El apóstol de la fiesta
Guillermo Lopetegui

El hallazgo

Ocurrió en aquel tiempo de cuando algo más que dos torres gemelas sucumbieron al impacto suicida de boeings 747, desplomándose sobre la conciencia de Occidente y dejándonos a todos los de este lado del planeta una interrogante molesta que a veces, raras veces, sólo suelen acallar momentáneamente viejas canciones que nos vienen del tiempo de nuestra juventud y que se filtran imprevistamente por el horario nostálgico de determinadas efe emes, haciéndonos oscilar entre los recuerdos y las incógnitas. Así fue como nosotros, todos, permanecimos allí, por veinticinco años o mil siglos, parados a diferentes alturas, unos más cercanos a otros, apenas distanciados por el cauce de aquellas aguas de espumas amarillentas, con nuestras posturas pseudoaltivas de piernas separadas, por entre las que se curvaban saliendo de la tierra húmeda y hundiéndose nuevamente en ella, las raíces de aquella flora silvestre espesando las riberas de montículos que por momentos estrechaban, otras ensanchaban y otras torcían, el decurso del súbitamente inquietante Arroyo Las Veneras.

Lo único que se nos ocurre imaginar o constatar al ver la expresión de Pía entre la frialdad y el agobio, vuelta con agitaciones de aquella vegetación cerrándose salvaje sobre el cauce de Las Veneras, es simplemente su reacción cuando encontró lo que dice que encontró, semivisto en ese correr de espumas ambarinas, y después Pía resuelta, inclemente, expeditiva; Pía bajo los imprevistos reflejos de una catarsis histriónica que al principio la hace conmoverse por lo que posiblemente sus manos consumaron y la impele a regresar a paso dificultoso a lo largo del camino de membrillos para, con lo inesperado de cierta noticia, interrumpir una partida de naipes y que nosotros todos nos quedemos allí, a punto de barajar y repartir nuevamente, de anotar lo que sumó el puntaje anterior, de encender un cigarrillo rubio o animarnos a saborear el último puro encontrado dentro de la caja roja con letras doradas rezando León Jiménes Nº 1, de tragar un buche de Cocacola o paladear el Cabernet Sauvignon, de ir al baño para un pipí rápido de aquella o que este se quede casi haciendo equilibrio en el siguiente paso que lo llevaría a la cocina en procura de la lata de galletitas a la manteca o que el otro oscile entre la visión de quien permanece a medio camino de la cocina, con el portazo baño adentro y bombacha abajo porque ya no se aguanta más, y la actitud en horcajadas de la que enlenteciendo ese cimbreo que le venía dando a sus caderas ante el hallazgo de Pía queda finalmente detenida, con una mano apoyada contra la leve convexidad del pubis insinuándose bajo la pollera de sarga  floreada y la otra de índice en alto todavía efectuando círculos en el aire mientras que la voz algo ronca, siguiendo el estribillo ligeramente obsceno de la música salsera, se le va apagando de a poco, mientras que las ganas del otro de degustar una galletita en forma de estrella de mar quedaría momentáneamente suspendida en una sorpresiva interrogante que a todos nos dejaba la noticia del hallazgo de ese día.

Allí permanecíamos todos, mirándonos entre sí y reconociéndonos imprevistos deudos de aquel eterno convocador a la celebración de la fiesta, una vez que su figura emergía del instante ese en el que el Destino veía propicia la oportunidad de que entre todos retomáramos charlas, murmullos, carcajadas, ocurrencias; aquello a través de lo que nuestro apóstol nos aseguraba que todo seguía siendo igual; que en realidad nada había cambiado y sólo alcanzaba con siempre fijar el lugar, constatar si la ocasión ameritaba gala, traje oscuro o fino sport, elegir las vituallas, contabilizar los vehículos, marcar el día, sincronizar la hora de partida y finalmente marchar todos, entre risas, devorando calles, carreteras o caminos escarpados, hasta concretar una nueva jornada de ensoñación en medio de la celebración, ratificándose que un cuarto de siglo o mil años después cada uno de nosotros se seguía reencontrando siempre en el otro y juntos convergíamos en torno a la egregia figura del apóstol.

