Carta a un señorito en Montevideo
Guillermo Lopetegui

in memoriam JC. 
a Isabelle Rahmani..

Mi queridísimo Julián.

Lo de “queridísimo” no me lo hubiera imaginado tan sufijo, tan superlativo, tan en una palabrita sola, cuando nosotros necesitamos dos. Digo  “nosotros”, pero mira que no me olvido de la porción que llevo de sangre andaluza y del resto que es árabe o sea andaluza y por ahí me encuentro con que hay un español que nos es común a ti y a mí. Pero tampoco puedo negar que nací en París, que a mi perrito me lo regalaron unos amigos del 18éme. y  que por vivir aquí (pero con abuela en Sevilla y primos repartidos entre Ronda y Estepona) al idioma materno lo fui salpicando de vocablos franceses y arábigos en mi comunicación con los de casa, lo que hasta cierto punto originó un hablar nuevo y, por qué no, hasta una concepción nueva de mí misma y de mi entorno. Pero, ¿cuántas cosas vamos originando y cuántas otras vamos dejando de lado a medida que avanzamos en nosotros y nuestras posibilidades ? Y lo cierto es que cuando uno por ahí se detiene en el camino y hace un esfuerzo por mirar atrás, la mayoría de las veces se da cuenta de que lo abandonado ya no influye en eso tan relativo que es la actualidad y que sin embargo nos da una idea más bien concreta de nuestra existencia cotidiana : yo aquí, escribiéndote y entrando de a poco en la primavera que tanto ansiamos ;  tú allá, con los 38 grados de fiebre que anunciaste padecer en la carta que me escribiste hace tiempo -y que demoré tanto en contestar- y supongo que ahora entrando en el otoño de esa ciudad que no conozco y a la que, como me decías en tu carta, regresaste sin transiciones ;  amargándote y resfriándote a poco de caminar por las calles céntricas relativamente cercanas a la rambla ; constatando cambios o desapariciones abruptas que se habían producido durante tu estadía aquí y que te afectaban de una manera demoledora -como me lo expresaste textualmente- lo que por otra parte me dolió mucho. Bueno : be cool ; así también trataba de calmarte aquella tarde en Las Tullerías cuando constataste que habías olvidado tu carpeta con todo ese material recabado sobre diferentes aspectos de París posiblemente en Clignancourt ; o en La Closerie des Lilas, como efectivamente había sucedido cuando el mozo nos vio regresar y alzó una mano mostrándonos lo que tú tanto temías haber perdido. Pero media hora antes no te lo quise decir porque te vi profundamente apenado por la supuesta pérdida y a lo único que atiné (me gusta este verbo : atinar...), bueno a lo único que pude atinar fue a cerrar los dedos de mi mano alrededor de tu brazo para transmitirte mi presencia, mi proximidad allí en Las Tullerías, muy junto a ti y pretendiendo darte ánimos. Pero, Julián,  al mismo tiempo se me dio por pensar en algo más, asociado a tu preocupación : aquella carpeta tuya -apuntes y fotos de diversos rincones parisinos- no era tan importante como el hecho de que tú y yo estuviésemos disfrutando de aquella tarde : nuestra última oportunidad