El acompañante
Guillermo Lopetegui

Tú mi dolor y tú mi vana espera.

Apollinaire

Nos conocimos hace tiempo.

Con resplandores violáceos ascendiendo desde los zócalos, vasos de diferentes tamaños, diseños y bebidas, y cierta reverberancia de The Police –ganando penumbra de rincones y parejas- su silueta llegó hasta mí. Poco después su invitación a bajar a la playa pese al invierno. Daba vueltas cerca de la orilla, mirándome por momentos desde la espuma pesada y sucia de la que se alejaba con dos pasos de costado. Retornó negando algo –que yo ignoraba- con un chistido de entrega sonriente. Se agarró de mi brazo: “Vamos a volver a esa fiesta”.

Mis llamadas telefónicas se fueron sumando como también los intentos de aproximación en un comienzo frustrados, las citas postergadas, un lento aunque firme desgano a la hora de tan siquiera pensar en emprender otro tipo de tareas que no se vincularan con mis intentos por disfrutar de otro diálogo, posibilitar otro encuentro, rememorar juntos las diversas instancias de aquella fiesta en la que nos conocimos.

Un día, sin embargo; un día absolutamente inimaginable, imprevisto, repetible por toda la eternidad, el llamado fui yo: “Amoroso, siempre por devolver tus llamadas y por una cosa u otra me resultaba imposible; pero ahora quiero que vengas a casa: te invito a cenar. ¿Hoy podrías, o ya es muy tarde? Anotá la dirección”.

Y a esa cena le sucedieron otras, alternadas con almuerzos conforme la confianza fue creciendo; en uno de ellos la copa de vino se sustituyó por la de champagne. Puso una mano en mi hombro, se paró irguiendo  toda su figura –reminiscente de una primera y lejana impresión-, volcó un poco del Laurent Perrier sobre  mi cabeza y con pocas aunque decididas palabras me ungió su acompañante.

Los fines de semana empezaron a llegar por su cuenta, anunciados con voz dulce y orden de que ese sábado yo estuviera en su casa temprano de la tarde. Así, paulatinamente, fui desestimando invitaciones de mis amigos y una madrugada escribí la renuncia a mi empleo: tocando con un pie esa valija, de poca ropa, con la que cualquiera deja la casa paterna para comenzar de nuevo; impulsando el tecleo con el recuerdo de otras palabras:

“Tú no necesitás ese bodrio de seis horas leyendo y corrigiendo no sé qué. Me tenés a mí, ¿no?” Sí, era cierto. Sobre todo en la actitud de permitirme penetrar, cooperando, en esa ceremonia vedada a la mayoría de los hombres cuando la luz natural todavía declina, precediendo el artificio de una nueva disipación. Porque abro las dos canillas dejando que la bañera se cubra de vapores, entre los que esparzo las sales con silente unción. Luego quito el jabón del envoltorio y acomodo las dos toallas. Finalmente le aviso que todo está pronto; y me acostumbré a su andar cautivante bajo la salida de baño, blanca y de ribetes dorados.

Mientras se baña no hago más que ordenar los implementos de maquillaje, los perfumes y las alhajas junto al espejo ovalado del toilette. Ella se aparece de improviso –el pelo llovido, la salida de baño húmeda delineando la esbeltez- y entonces tomo asiento a su lado. Observo su pulso firme llevando la línea del rimel; los labios entreabiertos realzándose con el caoba o mate, el rosado fuerte o el rojo –clásico y siempre vigente-; el colorete que va naciendo de los círculos que ella frota contra las mejillas. No hace falta adivinar que después girará noventa grados desde su banqueta, dejando un pie en punta sobre la moquette, una parte del rostro apoyada en la mano de dedos largos y uñas todavía sin esmaltar: hay que pensar en la vestimenta. Y súbitamente me echa una mirada interrogadora. Podría ser el vestido de chiffon, los guantes de encaje negro, las sandalias italianas; o el foulard de gasa recogiéndole el cabello por debajo (me gusta observarla cuando se lo anuda: los brazos extendidos hacia arriba, el gesto agresivamente atento a las traiciones de cualquier espejo) con la solera de jersey y el écharpe haciendo juego. A propósito, antes me movía el respeto de dejarla sola vistiéndose; pero una noche, con un “Esperá”, me pidió que me quedara para alcanzarle un par de mitones de algodón. En otra oportunidad fueron las medias con costura –por humilde sugerencia mía- hasta ese sombrero con tul que entre los dos, riéndonos, logramos que luciera sugestivo ladeándole el rostro.

En mi caso todo se soluciona más rápido (no sé si será rapidez o simpleza masculina hasta en el modo de vestir): conforme nos acercamos al verano ella porfía con que me ponga los pantalones blancos, el saco azul y los zapatos de lona. “Ninguna loca de esas se aburre nunca de ver a un tipo vestido así: es la infalibilidad de lo clásico” me aseguró una vez, con expresión que no admitía réplicas. El smoking negro –regalo de ella: se apareció con él una mañana, recordándome que cumplíamos aniversario de conocidos- no se descarta en caso de que los anfitriones sean excéntricos o pequen de europeístas.