Todo igual y todo tan distinto, salmodiaban los días; esos días que separaban un nuevo acontecimiento festivo del anterior cuando el apóstol, oculto se diría que casi en un rincón de nuestro inconsciente, revisaba nuevas posibilidades de entretenimiento y por ahí, a veces, le costaba cierto esfuerzo remontarse hasta el tiempo aquel en donde debía ubicar la a esas alturas desconocida o casi olvidada aparición de Pía en el panorama antiguo de las fiestas inaugurales, cuando entre las variantes de la etiqueta en un palacio, mansión o piscina de aguas quietas de algún selecto club social, el cóctel con el que la tarde caía sobre alguna pareja cumpliendo el primer año de casada o el asado multitudinario al promediar la noche de sábado veraniego, seguramente la silueta por entonces desgarbada de Pía, con medio cigarrillo rubio encendido entre dos dedos de una mano ya por entonces temblorosa, se dejaría insinuar ante un apóstol que un cuarto de siglo o mil años después a veces trataba de reubicarla en el panorama de aquel pasado tan de todos y tan festivo. Entonces la imaginación fecunda trazaba a veces los más variados derroteros, incentivando en el apóstol el beneficio de la especulación relacionada generalmente con Pía ausente, aunque también a veces con cualquiera de nosotros ausente, aventurando por lo tanto todo tipo de episodios cuya certeza el apóstol parecía querer confirmar o al menos sugerir, enviándonos a los que permanecíamos presentes una guiñada cómplice, una sonrisa socarrona, un empujón de todo un lado de su cuerpo contra nosotros, al tiempo que pitaba del cigarrillo que había pedido y bebía un sorbo del whisky que alguien se había encargado de proporcionarle. Así, en medio de otra celebración, por ahí el apóstol entre un whisky y otro, entre un cigarrillo y otro, entre una mirada escrutadora y otra nos ungía sus confidentes temporales en medio de la música cuando había baile; en medio  de un paseo que las chicas, como las seguíamos llamando veinticinco o mil años después, habían emprendido terraza, jardín, playa o bosque afuera, para revelarnos su felicidad ante esa nueva concreción festiva, debido a que hasta hacía pocas noches la perspectiva de un nuevo fin de semana carente de diversión, lo había llenado de un extraño temor. Nos preguntábamos entonces el porqué de tanto temor; porque ante la probable ausencia de una nueva fiesta se había empezado a aventurar la posibilidad de hacer refacciones en la casa, de encolar muebles desvencijados, de remendar parte de la ropa porque hacía tiempo empezaba a escasear el dinero para adquirir prendas de Galiano, Emporio Armani o Hugo Boss, de sentarse frente a las facturas impagas estudiando cómo paliar aquella crítica situación que empezaba a llegarnos a todos, que nos golpeaba a todos después del desmoronamiento de dos torres a miles de quilómetros norte arriba de casa, con el saqueo de supermercados al sur del Ecuador, disparadas del dólar, surgimiento del euro como Ave Fénix  y muchos volvieran a inquietarse con la posibilidad de un conflicto termonuclear que nos hiciera volar en pedazos, o pesadilla bacteriológica que acabara desintegrándonos a los pies de los grandes edificios públicos. Novedades que le hacíamos llegar al apóstol en medio de otra canción de nuestra juventud o del silencio del siglo veintiuno que brevemente se imponía entre nosotros de una pausa a otra; momentos en los que Pía le revelaba a algunos pocos, los más alejados del apóstol, su rabieta con la ropa que no entraba, como aquellos vestidos y soleras que en vísperas de otra celebración a la que concurriríamos, como siempre liderados por quien ahora no escuchaba a nuestra amiga, imprevistamente y en el momento menos oportuno la amorcillaban o amortajaban frente a lo implacable del espejo. Así era como Pía gritaba, lloraba, vituperaba y cerraba los puños con fuerza, en principio golpeando con rabia contra la luna del espejo que le delataba el rostro congestionado por el llanto y aquellos pequeños rollitos elástico de la bombacha arriba y carnes axilares abajo, engrosándole todavía levemente el contorno del torso y creándole las primeras estrías en la comba de unos senos ya no tan turgentes como hacía veinticinco  o mil años. Pía entonces utilizaba el poco dinero que tenía, buscaba en los cajones alguna vieja foto que la mostraba del brazo del apóstol, corría calle afuera, entraba en una casa de fotocopias, salía con un gran rollo aferrado por la mano que no sostenía el cigarrillo, regresaba a su casa, desplegaba el rollo y lo pegaba con cinta adhesiva tapando la luna del espejo, con lo que entonces volvía a descargar toda su furia de puños cerrados y crispados contra esas alegrías de hacía veinticinco o mil años, que lentamente empezaban a metamorfosearse en jirones que borraban una boca, luego una nariz, finalmente aquellas expresiones que de la alegría parecían derivar hacia el asombro ante esa postura de puños golpeando y patadas que ratificaban a una Pía impotente...hasta la llamada del apóstol confirmándonos la hora y el lugar desde donde partiríamos nosotros, todos, metidos en los vehículos que nuestro apóstol, secundado por las féminas del grupo, se había encargado de conseguir para esta nueva ocasión, la que resolvía debía ser de inalterable felicidad para todos.