de estar juntos. Lo verdaderamente importante para mí era que dentro de esa tarde entraba todo el disfrutar y compartir, y todo el amargarse de la hora  6 :15, contigo parado entre valijas en la Gare d’Austerlitz esperando un tren que te alejaría de mí y más tarde yo caminando apurada por entre la multitud del Métro Saint-Placide hasta que la línea 4 me alejara de Montparnasse ; hasta que entrara a casa saludando apenas, alzara a Hans entre mis brazos y me metiera en mi dormitorio a escuchar Sign of the times, aunque en la inevitable noche que me sobrevino ningún tema o foto de Prince me sirvieran de consuelo. Abría mi agenda y releía lo que me habías escrito la primera de las tardes en que nos reencontramos, una semana después de conocernos en Clignancourt, cuando -los dos sentados cerca de la Tour Saint-Jacques- te ofreciste para sostener entre tus brazos al pequeño Hans y él se fue durmiendo con su cabecita cerca de tu reloj que marcaba algo así como el comienzo de nuestra más absoluta compenetración hasta cuando me fallaba el español, no terminaba la frase, pero tú te encargabas de completar un pensamiento que sin embargo seguía siendo tan mío y tan para ti, lo que me producía la extraña sensación de que me conocías desde siempre. Con París sucedió igual : sentías la satisfacción de caminar por algunas calles de las que me historiabas el origen de sus nombres, y yo pensaba que era como quien explora en caricias el cuerpo del ser amado ; sabiendo que apenas con el tocar la piel el amor traspasa la superficie aparente y llega y baja y sube y llega hasta ese punto oculto, secreto, íntimo, que al ser sensibilizado nos hace comprender que el mensaje  venido de la caricia traduce la presencia de un ser a quien le damos lo infinito de nuestras horas más particulares, porque en ese contacto final estamos delineando algo así como pautas nuevas de una moral muy propia y muy relativa como nosotros, como lo que nos rodea, como la vida cuando alguna vez desajusta los elementos fijos a la monotonía, a lo rutinario, y nos muestra que no siempre es lo de siempre. Por eso creo que existe una moral para cada circunstancia ;  es un proceso que, repetido a lo largo de esa eternidad que forman quienes estuvieron antes de nosotros y quienes vendrán después de nosotros, va variando su significado en todo caso para seguir revistiendo características cercanamente similares ;  están allí, siguen siendo, en la medida en que les otorguemos nuevos significados (pienso que también a través de los que nos toca vivir,  cuando tú ya hace tiempo estás de regreso en tu país,  metido en tu casa con bastante fiebre y  yo he venido  asimilando lo compartido y tu recuerdo a todo lo que me espera una vez que a las 7 :30 de la mañana abro la puerta de calle y me reencuentro con ese plan de vida, inmediato y cotidiano) ; en la medida en que lugares y sensaciones justifiquen su estar allí, continuamente renovados a partir de las reinterpretaciones con las que los aceptamos en su posibilidad de “para siempre”.

