El humorismo de Wimpi

Cuando la llamada "vox populi" se pronuncia, puede resultar conveniente averiguar hasta donde y de qué modo se expresa por su intermedio la correspondiente "Vox De¡". "El gusano loco", selección de charlas radiales de Wimpi, ha obtenido un asentimiento popular ante el cual, pues, sería una imprudencia imperdonable hacernos los desentendidos.

Además, el hecho no frecuente de dirigirnos en este caso a lectores ya informados, nos permite una confrontación de opiniones que a todos puede finalmente aprovechar.

Congrega "El gusano loco" una treintena de charlas sobre los pretextos más diversos, desde "La peticidad humana" hasta la "Función política y cultural de la rata". Su propósito central, convicto y confeso, se reduce a "avivarle a uno el ascua de la sonrisa" habría otro, pero chingado en absoluto, y es el que aparece insinuado en la presumible alegoría del capítulo inaugural: "la locura del gusano (¿Wimpi?) consistiría en fundar la libertad sobre la tierra", rebelándose contra una pasiva adaptación al medio que lo rodea. Los capítulos subsiguientes demuestran que se propone allí demasiada locura para, tan poco gusano; la única actitud, en efecto, que finalmente prepondera, no es la que simula darle la profundidad proyectada, sino solamente la que se concreta y revela en la comicidad con que aparece planteada.

Todo humorismo que se propone serlo, conspira desde el pique, como ya se sabe, contra sus propias intenciones; sin embargo, el de Wimpi no ha dejado de conseguir, y para una impresionante mayoría, el fin que se propusiera. Quede para otra ocasión el escabroso tema de las preferencias populares y de los modos leales o traidores de conseguirlas; mi propósito, ahora es más restringido aunque no menos importante: lo único que ahora, en efecto, me interesa destacar, es ese éxito suplementario que logra en el ánimo de muchos, agregando a su eficacia humorística notoria, el reconocimiento tácito o expreso de otros efectos más serios y permanentes: el contrabandeo, en suma, de toda una filosofía de la vida.

No parece evidente que Wimpi, en un principio, se haya propuesto tanto, al menos como preocupación central; lo más probable es que, ya en plena tarea, encontró que ese barniz de sabiduría daba a sus charlas una dimensión que las jerarquizaba. Un cierto tono sobrador y una inescrupulosidad ostensible e inocente, le aseguran, en ese sentido, muchas adhesiones incondicionales; por creer sus consecuencias tanto más perniciosas cuanto menos visibles y controlables, es que creemos pertinente preguntarnos: ¿En qué consiste esa "genialidad" que, según una versión entusiasta que anda por allí, atribuye a Wimpi el fallo popular. ¿Merece Wimpi esa rectoría moral tan incondicionalmente concedida?

 

En el recurso clave que utiliza Wimpi, es donde me parece factible localizar, tanto el secreto de su eficacia, como el de las peligrosas consecuencias que se le derivan; consiste dicho recurso -valioso aquí no tanto por la novedad como por la suficiencia con que es manejado- en parodiar hechos o personajes más o menos "importantes", describiéndolos en términos de la más vulgar y cotidiana experiencia. Wimpi transcribe v. gr. las palabras que el Rey Alfonso dirige al Cid:

Por vos y vuestro caballo

muy honrados somos nos ..."

Y agrega con un tono una octava más abajo: "Los consideraba socios".

La comicidad surge de contrastar un sentimiento solemne con una versión tan groseramente simplista; nada más infalible, en ese sentido, que ridiculizar la visión reverente que se espera, subrogándola por una familiaridad irrespetuosa y chocarrera. Lo malo es que Wimpi lo hace con ingenio suficiente como para dejar -por un momento o por toda la vida, eso depende del lector- la sensación de que aquella nobleza, consiste "exclusivamente" en esa imagen banal que introduce en su reemplazo. ¿Puede concebirse modo más alarmante de desmonetizar ciertos arquetipos tan legítimos como necesarios? "Decidieron matar a Bayardo para hacer un asado". No podemos imaginar qué filosofía o qué "genialidad" podría justificar una versión tan soezmente plebeya de un suceso lleno de auténtica grandeza.

