Branwen de regreso
Guillermo Lopetegui

Durante mucho tiempo desestimé la posibilidad de bajar a la playa llevando la sillita plegable y el volumen de mitología céltica, con intuiciones de que allí el estuario se pudiera volver un Mar de Irlanda propicio para ser navegado, avizorando a lo lejos las llanuras de Kildare recorridas por la atrayente musicalización de unas cuerdas trazando el posible camino a las doncellas de una añorada Mitchelstown, quienes tal vez amasaran el pan inspirando una antigua canción.

Con mis fantasías recuperadas fui al reencuentro del terreno escarpado de la barranca, y a medio camino en picada me volví, a ver si aún se distinguía el techo a dos aguas de la casa pequeña que había pertenecido a mi padre y que fallecido él no pude ni supe mantener.

Me metí de lleno en la atmósfera calurosa y desértica de arena limpia y arribaje de olas bajas. Desplegué la sillita, me senté y en la relectura de determinada leyenda busqué retornar a otro tiempo, otros años; si bien el panorama circundante se me antojaba fuera de toda cronología, mi pequeñez pretendía detectarle probables cambios a aquel tan particular verano, de paisajes inalterables que parecían haberme estado esperando desde siempre.

Pero el único cambio que advertí provino de descubrir una casi olvidada anotación de hacía casi diez años, hecha al pie de una de las páginas que hablaban del casamiento de la hija de Llyr, dios del mar, con uno de los reyes de Irlanda. ¿Era yo quien la había hecho? La pregunta sobraba, si bien este que ahora volvía a depositar su atención en párrafos que evocaban aventuras y pasiones mitológicas, se sentía un hombre cansado aunque no apartado de todos aquellos sueños motivados por un tiempo de leyenda. Entonces respiré hondo y recuperé antiguos corajes que antes me habían servido para enfrentar todo tipo de domesticidades ofensivas, retornando a la lectura.

Una y otra vez pasaba mis ojos por la anotación hecha con la rapidez del inquieto -quien en esa letra casi ilegible sin embargo está volcando el vigor de los que planifican ignorando la supuesta locura de ciertos y postergados planes- cuando torcí la expresión hacia la barranca.

El pie de la mujer -apenas entrevisto bajo el ruedo del vestido blanco- bajaba con lentitud el siguiente escalón modelado anónimamente en la tierra; el torso se ladeaba con la misma delicadeza de sus manos apoyándose en el resto de baranda construida alguna vez con troncos de eucaliptus; su perfil miraba al Oeste -punto adonde yo también dirigí mis ojos por un momento, para inmediatamente después retomar la visión de aquel lento descenso- y el cabello largo, espeso y rojizo le ondulaba por encima del mantón a cuadros que le envolvía la delgadez.

Cuando me vio meneó la cabeza y procuró descender más rápido, con un decidido gesto de alegría en el rostro para nada bronceado sino tan blanco como ese vestido largo al que el viento de la playa le sacudía la vaporosidad del lino. Caminó hacia mí de brazos cruzados y enfundados en unas mangas que se ajustaban hasta las muñecas, se paró de frente a la sillita y alargó un índice; tras ella quedaba extendiéndose mi Mar de Irlanda de olas que llegaban, cansadas de tanto imaginar, a la orilla de arena húmeda y limpia.

-¿Qué leés?

-Releo...Una de las leyendas de este libro de mitología céltica. Pero ya no es lo mismo -creí conveniente agregar.

-¿Cambiaste tú o cambió lo que cuenta la leyenda? -movió su simpatía facial a un lado y otro, tratando de que ese mismo viento le echara hacia atrás algunos mechones que por momentos le ondulaban contra el rostro.

-El paisaje casi seguro que sigue siendo el mismo. Tal vez cambié yo; pero de ser así seguro que hubiera traído otro libro y no este.-Lo entrecerré sobre mis rodillas, aunque con un dedo metido en la página que estaba releyendo-. Nunca te había visto por aquí...

