Bajo el sol
Guillermo Lopetegui

Un día más y todo estaría concluido.

Sin embargo afuera sigue estando ese sol, como clavado en el cenit de la mañana a la tarde. El Plymouth del 56, con una rueda de menos, achicharrándose frente a la casa desde hace dos veranos.

Los viejos salen de tarde en tarde. Sillas en la vereda, mate y tango desde radio Clarín. Ahora que los dos están jubilados César los ve más juntos, entregados a un regocijo renovado en esa suerte de segunda luna de miel, cobijados por el silencio y la tranquilidad del barrio. El definitivo lugar de ambos, con sus heladeros de las 3 de la tarde veraniega y sus maniceros en invierno.

Épocas de estudio. Tizas y sudor de fórmulas indemostrables. Al almuerzo ya no son tres: ocho y a veces nueve. Un descanso no viene mal. Pero cuando se prolonga y los demás están estudiando, es necesario gritar: "¡César, andá a estudiar y no boludees más que te están esperando!". Y uno se reencuentra en torno a la mesa -de libros y puchos que ahogan ceniceros- con esos compañeros, esos prácticamente amigos de doscientos días.

Rodolfo quiere sol y verde. Allá se van los dos -César y Rodolfo- pateando una pelota de papel por Luis Alberto de Herrera, la antigua Larrañaga, empedrada y vieja.

Tipo extraño pero simpático este Rodolfo: conoce las calles del Prado como su casa; habla de amores que tuvo por aquí y que vida como la del Novecientos no va a haber de nuevo...y otra serie de cosas vinculadas con el pasado.

-¿Conocés la avenida Alfonsina Storni? Vamos hasta allí.

Ahora anda con ideas de construir un bote. Paso de los Toros-Mercedes: toda una aventura por el Río Negro; César lo podría ayudar a construirlo: tiene herramientas, caballetes y tiempo.

Vista del hotel antiguo y el cansancio que se deposita  en el cordón de la vereda. Luego se descuelgan en un diálogo, más para llenar la brisa de palabras que otra cosa.

-¿Y cómo sería el bote?

-Seis metros, pino Brasil, forrado en chapa.

-...

-El problema es el tiempo.

-¿El tiempo?... ¿Cuánto se demoraría?

-Teniendo todo...

-¿Qué pasa?

-Nada. Miraba aquel bichicome.

-...

-Antes, cuando venía a pasear con mi abuela, él ya estaba aquí.

-¿Hace mucho?

-Yo tendría diez años; me lo imaginaba un violinista acabado.

-Pudo ser un pintor, o un albañil. Andá a saber...

-Es un borracho -cortó con brusquedad Rodolfo.

Sobre ellos el sol permanecía estático, hirviendo hasta derretir el alquitrán de la calle desde el mediodía; río oscuro por donde naufragaban tapas de botella y huellas de pies hinchados, unas sobre otras.

-¿Y aquí qué era? -señaló César, en dirección al hotel.

-Un hotel de principios de siglo -contestó Rodolfo, alzando la frente sudada que había mantenido unos minutos apoyada sobre las rodillas.

A César le pareció que quien le contestaba era un viejo de semblante cansado, con las manos arrugadas alrededor de las piernas recogidas contra el pecho.

Volvieron por la acera del Botánico.

El calor parecía haber fulminado los pájaros: todo estaba en silencio, y el olor del Miguelete, emanado de su cauce servido, se extendía por las calles del barrio callado, penetrando por las ventanas desde donde alguien observaría el panorama externo, secándose el sudor y con dificultad para respirar.

 

-¿Y? ¿Cómo les fue? -se interesó el padre días después, mientras buscaba el paquete de la yerba.

-Aprobamos todos.

César se fue a sentar al cordón de la vereda. Apoyó la espalda contra el árbol y miró el Plymouth estacionado quizás para siempre, aunque como si esperara la caída de la tarde para así poder refrescar un poco el chasis. Allí permanecía sin una de sus ruedas, achicharrándose bajo el sol crucificado en el cenit, ese sol que por la tarde parece estirar sus rayos hasta las primeras estrellas; hasta ser sólo un postrer resplandor colándose mortecino por entre las copas de los árboles pradenses.

El perro se le viene a las faldas.

Pobre amigo de ojos caídos y hocico tibio... El calor me lo tiene mal.

Y se terminaron los exámenes. Ya no hay pizarrones ni hojas cuadriculadas ni profesores ni tizas aplastadas en la alfombra. Cada uno se fue para su casa y a pasar enero como mejor se pueda.

Le hubiera gustado que Rodolfo le hablara más del hotel antiguo, del borracho violinista, de esa poeta Alfonsina Storni, de la novia que tuvo en Lucas Obes...

"Bueno: todavía tiene que volver para concretar el asunto de la embarcación. Dijo por el Río Negro; pero mejor sería por el Amazonas, desde Manaos. Se lo voy a proponer, aunque..."

-¡César! ¡Entrá y ayudame a arreglar el parrillero que mañana vienen los abuelos!

-¡Ya voy! ¡Esperá!

Y aplastó la trayectoria de un cascarudo sobre el alquitrán de la calle.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "Último reducto" (Ediciones Géminis, Montevideo, 1978)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Utopías

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