Sobre dos temas de indudable interés, la personalidad de Artigas y el surgimiento del estado uruguayo, el profesor Abril Trigo (Ohio, Estados Unidos) formula planteos de sumo interés, pero que merecen ajustes y ampliaciones de importancia. Evoquemos en primera instancia las etapas preliminares al surgimiento del estado uruguayo, época de convivencias muy irregulares, cuando se vivía ya el quebrantamiento final de las ideas federalistas de Artigas. Los "bárbaros" de Artigas habían opuesto una resistencia desesperada ante la ofensiva de los brasileños desde 1816 hasta 1820. Traicionado por Francisco Ramírez y derrotado finalmente en setiembre del 20, Artigas debió internarse en el Paraguay, donde continuó una reclusión permanente (al final voluntaria) hasta su fallecimiento en 1850.
Pocos años después de su emigración, se produjo en 1828 el entendimiento protocolar de Brasil, Argentina e Inglaterra, una Inglaterra arrepentida sin duda de las fracasadas invasiones de 1806, y que entonces concibió maneras más cautas y procedentes de conseguir beneficios económicos, solucionando al mismo tiempo en esta ocasión, las incongruencias y enemistades que enfrentaban tensamente a brasileños y argentinos. Se logró entonces un acuerdo sobre la necesidad de crear algo que pareciera un país en un territorio hasta entonces trastornado por reiterados enfrentamientos, pero que vendría a ser un freno y hasta un obstáculo entre Brasil y Argentina, y que al mismo tiempo facilitaría la conexión comercial con Inglaterra, cuyos representantes comerciales podrían entrar y salir de motu propio intercambiando productos a piacere, con las consiguientes ventajas económicas. Entre los dos países americanos entonces convocados, el representante inglés Lord Ponsonby, presidiendo como la hipotenusa sobre los dos catetos, propuso y obtuvo que se reconociera ese nuevo paisito de menos de 150.000 habitantes. Y por cierto que preveía lo que efectivamente ocurrió: que Inglaterra llegara a ser dueño en este país de sus principales recursos económicos, ferrocarril, gas, tranvías, etc. cuyas empresas recién llegaron a ser nacionalizadas en pleno siglo XX. Tal fue la "generosa" razón inconfesa de la colaboración que concretaron los ingleses en 1828.
Lo cierto es que el orden legal fue establecido ipsofacto, al menos como reconocimiento externo de las fronteras; pero dentro del neo-país se originaron y perduraron beligerancias interminables, con guerras chicas y con la llamada Guerra Grande, entre agrupaciones que se diferencian solamente por los colores, blancos y colorados, a falta de divergencias más fundamentales, en un paisito que no podía alentar teóricamente finalidades propias. Y al que ni siquiera los tres países que lo fabricaron se molestaron en ponerle un nombre, indicándose solamente el lugar que ocupaba: "República Oriental del Uruguay"...
Y se practicó, eso sí, una norma indispensable. Se elaboró en efecto una Constitución de apuro, con algunos doctores de Chuquisaca. Y se produjeron dentro del país, como inevitable consecuencia, muchos decenios de discordancias y desajustes que -como lo señala A.T.- recién después de la Triple Alianza contra Paraguay en 1870, llegó el país a estructurarse por obra de un ejército entonces entonado. Y ese ejército habría sido obra del presidente Latorre, con la colaboración -que A.T. considera decisiva- del latifundista Domingo Ordoñana.
Latorre y Ordoñana serían así -opinión en buena parte compartible con A.T.- los fabricantes del país, al menos tal cual empezó entonces a intentar alguna clase de funcionamiento..
