana.

Otras veces, otras noches, otras madrugadas, cuando la botella de vino se terminó y ella parece acercarse un poco a mí a través de su borrachera, carga conmigo hasta su dormitorio, me tira en la cama y se desnuda frente a mis ojos que siempre la contemplan fijos, aunque no me nazca ningún deseo de repetir aquello luego de lo cual intenté salir de ese apartamento y Renée me pidió que le hiciera un solo favor: la foto en su laboratorio o diferentes tomas de mi cuerpo, en medio de las cuales decidí abandonarla y huir. Pero la borrachera no parecía haber cesado cuando el mareo me llevó entre tumbos y luego arrastrándome hasta el hall del apartamento y una mano mía que se estiraba para alcanzar la puerta. Pero estaba herméticamente cerrada y lo único que sentí fue el frío del hierro en la palma de mi mano; lo único que pensé, formulariamente, fue qué clase de vino habrían puesto al menos en mi copa.

Renée me llevó de vuelta a la semisombra del laboratorio y al cabo de unos instantes creo que me desmayé. No sé cuánto duró todo, pero al despertar Renée estaba envuelta en un resplandor rojo que cubría todo el laboratorio...

Ahora, en medio de la borrachera que perdura en mí, en ella, Renée se acerca, me acaricia, pasa una mano por mi pelo, por mis ojos y me dice que debo estar bien para cuando venga Gilbert. “¿Gilbert? ¿Viene a buscarme?” Ella todavía no lo sabe. ¿Cuánto tiempo pasó desde la velada en el Café de la Rotonde?...Pero las preguntas sin respuestas -Renée se niega a dilucidar el enigma- lo único que hacen es aumentarme este estado de borrachera en el que sigo encontrándome.

Renée a veces me habla sin mirar el lugar donde me depositó; me pregunta cómo transcurre mi tiempo: si es más rápido o más lento que el suyo, si se siente el frío o el calor de las estaciones, si la deseo o lo único que deseo es salir de ahí cuanto antes. Sí, supongo que lo que quiero es irme de una buena vez de  este cautiverio. “Tú sos el cautivo de la calle del castillo; el uruguayo que existe sólo para mí. Pero cuando venga Gilbert supongo que ya no te va a reconocer de otro modo que así, como estás ahora.” Y supuse que si Gilbert se acerca a mí y me mira detenidamente, sacará en conclusión que soy yo: el enviado especial que tuvo la maldita idea de seguir a esta loca hasta la estúpida poetización de una calle, que de diferente de las otras lo único que ostenta es el recuerdo o la mentira de un castillo.

Y para lo que calculo que fue la venida de otra noche, Renée me dejó encerrado en el laboratorio y después de un breve lapso de silencio oí que abría la puerta del apartamento    -ese blindaje que permaneció cerrado cuando quise escapar- y saludaba a alguien en francés, aunque después los dos o tres o los muchos que habían llegado -ya que las voces se superponían- hablaron en español o mejor sería decir en rioplatense. Así que entre ellos debería estar Gilbert: él en su espacio de luz artificial; yo aquí en medio de una oscuridad en la que sentía unas inmensas ganas de llorar cuando mi pensamiento me llevaba una y otra vez hasta Vicky y Tadzia: lo preocupada que estaría mi esposa allá lejos; qué le podría decir a la niña respecto a por qué su padre todavía no volvía.

A veces el concierto de voces bajaba el tono general y alguien chistaba lamentándose por algo; luego las voces masculinas callaban y sólo se oía un diálogo -llegándome fragmentado- entre Renée y seguramente una amiga suya, ambas hablando mitad francés y español. De a poco, desde mi oscuridad, sentí pasos que se acercaban y la puerta del laboratorio que se abría.

El resplandor que llegaba del otro lado dejó ver brevemente la más que probable silueta en sombras de Renée, quien alargó una mano y encendió la luz. Tras ella, para mi alegría -una alegría casi olvidada; que me invadía de forma extraña-, vi llegar a un Gilbert siempre barbudo aunque algo más canoso. Venía acompañado de otro hombre -desconocido para mí- que por su modo de hablar sería uruguayo o argentino. El hombre, desde el vano de la puerta, fijó por unos instantes su mirada en mí y luego se volvió a alguien más que supuestamente permanecía en el living. El aviso de que enseguida vendrían partió de una voz de mujer, lejanamente conocida o soñada.