 

Tendrías que ver esta ciudad reverdeciendo y soleándose. Cada elemento constituye una armonización de tibieza, luminosidad, caminares, lecturas de cualquier libro que se complemente con el ánimo : andariego ambiguo de lo positivo y la reflexión. Yo aquí, en la margen izquierda de la Île Saint-Louis y del otro lado del agua las agujas, gárgolas y arbotantes (lo de “arbotantes” lo aprendí contigo) de mi iglesia preferida ; visión que se eleva por encima de las procesiones de turistas asiáticos cámara en mano y gesticulando maravillados en medio de la calle estrecha. Entretanto sigo absorbiendo lo que me ofrece la margen izquierda de una isla : el muelle adoquinado  donde estiro mis piernas y observo la punta de mis pies descalzos, mientras Hans ahora apoya su hocico sobre el muslo de falda recogida y entrecierro los ojos cuando alguien -que tal vez esté en la otra orilla o en mi imaginación (pero seguro que está en la otra orilla)- hace sonar un saxo pero se demora en la canalización de la melodía. Son sonidos que se resuelven en espirales de tonos altos y tonos bajos, a veces acordes que parecen anticipar la entrada definitiva en el tema, pero no : es apenas una nota que me deja suspendida en cierta especie de ensoñación fragmentada mientras alargo una mano y acaricio el lomo de Hans, sin mirarlo aunque sabiéndolo allí, estirado ahora en toda su pequeñez sobre el piso de piedras antiguas y soltando de a ratos un suspiro prolongado ; allí, como el agua que corre bajo mis pies descalzos uno encima del otro mientras las notas del saxo me siguen llegando, sin otra melodía que la que me sugieren los ojos cerrados y la sonrisa de bienvenida al tiempo que necesariamente se tiene que renovar. Entonces, bueno : o me conformo con esos sonidos imprecisos o elijo la sugerencia del instrumento para componer mi propio tema y con él reinsertarme  en un conjunto en el que estamos todos y cada uno persiguiendo lo que más le guste, como una amiga mía : dice que ella persigue una playa, un balón de volleyball, sus amigos y su perro ; con eso es feliz y yo la acepto así, aunque lo que más tengamos en común sea el gusto por la playa y un perro. A ella le interesa el deporte y a mí la música (el saxo sigue sonando contra un extremo de la Île de la Cité y por allí se me ocurre constatar que después de todo espero un tema, espero cuál será la resolución en medio de tantas escalas, notas sueltas, armónicos que sin embargo no llegan a eso que tal vez yo esté esperando a veces con la palma de la mano izquierda apoyada sobre un ángulo superior de la hoja -en la que retomo esta especie de conversación contigo- para que no se vuele, y cuando Hans sigue echado de hocico al Sena y ni se inmuta ante un trío de patos que se dejan llevar, flotantes, en el agua espesa) y seguirte escribiendo cuando tú ya estás lejos y mi recuerdo de nuestro último día va y viene dentro de mi cabeza y sobre todo me acuerdo de tus palabras : en cada una de ellas ibas a lo esencial de determinado monumento o rincón de jardín donde me pedías que nos detuviéramos unos minutos y me revelabas lo que te sugería lo frondoso de determinado rincón o me historiabas la estatua que se alzaba en mitad de nuestro paseo por ese jardín. Y por momentos, cuando te escuchaba, Julián, me parecía advertir una lágrima de conmoción inundándote la línea inferior del párpado. Entonces yo era la parisina que estaba prestándole atención a la voz del París que no conocí y que tú me fuiste ayudando a descubrir con mayor claridad, aunque todo eso debiera resumirse en nuestra última tarde, sin castañas o bouquet de rosas rosadas que me hubiera gustado me regalaras frente al Louvre para guardar una como recuerdo de lo que tendría que haber sido : un elemento más del que aferrarme para confirmar que alguna vez tú y yo coincidimos en el mismo camino. Me queda sí el recuerdo de aquella inolvidable reacción tuya cuando nos estábamos acercando a la estatua de quien me dijiste se llamaba Dreyfus. Siempre imágenes, Julián, evocaciones que poco a poco irán dejando su característica de inmediatez para asimilarse a lo más recóndito de nosotros ; como tu fanatismo decidido y siempre aceptado por mí -ahora ya casi se diría que es una celebración a la distancia- de la música de Chopin y de la escapatoria que hicimos al cementerio de Père-Lachaise aquel 22 de febrero gris, casi lluvioso, cuando ya nos habíamos conocido en Clignancourt, luego pasó una semana en la que no volví a saber nada de ti hasta que me decidí y te llamé ese 22 de febrero, que hasta ti no pasaba de conformar una fecha más, o en todo caso la fecha que marcó la finalización de mi espera ante tu llamada telefónica prometida y ausente. Père- Lachaise poniéndole flores a tu músico polaco : casi un entusiasmo infantil en el que yo también participé, si bien he escuchado muy poco a Chopin y en cambio mucho a Prince. Quién los asociaría, ¿eh ? Pero son igualmente músicos y yo también tengo mis entusiasmos, como el de haber llevado un diario -interrumpido no hace mucho- en el que me dirigía a Prince con el clásico “Mi querido Prince” y después le contaba todo lo que me había ocurrido a lo largo del día, sabiendo que las respuestas mentales a mis preguntas escritas no vendrían sino de mí. Pero ahora estoy feliz porque sé que cuento contigo y retomando aquel diario podría escribir : “Mi preferido Julián”.