¿Qué fue, fundamentalmente, lo resuelto por Latorre con tal propósito? Inducido-aunque no tan exclusivamente por Ordoñana- se propuso amurallar las más amplias propiedades camperas con las entonces novedosas alambradas, imponiendo además otras medidas, legales y materiales, de análoga contundencia, medidas que tanto apreciaba el latifundista Ordoñana, socio tempranero de los "33", y de un Lavalleja -debe recordarse- que, a un margen prudente de sus encomiables propósitos de liberación, ocupó al poco tiempo como flamante propietario, proficuas extensiones de tierras en Colonia, parte, precisamente, de las tierras que Artigas había resuelto otorgar, no como propiedad, sino como ocasión de trabajo, a los reconocidos entonces como "los más infelices". Y Ordoñana, por su parte, habiendo debido amparar a su primo, el glorioso trovador vasco Iparraguirre, quien se había visto obligado a abandonar su patria, apenas si le concedió una ocupación misérrima, dándole algunos vintenes como guardián de ovejas, lo que a poco decidió anular, debiendo el infortunado héroe buscar en otro rincón del país alguna oportunidad menos mezquina. Tal la capitalización inclemente que entonces era norma, indicando A.T. que, según el "patriciado escriturario" de esos años, se practicaba hasta con un ocasional "romanticismo" (valga el inesperado epíteto).
Y fue precisamente ese pueril pero utilitario "romanticismo" -nos insinúa A.T.- el factor que auspició la utilización previa, como necesario mentor, la de aquel "caudillo bárbaro" como era entonces usual calificar a Artigas, inventándolo entonces como un ejemplo de "héroe", pero ahora, eso sí, "civilizado".
Lo que ocurrió después -nos dice A.T.- fue en efecto obvio. Aquel "paradigma de la barbarie gaucha" resultó paradojalmente utilizable para el equipo intelectual de la época latorreana, pasando a ocupar como denominador común un sitial predominante de respeto popular.
Artigas, ya fallecido en 1850, quedó en efecto reconocido por encima de los hasta entonces pertinaces cismas partidarios, actuando como un "ideomito", es decir como un mito de elaboración intelectual que se fomentaba entonces como un factor indispensable de acuerdo y de unión nacional. Y además con un sentimiento que quería ser muy especialmente "oriental", opuesto por lo tanto a "argentino", cuando en realidad -corresponde establecer- el sentimiento y la intención de Artigas fueron siempre expresión de la solidaridad consiguiente a la unidad territorial determinada por el Río de la Plata. Y esa inclinación "argentina" de Artigas, de unión y organización continental, fue permanente, llegando así hasta a reprochar a los correntinos por intentar independizar la provincia en que vivían. Incluso los porteños reconocían la argentinidad de Artigas, incluyendo la Batalla de Las Piedras en la letra del Himno Nacional, e ilustrando textos escolares del siglo pasado con un mapa de Argentina dentro del cual aparece un amplio sector con la designación "Tendencia de Artigas" incluyendo la Mesopotamia, Córdoba y zonas adyacentes. Hasta los escolares debían admitirlo. Y no fue otro el sentimiento de Artigas compartiendo con líderes de Mendoza y zonas del noroeste el ideal de una Federación Sudamericana, ideal al que nunca renunciará. Y al no poder asistir al Congreso de Tucumán en 1816, no dejó de expresar su adhesión y la organización de otra reunión afín en tierras argentinas cercanas al Arroyo de la China.
El artículo de A.T., con sus planteos extremados, nos permiten discriminar y calibrar así las tres maneras de concebir a Artigas, totalmente contrapuestas: la "leyenda negra", la "leyenda celeste", y una tercera que el autor se saltea, y que está muy por encima de las otras dos leyendas, a cual más deformante, nacidas de ideas y de conveniencias estrictamente parcializadas.
