La casa sobre el barranco
Guillermo Lopetegui

Llegó un día de diciembre, cuando el sol estiraba sus rayos sobre el verano de la costa. Caminó hasta la barranca y lo viste detenerse pensativo. Luego dio una vuelta alrededor de la casa y, con una mueca de satisfacción, resolvió quedarse.

A su construcción primitiva le agregó una terraza blanca que daba al mar. Le ofreciste tu ayuda, pero recuerdas que, gentilmente, no te la aceptó. Trabajaba de sol, a luna, a sol. Las estrellas y tú lo descubrían con el pecho desnudo, doblado sobre las chapas de cinc de un futuro gallinero. Dio vida a un huerto marchito y el chasis de aquel ómnibus -tanto tiempo abandonado en la banquina del camino- le sirvió de taller y despensa. Siempre trabajó en silencio.

La casa ya no era la misma, tampoco el huerto; el gallinero y aquel chasis te dieron la imagen de otra calle, no la tuya, de otro pueblo, no el tuyo.

El paisaje también era otro y el viento marino, ascendiendo por las barrancas, te envolvía con una frescura renovada.

Y siguió trabajando solo.

Otro día, con un hondo suspiro, vio llegado el momento de traer a su esposa y su hijita.

 

La mujer cosía las cortinas a la luz de la tarde, alternando la tarea con el deleite que ofrecía la niña, quien jugaba con sus animales en el jardín. Fue así que descubriste una pata que cuidaba pollitos, una oveja que te despertaba con sus balidos mañaneros, un grupo de tortugas que nadaban en un lago improvisado con trozos de mármol dispuestos en círculo. Y además, los descubriste viviendo en la armonía que les ofrecía su hogar.

De tarde en tarde la niña te traía flores de su cultivo y luego se alejaba, sin volverse para saludarte.

"Son unos antisociales", escuchaste una vez.

La gente empezaba a murmurar y resolviste limitar tus idas al pueblo sólo para comprar lo necesario y seguir existiendo.

Poco a poco fuiste dejando las charlas nocturnas en el boliche y los oficios del domingo. Mientras tanto, allá arriba, los tres seres continuaban viviendo felices.

Cuando la noche era clara y una brisa recorría la arena, los veías en torno a un fogón: la niña leía poemas árabes, mientras él dibujaba saboreando un diálogo con su mujer.

Tú mirabas desde lejos, recostado contra un médano y reflexionando en tu condición de hombre solo. Te hubiera gustado acercarte. Te hubiera deleitado tener a la niña entre tus brazos. Te hubiera encantado mezclar tus palabras con las del hombre y su mujer... Pero sólo mezclabas tus pensamientos con el ruido de las olas al romper junto a la orilla.

La luna bajó hasta el horizonte.

Subiste callado los escalones de la barranca, dejando atrás el fogón que se extinguía de a poco. Ahora lo rodeaban sombras.

Bajo la madrugada de tu cuarto, cerraste los ojos sin tener sueño.

 

Te despertaron unos llantos que venían de afuera.

Colaste tu mirada entre las celosías y la viste arrodillada en el medio de la calle, con la oveja –mitad lana y sangre- entre sus brazos.

Apenas tuviste tiempo para ponerte un pantalón y correr descalzo por el pedregullo caliente. Tus piernas le sirvieron de apoyo a su frente y sentiste en tus rodillas la humedad de sus lágrimas.

En los ojos fijos de la oveja estaba resumido el epílogo de su agonía. Tomaste el extremo libre la de cuerda que tenía atada al cuello y en la perfección del corte confirmaste el anonimato de una mano o de muchas; te imaginaste el acero de un cuchillo desplazándose en la madrugada silenciosa, brillando de a ratos bajo el resplandor de la noche; ojos oscuros, voces susurrantes, figuras que penetraban por el jardín y cortaban la cuerda que unía a la oveja con el sauce de ramas dormidas sobre el pasto...

Alzaste a la niña y en un giro de tu cabeza abarcaste todas las siluetas de las casas, todas las miradas que empezabas a sentir sobre tu espalda, contra tu pecho; miradas que te despellejaban el espinazo. Y tus oídos trataron de abarcar el espacio de palabras que escapaban de las casas; que te mordían y mordían a la niña.

¿Qué palabras?

Apretaste a la criatura y cerraste los ojos: "Y este ahora se volvió uno como esos".

¿Lo escuchaste? ¿Lo hilvanó tu fantasía?

¿Qué es lo real? ¿Qué lo fantástico?

Las puertas, las ventanas, los portones: todo cerrado. La gente dormía. "Imbéciles...", pensaste.

Emprendiste el retorno de la niña a su hogar.

 

Sería mejor que durmiera y no viera el espectáculo triste del jardín sin su oveja. Tampoco el lago artificial, con sus tortugas flotando sin caparazón. Mejor que no pensara en los pollitos ni en su pata. Que no descubriera el estado del gallinero: sus chapas de cinc partidas por la mitad; los huevos aplastados contra el piso.

¿Tratará de olvidar el perfume de unas flores que ya no podrá aspirar?...

La huerta, el taller, la despensa... ¿Y en qué región del universo estuviste todo ese tiempo?

Devolviste la hija a su casa y el padre te lo agradeció. No pudo reprimir las lágrimas. El caos aquel te subió por el cuerpo y se te tradujo en el gusto amargo de la boca.

Te fuiste sin decir palabra.

Una a una las otras casas iban despertando con dificultad bajo el calor de la mañana.