La evocación

Por aquel entonces lucíamos más lozanos y sin preocupaciones, apostados los elementos masculinos en un estratégico rincón de otra fiesta, metidos en nuestros impecables trajes oscuros si era invierno o con nuestros aplaudidos, por ellas, blaizers azules haciendo pretendido juego clásico con pantalones de hilo crema, camisas sobriamente rayadas y corbatas de franjas perpendiculares sobre las que se estampaban escudos diminutos que bien nos podían sindicar como adherentes, integrantes o ilustres egresados de una misma y secular institución docente, de rígida disciplina, si era verano. Pasando el tiempo todos nosotros seguíamos haciendo lo posible por concretar una nueva fiesta merced al esfuerzo colectivo traducido en dinero que aportar, comida que elaborar, vehículos que conseguir y lugares que elegir para la visible satisfacción del apóstol quien, sin embargo, en cada nueva partida solía pretender pasar por uno más, buscando muchas veces un rincón casi anónimo en el asiento trasero de los autos que así seguían trasladándonos de una festividad a otra a través de la sucesión de los días y las noches. Sin embargo, creyendo constatar alarmantemente que Pía y algunas otras del grupo amenazaban con erigirse al menos temporalmente en coto aparte, en medio del murmullo, los mozos y la música el apóstol nos llamaba y primeramente señalaba las gesticulaciones de aquellas amigas nuestras lideradas circunstancialmente por Pía, apersonándose posteriormente en medio de aquellas charlas femeninas plagadas de ternura y miradas casi lánguidas, creyendo conveniente el eliminar casi de raíz las riesgosas intimidades nuestras surgidas en medio de toda fiesta multitudinaria, convocando al grupo conformado por todos nosotros quienes éramos conducidos al exterior del lugar festivo, para entonces pedirnos que nos sentáramos en círculo en torno a él. Inmediatamente arribaba el momento en que el apóstol nos recordaba la importancia de mantenernos siempre unidos y el peligro que suponía el que algunos de nosotros intimara demasiado con el otro, como al parecer amenazaba con hacerlo por momentos Pía, puesto que eso conllevaba necesariamente al peligro de la más que probable disolución de nuestro grupo, que se preciaba de ser un todo coherente. Era el momento en el que entonces Pía rememoraba casi con furia la constatación, minutos antes de otra fiesta, de la ropa que apenas le entraba y el resto de nosotros pensaba, vagamente aún, en partituras que componer, en lienzos y maderas que pintar, en pasaportes que renovar y hasta en la posibilidad de un Caribe donde perderse en verdadera rumba.

Venía entonces el momento de rubricar aquel aparte con la clásica interrogante de adónde celebrar la próxima fiesta, a lo que todos nosotros y en particular Pía aventuramos la posibilidad de trasladarnos a los dominios de aquella casa de cal blanca ubicada sobre una pendiente, desde donde se apreciaba todo aquel paisaje de sembradíos, perales y membrillos, y más allá las copas de los varios árboles alzándose sobre el murmullo sugerente del Arroyo Las Veneras.

Ante tal perspectiva se iluminó aún más la expresión de alegría del apóstol quien ya en ese momento, cuando la fiesta a la que habíamos acudido todavía no llegaba a su fin, empezó a impartir órdenes y a delegar funciones en cada uno de nosotros tendientes a efectivizar, sin margen de error posible u olvido que no admitiría la mínima justificación, la que sin embargo sería su última empresa festiva.    

Días antes el apóstol, aún el short de baño empapado de la última zambullida en el mar y apenas quitada la arena de los pies, celular mediante procedió ansioso a llamarnos por teléfono temprano en la mañana, para empezar a barajar lo singular de aquella casi ceremonia campo adentro y en los alrededores de un arroyo, comisionando a las encargadas de elaborar ricas ensaladas como así también a quienes tendrían a su cargo la provisión de bebidas y sendas bolsas de bizcochos con los que paliar la calurosa hora del té, que para el apóstol y lógicamente para todos nosotros era y nunca podía dejar de ser sencillamente impostergable. También se imponía llevar varios juegos de mesa, como mazos de naipes franceses y españoles que posibilitaran el póker, la última carta, el rumy-canasta,  el truco y la conga: diversiones estas a las que de más estaba decir que todos nos plegaríamos sin oponer resistencia, si bien ya desde un principio Pía se encontró bastante reacia a acatar las órdenes disfrazadas de sugerencias del apóstol, si bien esto nosotros sólo lo percibimos observando el gesto adusto de Pía, quien en medio de los preparativos no había dejado de fumar encendiendo un nuevo cigarrillo con la colilla del otro.