-Sin embargo yo sí; yo siempre estuve muy cerca tuyo -observó-. Años atrás te miraba caminar solo por esta misma orilla. Por momentos te detenías, dirigías tu mirada al Este marino, pero luego la ibas girando, totalizadora, al Poniente; como si el recodo que hace la playa al Oeste se tornara más sugerente cuando le llegan las luces del crepúsculo y algo te impulsara a ir hacia allá...¿Me equivoco? -se inclinó hacia mí dejando que la pelambre rojiza le cayera a ambos lados de la cara, casi insinuándole la sonrisa.

-Es cierto -miré el arribo de las olas bajas bañando la orilla de la playa que se curvaba lejana en la confluencia occidental de arena, bosques coronando las barrancas, manto acuoso de tonalidades sutiles y cielo manchado de últimos cromatismos claros antes de las primeras estrellas anticipando la Cruz del Sur al ras del horizonte-. Siempre siempre me imaginé que si sigo hacia el Oeste me encuentre con un desierto y más adelante un oasis; o que la playa pudiera finalizar en un mar al que me lance y en el que tarde o temprano aviste determinada costa sobre la que se extiende una planicie y cierto camino que me voy abriendo, atraído por determinada melodía emanada de un arpa sugiriendo la proximidad de un poblado de construcciones de piedra y barro, con intuiciones de mujeres que trabajan contrapunteando cantos antiguos que hablan de una alegre espera....Pero al fin de cuentas -chisté casi para mí- esa parte de la playa no es otra cosa que un nuevo principio: otra playa y luego otra hasta la frontera. Por lógica es así.

-¡Ah! ¿y qué tiene que ver aquí la lógica? ¡Vamos! ¡Tú lo sabés tan bien como yo! -Y sus brazos quedaron abiertos casi en cruz, con las palmas de las manos hacia arriba-. ¿No tenés ganas de comer naranjas? -se encorvó levemente, desarmando aquella cruz.

-¿Naranjas?...Bueno, no es una mala idea. Pero, ¿dónde las vamos a conseguir?

-Mirá -se acercó, con una simpática complicidad en el rostro y las palabras, pronunciadas en un tono más bajo, apoyando una de sus manos en mi hombro y señalando con la otra el extremo oriental de las barrancas-: seguimos por la playa y después escalamos la barranca a la altura del Parador Grande; nos vamos derecho a una casa que tiene un jardín lleno de naranjos.

 

Quince minutos después estábamos al pie de La Cueva de las Gaviotas. Busqué los restos de escalera y me adelanté como guía de aquella expedición llena de complicidad y desentendiéndome de la sillita y el libro. "No te preocupes", me había dicho ella, "¿A quién le puede interesar una reposera como esa y un libro que habla del Mar de Irlanda y de enfrentamientos y amoríos entre dioses celtas? ¡Bueno, me podría interesar a mí! Pero yo ya estoy aquí, contigo." Y cuando le alargué una mano para ayudarla a comenzar a subir exclamó "¡Qué caballero!". Por un momento me miró fijamente y agregó: "Siempre estuve contigo". Aseveración que me devolvió ese sentirme con fuerzas renovadas luego de muchos inviernos. Ya no me importó abandonar una silla, un libro, y muchos menos entrar con sigilo en terreno ajeno en procura de naranjas.

A medida que nos íbamos acercando al camino, a la cuadra anterior al Parador Grande -de cortinas bajas y fulgurante sol que caía a plomo sobre el techo circular- me anunció que luego de juntar algunas naranjas convendría que desandáramos los pasos de regreso a La Cueva de las Gaviotas, donde nos sentaríamos cómodamente para disfrutar de aquellas delicias; que después haríamos un pozo en la arena y enterraríamos las cáscaras.

Llegamos al pedregullo y echamos a andar en silencio, aunque sacudidos por una dicha que iba y venía de una a otro, cuando ella se tomó de mi brazo y preguntó sin mirarme:

-¿Qué tal esta, tu nueva soledad?

--Extrañamente confortable, si se le puede llamar soledad. Pero me quedé pensando en eso que me aseguraste...

-¿En qué? -me miró, dejando una línea de curva ascendente armada con los labios entrecerrados.

-...Que siempre estuviste conmigo; que me observabas cuando yo salía a caminar solo por la orilla, imaginando lo que podría haber luego del recodo que hace la playa al Oeste...

-Ya no son imaginaciones, ¿no?