Resta llamar un taxi; gastar algunos minutos buscando la invitación que ella no sabe si olvidó en el apartamento, más cuando se embarca en la aventura riesgosa y femenina de cambiar todas las pertenencias de una cartera a otra. Y todavía queda algo por resolver, porque se echa contra mí y me habla al oído mientras me acomoda las ya acomodadas solapas del saco: “¿Qué nombre te gustaría hoy?”. Yo sonrío, pienso, de cara a las rayas luminosas que ondean junto a mi ventanilla. Siempre se me ocurrieron nombres que para mí resultan sofisticados... Pero esa noche me agarraban poco creativo, si bien “Roxanne” me recuerda una canción y no sonaba mal a ella.

Se apartó de mí –mirando hacia el techo de tapiz viejo del 220 D- y moduló en voz baja, casi maliciosamente: “Roxanne...”.

 

La rueda metálica girando sus seis spots sobre tubos de luz negra, flashes imprevistos y rayos láser cortando atmósferas de perfiles, humo y brillos alcohólicos. Las primeras miradas dirigiéndose a “Roxanne” y ella codeándome, tentada. Siempre lo mismo. Y a una guiñada suya entiendo que tenemos que romper filas: alguien –con expresión de infalible- se viene acercando y yo me repliego contra una pared, agitando los hielos de ese whisky que una sombra me hizo llegar. Bebo despacio, pensando en lo único -¿lo más importante?- que conozco de “Roxanne”: su presente; buscándola con disimulo hasta descubrirla con su mentón –que el tul sugiere- descansando contra la hombrera anónima. La mano enguantada deja alzar un índice en señal de que me ha visto. Después, juntando fuerzas, acepto la invitación de la sugerente desconocida que se acerca, empujada a mí por la voz de Cyndi Lauper. Bailamos... y no me opongo cuando me conducen a lugares ocultos adonde la música llega con dificultad; conformándome cada vez menos con amar la espontaneidad de los pocos minutos.

Rato después quien llegó a susurrarme al oído que yo era su muy particular y temporal “fuente de placer” desaparece con su anonimato a cuestas, como desaparece “Roxanne” –con su circunstancial pareja- a veces por algunas horas; a veces hasta el domingo de tarde en el que oigo las llaves girando con cansancio dentro de las cerraduras, su caminar acompasado a medida que se descorre el tul mostrando los restos de maquillaje. Casi arranca sus caravanas, lanzando -con un chistido entre el dolor y la rabia- sus zapatos a diferentes rincones antes de poner los pies en la moquette de su dormitorio, en donde procuro dormirme cuando tengo la certeza de que no regresará; en donde me pregunto qué es lo que les dice a sus elegidos, para que ellos se dejen llevar tan dulcemente.

Entre semana se dedica a sus alumnas de gimnasia jazz y a la contabilidad hogareña; supermercado y algún objeto decorativo quedan por mi cuenta. Y de vez en cuando la televisión acierta con una buena película que la hace recostarse contra mí, aunque jamás sabe los finales porque a la hora está profundamente dormida, pegada a mi pecho. La observo natural e inocente en el pulóver de lana que lentamente se ha ido apelotonando, las medias can-can, las zapatillas de media punta que utiliza de entre casa. Limpia en la ausencia de esmaltes y pintura; apenas un toque perfumado que me hace acercar a su cuello, acariciarle el cabello despeinado y finalmente llevarla a su cama, desnudándola y corriendo la sábana hasta un poco más arriba del busto.

Como otras veces enciendo un cigarrillo, agarro el diario y me voy al living. Meto la cassette en el radiograbador y allí surge Sting y El sueño de las tortugas azules con el que me siento en el sofá, junto a la portátil de pantalla ancha que arroja los cuarenta voltios de la bombita sobre la noticia que leo y releo cuando me sé absolutamente solo; la foto que automáticamente me hace pensar en la próxima fiesta, con creciente tristeza e impotencia, con lágrima que no puedo detener en su recorrido incómodo, delator.

Porque ella duerme sin soñar con el siguiente elegido. Incógnita a develarse dentro de algunos días que nos seguirán aproximando al verano, de fiesta y luego playa en donde la mujer –rebautizada por mí para esa nueva ocasión- se dejará poseer con verdadera ternura; con eso que yo imagino desde la perfecta sensación de lejanía que se sufre al observar siempre, admirando en silencio.

Sólo mi solitaria responsabilidad –bajo luces de colores, vaso de whisky y pocas ganas de bailar, antes de esforzarme por compartir con alguna otra desconocida placeres momentáneos- de ser el eterno acompañante.

Seguro de que no será mi foto la que esté ilustrando la próxima noticia de que otro cuerpo –de última expresión placentera- apareció semienterrado en la arena, con la marca de dos guantes –de encaje perfumado- que no se cerrarán jamás alrededor de mi cuello.

Guillermo Lopetegui
Se publicó en "El parque de los últimos regresos" (Monte Sexto, Montevideo, 1987
y seleccionado para "Esas obsesiones tan deseadas"
Orillas

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