El viaje

Tal vez futuras noches de luna llena cayendo sobre campos y cañadas siguiendo a rojos atardeceres rayando en horizontes alejados de aquellos edificios echando rectilíneas sombras sobre la curva arenosa demarcando el límite de esa playa que, con las décadas venideras, nos empezó a ver cada vez menos juntos, nos recuerden a cada uno de nosotros, diezmados hace mucho tiempo por desazones, tristezas y responsabilidades que ya son antiguas, aquella última festividad para el apóstol celebrada a la vera del torrente Las Veneras. “Torrente” fue el mote que se le ocurrió entre risas al apóstol ese día y que lo impelió poco después a elegir una hora de la tarde soleada para bajar hasta aquel curso de agua por el camino de los membrillos. Minutos después ese mismo camino sería transitado por Pía, casi se diría que pisando sobre las huellas que habían dejado impresas en el barro de la lluvia pasada los mocasines color whisky del apóstol. Tal vez Pía admiró también la hilera de perales todavía rojoverdosos y torciendo levemente la ruta hacia la ribera norte de Las Veneras supo reconocer las hojas de las moras y los manzanos arracimados agitándose pesadamente por la brisa de esa hora de la tarde, como un viejo recuerdo que le llegaba desde su infanciamucho antes de que su vida no se volviera sino eterna sucesión de fiestas al son de una música que de hit de moda siguió imperceptible el camino de tornarse simple reiteración en principio evocadora y finalmente nostalgiosa, por la que Pía proseguía internándose siguiendo esa ruta a través de la que varios metros más adelante el apóstol procedía a hacer su entrada por entre la vegetación tupida que se alzaba a ambos lados del arroyo. Fue el momento en el que un poco antes y un poco después, tanto el apóstol como Pía creyeron percibir algo extraño a partir de lo levemente fresco de la brisa, del susurro de las enramadas, del aullido lejano de algún perro custodiador de los plantíos, del piar de un pájaro en lo alto, frondoso y suavemente mecido de la copa de un árbol y hasta de la certeza tanto del apóstol como de Pía minutos después, de que ambos estaban ingresando en el lado ese del arroyo que nadie podía imaginar pese a estar allí. Súbitamente el apóstol de tanta disipación en honor a las ocasiones festivas se vio protagonizando nada menos que ¡una reflexión! en torno a lo sempiterno de aquellas empresas de fin de semana que los habían visto ingresando al cosmos vertiginoso de las mismas fiestas y los mismos encuentros, donde se celebraban los mismos juegos o los mismos bailes y donde todos, a un tiempo, acababan festejando aquel paso de baile a dúo emprendido entre Pía y el apóstol, que los ratificaba los casi reyes de esas noches a las que asistíamos todos nosotros, si bien aquella era una demostración coreográfica que iba interesando cada vez menos, según nosotros todos podíamos ir constatando disimuladamente a lo largo de veinticinco o mil años sin comunicárselo en particular al apóstol, debido a que sin proponérnoslo había sobrevenido la alteración del clima del globo terráqueo, seguido de la caída de sistemas políticos, hambrunas generales, y cuando se desplomaron dos torres gemelas por el impacto del fanatismo impío a un creciente número de seres a nuestro alrededor no pareció importarle ya cuáles eran las destrezas baletómanas de nadie, llegó a la conclusión reveladora el apóstol animándose a saltar de una ribera a otra aprovechando lo angosto del cauce a la altura de la entrada a ese mundo hasta esos momentos desconocido. En efecto, la entrada al Arroyo Las Veneras estaba dada por dos ligustros separados entre sí  por pocos metros, que se elevaban y curvaban sus ramas unas en dirección a las otras, formando ojiva a través de la que en principio el apóstol como luego Pía creyeron que hacían su entrada al universo catedralicio de rituales muy antiguos, a juzgar por lo inusual de las formas de aquellas plantas. El apóstol dio el salto y se asió a las ramas de uno de aquellos extraños ligustros, mientras que cierta voz le decía que acababa de ingresar en nada más ni nada menos que el Bosque de las Ramas Erectas. Lo mismo sintió Pía minutos después cuando, secando una lágrima luego de recordar que ya no todos se volvían a ella para celebrar sus destrezas coreográficas en la buscada centralización de otra fiesta, cruzó con dificultad por un grueso tronco que oficiaba de puente, alzando sus manos y cerrándolas alrededor de una rama que se arqueaba por encima de ella de una ribera a otra. Pía se detuvo en mitad de aquel trayecto arriesgado, equilibrada sobre aquella suerte de puente que le había tendido la naturaleza, y observó el inquietante curso de Las Veneras, siendo súbitamente invadida por la inusual sensación de que la casa de donde había salido comenzaba a quedar circunscripta al otro lado de una dimensión en la que todos nosotros seguíamos integrando la cotidianidad festiva a la que fuéramos convocados como siempre por nuestro guía.