 

La bienvenida o el rechazo, el amor o el odio, tender puentes y después cortarlos o volarlos. Qué más da, pensaba yo. Lo pensé siempre ; sobre todo cuando los que siguieron a tu partida no podían parecerse en nada a mi Julián. Recordaba esto cuando llegué a Clignancourt a las 8 de una mañana en la que antes de entrar a clase me dijeron que la de las 12 iba a ser imposible porque el profesor Gilbert estaba enfermo. Creo que alguna vez te lo dije : quiero mucho al profesor Gilbert y lo quiero más luego de que gracias a él te conocí a ti. Por eso preferí no asistir a ninguna de las clases anteriores e ir a visitarlo, aunque apareciera como un tanto entrometida en la atmósfera de quietud que exige cualquier persona víctima del estrés.  Pero sabía que visitándolo te evocaríamos, porque pensaba preguntar si tal vez alguna carta o llamada telefónica o anuncio de regreso o lo que fuera. Lentamente la mañana se me fue tornando una sucesión rápida de irresoluciones y cada paso que daba era fluctuante, dubitativo, desencajado del entorno, cuando por el otro lado tu recuerdo empezaba a hacer una especie de ambigüedad a medio camino entre sensaciones de placidez y vacío ante una náusea súbita ; porque en Clignancourt nada ha cambiado : los estudiantes aprestándose a entrar a sus clases y las portuguesas de la cafetería susurrando vaya una a saber qué . “Julián”, “Julián”, “Julián”, era mi susurro casi contagiado que iba y venía del pensamiento a la voz, con los textos y las carpetas apretados contra el pecho, la cabeza gacha y por momentos los ojos cerrados, hasta que decidí ¿huir ? de Clignancourt y busqué la boca de Métro junto al bar en el que tú, el profesor Gilbert y yo convertimos en charla aquella disertación tuya de la clase, ¿te acuerdas ? De lo que yo también me acuerdo es de que ese vagón del Métro estaba prácticamente vacío y las cabezas de los demás pasajeros surgían espaciadas unas de otras por encima de los respaldos de los asientos. Como en alguna de las fotos de Edouard Boubat  (¿conoces a Boubat ?) aquellos rostros poco expresivos en la mañana, sin embargo estaban confirmando esa certeza de “un día más”, de situaciones corrientes y necesarias que no obstante a mí me estaban empezando a oprimir el estómago por dentro, haciendo de los minutos entre Clignancourt y Montparnasse un viaje sin adónde que la angustia súbita parecía eternizar, convirtiendo en firme postergación la vaga resolución de ir a visitar a nuestro común Gilbert (en esos momentos no se me ocurrió detenerme a pensar en el porqué de Montparnasse,  cuando viniendo desde Clignancourt perfectamente me podría haber bajado en Strasbourg-Saint Denis y de allí tomar la línea 8 dirección Créteil-Préfecture, descender en Reuilly-Diderot, subirme en la línea 1 dirección Château de Vincennes, volver a descender en Nation, ascender a la calle y caminar hasta la puerta del edificio y el oprimir un portero eléctrico para que un profesor indispuesto se dispusiera a darme noticias de ti). Pero busqué el asiento contra la ventanilla y me dejé caer, cansada por lo que sería el peso de mis indefiniciones mezcladas con el mal aliento de quien tiene náuseas reales o imaginarias. Supuse que el sitio elegido sería el mismo en el que tú te sentaste, con expresión sorprendida porque yo lo había hecho de frente y no junto a ti. “Para poder mirarte”, te tranquilicé.  Y una parada más adelante el asiento vacío que tenía frente a mí se ocupó por la presencia de un anciano robusto, barbado, que llevaba un sombrero de ala ancha. Tan sólo por un momento me miró con ojos claros y serenos. Después se colocó de perfil a mí para poder observar a través de la ventanilla el conocido trayecto de la línea 4 en su dirección Porte d’Orléans. Pasaron algunas calles y estaciones de creciente hormigueo ciudadano conforme avanzaba la mañana, hasta que el anciano volvió  a enfrentarme brevemente con sus ojos claros. En esa brevedad imaginé a Boubat sentado a mi lado, aprontando su cámara fotográfica y registrando para esa mortal inquietud que me supone toda