-Seguramente -le palmeé esa mano suya que se cerraba alrededor de mi brazo. Después se apartó de mí y se detuvo dubitativa-. ¿Ocurre algo? -me inquieté levemente.

-Me parece que estamos cerca de nuestro objetivo. Sí, ahí es la casa -señaló con seriedad el predio próximo del naranjal tras el que se alzaba una más de aquellas viviendas construida a tejas, material y frente de piedra laja, que conformaban el balneario mezcla de chalets, quintas, boliche y con su principal parador cerrado desde hacía algunos veranos. Ibamos solos transitando aquella calle, delatados por el intenso resplandor de las tres y media de la tarde. Seguro que la gente dormía y ella consideró que era el momento ideal para saltar el medio metro de muro agrisado. Levantaría el ruedo de su vestido convirtiéndolo en bolsa circunstancial dentro de la que yo iría dejando caer las naranjas arrancadas con rapidez.

Comencé aquella operación cuando ella advirtió que la puerta de la casa se abría de improviso: dos mujeres -posiblemente madre e hija- salieron a nuestro encuentro agitando escobas de manera ofensiva. "¡Ladrones! ¡Caraduras! ¡Váyanse de aquí, hijos del demonio!" se alternaban las ofensas de una voz grave a otra más aguda e inmediatamente después comenzaban a llamar a gritos a la Policía, en momentos en que de otras casas empezaban a abrir ventanas y puertas.

Contrario a lo que pensé, ella alzó aferrado el ruedo de la pollera que contenía las naranjas y emprendimos una corrida hasta la esquina, para de allí descender nuevamente por la barranca.

-¿Dónde nos escondemos? -traduje el nerviosismo, con palabras de aliento entrecortado.

-No te preocupes -me tranquilizó, sin abandonar esas naranjas entrevistas en la concavidad clara del ruedo que las contenía-. Conozco un escondite: la choza de los pescadores. Son amigos míos y muchas veces he pasado noches enteras junto al fuego que hacen en invierno. Se divierten escuchando las historias que yo les invento con datos que ellos me dan; con experiencias que viven en altamar o durante el sueño o en una simple caminata por la playa. Me dicen que es una forma de rememorar lo vivido y de comprenderlo algo más profundamente. Ahora hace tiempo que se lanzaron a través de las olas buscando la península, el cabo, el acantilado o hasta el fiordo donde se congreguen las gaviotas...-Aguzó la mirada brevemente en dirección al horizonte marino y finalmente me guiñó con una sonrisa-: No hay inconveniente en que nos escondamos allí.

 

Ibamos andando por entre la vegetación nacida al pie de la cadena de barrancas. Yo de vez en cuando miraba a lo alto a ver si encontraba cabecitas asomándose tras los cardizales brotados allá en lo alto hasta dar con nosotros, pero no se veía a nadie.

Nos fuimos acercando a un predio de marcas ovaladas recordando botes antiguamente amarrados a las anclas hundidas en la arena barrosa de la orilla, gatos asomando sus maullidos por entre las ramas de los matorrales, gallinas que al dar cuenta de nuestras presencias desplegaban sus alas en señal de bienvenida y perros que se acercaban a ella y le saltaban alrededor de la falda recogida.

Nos sentamos en un claro salpicado de briznas y mientras comíamos le dije que me había parecido reconocer a aquellas mujeres que salieron a perseguirnos. Me aconsejó que no me preocupara; que incluso luego, cuando nos separáramos, yo podría volver tranquilamente a la sillita y la relectura del libro interrumpida imprevistamente.

Así que nos tendríamos que separar, me lamenté en voz alta.

-¿Por cuánto tiempo? -me volví a ella, que comía con fruición aunque sin ensuciarse con el jugo de la naranja.

-Todo depende de ti -replicó suavemente-. Pero después de terminar con estas riquísimas naranjas te acompaño hasta el lugar donde nos reencontramos -me sorprendió gratamente eso de "reencontramos"- y sigo camino hacia aquel rincón de la playa: el enigmático, el que para ti se abre en un desierto que anticipa un oasis; o tal vez -agregó, llevándose un índice contra los labios y aguzando la mirada que me dirigía- después de la playa aguarde ese mar de Irlanda que te lances a navegar, impulsado por las intuiciones y arribando a una definitiva plenitud.