Lentamente, entonces, a medida que el apóstol avanzaba por entre las variaciones más caprichosas de aquel país ignoto, sus recuerdos y certezas relacionados con las fiestas fueron desapareciendo uno a uno: las luces de los candelabros, el brillo de las solapas de los smokings, los pliegues de los manteles recogiéndose en la pretendida suntuosidad de los grandes nudos rozando casi las alfombras, los colores de las frutas arracimándose en torno a los pies de hierro  coronados por variedad de flores y fanales de luces tenues, la recurrente música evocadora y hasta aquel número coreográfico con el que por pocos minutos junto a Pía le habían regalado a una concurrencia cada vez menos interesada en esa sincronización de los pasos que ambos habían ido logrando perfeccionar a lo largo de veinticinco o mil años; todo se fue ajando, arrugando, desintegrando, mientras a su paso sólo restaba el sempiterno murmullo de aquel arroyo, sobre el que se cerraban ojivales las ramas de los ligustros y caían agitándose apenas, hasta por momentos rozar el espejo acuoso, las finas hojas de los sauces más altos. Todo estaba recorrido por un extraño vaho húmedo y por susurros que trajeron imprevistamente el vuelo de esas almas flotantes con que el apóstol inmediatamente identificó el agitarse sutil, suave, de los dos pares de grandes alas blancas, uno ondulando más adelante que el otro, internándose en el bosque y yendo hasta las riberas, reflejándose luego los aleteares en el cauce espejado del torrente aquel, hasta que los vuelos pasaron rasantes y trazaron curvas en torno a Pía, quien armó una sonrisa casi seguida de otra lágrima que, lo comprendió después, era de felicidad; porque creyó reconocer en esos vuelos, en el murmullo de las enramadas y en el sonido acuoso que hacían los saltos del torrente, a muchos metros espaciados unos de otros, las presencias inquietantemente espirituales, las certezas casi aprehensibles de seres que habían habitado este paraje tal vez cuando en el mundo imperaba un clima menos opresivo, menos abrasador que el que estaba creando el gran agujero en la capa de ozono; un tiempo remoto donde, de haber esperanzas, seguramente habrían sido otras, muy diferentes a las que quedaron fragmentadas en mil pedazos luego de que todos, vía televisión e inmediatamente después Internet, contempláramos el rápido desmoronamiento de dos torres sobre lo que sería de ahí en más una creciente inquietud. Este arroyo y sus riberas, en cambio, denunciaban en su variabilidad el testimonio de otros seres muy anteriores a las fiestas; “Los Habitantes Remotos” los llamó el apóstol, conmoviéndose por su facilidad para este tipo de comprensión descubridora de verdades muy antiguas; “Los Primigenios”, se animó a llamarlos Pía, quien seguía evolucionando y siguiendo con leves variantes la ruta que el apóstol había ido abriendo para sí, cuando su pie tropezó con un amontonamiento de chapas algo retorcidas, que al apóstol primero y algunos minutos después también a Pía les supusieron los restos ferruginosos de alguna armadura con la que un casi legendario caballero, muchos siglos antes que ellos, intentó cumplir con poco éxito aquel recorrido de iniciaciones insospechadas por entre las entreluces y humedades de ese Bosque de las Ramas Erectas.

A cada nuevo paso ambos, con varios metros de distancia uno del otro, fueron constatando lo espeso, agobiante y casi interminable de esa región; pero en medio del trayecto y pese a esos descubrimientos que se iban sumando, como también las inquietudes ante la forma extraña de dos troncos retorcidos y abrazados por las centurias o el sugerente vuelo de aquellas almas de alas blancas, el apóstol comparó ese mundo intemporal con el tiempo que hacía que nos conocía, y después tal vez lo singular de esa región le hizo tener un pensamiento directo para Pía, reflexionando acerca de cuántos años  o siglos hacía que se conocían y si realmente aquellas tantas fiestas les habían dado un real conocimiento de ambos. Fue el mismo pensamiento que asaltó a Pía, si bien estos descubrimientos que estaba haciendo, en lo que encerraba o abría exclusivamente para ella el singular paisaje que se alzaba y extendía por encima y a lo largo del sugerente arroyo, le trajeron la súbita posibilidad de acabar con todas aquellas fiestas para dedicarse con entrega al descubrimiento, estudio y desciframiento de todo lo que parecía hablarle de ella misma a través de lo exuberante y compacto de aquella flora, del sonido de las aguas, del susurro de las enramadas y de los cantos de las aves que Pía recién estaba aprendiendo a admirar para su más profunda emoción, una emoción, pensó, que nada ni nadie debían alterar porque había sido descubierta veinticinco o mil años después de simplemente haber estado haciendo lo mismo, siempre y con pocas variantes. Pero la causalidad imperante en un mundo tal vez muy anterior a las tantas fiestas en mansiones, embajadas y selectos clubes sociales, quiso que pasos más adelante el apóstol hubiera estado desentrañando lo mismo respecto a él, concluyendo en la posibilidad de que ese paseo, inimaginable hasta un día antes, le otorgara otra perspectiva a lo que de ahí en más debía ser el resto de su existencia. Pero, súbitamente, una nueva interrogante asaltó al apóstol: ¿cómo decirles a todos y en particular a Pía, su grande y en el fondo tan desconocida amiga, que ese paseo tal vez fuera el epílogo a un prolongado apostolado en pro de querer consolidar a ese grupo que, pese a las individualidades, se había sabido mantener firme y unido a lo largo de una cronología difícil de establecer, por perderse casi en el origen de las festividades que lo habían conformado? Por un momento el silencio que siguió a la interrogante del apóstol contrapunteó con aquel otro que se extendía de a ratos en las dos riberas que desigualmente enmarcaban aquel curso; tampoco se oían los pasos de Pía varios metros atrás, acercándose a la región esa en la que el apóstol se estaba internando y en la que los ligustros clavaban sus raíces como manos crispadas pertenecientes a criaturas de la tierra que crecieron de manera desproporcionada al borde de aquellos montículos de barro de la lluvia pasada, formando salientes de medio metro de altura sobre las espumas del arroyo. Fue el momento en el que Pía se apartó brevemente del Bosque de las Ramas Erectas y caminó hacia un claro que luego se extendía en viñedo a medio crecer, en una tierra que Pía, con una risita algo nerviosa, identificó como “La Región del Cerbero”, dado lo que parecía indicarle el eco lejano de algunos ladridos, situándose por encima del susurro de las hojas y el decurso de las espumas amarillentas salpicadas de luces y sombras que descendían de aquel catedralicio techo que armaban las ramas a lo alto. Más adelante, otras almas flotantes agitando suavemente las alas unas veces blancas, otras multicolores, parecieron señalarle a Pía lo crecido de un manto verde que se extendía bajo sus pies y que ella fue pisando con parsimonia, sacudiendo un aroma a menta que ascendió por entre sus piernas. Pía arrancó uno de aquellos tallos cubiertos de pequeñas hojas, lo colocó entre sus manos y frotó hasta estrujarlo, aspirando profundamente, con los párpados entrecerrados, al tiempo que un piar al unísono en lo alto de un monte que alternaba álamos, robles y olmos, pareció querer celebrar aquella acción.