Wimpi no lo hace por maldad; la prueba está en que usa el mismo recurso ante acontecimientos geográficos de grandes dimensiones, v. gr. cuando compara el desplazamiento de una montaña con un ratón corriendo bajo una alfombra. A él, en realidad, no le preocupa si en ese abaratamiento se involucran o no valores morales considerables; su propósito, lo repetimos, consiste meramente en hacer reír. Cuenta para ello, no puede discutirse, con el ingenio necesario; pero le pasa lo que a todos los que se enamoran de su propio ingenio: rebosando recursos, no trepida en usarlos, caiga quien caiga; ya en pleno desafuero, no encuentra víctimas más propicias que esas que algunos llaman, con razón o sin ella, las "cosas serias", y que, como todos sabemos, son las que están siempre más cerca de hacernos reír.

Esa desaprensión ante el prejuicio y ante la falsa reverencia, le han conquistado el pasmo de mucho lector que en el fondo siempre deseó burlarse, sin saber cómo, de tanta hueca autoridad como las que de ordinario solemos soportar. Contribuyen a ese pasmo la desenvoltura con que Wimpi, para condimentar sus charlas, despliega en superficie una erudición lujosamente pormenorizado; a veces, como parodia de la otra; otras veces, con indudable seriedad, a título de simple curiosidad como cuando suministra la etimología de la palabra "eoceno" ("del 1 griego eoos, aurora; kainos, reciente: nueva aurora").

Desinflados los ídolos circulantes, el autor se siente obligado a reemplazarlos con una moral de emergencia; pero ésta sale finalmente de sus manos como una variante apenas retocada del repertorio de prejuicios más usual y pedestre. Las características con que se va refiriendo al "tipo", son las mismas que, sin tanta elaboración, andan en la conciencia de todos. No se crea, por otra parte, que dicho "tipo" es tan "típico" como podría parecer; su creador le atribuye hoy una cualidad y mañana, la contraria, según se lo vaya exigiendo el desarrollo de sus temas; en los dos casos, eso sí, logra adoptar el tono de quien relata experiencias sinceramente vividas; dispone para ello de un buen caudal de anécdotas llenas de graficísimo y de un innegable espíritu de observación, con el que sabe poner de relieve muchos aspectos que nuestra habitual desatención suele dejar pasar sin registrarlos. Para cerrar sus divagaciones, suele proponer un sentimentalismo cursi y dulzarrón, como dice en el prólogo: con "un corazón que le apuntala la lealtad de la mano"; intenta con ello contrapesar, lo que consigue a muy bajo costo, ese escepticismo, que tan útil le resulta para hacer interesante al "tipo".

Ridiculizados sin discriminación los valores que fue hallando en su camino, Wimpi, en efecto, no tiene en su lugar otra cosa a mano –aunque la administre con eficacia de veterano libretista- que una dogmática demagógica y barata. No pretendo postular que una moral verdadera no pueda ser "barata" -¿quién sabe?- sino que la de Wimpi es baratura por eliminación, obtenida mediante una rebaja al barrer, en una liquidación de valores que nos resistimos a creer que puedan hacerse circular a tan bajo precio. Aunque Wimpi desee "que todo sea para bien", la hecatombe de valores con que fue jalonando su discurso lo deja con una tan magra, y ya inexplotable b ase moral, le da al escepticismo vulgar una apariencia tan incontrovertible, que cierra todo acceso a esa rehabilitación sentimental que intenta en algún final postizo. El "tipo", ese muestrario innoble de debilidades sin contrapeso, no admite ampliación ni refacción de ninguna clase; no es que sea radicalmente falso, sino que está amputado de su capacidad de superarse. Una humanidad de "tipos" como los de Wimpi componen un infierno sobre el cual no vemos para qué ni con qué esperanza conviene arrojar ninguna claridad. ¿Cómo redimir a un "tipo" del que, como lo repite en todos los tonos, "no superó fundamentalmente el tipo ancestral; disfrazó de Pierrot a la bestia; eso fue todo"? ¿Quién podría hacer brecha en ese "todo" sin intersticios? ¿Qué motivo de redención puede esperar una humanidad cuya historia es sólo "una competencia glandular; un torneo de adrenalinas?".