fotografía de rostros, el de ese hombre de edad avanzada en quien, por segundos, vi una transfiguración de Rodin. Recordé cuando tú y yo nos paramos bajo el “Balzac” del boulevard Raspail y me contaste la historia de cómo el escultor llegó finalmente a esa estatua luego de varios bocetos, con lo que súbitamente me vinieron ganas de visitar el museo que no conocía, te entregué a Hans y a cambio me tomé de tu brazo, dejándome llevar tranquilamente hasta la rue Varenne. Ya en el museo me divirtió tu ansia por encontrar el busto de ese otro músico que tanto te gusta. ¿Cómo se llama ? Ah, sí : Mahler, ¿no es cierto ? Pero lo que me divirtió más, te confieso, fue advertir que en tanto tú ibas y venías de una sala a  otra  en  procura  de hallar aquella escultura -seguido por mí que trataba de acelerar la marcha unos pasos más atrás- el pequeño Hans que iba contigo estaba más ocupado en hacer pipí, contra tu gabardina adquirida en Venecia donde te detuviste un fin de semana antes de arribar...a lo que después sería esta posibilidad que ahora tengo de reencontrarte en la evocación. Y todo lo que aprendí y me divertí contigo -además del anciano de barba larga y sombrero de ala ancha- me sirvió de excusa para regresar a la que fuera residencia de nuestro gran escultor. Así que, descartada la posibilidad de visitar al profesor Gilbert, me dejé seguir hasta Saint-Placide -por donde había regresado a mi casa la misma tarde de 6 :15 en que tú ya estabas camino de Madrid-, subí las escaleras y por Rennes llegué a Raspail poniéndome a transitar en principio por la acera de ese edificio que yo no conocía, pero en el que me constaba que habías vivido pero al que no se te ocurrió, bueno, llevarme. Ya en el museo te confieso que no me interesé por ninguno de los bocetos previos al Balzac definitivo y menos aún por la cabeza surgida de un bloque de mármol sin pulir al pie de la que, quizás, la eterna ironía que le atribuyen a los franceses dejó colocado el cartelito con la inscripción “Mozart (portrait de Gustave Mahler)”, que me sorprendió el que te molestara tanto, sin prestar demasiada atención a esa mano mía que por unos segundos te acarició la cabellera en un intento por consolarte y por que no le dieras tanta importancia a esa piedra...ya que me tenías ahí, muy junto a un lado de tu cuerpo. Esa otra vez preferí ver las esculturas sensuales, ratificando mi gusto -que en aquellos momentos nuestros, ¡tonta de mí !, no te manifesté- por El amor, El beso y sobre todo La mano del diablo, frente a la que en voz baja me dije que hubiese preferido titularla La mano que me recorre , y desde ese día para mí quedó rebautizada así. Entrecerré los ojos y constaté que esas esculturas me habían excitado mucho ; que aquellos golpes que hacía tantos años el cincel le había dado al mármol persiguiendo la forma del beso, demostrando el amor o aventurando una variante de la protección en aquella mano que yo ansiaba que me recorriera -abierta para que sobre ella se elevara la delicadeza de líneas de una figura femenina o la interpretación que Rodin le daba a su amor/rechazo por Camille Claudel-, oficiaban como nexo intemporal para llegar a ti desde mi brusca excitación, la que se prolongaba cuando ya había abandonado el museo y andaba por Vaugirard en dirección al Luxembourg o esa otra variante del recuerdo que tenía de ti y de lo que te conté allí de mí. Ya sobre la verja de la fuente de Médici apoyé un brazo en el que recosté la frente, llevándome la otra mano al bajo vientre. Alcé la mirada al grupo escultórico que preside la fuente ; recordé lo que me contaste acerca del mito de Efaistos, Afrodita y Ares, como tú preferías llamarlos en negación a los latinos Vulcano, Venus y Marte reconociendo que en la diosa, más que infidelidad a su marido -ensimismado y sudoroso en su tarea esencial de forjar las armas de los héroes semiinmortales-, existía un olímpico deseo de que su capacidad de amar se viera finalmente colmada. Pero dejé el mito, la fuente, el Luxembourg y resolví proseguir mi caminar sin rutas previamente trazadas.