Se trató de un piar casi ensordecedor seguido de un agitar de ramas que al apóstol le hizo alzar súbitamente la cabeza al tiempo que efectuaba la siguiente pisada casi a tientas y con tan poca suerte, que la suela del zapato resbaló a lo largo de una de esas raíces desigualmente arqueadas haciendo que en principio el cuerpo golpeara de espaldas sobre aquella crispación que se clavaba en la tierra y luego la cabeza contra la saliente que se alzaba sobre el agua, cayendo pesadamente en el cauce del arroyo donde en principio permaneció unos minutos semidesmayado. Luego comenzó a abrir los ojos con dificultad; maquinalmente se llevó una mano contra la nuca y con la otra se palpó diferentes regiones de su cuerpo, empapado por esa agua que seguía corriendo y que empujaba ramitas, hojas secas y algunos papeles que momentáneamente se le pegaban a la cara, a los hombros, al pecho, para luego desprenderse y seguir el cauce del arroyo. Pero el apóstol comprobó con sorpresa que no se podía parar porque tal vez se habría hecho un esguince, o bien no era de descartar el que se hubiera quebrado alguna costilla, además de que por extraños motivos no podía pronunciar palabra y sus brazos empezaron a efectuar movimientos descontrolados; pero pensaba, razonaba; el pergeñador de tantas fiestas quería gritarle al universo que había hecho un gran descubrimiento para sí mismo gracias a ese tránsito verdaderamente iniciático por entre las frondosidades secretas que se alzaban en ambas márgenes de aquel casi mítico torrente, ese que ahora seguía discurriendo frenéticamente en dirección Oeste seguramente como tributario de alguna otra potente vía fluvial. Desde esa por demás molesta posición en que el accidente lo había dejado; con apenas la cabeza y una ínfima parte del torso fuera del agua y con un pie más doblado hacia adentro que el otro, el apóstol creyó sentir que lentamente comenzaba a integrarse al paisaje. Pero todavía abrió los ojos una vez más advirtiendo, con sorpresa, parada en lo alto de la saliente junto a uno de aquellos ligustros de peligrosas crispaciones, como manos nerviosas muy parecidas a aquellas que quien permanecía allí parada fue cerrando en puños, a una Pía de expresión absolutamente desconocida, quien fue aguzando la mirada en dirección a un apóstol cuyo cuerpo seguía yaciendo cauce abajo, perpendicular al torrente. El apóstol seguía sin poder hablar, pero alzó sus brazos y en sus movimientos existía el firme propósito de querer señalar los diferentes puntos de ese paisaje que se cerraba en luces y sombras sobre ellos dos, acompañando a la gesticulación a veces con giros breves de las órbitas y hasta una sonrisa que quería ratificarle a Pía lo maravilloso de ese lugar… que Pía con horror comprobó que no quería para nada que ese ser, tirado ahí, profanara con otra de sus ocurrencias festivas como había venido sucediendo a lo largo de veinticinco años o mil siglos. Tan sólo por unos instantes, aún con las manos cerradas en puños contra los muslos que ocultaba la bermuda de hilo sobriamente ajustada en las caderas, Pía siguió con su mirada aguda los postreros movimientos de aquellos brazos indicando a diestra y siniestra lo que no podía ser otra cosa que los impensables rincones que el apóstol estaba seleccionando donde montar la escenografía desacralizadora de algún picnic con pesado radiograbador o incluso de una usurpadora “Fiesta del Bosque de las Ramas Erectas” o “Festividad de Las Veneras” o “Fiesta de Verde”, cuando contrariamente en su pensamiento discurría la posibilidad de ponerle fin a todo aquello para dedicarse a una probable vida contemplativa. Ponerle fin, sin embargo, fue la única resolución en la que ambos pensamientos convergieron, al tiempo que impotente frente a una posibilidad recóndita de no hacerlo, Pía apretó los dientes y giró su cabeza a los costados hasta que se encontró con una larga y gruesa rama que, llevada por las crecientes pasadas a quedar apoyada en la horqueta de otro de aquellos ligustros,  en uno de sus extremos se resolvía en nudo ancho como una de las manos de Pía todavía cerradas.

