Arabesco inclinado
Guillermo Lopetegui

Lunes 31.

Te tenés que levantar, como todas las mañanas, a la misma hora.

Abrís la ventana, para que esa línea de luz muy fina que penetra por las rendijas se ensanche y cubra todos los rincones de la pieza con el nuevo día.

Mirás los papeles sobre el escritorio y recordás aquella idea que tuviste hace unas cuantas noches y que fuiste perfeccionando en dibujos, en una coreografía que aún no está terminada y que por el momento sólo tú conocés. Y podés seguirla puliendo; podés agregar figuras nuevas y, dando vuelta el papel, crear otras. Pero también existe un deseo muy vago de estrujar todo ese montón de hojas.

Hoy es un día caluroso. El trabajo podría quedar para después y mejor sería caminar por el parque. Allí juegan niños saltando y describiendo trayectorias en las que encontrás una gracia que no conoció del estudio previo. "Bobadas, idioteces..." pensás, cuando ya abriste un paquete de pop acaramelado y estás sentado en un banco, cerca de donde el agua se desprende a lo largo de figuras de bronce; son pájaros con sus picos señalando el cenit en el apronte de sus alas desplegadas para un vuelo que siempre están por emprender... ¿Qué le podrías sacar de provecho a esta imagen hierática y fría?... Alzando la cabeza mirás las ramas que se mecen ondulantes, como llevadas de un ritmo acompasado, un inalcanzable pas de vals.

Todo es natural. Todo te recuerda esa coreografía inmensa y misteriosa que tiene la mañana en su extraño baile.

Enrollás la abertura del paquete y lo metés en el bolsillo de tu campera.

A dos cuadras de distancia ya divisás la fachada novecentista de la academia. Te espera el reencuentro con las alumnas, con la maestra asistente, con las barras y el piso de madera opaco, la música que luego harás ir y venir desde un pesado grabador a cinta. A veces pensás en Alemania, en el Ballet de Stuttgart hace tantos años... Helga, Ann.Marie, Tamara, Johann... ahora son coreógrafos como tú; sin embargo, sería gratificante volverse a reunir, como en aquellas épocas, frente a un público enfervorizado; inclinar la cabeza bajo las luces del escenario mientras, a tus pies, caen los claveles y las rosas rodeándote de un halo perfumado que el nerviosismo no te permite aspirar con tranquilidad. Pero también como tú hace tantos años, ahora un grupo de muchachitas está supeditado a tus órdenes, tus observaciones, tu súbita indisposición, tus tan esperados aunque escasos gestos de aprobación cuando todavía el estreno está lejos y ahora, sobre los listones de la sala de ensayo ante tus ojos se presenta una variada gama de nervios a flor de piel vueltos sudor que humedece las frentes, los torsos, las palmas de las manos. Tú, en cambio, esperabas al maestro con el brazo firme extendido y los dedos agarrotados sobre la barra; las piernas en quinta, pronto para un ensayo que a veces se extendía hasta muy pasada la medianoche. Después, ya extenuado, te ibas a sentar a un rincón y palpabas el sudor que, afinado en la nuca, se ensanchaba a medida que penetraba por el cuello de la malla. Intentabas hacer jugar los dedos, pero no los sentías: estaban como dormidos e hinchados. "Mañana va a ser imposible si sigo así." Pero mañana era como ayer hasta la noche del estreno, del olvidarse del mundo y meterse en uno mismo y en el cuerpo, midiendo los pasos, calculando las distancias, equilibrándose en un arabesco que ligaba tu mirada con un punto que sólo tú descubrías en el inmediato silencio de la platea, tras los focos multicolores desde donde parecía emerger una sombra que se tragaba todo el espacio teatral. Así durante muchas noches.