Alguien podría creer, y no anda errado, que el autor no pensó en darle tanto alcance a sus devaneos; pero es que el lector sí, suele dárselo, y lo que es peor, sin casi saberlo. Y es que ¿cómo va ese lector regalón a rehuir una facilidad tan grande como la que aquí le brinda? ¿Cómo no satisfacer viejos e indesplazables resentimientos contra la cultura y el esfuerzo continuado, ante afirmaciones tan seductoras como la de que "cuando, se llega a saber la verdad se sabe mucho menos que antes de haberla sabido", o "el tipo llama solucionar un problema a sustituirlo, por otro"? Porque lo malo aquí es la generalización indiscriminada que se facilita a quien no puede atarearse en averiguar cuando es cierta y cuando no; lo malo es que esas son semi-verdades, o tres cuartos de verdades, si se quiere, pero que involucran, sin que quede, modo ulterior de rehabilitarlo, un margen que no se considera y al que nadie tiene derecho para desestimar en forma tan sumaria.

"Gracia auténtica, limpia, sana", dice la solapa. ¡Qué graves reparos tenemos que oponerle! La lectura de Wimpi, en primer lugar, no es etapa para ninguna otra clase de lecturas; cierra un callejón; quien lo transita confiadamente, difícilmente quedará con ánimos de acometer ciertas empresas que indudablemente lo requieren. Sólo puede leer a Wimpi, y reír con su gracia más intrascendente, quien dispone de una reserva que le permita permanecer incontaminado por ese virus que, al mismo tiempo, se pretende contrabandear bajo tan inocentes envolturas. Para los otros –para la gran mayoría- todo no será, ni con mucho, "para bien".

Decía Chesterton que el humorismo es un género que requiere un fondo de gran seriedad; verdad que debe repetirse: el humorismo es una cosa seria, es un subproducto de una actitud hondamente adoptada, una manera de iluminar al sesgo temas defendidos por prejuicios que sólo ceden a modos sorprendentes o paradojales. Un Chejov, un Chesterton, un Shaw, tienen siempre algo que decirnos y con su risa nos están enseñando cosas muy serias. Un Wimpi, por el contrario, usa esas cosas serias como andamio para sus chistes, por lo que las convierte de serias en risibles.

En Wimpi se ejemplariza esa "rebelión contra la cultura", esa "cabriola rebelde y anticultural", ese "placer de gravitar hacia abajo" con los que Américo Castro (en "La peculiaridad lingüística rioplatense") caracteriza con acierto el lunfardismo y el gauchismo de estas latitudes. Es, en ese sentido, una clase de humorismo típicamente adolescente: fragmentario, inconexo, pródigo en piruetas sorprendentes y en aproximaciones "geniales" (como la del fantasma que creía en los fantasmas), reacción contra un mundo cultural a cuya disciplina le resulta demasiado oneroso el someterse. Compárese su estilo con el de un humorista nada brillante, como Julio Camba, y se apreciará, por contraste, en este último, sin que pretenda ser "genial" ni mucho menos, un estilo adulto, centrado en su carácter, e incapaz de hacer una mueca por la mueca misma. Hay allí una continuidad, una fluidez de tema que proviene de convicciones largo tiempo rumiadas. En muchas manifestaciones de arte mal llamado "popular" -tablados, decoración de salas de baile, etc.- manifestaciones de quienes confunden pueblo auténtico con populacho de gustos estragados, se observa a menudo la misma perversión del género que apuntamos en Wimpi, esa misma dualidad que enturbia y disloca su estilo; una creación que se interrumpe para dar paso a la horrible disonancia de una eficacia prefabricada; la experiencia vital al servicio de la artesanía, al revés de cómo debe ser; una predisposición, en suma, a concederle demasiado al gusto vulgar –no al popular auténtico, repetimos-, y que convierte a la obra en algo bastardo, híbrido, esencialmente infecundo; peor aún: esterilazante. Obra en que el autor pone de si solamente su habilidad y un simulacro de inspiración calcada de lo que todos oscuramente desean, con la zona más turbia del alma. Entretanto, muchas cosas "serias" van siendo manoseadas sin que nadie crea necesario darse por advertido.

Washington Lockart
Asir - Revista de literatura
Nº 32 - 33 - mayo - junio 1953

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