Cavamos un hoyo y escondimos las cáscaras de naranja. Quince minutos más adelante divisé la silla que continuaba en su sitio, junto a la orilla que se alargaba hasta curvarse sinuosa al otro lado de la barranca más lejana. Por allí se fue alejando ella. Antes de que se perdiera de vista, a la distancia alzó un brazo y me envió su saludo; prácticamente no podía distinguir otra presencia que el blanco del vestido, el estampado del mantón y el rojizo del pelo intensificado por el resplandor de esa última visión del sol que comenzaba a derretirse sobre la línea del horizonte marino.

 

Tomé asiento nuevamente procurando retomar la lectura, pero alguien me llamó desde lo alto de la barranca. En aquel saludo rápido, distante, apenas un atisbo de mi presencia, reconocí la silueta de mi suegra que en particular me anunciaba la llegada de mi esposa y nuestra hija de nueve años. Con pocas palabras anuncié que se adelantaran, que yo me reuniría con ellas. No me importó el gesto despectivo que hizo mi suegra, desapareciendo tras los cardizales y dejando escuchar el ruido del motor con el auto alejándose.

Comencé a trepar, con la sillita plegada casi sobre la espalda y el volumen de leyendas cerrado en la mano con la que además me apoyaba a veces en los restos de escalones, junto a los agujeros que habían quedado como recuerdo de la baranda que ya no estaba. Llegué al camino que entroncaba sinuoso con el principal y pasé junto a la casa que había pertenecido a mi padre: la que terminó en manos de otra gente por imposibilidades que habían pautado el enlentecimiento de mi accionar durante varios años. Seguí caminando por espacio de media hora, hasta que poco antes de llegar a la otra casa advertí a mi hijita Branwen que corría de brazos abiertos a mi encuentro. Me abrazó recostando su cabecita contra mi cintura y tuve que alzar un poco más la silla en una mano y el libro en la otra, balanceándome peligrosamente.

-Todavía no quiero ir, papito. Vámonos a caminar un poco; llevame a pasear por la playa. ¿Sí?

-Sí mi princesita. Vamos.

Me adelanté unos pasos y dejé la sillita y el libro sobre la gramilla, del otro lado del muro que enmarcaba el jardín poblado de naranjos. Volví a descender la barranca y Branwen se apoyó en mis hombros, mirando a la curva de la playa de la que yo siempre le había hablado.

Como retomando una vieja, intemporal conversación, su voz aguda se dejó oír, algo atemperada por el viento.

-Papi...¿Cuándo me vas a llevar al otro lado de la playa?

-Algún día, mi princesita. Algún día.

-¿Y por el Mar de Irlanda?

-También: algún día, mi pequeña diosa.

-¿Qué día, papi?

-El día que tú y yo nos convirtamos en perseguidos.

Así fue que llegamos a la playa y comenzamos a caminar, mientras Branwen tanteó una de mis manos, de la que se tomó. Luego, como en otras oportunidades, alzaba sus brazos, yo me agachaba y ella se colgaba fuerte de mi cuello, exclamando su expresión favorita.

-Ah, mi papito-bebé...-Y seguía-: ¡Cómo te quiero! Ya sabés que cuando seas un viejito ¡yo te voy a cuidar! -Inclinaba su expresión de dicha y agregaba-: A veces hablás raro...Pero igual, ¡yo te entiendo!

Caminamos de retorno a la casa a lo largo de la legua arenosa, observando por momentos lo agitado del estuario que extendía el retumbar del oleaje picado por toda la inmensidad en la que íbamos metidos mi hija y yo. Le apoyé una mano sobre el hombro menudo, pasando de a ratos el dorso de dos dedos por la finura de sus bucles.

-Y el viaje, ¿estuvo divertido? -pregunté, procurando mostrármele indiferente.

-¡Uf!, lo de siempre: hablando de todos esos asuntos que yo sé, papito, que a ti no te interesan. -Se entredetuvo pensativa, me miró de reojo y respiró hondo-. Papito, ¿sabés qué?

Yo me agaché y apoyé mis dos manos sobre sus hombros.