La "leyenda negra" es, en efecto, el producto evidente de una descalificación de Artigas, al considerarlo como expresión ejemplar de una "barbarie" que consideraban absorbente. Se rechazaba como un crimen la "barbarie gaucha, negra y atrabiliaria" con que se había intentado urdir una sociedad que no era -se decía- sino "una gran mentira", al arrastrar, como solía decirse, las familias rurales hacia "la vida irracional de los campamentos", amontonando así "hordas de gauchos" y volviendo "inhabitable" la campaña, desastre que -se decía- "había sufrido todo hasta 1876". Con esos dicterios se aplicaban normas "civilizadas" imperantes en las ciudades. Y lo más incomprensible es que, de esa manera, pasaban por alto sentimientos loables de mutua comprensión y de sincera solidaridad (a veces de oposición, pero con franqueza y sin los acostumbrados subterfugios propios de los "civilizados"), sentimientos que fueran evidentes a visitantes esclarecidos, como Robertson, Saint Hilaire, y después a Darwin, y hasta posteriormente al experimentado Garibaldi, quien llegó a elogiar a los llamados "matreros", de cuyas virtudes evidentes llegó a expresarse sin restricciones. Y fue además Artigas un conductor de indudable tolerancia y comprensión, aunque reacio a las imposiciones y resoluciones arbitrarias y opresivas de las autoridades porteñas.
Ante un Artigas que fue víctima de libelos tan soezmente concebidos como el de Cavia, era de esperarse que en un país temblequeando en una desorganización e inexperiencia deprimente, surgiera de recuerdos imborrables, como natural reacción, un creciente afán de ungirlo como un prócer acorde con nuestra índole y nuestras más perdurables predisposiciones. Y nadie podía adecuarse más fervientemente a esa necesidad de protección en un Estado como el recientemente establecido, sumergido en penurias y sometimientos tan difícil de dignificar por obra de personalidades redentoras. Y en Artigas se reconoció, aunque enturbiado por tan persistentes diatribas, una influencia inquebrantable. Y creció así un afán de recrear un Artigas al día, uruguayo, eso sí, e incluso ungido, aunque sin razones, como precursor de la Constitución de 1830, guía ejemplar, ejemplo de concepciones y de virtudes, que resultó fácil, tiempo después, convertir en ideomito al que convenía entronizar en el medio mismo de la Plaza Independencia, justamente ¡de esa independencia que Artigas impugnara a los correntinos!
Abril Trigo atribuye así esa magnificación uruguaya a un perentoria fabricación histórica de lo que llama -con terminología propia- "el patriciado escriturario", consumando una "elaboración ideomítica" a partir del "imaginema" del caudillo, convirtiendo los documentos en "monumentos", es decir en magnificaciones de las imágenes necesarias para fundamentar la concepción histórica aún hoy imperante. El "caudillo bárbaro" y sus "hordas de gauchos" se reelaboraron entonces convirtiéndose en precedentes del ciudadano actual. Toda una falsificación, honorificando de un saque lo que antes se horrorificaba. Pero incurriendo en una nueva clase de descalificación, pues se redujo meramente a una concepción local lo que era una conciencia superior, de amplitud humana, abarcando América y España fundamentalmente.
Fue de ese modo que la leyenda negra quedó sustituida por una leyenda celeste. Con un Artigas venerado localmente, con virtudes en cierto modo venerables, pero despojado de su grandeza; un héroe casero, para alabar entre casa, cuando su sentimiento fundamental, siempre corroborado, era la comunión americana, la fraternidad federal, de la cual cada región, cada provincia dentro de la colectividad en su mayor parte argentina, debía conservar y ejercer su autonomía, no con propósitos de independencia, sino como condición de consciente solidaridad.
Esa vocación radical de unidad fraternal, la vivió y confirmó Artigas con sus prolongadas estadías en Purificación. Al preguntársele, al trasladarse al sitio de Montevideo, de dónde venía, contestó: "Del Paraíso".
Un paraíso del cual no podía ni quería ser una autoridad irrevocable, sino a lo sumo -como aceptó serlo- como un "Protector"; es decir, no un mandatario, sino a lo sumo un consejero sincero y cabal, conviviendo en una mutua participación, sin las reservas y escamoteos egoístas que, en las congregaciones "civilizadas", adulteran las relaciones que en general no tienen más remedio que establecerse.