"¿De qué manera llegar hasta lo profundo de sus almas, de sus sensibilidades? ¿De qué manera mostrarles lo que estoy sintiendo en el momento de recrear una nueva coreografía? Y si ellas no lo comprenden será un trabajo fracasado, se resquebrajará y dejara de existir. ¿Cómo meterme en cada uno de esos cuerpos, planteando mis sentires, mis pesares, la sugerencia de determinada música? Entonces es cuando pienso por qué no fui doctor u oficinista o simple hombre de la calle como cualquier otro; preocupado por sí mismo y por ese sueldo que le llega tarde pero seguro; preocupado por esos libros que tiene que leer llenos de artículos, normas que intentan ordenar un desorden universal, de siglos y más siglos, no importando en definitiva qué gran orden se puede conseguir porque ‘yo igual le cobro mis servicios a una sociedad desordenada, desequilibrada, casi se diría que caótica; lo demás no importa: que se hundan; para eso estudié durante años y me recibí con sacrificio; para eso hace veinte años que estoy en esta oficina con color a anemia, perdido en el laberinto burocrático de la mitificada Administración Pública’... Pero resulta que me miro al espejo y llego a la conclusión de que no represento las cuatro décadas que tengo. Coreógrafo, bailarín, mis preocupaciones, lejos de acallarlas, las manifiesto cuando es necesario aunque ello implique el que sea a cada momento: por ese brazo extendido horizontalmente que no está a la altura de los ojos; por ese torso encorvado que sólo ocasionará un miserable développer, un injustamente complicado pas de deux en el que si no se ponen de acuerdo entre ellas, de nada vale seguir. Las preocupaciones afloran, ganan el aire y tratan de penetrar los oídos de un grupo de muchachitas donde la mayor apenas roza los dieciocho años. Y si en cambio fuera un adolescente irresponsable podría estar sentado en un parque, como hoy de mañana, pero divagándome con el pop en completa tranquilidad, trazando coordenadas para una nueva jornada de vagabundaje por el Centro de la ciudad. Sería estudiante rabonero tirado en el pasto y con los textos oficiando de almohada; me dormiría bajo los rayos solares y la brisa fresca que hacen temblar mis párpados."

-Mis ángeles terrenales: les tengo una noticia.

-¿Qué noticia?

-Ideé una coreografía para ustedes con música de Debussy.

-¡Viva! Y, ¿cuándo bailamos?

-Cuando todo haya salido perfecto aquí adentro, si no...

-No te vamos a defraudar, maestro.

-Eso está por verse.

-¿Cómo es la coreografía?

-Pas de chat, luego... ¡Ah! ¡vamos!: van a tener para entretenerse, pero lo van a ir viendo en la práctica.

-Algún día me gustaría ser coreógrafa...

-No es fácil.

-Pienso en la alegría de haber terminado un ballet que nació en la cabeza de una.

-No es fácil... y van a tener que ensayar todos los días.

-¡Bárbaro!

-Sí, claro...

-¿Qué te pasa, maestro?

-Yo también saltaba de alegría a tu edad y por las noches, tirado contra un rincón del estudio, deseaba irme a casa a envolver mis pies en paños tibios.

-¿Qué importa eso cuando sabemos que nacimos para ser bailarinas?...

-Todo requiere de sacrificio y uno, una, pueden ceder, es natural.

-¡No vamos a ceder!

-Eso espero...

-¿Quiénes van a bailar?

-Todas: Ana, Rosario, Isabel, Gloria, Annie, Beatriz, Adriana, Victoria... ¿Alguien conoce a ese hombre que nos está mirando desde la puerta?

-Me pidió permiso para entrar a ver cómo ensayamos. Supuse que no habría problema porque tiene un aspecto al parecer bastante inofensivo... ¡y de paso todas nos lucíamos!

-No, no hay problema. Más que inofensivo, tiene un aspecto extraño. Ahora disimulen y no lo empiecen a mirar como a un bicho raro.

-¡Fuma como una chimenea! Debe estar preocupado por algo... o ya de por sí es nervioso.

-Intuyo que jamás vio una coreografía. Dudo que alguna vez haya entrado a un teatro... aunque, bueno, eso no tiene nada que ver. Decía por la pinta. Pero no tiene nada que ver la pinta, ¡claro!

-¡Nos mira con admiración!

-Bueno: ¡a trabajar!

-¡Miren! ¡Sacó un papel y está escribiendo algo! Ahora... a ver... Ahora parece que está leyendo lo que escribió... y se lo guarda en un bolsillo del pantalón.