-¿Qué, Branwen?

-A veces, no sé -titubeó ella, alternando su expresión de la seriedad a las sonrisas fugaces-. A veces pienso que mamá y la abuela no son de tu estilo.

-¿Que no son de mi estilo? ¿Por qué? -la miré con ternura y extrañeza.

-Claro. La abuela dice que este lugar es horrible y que mamá nunca tendría que haber comprado una casa aquí. Entonces yo le digo que a ti te hubiera gustado tener dinero para volver a comprar la casa del abuelito. Que por eso muchas veces te ponés mal y te gusta venirte solo y que yo te entiendo porque tú a mí me entendés...

-Solo no -interrumpí su discurso-. Me gustaría que tú me acompañaras; que al menos pudiéramos alquilar la casa del abuelito muerto, donde viví algún tiempo cuando era un poquito más grande que tú.

-Bueno -retomó Branwen, después de darme un beso en cada una de las mejillas-, y mamá se enoja y dice que "¡Ah, claro! ¡Tu padre es el ídolo de los niños! ¡El tiene siempre la verdad en la mano y todas las madres del mundo son unas cretinas!". Pero yo le contesto que a ella también la quiero. Porque, ¿viste?, mamita es así: ella se preocupa de la comida, el supermercado, el colegio...

-¿Y yo? ¿de qué me preocupo?

-De los libros, de la música, de los viajes, de los sueños y...y bueno, ¡te preocupás de mí de otra forma! -rió espontáneamente con toda la fuerza de su niñez, rodeándome la cintura. Y agregó muy seria-: tú te preocupás de mi interior.

Seguimos caminando, trepamos la barranca y llegamos por fin justo enfrente a la casa. En vez de abrir el portoncito Branwen prefirió saltar el medio metro de muro gris. Me dijo que le gustaría comer alguna naranja pero que ni mamá ni la abuela la dejaban; que las naranjas estaban de adorno o que en todo caso ellas considerarían a qué hora se podía comer naranjas.

-No importa. Hoy te vas a comer todas las naranjas que quieras.

-¿Y si nos ven, papito?

-Les pedimos perdón, como dos niños buenos.

Branwen se rió nuevamente y enseguida puso una mano contra su boca, falsamente avergonzada ante los posibles alcances de aquella picardía. Le dije en voz baja que se sentara junto al naranjo que más le gustara. Nos sentamos bajo la copa de uno próximo al muro y arranqué una naranja para mi hija y otra para mí.

Comíamos los dos entre sonrisas y yo a veces le guiñaba -ratificando complicidades- al meterse un gajo en su boquita de labios rosados y finos, los que luego quedaban payasescamente agrandados por la aureola color naranja...Hasta que minutos después se abrió la puerta de la casa y vi salir a mi suegra y a mi esposa. Las dos llamaron a gritos a Branwen. Nos pusimos de pie y empujé suavemente a mi hija para que se colocara detrás mío, con palabras tranquilizadoras.

En aquellos gritos se traducía el fastidio porque la comida hacía horas que estaba pronta y que siempre sucedía lo mismo: Branwen terminaba comiendo tardísimo porque se entretenía escuchando todo aquello que yo le contaba acerca de los misterios de la playa o el mar. Que yo si quería podía morirme de hambre, pero que para mi hija había horas y que ella tenía que obedecer a ese orden que habían establecido su abuela y su madre, con reconocida exclusión mía.

En voz alta, aunque sin gritarles, les contesté que estábamos comiendo unas naranjas y que no había por qué mortificarse tanto. Desvié mi mirada al semblante de mi esposa, pero la única respuesta que obtuve provino de la voz -descolocada por la furia- de mi suegra: "¡Vos mejor callate la boca, irresponsable!". Seguí afirmando mi atención en lo que posiblemente pudiera hablar o balbucear mi esposa, quien sin embargo apenas dejó entrever el mediorrostro tras la indignación desmedida de su madre.

Inmediatamente una mano de mi hija se entrelazó a la mía.

-¿Qué vamos a hacer, papito?

Las dos figuras seguían paradas cerca del vano de la puerta, pero con crecientes ganas de venir corriendo hacia nosotros o al menos hacia Branwen.