Cuando todos se hicieron presentes en el laboratorio comprendí que estaría muy deformado, muy cambiado, porque en vez de una reacción de sorpresa por parte de Gilbert, o del hombre que dialogaba en voz baja con Renée, o de esa otra mujer que se venía aproximando a mí, lo único que capté fue una suerte de lástima mezclada con emoción y benevolencia colectivas. Al menos eso fue lo que me trasmitió la mujer que se paró de frente adonde yo me encontraba. Y cuando la pude mirar o nos miramos detenidamente, tuve ganas de llorar o de estar muerto, si ya no lo estaba desde hacía tiempo y ahora no era más que un espíritu, seguramente como el “Turco” Ararat y Roberto Dardo. Pero de ser sólo espíritu haría rato que ya no estaría aquí; que en cambio hubiera tratado de comunicarme con Vicky, mi esposa -¿era realmente mi esposa?-, esa mujer -sensiblemente cambiada, pero rejuvenecida- que ahora me dejaba apreciar, enroscada a su cuello, una bufanda igual a la que alguna vez había tenido yo; esa mujer que -aprovechando el diálogo entre Gilbert, Renée y el otro- comenzó a hablarme en voz baja...

-Pasó mucho tiempo. Perdoname por no haber venido antes. -Se volvió brevemente al grupo que hablaba junto a la puerta y fijó su atención en el hombre a quien lógicamente yo no conocía. Retornó a su contemplarme y aproveché para mirarla aún más detenidamente. Porque había sido o seguía siendo mi esposa, pero a la vez su rostro mostraba algo nuevo, si bien la voz parecía ser la misma-. Tú a él no lo conocés, pero yo hablé de ti. Somos muy unidos, si bien hoy por la tarde le pedí que me dejara ir sola a Père-Lachaise.

Creí reconocer que ahí estaba la diferencia, la evolución en Vicky quien, a decir verdad, jamás había demostrado demasiado interés por Chopin; en cambio se divertía mucho cuando yo le confesaba que no quería irme de este mundo -pero después de todo: ¿me habré ido tan tranquilamente?- sin llegar a visitar algún día aquella tumba de leyenda en el basamento, perfil en un medallón y  mujer con lira posibilitando la escultura de alabastro.

A sus espaldas se vinieron acercando Gilbert, luego Renée y finalmente el esposo o lo que fuera, de la que alguna vez había sido mi esposa, la que supuse se encontraba allí para llevarme y no simplemente para contemplarme -lamentándose como si yo fuera un manojo de flores marchitas- o para hablarme de su inimaginado amor por mis viejos gustos musicales.

Los cuatro permanecieron parados de frente a mí y el desconocido -pretendiente o esposo de esa Vicky tan cambiada- le susurraba a Renée que efectivamente ella le había hablado mucho de mi persona.

-¡Pobre amigo ! -soltó Gilbert, y agregó que cómo pasaba el tiempo.

Vicky miró a Renée y súbitamente -y para mi íntima emoción- le preguntó si me podía llevar. Renée le contesto que sí pero que debería esperar un tiempito más.

-¿Hasta cuándo? -preguntó Vicky preocupada (ella, mi esposa, la que ahora parecía no haber cambiado mucho después de la pregunta, y aunque su cara...) para estas lágrimas mías que sin embargo yo no podía derramar.

Renée se acercó más a mí, me echó una mirada fulminante e inmediatamente fue dibujando una breve sonrisa en dirección a Vicky. Su contestación fue un consuelo para Vicky y un solapado pero contundente cachetazo para mi situación, porque yo sabía que eso no era cierto, que eso se postergaría indefinidamente;  la voz de Renée sonó parecida a aquélla con la que irónicamente me hizo la pregunta de cuántos hijos tenía...y creo que Renée advirtió lo que yo, desde mi cautiverio, estaba pensando en esos momentos.

Vicky dejó escapar una lágrima y Renée tradujo la mentira primero en la caricia que extendió a lo largo de un brazo de mi esposa, luego en las palabras pronunciadas en ese español suyo entre arrastrado y demoledor...

-Quiero que estés tranquila: te la regalo después de la exposición tantas veces postergada. Han pasado muchos años desde que le tomé esta foto. Todo él está aquí. Por eso para mí no desapareció; para mí sigue en este que considero es mi mejor trabajo; como un original...Es un original. Entonces, nadie mejor para merecerlo que tú: su hija.

Guillermo Lopetegui
Crepúsculo de los cautivos
Montevideo, 1997

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