-Dejen y vamos a trabajar, mis damiselas... Sí... Sí, mejor vamos a trabajar.

Es la primera vez que con una licencia de cinco días se me ocurre venir a una academia de ballet. Hace mucho que lo quería hacer y no me animaba.

Criaturas de sueño, un sueño que me vuelve por las noches, cuando estoy solo en mi cuarto dialogando con la oscuridad, siguiendo el vuelo de una mosca por entre los libros apilados en el suelo, tratando de dormirme para penetrar en este mundo que ahora se me está permitido ver desde esta perspectiva con gusto a límite: un corredor estrecho, una puerta cerrada, una cortina de voile que, como una pantalla, me proyecta imágenes blancas, esfumadas, alucinantes. Algunas pasan cerca girando casi etéreas y no me advierten; otras, las que se hablan al oído, se deben de preguntar el porqué de esta presencia extraña, inmóvil junto a la puerta, recostada contra el vidrio empañado con el aliento a vino barato y cigarrillos asqueantemente negros. Y es que si no vengo aquí sólo me restan las calles transversales, las voces anónimas que escapan de un boliche escondido en la periferia, la cumbia y la humareda del cafetín venido todavía más a menos de lo que ya lo era luego del sinnúmero de debacles económicas, las horas que van cayendo como hojas de un almanaque sepultándome en la incertidumbre de un parque desierto, en la ansiedad que modela a su antojo las facciones de mi rostro ceñudo frente al resplandor de un fósforo a punto de doblar su cabeza, avivar su llama y finalmente apagarse.

Aquí reencuentro la sonrisa de mi madre, la casa de mi niñez, el Fausto que escuchaba entre lágrimas, cuando aún recostaba mi cabeza sobre las esperanzas y los sueños que desaparecieron con los años. Cinco días me arrancan de la máquina de escribir con forma de panteón adonde yo mismo voy, a partir del día lunes, como un sonámbulo que levanta las argollas, para luego cubrirse bajo el peso de mil expedientes; de mil muertos apilados y resignados en un papel viejo y áspero. Y queda esa única felicidad, ese único alivio, respiro fugaz, del sobrecito con el dinero a fin de mes; dinero que se transforma, cría alas, vuela como paloma de papel a través de ese bosque sinuoso que he ido plantando con la semilla gigante de mis cuotas, mis deudas, mis promesas imposibles de cumplir para llegar a verme alguna vez disfrutando de la utopía de estar al día con el universo. Pero lo que cobro, a duras penas vuela y desaparece más allá de un cielo completamente ennegrecido desde donde un par de timbales, masacrando la atmósfera con un ritmo atronador, desgarrante, anuncia mi caída al valle de la miseria y el deambular ciudadano más implacablemente anónimo. Pero todavía... todavía me queda una libreta y un lápiz y unas ideas que me andan picando el cuero cabelludo. Escribo... escribo algo que justifique mi presencia en este mundo de ensueño, adonde se me ha permitido entrar por un breve lapso... como el que utilizo para dormir... cuando duermo. No sé: quizás alguna vez termine lo que comencé en este pedazo de papel (lo único que queda de mi libreta) que ahora devuelvo a las oscuridades y pelusas del bolsillo de mi pantalón.

Porque, ¿con qué palabras finalizar una idea que se le ha ocurrido a un tipo como yo?

Mejor será que me vaya: no quiero molestar; no quiero usurpar con mi presencia profana el espacio donde se mueven estas criaturas quienes le dibujan una sonrisa con color y movimiento a esta máscara de la tragedia, tan desmesurada, que para algunos es la Vida. Aquí adentro quedará el papel con lo poco que he escrito; quizás algún día se me ocurra otra cosa que otorgue continuación al comienzo y resolución al final. Mientras tanto releeré este puñado de palabras donde se hace difícil encontrar un sentido concreto:

"Lunes 31.

Te tenés que levantar, como todas las mañanas..."

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El rostro de Margarita Shaw" (Ediciones del Grupo de los 9, Montevideo, 1981)
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Frustraciones

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