-Lo lógico sería que regresaras con ellas y que yo volviera más tarde o dentro de unos días, hasta que se aplaquen los ánimos -supuse, sin apartar los ojos de aquellas dos mujeres.

-¿Lo lógico? ¡No entiendo! -Y Branwen frunció los labios tratando de contener el llanto-. ¿Me vas a dejar aquí, papito?

Las mujeres comenzaron a caminar decididas hacia nosotros, como preámbulo a una posible corrida.

-Se supone que tendrías que volver con mamita y la abuela -hablé sin mirarla, poco convencido de mis palabras.

-¡Yo no me quiero quedar con ellas! ¡Así no! ¡Hay días en que me aburro con esas charlas que tienen! ¡Todo lo que hago es aquello que me mandan por obligación! ¡Y cuando les digo que también quiero hacer algo diferente me contestan que yo no estoy en edad de decidir nada y que primero tengo que prepararme para mi futuro! -se mortificaba Branwen cada vez más-. Y una vez estaba escribiendo y mamita me dijo que dejara eso porque me tenía que ir a acostar.

Las mujeres se seguían acercando, con el paso cada vez más apurado.

-¿Estabas escribiendo? ¿Qué escribías? -me interesé.

-Un cuento para ti. Se llama El papito-bebé. -Y agregó-: porque le dije a mamita que cuando sea grande quiero ser escritora de cuentos para niños.

Las mujeres habían empezado a correr en dirección a arrancarme a Branwen de esa mano mía a la que ella se aferraba.

-Y mamita, ¿qué te contestó?

-Que me dejara de pavadas. Que primero tengo que estudiar para ser alguien útil cuando sea grande y para saberme defender en la vida.

-Branwen -hablé entre nervioso y con premura por salir de ahí, aunque sin apartar mi mirada de aquello que alguna vez había sido mi amiga, mi novia, mi esposa-. ¿Qué pensás cuando papá te habla de que se va a leer solo a la playa y que imagina cosas?

-Que tú conocés gente y lugares de los que nunca le hablás a mamá o a la abuela. Papá...

-Rápido, Branwen, decime.

-Yo creo en lo que tú creés.

-Tal vez yo sólo creo en fantasías y resulta que del otro lado de la curva que hace la playa al Oeste no hay desiertos ni oasis, no hay otra cosa que playa y más playa hasta que se termina el país...Y lo que está allá abajo no es el Mar de Irlanda que nos conduzca hasta unas muchachas de vestidos a cuadros y trenzas largas que te querrían mucho sino que se trata, pura y simplemente, del estuario o del río, como más te guste.

-¡Eso no es cierto! ¡Tú no querés mostrármelo y me vas a dejar aquí y no vas a volver nunca más! -frunció el ceño Branwen, puchereando con ademanes de niña consentida.

-Está bien, señorita. Ahora no llore más....-Lo pensé unos segundos y resolví-: Nos vamos.

-¡¿Qué?! -La expresión infantil se iluminó con una nueva sonrisa esperanzada-. ¡Bien!

Aferré la mano de mi hija, ambos saltamos el muro, ella miró brevemente hacia atrás y me recordó el libro que había quedado en la gramilla, le dije que no se preocupara mientras el volumen de mitología era deshojado con rabia por las manos de mi suegra junto a la impasibilidad de mi esposa. Minutos después estábamos corriendo y tras nosotros oíamos voces llamando a Branwen mezcladas con insultos dirigidos a mí.

De nuevo bajar la barranca y correr por la orilla de arena húmeda. Branwen se iba riendo pero la noté cansada. La monté sobre mis hombros y así seguimos por más de media hora, y media hora más caminando los dos y otra media hora cargándola sobre mis hombros mientras ella decía que era una princesa árabe que iba cruzando el Sahara en su camello en dirección a un palacio encantado con el que había soñado. "Ahora tú sos mi camello-papito-bebé y cuando me bajás de tus hombros es porque descansamos y yo te doy agua que tú te guardás en la joroba. ¡Ah! Y también soy la hija del dios del mar a la que llevan hasta un barco porque se tiene que ir a casar con el rey de Irlanda", nos reíamos, con eso que al principio habían sido ocurrencias mías a las que ella iba adornando con nuevos detalles que hacían más inquietante la aventura que habíamos emprendido los dos, cuando el sol recién empezaba a tornarse algo cobrizo y yo miraba los montones de granos blancos que iba aplastando con pesada dificultad y casi extenuado. Pero, sorpresivamente, Branwen estiró un brazo y señaló hacia adelante.