 

Caminé mucho,  impulsada por una atracción inesperada que acabó llevándome por entre las estrecheces de las calles hasta las anchuras de las avenidas y nuevamente a la estrechez de otra calle perteneciente al Marais, avanzando como sonámbula de ojos abiertos sin saber exactamente por qué. Pero algunos metros más adelante me detuve junto a la puerta de un edificio ubicado en medio de esa reconocida -por ti y haciéndomela ver a mí- armónica arquitectura de principios del siglo pasado, porque al fin comenzaba a llamarme poderosamente la atención una música se diría que familiar. Era una melodía interpretada por un clavecín, que bajaba al parecer del tercer piso de ese edificio vagamente gótico -de puertas altas y anchas inexplicablemente abiertas de par en par, teniendo en cuenta lo peligrosa que se volvió mi ciudad-, cercano al Hôtel de Chatillon, adonde tú y yo llegamos una de esas pocas tardes y dentro te tomé una foto que prometiste enviarme una vez que la revelaras a tu regreso a Montevideo. Bueno, el asunto fue que me limité a entrecerrar los ojos y efectuar giros suaves frente a la entrada al edificio, llevada por aquella música hasta que me detuve, resolví aventurarme y penetré la vaga luz que clareaba el vestíbulo, subiendo las escaleras que era seguir la melodía como si se tratara de otro hilo de Ariadna en el laberinto de esas horas que venían conformando la particularidad del día no elegido. Y mientras ascendía peldaño a peldaño pensaba en el porqué de que se me hubiera reservado a mí la posibilidad de detenerme inquieta ante una música maravillosa, la que luego se me antojó un pedido de auxilio; sensación que me sobrevino cuando me iba acercando a lo que para mí era ese matiz gratamente misterioso a las diferentes sugerencias de ti a lo largo de esa jornada. Y si seguí avanzando escaleras arriba, será porque las clases en Clignancourt se me vienen tornando atrayentes sólo si quien diserta es el profesor Gilbert y Gilbert en esos momentos era un hombre que estaría en cama vencido por el estrés ;  además, tú estás lejos y una forma de remediarlo era dejándome conducir a lo que todavía esta ciudad me tiene reservado. Todas conjeturas pero, también, posibilidad de que lo inimaginable me aguardara del otro del otro lado del seguir subiendo hasta un timbre que me animé a tocar, hasta una puerta que resolví golpear para que nadie me abriera o para que yo comprendiese que la misma música era la llave al mundo oclusivo de esa atmósfera del tercer piso, nimbada por el resplandor que bajaba debilitado por la suciedad del tragaluz. Apoyé mi mano en el picaporte, lo moví hacia abajo, fui abriendo la puerta y divisé a lo lejos, de frente a una ventana angosta y alta, una silueta sentada junto a un clavecín; la presencia de una mujer delgada, de cabello corto y castañoclaro que, al no volverse para saber quién estaba invadiendo su intimidad, me invitaba u obligaba a avanzar a los interiores cuidando de cerrar la puerta y de darle dos vueltas a la llave que encontré colocada del otro lado de la cerradura. Cuando me fui acercando al clavecín admiré que quien lo tocaba lucía un kimono largo hasta los talones, de flores rojas sobre fondo negro, resaltando aún más el cuello largo asentando el perfil de labios rosados, nariz recta y pestañas curvadas bajo el leve arco de la ceja casi incolora. No le podía ver los ojos, hasta que los apartó de la partitura sin dejar de ejecutar y al principio me miró inexpresiva, aunque desde una claridad que parecía emanar de su piel y que contrastaba con mi cutis aceitunado y mi pelambre encrespada y larga. Retornó la atención a la partitura y fue cuando me animé y le dije que eso era de Jean-Philippe Rameau y que se titulaba Guigues en rondeau. Ella entredetuvo el movimiento acompasado de los dedos, alzó levemente las cejas y me volvió a mirar, asintiendo con un “Sí” muy bajo. Seguidamente le pregunté si no podría tocar Le Rappel des Oiseaux y después Le entretien des Muses, y paulatinamente su cara se fue iluminando más intensamente con ese sol que desde la primavera de París trataba de llegar a los vestigios invernales de la habitación. Sorpresivamente me hizo sitio en la banqueta y ya sentada le confesé que nunca había visto un clavecín tan de cerca, pero que un amigo al que adoro me habló mucho de ciertas características de la música para clavecín del Clasicismo francés y en particular de Rameau. Creí conveniente revelarle mi nombre, agregándole que si bien era parisina tenía sangre andaluza. Ella se limitaba a asentir o cada tanto repetía que eso era muy importante: mi sangre; porque ella dudaba de que por el interior de esa “estatua sin vida” -como se autodefinió para mi sorpresa- la sangre corriera con la misma fuerza que la mía. Sin embargo agregó que intuía que el hecho de que esa tarde las dos nos hubiéramos encontrado sería muy beneficioso; que últimamente había estado utilizando su tiempo en apenas tocar el clavecín, desde que cierto pescador, bebedor y adicto al Quijote estaba de regreso en L’Escala, para hacerse nuevamente a la mar llevándose en sus labios y su cuerpo el recuerdo de esa que alzó una mano para acariciarme una mejilla y me sonrió por primera vez  -tal vez la caricia y la sonrisa evocadas por un hombre que volvía a tender redes sobre su soledad-, ratificándome la bienvenida a ese, su rincón en el Marais que mis deambulares por entre tus diferentes imágenes -enmarcadas por calles, jardines y esculturas- me habían llevado a descubrir.