Por unos segundos, desde su posición humillante en medio del cauce de Las Veneras, el apóstol siguió los movimientos de Pía alejándose hasta desaparecer por unos momentos bosque adentro, reapareciendo luego con esa portentosa vara entre sus manos, cuidando de no resbalar por otra de esas salientes y procurando colocarse junto a uno de aquellos árboles por si tenía que asirse de improviso y con fuerza a una de sus ramas, golpeando en principio varias veces con esa suerte de báculo de los infiernos la cabeza del apóstol, cuya expresión transitó del asombro a la interrogante, luego certeza y por último horror, al todavía alcanzar a ver una vez más las facciones endurecidas y el ceño contraído de aquella mujer, en cuyo pensamiento se entronizaba el firme propósito de que no profanaran aquel mundo que vivía y era espesura de la vegetación, elevándose y juntando sus ramas desde ambas riberas cual plegaria de la naturaleza misteriosa, casi mágica, que parecía custodiar celosamente lo que ahora ella estaba consumando, cuando por último apoyó la parte de la rama que se resolvía en nudo contra la expresión de horrorizada impotencia del apóstol, presionando con fuerza desde el otro extremo hasta que el rostro del moribundo se fue oscureciendo bajo el agua, aunque adquiriendo de improviso un semblante entresonriente y de párpados semiabiertos, que de vez en cuando el Arroyo Las Veneras parecía ocultar y otras descubrir más, para la súbita serenidad que se apoderó de Pía al comprobar que desde el arroyo ya nadie le enviaba gesticulaciones.

El elemental

Pía se fue alejando, ascendió los montículos y por último dio la espalda al espectáculo de bulto empapado, semihundido y salpicado de cada vez menos luces y sombras. Tiró la rama anudada en un extremo sobre la alfombra de hojas de menta, miró a lo lejos aquellos viñedos que había identificado como “La Región del Cerbero” y continuó caminando hasta que más adelante encontró los restos de una vieja calzada de piedra oficiando de puente. Pía quiso suponer que se trataría de una antigua construcción alzada en el amanecer de los tiempos por seres parecidos a Cíclopes: algo o alguien le iba dictando estas maravillosas e inquietantes impresiones, según lo que ella creía suponer a medida que se iba acercando a la calzada, levantada por orden tal vez de aquellos “Primigenios” a los que Pía ignoraba que el apóstol había llamado “Los Habitantes Remotos” cuando un sonido, un llamado gutural, casi un quejido a lo lejos, le hizo cambiar el curso de su atención.

Al principio Pía no reconoció aquella forma que entre ciruelos se venía aproximando a ella, hasta que empezó a definirse como un ser ventrudo que apenas llevaba un pantalón corto de tela jean hecha jirones, calzaba unas zapatillas de tela igualmente rota por donde asomaban, ominosos, los dedos gordos de pezuñas que se curvaban recubiertas de una costra oscura, y que resguardaba su calabácica cabeza con un gorrito encasquetado en donde, al tenerlo junto a ella, Pía pudo advertir que lucía unas letras blancas que rezaban: “Expo Activa”. Inmediatamente aquel elemental de la naturaleza, de edad indefinida, con expresión feliz que dejó mostrar los restos de unos dientes  completamente desiguales, preguntó o Pía creyó escuchar que le preguntaban si ella era una cantante popular o una danzarina consumada o una famosa actriz de televisión; aquel elemental cuasi élfico que habitaba los alrededores del Arroyo Las Veneras, ignorante de ese punto del torrente del que Pía había venido evolucionando, tratando de dejar atrás las visiones de un apóstol que, entre convulsiones de horror impotente, no había llegado a revelarle la naturaleza de su descubrimiento; de eso que Pía no quería escuchar como tampoco había querido revelarle sus impresiones a él, se sentó sobre el camino de tierra a medio arar que corría entre las hileras de ciruelos y empezó a batir palmas cuando Pía en principio se puso a cantar con admirable afinación y posteriormente a efectuar aquellos pasos de baile que la estaban instaurando como gran danzarina, pronta a hacer su debut en los cumpleaños de quince, de ir ganando adeptos en las primeras fiestas en clubes sociales, de lucir seductora en las salidas nocturnas a las boites recién inauguradas donde no se hablaba de Vietnam, Watergate o el Generalísimo, hasta la consagración casi internacional en las grandes recepciones en fabulosas embajadas para la babeante admiración del elemental que, alzando una mano callosa y señalándola con el desmedido grosor de su dedo índice, aventuraba títulos de canciones de forma completamente errada, pero a lo que Pía asentía feliz y reinante en aquel paisaje donde a lo alto se agitaban las copas de los álamos plateados. Luego Pía hizo gala de sus varias horas de vuelo de frente al televisor degustando los culebrones de la tarde y empezó a declamar un parlamento de una de aquellas telenovelas que, a fuerza de concentración cuando no existía otra cosa que hacer entre una fiesta y otra, había terminado memorizando. Ante tal despliegue de histrionismo el elemental no pudo contener algunas lágrimas y se aventuró a hacer otra pregunta, como siempre formulada con trabajosa dicción, a la que Pía no pudo más que asentir; que reconocer que sí, que ella era la actriz que había trabajado en esa y muchas otras telenovelas de éxito; ella era la cantante de aquellos temas inolvidables; la gran bailarina; la artista completa que habían reclamado los grandes escenarios del mundo.