Avanzabas por el camino.

Los vecinos salían a sus puertas y tú los saludabas...pero nadie retribuyó tu saludo.

¿Eran las mismas caras? ¿El camino era el mismo? ¿El lechero y su caballo? ¿La vieja de la esquina y su boxer? ¿El mecánico? ¿El carnicero? ¿Y el matrimonio con sus hijos mongólicos?... Uno de los enfermos casi responde a tu saludo, pero quedó en aprontes de lengua que no podía dominar y antebrazo derecho que parecía paralizado contra la cadera.

Cerraste la puerta y las ventanas de tu casa, corriste las cortinas y caíste luego en la cama, tratando de mantener los ojos cerrados al menos por un instante.

 

Te negaron el pan, la leche, la carne, la sonrisa. Y tuviste que pescar, que sacar agua del arroyo. Procuraste no pasearte mucho por el pueblo.

Un despertar de tantos apareció un paquete en el mínimo umbral de tu puerta. Era comida que te mandaban el hombre, la mujer y la niña. Ellos tampoco salían muy seguido. Con el paquete venía un pedazo de papel escrito con letra irregular y al parecer presurosa, por el que tomaste conocimiento de que el hombre estaba construyendo un bote...

Trabajaba de noche, a la luz de un farol allá abajo, en la playa fresca y silenciosa. A veces lo acompañaba la medialuna roja sobre el horizonte; el diálogo fino y agudo de los ramajes; algún perro solitario. Su esposa y su hija lo esperaban sentadas en la terraza blanca. Era lo bueno de aquel lugar. Era lo que quedaba. Porque el jardín era un desierto pequeño en cuyo centro se levantaban los restos del huerto, como un oasis destruido y abandonado.

Una luz, un punto refulgente que subía por entre los árboles hasta ellas, les recordaba la presencia del hombre.

Y las cuadernas precedieron al espejo; la quilla quedó al fin terminada y la proa se alzó de una vez, señalando el sur del mar en penumbras. Al mes la pequeña embarcación estaba casi finalizada; algunas noches más y...

A las dos de la mañana el hombre cesó de trabajar. Miró desde la arena la silueta de su casa y la encontró más oscura, más negra que la propia hora.

En la terraza ya no había nadie.

La niña estaba en su cama.

La mujer estaba en su cama.

"No pudieron resistir más y se fueron a dormir."

Cubrió el trabajo con una lona y abandonó la playa.

 

Se quitó la ropa y prefirió no encender las luces, por lo que tanteó el cuerpo de su hija levantándola en brazos y llevándosela a su cama.

El hombre tomó las manos de sus mujeres y se fue quedando dormido entre las dos.

 

¿Cómo hiciste para levantarte esa mañana? ¿Cómo resolviste el cruce del pedregullo sin que las piedras delataran tu presencia tan odiada? ¿Cómo penetraste el desierto de su casa, sin que te diera náuseas el caos existente vuelto una brutal petrificación? ¿Cómo te pudiste mantener en pie junto a la cama matrimonial sin caer arrebatado por el dolor, la rabia, la locura? ¿Cómo permitiste que la escena se prolongara, sin tener la imperiosa necesidad de volver el rostro a un costado y salir corriendo?

Un deseo te sube a flor de piel: de que todo -la casa, el barranco, la gente, tú- desaparezca para siempre; el pueblo reducido a un pozo muy profundo.

Pero ese deseo se fue atenuando, cuando se hizo necesario apartar al hombre que aún lloraba junto a su mujer y su hija.

Sacaste las sábanas manchadas y cubriste los cuerpos desnudos con algunas mantas. Colocaste unas almohadas sobre los perfiles inmóviles y así, saldada tu cuenta con el más allá, pronunciaste una corta oración entre dientes.

Después, con la mirada perdida, apenas percibiste ciertos movimientos de brazos que alzaban y se llevaban primero uno y luego el otro bulto, hasta que quedaste completamente solo.

Saliste a la terraza y observaste que el hombre había quitado la lona y desmontado de los caballetes la pequeña embarcación dentro de la que cierto cargamento, inmóvil, aguardaba su próximo y desconocido derrotero. Finalmente lo viste cuando se dobló sobre la popa y empujó con todas las fuerzas aquella su nueva realidad, yéndose derecho a las olas donde desplegó una vela. La brisa que recorría el mar y el vuelo de alguna gaviota curiosa acompañaron el alejamiento de aquel grupo flotante, que en la conjunción del crepúsculo y el tornasol de la superficie marina desapareció para siempre.

Estabas definitivamente solo.

 

Continuaste pescando y extrayendo agua de los arroyos. Volvías con leña del bosque y la soledad del camino te daba su saludo matinal.

Diste vida a un huerto marchito; aspiraste el perfume de unas flores nuevas; tomaste unas chapas de cinc y reformaste el gallinero; los balidos de una oveja junto al sauce te alegraron la jornada de trabajo, te acompañaron en la soledad de tus días; en aquella soledad de la casa sobre el barranco.

Estabas sentado en la terraza blanca que da al mar. Medialuna roja y horizonte se encontraron. Y un viento que venía del bosque te sopló el polvo de la barba.

Oíste algunos murmullos en el jardín; pasos dentro del gallinero, en el huerto, sobre las verduras, dentro de la casa...

Te reacomodaste contra el respaldo de tu silla y con una exhalación prolongada pensaste en las probabilidades de construir una nueva embarcación.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis, Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Orillas

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