Rodó supo describir la actitud de Artigas a ese respecto: "hombre de ciudad por su origen y situación inicial, fue hombre de campo por la adaptación posterior y la comprensión profunda del rudo ambiente campesino; amor y comprensión que fueron -agrega- el secreto de su eficacia personal y la clave de su significación histórica, definiendo su original grandeza, revelando su "corazón entero" y su "mente iluminada".
Por no advertirlo, fue que se crearon los dos falsos Artigas que hemos comentado, uno hacia abajo (el de la "leyenda negra") y el otro hacia un arriba artificioso (el de la "leyenda celeste"). Hubo otro que queda mal llamarlo el tercero, pues en realidad fue el primero, o mejor dicho "el único", el
"verdadero", el que está testimoniado por todo lo que se conoce, de su vida y de su pensamiento.
Como ya vimos, el Artigas verdadero nunca quiso, ni pensó ser "uruguayo", es decir perteneciente a un país independiente llamado Uruguay, o como lo designaron elípticamente los ingleses, República Oriental del Uruguay. El
verdadero Artigas se reconoció siempre "argentino", y como "argentino" fue conocido por los que se llaman argentinos. Y así se sintió compatriota tanto de Francisco Ramírez como de J. Estanislao López, amigos o enemigos, federales o unitarios, pero no de Rivera, quien lo invitó a visitarlo, pero a lo que era un pedazo de la patria argentina. "Yo ya no tengo patria", debió contestarle. Sus ideales federales los expresó con total nitidez en la declaración que formuló en abril de 1814; dijo allí:
"La independencia que propugnamos para los pueblos no es una independencia nacional, por lo que ella no deberá conducirnos a separar a ningún pueblo de la gran masa que debe ser la
patria".
El sentimiento de Artigas fue pues inalterable ya prueba de acontecimientos. Y por si hicieran falta testimonios incontrovertibles, recordemos dos, de dos notabilísimos personajes de nuestro país, nada menos que José Enrique Rodó y Carlos Quijano.
Recordaba Manuel Ugarte lo que dijera Rodó:
"Patria es para los hispanoamericanos, la América española. Dentro del sentimiento de la patria cabe el sentimiento de adhesión, no menos natural e indestructible, a la provincia, a la región, ala comarca; y provincia, regiones y comarcas de aquella gran patria nuestra, son las naciones en que ella políticamente se divide. (Unidad que aún es un sueño) cuya realización no verán quizá las generaciones aún vivas. ¡Qué importa! De la expresión geográfica de Metternich, derivó la expresión política con la espada de Garibaldi y el apostolado de
Mazzini".
Y fue Carlos Quijano, en el capítulo "Patria chica y patria grande" inserto en América Latina, una nación de repúblicas, en el volumen III de sus obras, publicadas por el parlamento nacional, quien dedica a Artigas frases inolvidables, de las que entresacamos un fragmento:
"Ser oriental es ser artiguista. Ser artiguista es ser rioplatense. Ser rioplatenses es ser hispanoamericano. Si hay leyes naturales, esa es nuestra ley natural. Nuestro carácter y nuestro destino. El proyecto básico, al cual todos los otros están condicionados.
Alguna vez llamamos a Artigas 'el gran traicionado'. Lo es y/o seguirá siendo por muchos años más. Tal como lo vemos, el artiguismo es un fenómeno único - 'cosa extraordinaria y sorprendente '- en nuestra América. Todo está en él: el ayer y el mañana, ese mañana que podemos imaginar o entrever y por el cual debemos trabajar. Los orientales seremos artiguistas de la raíz a la copa, o no seremos nada. Artigas no es nuestro y la reivindicación provinciana lo empequeñece. Es de todos los de estas tierras de la patria grande. Está más allá de su tiempo; y también más allá de su solar Es el héroe común de la repúblicas del
Plata".
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