 

Al profesor Gilbert acabaron internándolo, porque aparte de estresado estaba nostálgico del Uruguay: arrimó a la pequeña terraza de su apartamento dos altoparlantes y el himno uruguayo se escuchó por espacio de un cuarto de hora “a tantos decibeles como la angustia contenida a lo largo de quince años en este intelectual latinoamericano llegado como muchos transitando la senda del exilio” según lo que traduzco de un extenso artículo aparecido en Libératión. Allí también se menciona que la gente que en esos momentos caminaba por la cours de Vincennes se agolpaba junto a la puerta del edificio, alzaba la cabeza y veía a un hombre prácticamente desnudo montado en la baranda de la terraza, que gritaba a quien quisiera escucharlo que llegaría el día en que los indígenas del altiplano invadirían Francia, la Comunidad y devolverían a América Latina todo lo que los conquistadores le han robado a lo largo de cinco siglos. Hasta que su esposa y unos amigos que acudieron al apartamento lograron apartarlo del vacío y someterlo a un tratamiento en algún lugar que preferí no averiguar dónde quedaba. Tiempo después telefoneé a su casa y me dieron la grata noticia de que Gilbert ya estaba de vuelta en sus clases y no presentaba más síntomas de estresamiento o nostalgia contestataria. Le escribí una carta contándole que lo había extrañado mucho y que yo también me sentía renovada desde el encuentro con el clavecín. El profesor Gilbert me contestó a su vez aquí al Marais, prometiéndome que un día de estos nos visitará -pareció extrañado cuando le anuncié que en gran medida Julián no se había ido, como cierto aventurero del mar, el alcohol y la incansable relectura del Quijote, tampoco-, pero que eso será cuando esté preparado y se anime. Antes, también, esperaba a que tarde o temprano se produjera otro regreso; a veces me pareció escuchar la noticia, pero no transcurría sino en mis sueños. Es una posibilidad que cada día que pasa se me representa un poco más lejana. Por eso he venido optando por pensar, hablar y escribir acerca de mi “atildado”, mi “señorito de Montevideo”, para que entonces ella me vuelva a contar la historia de lo que representa la estatua de ese militar empuñando un sable partido a la mitad y a cambio yo le cuente de mis caminatas por las arenas mediterráneas, en donde mi piel tostada se confundía con la de aquellos pescadores en los crepúsculos de barcas que de nuevo ponían sus proas en dirección al horizonte marino; o bien me vuelven a hacer sentir y vivir la metafísica de las Pirámides alzándose espaciadas en la cours Napoléon, al tiempo que yo canto una antigua canción gitana que habla de amores distanciados y ese dolor casi dulce que la hace recostarse contra mi pecho y es cuando en medio del cante siento la proximidad de un nombre: Julián...Es la forma de perpetuar y renovar el recuerdo de ese hombre con quien cada día o noche que pasa se hace más necesario que ensanchemos y profundicemos un hueco en el que meternos juntos, sin hora 6 :15 que deje para los supuestos lo que tendría que haber sido rotunda certeza, como la que en cambio existe en los fragmentos de una historia de los dos que, conforme una estación le sucede a otra, se va ensamblando para el regocijo de ella, quien a veces me sorprende contándome y enseñándome las variaciones que ideó a partir de tal o cual partitura de Rameau, en momentos en que Gilbert rondará nuevamente el edificio gótico sin animarse.