-¡Papi! ¡Mirá!

-Alcé el cansancio y agucé los párpados por donde bajaban varias gotas de sudor. No podía ver bien. Hacía tiempo ya que me costaba distinguir algo de lejos.

-¿Qué hay, Branwen?

-¡Estoy segura de que después de la playa empieza ese desierto del que me hablaste! ¡Y después vendrá el oasis! ¡O capaz que nos está esperando un barco que nos lleve hasta donde están las muchachas que cantan y hacen pan mientras...estoy segura que nos esperan a nosotros! Pero, ¡papi! ¡mirá bien, por favor! ¡Allá hay alguien que nos está saludando!

Cobré nuevos ánimos y apuré la marcha con el rostro empapado de un sudor salado que se me metía en la boca.

-Es cierto, Branwen. Tenías razón. Allá lejos nos están esperando para emprender el viaje.

Pero súbitamente sentí que ya no podía seguir y que tras de nosotros venían corriendo dos figuras con algo de dificultad aunque sin entregarse.

Caí de rodillas y luego todo un lado de mi rostro dio contra la arena.

-¡Papito! ¡Qué te pasa! -se agachó mi hija, lloriqueando repentinamente.

-Tenés que seguir tú, Branwen. Quiero que sigas tú.-Y me quedó un resto de fuerzas para alzar el mentón enarenado, mirar a mi hija, mirarla a ella que continuaba parada a lo lejos y por último mirar al Poniente. Ella extendió los brazos y se inclinó levemente esperando a Branwen-. Seguí, princesita; seguí, por favor. Papito te adora, y con ella vas a ser una escritora de cuentos para niños. Andá que te está esperando.

Y Branwen corrió; corrió cada vez más rápido hasta que se unió a ella y ambas me dirigieron un saludo antes de desaparecer del otro lado del recodo que hacía la playa al pie de la última barranca.

Los párpados se me fueron cerrando involuntariamente y dormí, dormí mucho creo, y supuse que la muerte podría parecerse a esa definitiva actitud de empezar a desinteresarme ante cualquier imagen pasada o futura.

 

Minutos o siglos después comencé a abrir los ojos y advertí que alguien me estaba sacudiendo un hombro. Me encontraba sentado en un banco ubicado en medio de un corredor largo, de baldosas grises y paredes vagamente anaranjadas. A través de los ventanales pude advertir que empezaba a amanecer, aunque todavía persistía una tonalidad azulgris en el exterior. Sentía la garganta reseca por los varios cigarrillos que había estado fumando desde la una de la mañana.

Alcé la mirada a quien me daba los buenos días.

Inmediatamente reconocí el uniforme blanco, el saquito escocés, el cabello pelirrojo y recogido de la enfermera de guardia, su voz tranquilizadora y auspiciante acompañada de aquella sonrisa que tal vez ya no volvería a disfrutar jamás. Con ella habíamos estado charlando durante las primeras horas acerca de un nombre que la enfermera conocía por un libro de mitología céltica que tanto ella como yo habíamos leído -aunque en épocas diferentes- y que mi esposa y mi suegra rechazaban.

No sabía qué podría llegar a suceder de ahí en adelante, mientras me quedaba observando la sonrisa y las palabras de la enfermera me sonaban musicales en ese despertar mío dentro de un hospital.

-Lo felicito. Es el papá de una hermosa bebita. Seguramente se va a tener que poner fuerte; pero no se preocupe, yo voy a estar ahí con usted .-Asentí entre sonriente y sorprendido. Ella miró a ambos costados del corredor, se agachó junto a mí y me acercó su expresión de dicha, presionando breve e intensamente sus manos contra las mías-...Porque es Branwen, ¿se acuerda?, y está de regreso.

Guillermo Lopetegui
Crepúsculo de los cautivos
Montevideo, 1997

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