Visiblemente emocionado el elemental élfico se arrodilló, se quitó el gorrito que rezaba “Expo Activa” y besó los pies de Pía en profunda señal de admirado respeto. Posteriormente arrancó algunas ciruelas y la ofrendó con sus bondades, a lo que Pía accedió gustosa, dándole un primer mordisco a una de ellas; luego otro, otro y otro...hasta que súbitamente rompió a llorar, dejó caer lo que quedaba de aquella ciruela, ocultó los pulgares de ambas manos bajo los puños cerrados y se tapó el rostro impresionablemente congestionado por el llanto, a lo que el elemental se conmovió, quiso negar con la calabácica cabeza lo que estaba presenciando y entre guturalidades le recordó que ella: la cantante, la bailarina, la actriz, no podía llorar. Entonces Pía, enjugando sus lágrimas, ensayó una expresión predecesora de lo que tenía para revelarle, aprestándose a confesarle al elemental los móviles de la verdad que yacía oculta en el Arroyo Las Veneras. Acto seguido Pía se dejó echar contra aquella criatura, comenzó a lamer y luego besar la piel olorosa, introduciendo una mano con aroma a ciruela por entre los pliegues del pantalón corto vuelto jirones, hasta que tanteando la cerró en el diámetro de aquel miembro que, tal vez producto de inimaginables manipulaciones genéticas que se remontarían al origen de “Los Primigenios”, había resuelto su informidad entre lo pepinesco y lo romo de una punta que acabó asomando restos del pantaloncito afuera. Pía resolvió la urgencia de su pedido en una rápida masturbación que comenzó por dejarle al elemental los ojos en blanco, para que en el instante final soltara un grito de satisfacción que pareció llenar todo el paisaje, haciendo volar a las aves ocultas hasta esos momentos en las copas de los robles y las acacias. Poco después aquel elemental, dejando de lado su condición de humilde admirador de la insospechada cantante popular, bailarina consumada y conmovedora actriz de telenovelas, se abalanzó sobre Pía entre nuevas guturalidades por donde se colaba alguna palabra pronunciada con dificultad remitiendo a cierta forma del placer ancestral, seguido de otra sonrisa mostrando aquellas hileras de dientes desiguales y escasos, poseyéndola con fuerza una y otra vez; alternando sus propios jadeos con la promesa de que iría hasta el arroyo y haría desaparecer todo vestigio de lo que allí se había consumado, pero que entonces, cambiándola de posición y colocándola boca abajo, necesitaba poseerla una y otra vez, hasta que aquel informe descendiente tal vez de seres y cosas que habrían desaparecido hacía veinticinco siglos o miles de eones, cayó exhausto a un costado, dejando a Pía envuelta en barro, lágrimas, sudor ajeno y sintiendo en todas las entradas de su cuerpo el dolor interminable de las penetraciones bruscas, desesperadas y hasta torpes.

Finalmente el elemental volvió a adquirir la posición pedestre y caminó hasta perderse en lo tupido de la vegetación cerrándose sobre el Arroyo Las Veneras. Fue el instante en el que Pía en un principio escuchó a lo lejos las campanadas llamando al oficio en una iglesia cercana. Con dificultad se fue poniendo de pie, recogió otra de aquellas ciruelas y caminando con bastante dolor entre sus piernas, se vino acercando al reencuentro de nosotros quienes entre impávidos, sorprendidos, fastidiados y en algunos casos hasta satisfechos, escuchamos la historia de su hallazgo. Posteriormente todos nosotros, con Pía adelante, nos dirigimos en fila india al Arroyo Las Veneras, en el que después de varias horas de recorridas por todos sus rincones no encontramos el cuerpo de ningún apóstol de la fiesta. Así entonces permanecimos parados allí por veinticinco minutos o mil años, en silencio, mirándonos entre todos y sin saber lo que resolver.

Una vez más todos nos miramos entre sí, cuando nuevamente y con más fuerza nos asaltaron inquietantes propósitos, aunque teñidos de una vaga tristeza, de definitivamente emprender refacciones en la casa, con partituras que componer; de encolar muebles desvencijados, con lienzos y maderas que pintar; de remendar la ropa usada, con pasaportes que renovar; de sentarse frente a las facturas impagas, con la posibilidad de un Caribe donde perderse en verdadera rumba… hasta que todos al unísono nos volvimos a Pía, quien resolvió darnos un beso a cada uno de nosotros en visible señal de despedida, al tiempo que un grito a medio camino entre la felicidad y la desesperación pareció llamar a alguien desde los confines retumbantes de aquella vegetación tupida.

Pía saltó a la otra ribera, volvió a sonreírnos y la vimos alejarse por entre el bosque de ligustros, mariposas blancas y aroma a menta, llevándose con ella los restos de aquellas fiestas ya imposibles y los rostros de nosotros todos, unidos por cierto apóstol para siempre desaparecido quien nos convocaba a reír y bailar al ritmo de aquellas viejísimas melodías que ahora, muy rara vez, se cuelan por los difícilmente ubicables horarios nostálgicos de determinadas efe emes.

Guillermo Lopetegui
De La esperanza y su sombra

Ediciones Aldebarán, Montevideo, 2007

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