 

Finalizo esto que escribo aceptando el recuerdo imborrable y siempre próximo de nuestros besos en un rincón de Las Tullerías, cerca de la estatua de ese militar empuñando un sable partido a la mitad y cuya historia de injusticias y traiciones preferiste no contarme, interesándote en ganar el tiempo, nuestro tiempo, atrayéndome a ti para correrme el pelo de las mejillas y los labios, prolongando ese beso en la caminata por el Pont-Neuf  casi ausente de paseantes al promediar la madrugada, preludiando las horas siguientes desde el cielo de manchones rojos sobre la ciudad titilante en su mar urbano de artificios nocturnos, mucho antes de que Gilbert se lance a rondar el edificio y nuevamente no se anime, animándonos en cambio ella y el hombre de mar, yo y mi señorito que ya no volverá a Montevideo y que me promete con la mirada una próxima entrega, ratificándose allí sin pensar en partidas definitivas y riéndose por la pérdida de una carpeta que sólo encerraba papeles, mientras caminamos en dirección a ese apartamento, a esa cama desarmable que resolvimos no volver a convertir en sofá y en la que nos esperamos mutuamente sin otro perfume que el que emana de nuestras desnudeces reencontrándonos en un abrazo prolongado y tibio, de entrega nocturna que ya no se puede hacer esperar más y para la que tuve -porque me lo hiciste notar- la tierna actitud de cerrar los ojos y dejarme recostar sintiendo tus brazos que me rodeaban, tu cuerpo llamando al mío en susurro de besos y palabras y palabras y besos, en esa metamorfosis constante que me recorre la piel; en ese amarnos que nunca finaliza sino en el renovado deseo de amarnos, como al otro día se lo cuento a ella quien sonríe, agita la melena castañoclara, interrumpe la ejecución, a veces me invita a que brindemos “por ellos dos” -tan presentes en esas copas que tintinean en la quietud de otro fin de semana-, entre músicas y certezas amorosas borrando ausencias de Mediterráneos o ciudades erigidas junto a una bahía ubicada al sur del planeta, sin importar ya el que el profesor Gilbert se vaya acercando definitivamente o no a su rondar el edificio gótico, posibilidad de tercer piso, ganas de hacerlo y por ahí se anime y justo a esa hora su presencia decidida nos resulte absolutamente inoportuna.

Guillermo Lopetegui
Crepúsculo de los cautivos
Montevideo, 1997

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de  Lopetegui, Guillermo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio