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Naranjas en la sala
Carlos Liscano 

UN DIA me vistieron de salir y fuimos a una casa muy fresca que me acuerdo quedaba cerca de una estación de tranvías. Todo estaba muy limpio y en su sitio y había sillones floreados y alfombras por todas partes. Yo nunca había estado en una casa tan limpia y prolija. Allí seguro que era como en las películas que tenían un plato para cada comida y la gente dormía de pijama.

No podía enterarme de mucho porque estibamos de visita, pero hubiera estado bueno darle una recorrida a algunas piezas que habla hacia el fondo. De lo que estaba más o mano lo mejor era el sofá donde yo me imaginaba que uno podría acostarse a leer revistas.

Conmigo estaba mi madre y mi abuela. Los tres en el sofá; yo en la esquina, entre mi abuela y el brazo del sofá. Al lado había una mesita con una lámpara de la que colgaban bolitas de vidrio. Mi madre conversaba con un señor de lentes que hablaba muy mal, hasta yo me daba cuenta. Al lado suyo estaba su mujer, una señora que también usaba lentes corno casi todos los ricos que yo había visto yendo con mi abuela a llevar la ropa que ella lavaba. El señor tenía problemas con la erre y otras letras. A mí me daba un poco de lástima, pero después de un rato ya empezó a aburrirme que fuera tan grande y no supiera hablar. No me animé a preguntar qué problema tenía, pero recuerdo que lo pensé. Creo que no lo hice porque en ese momento la mujer vino a traerme un par de naranjas.

Yo tenía cinco años. Mi madre trabajaba en una fábrica y quería comprar una máquina de coser "para redondear el sueldo", me acuerdo que repetía. En aquel momento yo todavía no sabía por qué habíamos ido a esa casa. Fui enterándome más adelante, de a poco. Primero, cuando mi madre recibió la máquina en casa.

Después, con los años, de tanto en tanto me acordaba y comprendía un poco más aquella visita que habíamos hecho.

El señor vendía máquinas de coser y otras cosas a crédito. Cuando después él iba todos los meses por casa, yo sabía que estaba por venir porque mi madre andaba diciéndole a mi padre que en cualquier momento seguro aparecía "el judío" a cobrar y ella no sabía de dónde iba a sacar para pagarle si el mayorista todavía le debía los calzoncillos que ella le había cosido hacía dos meses. Entonces yo me acordaba de las naranjas.

Allí estábamos, muy sentados, en el sofá. En un momento la mujer se levantó y se fue. La cosa parecía que iba para rato y sólo se conversaba. Cuando estaba a punto de preguntarle a mi abuela por qué el hombre hablaba como los niños más chiquitos, fue que vino la mujer de lentes y se acercó a mí. En un platillo traía dos naranjas. También había un tenedor y un cuchillo y por debajo una servilleta blanca.

Yo cacé en el aire que era para mí antes de que ella la pusiera en la mesita y me sonriera. Me dijo algo en la misma medialengua del hombre de lentes y yo pensé que en esa casa todos hablaban mal. 

Pero al instante deje de interesarme por lo que decían y cómo. Pasé la mano por encima del brazo del sofá y me llevé una naranja para mi lado. Le hinqué los dientes y salió un pedacito de cáscara. Después de eso ya era mía.

Mi abuela me observaba y me hizo poner la cascarita en el platillo, con cuidado, para no ensuciar. Entendí que toda la cáscara tenía que ir depositándola allí.

Cuando había llegado a la mitad me aburrí de pelar y le clavé los dientes y me puse a chuparla. Ahora hablaban todos; mi madre y mi abuela como se debe, los otros dos mal, como parecía era su modo.

Pese a la naranja a mí nada de aquello me parecía divertido, y pensaba cuándo íbamos a irnos de esa casa tan rara. Por una puerta se vio pasar a un muchachito un poco mayor que yo. También llevaba lentes. Supuse que tampoco sabía hablar como la gente, igual que los dos viejos.

De pronto vi un perro, no de verdad, de porcelana, sobre otra mesa, al lado de un espejo. Decidí probar puntería. Apreté una semilla con los dientes y la dejé escapar. Erré, fue a dar a la alfombra. Enseguida tenía otra semilla en la boca. Probé de nuevo. Ahora le di al perro y sonó plic.

Así me entretuve un rato. Le di también un par de veces al espejo, para variar. Mucho más lejos había una olla de metal. Nunca había visto una olla puesta así, en vez de tenerla en la cocina. Pero los ricos siempre hacían cosas raras. Estos, de raros que eran, hablaban como se les antojaba y ponían las ollas en cualquier sitio.

Bueno, yo no podía hacerle nada, más que probar con la olla. Eso si que era difícil, pero parecía mucho mejor que el perro. Si me esmeraba tal vez le acertaba.

Preparé una buena semilla de las grandes y probé. La olla soltó un pliim muy lindo. Después ya me olvidé del perro y del espejo y seguí solo con la olla, meta y meta todo el rato.

Aunque aquellos dos hablaban tan mal, los cuatro seguían igual dele que dele. En medio se oían mis plim, y yo creía que nadie lo notaba. Nunca fui bueno con las semillas de naranja, pero aquel día toda la suerte se había puesto de mi lado. Creo que, a excepción de un par de tiros, le acerté todas a la olla. Los cuatro oían el ruidito y no sabían qué. Pero mi abuela siempre fue mucho más rápida que mi madre. Entendió y se quedó observando. Cuando se oyó el próximo tiro me dio con el codo y con los ojos, una mirada de aquellas que yo sabía eran un anuncio.

Durante un rato estuve mirando todo lo que había a mano sin saber qué hacer. Los cuatro no paraban. Así me distraje y le di otra vez a la olla. Era la última sernilla, pero todavía me quedaba la otra naranja entera, que ya la tenía en la mano. Mi abuela me dio duro con el codo y me quité la naranja. Me tapé toda la cara con la servilleta para limpiarme y me raspé la boca y la nariz, como hacía siempre.

Me quedé sentado con las manos ente las rodillas, tratando de no mirar hacia la mesa, donde la otra naranja estaba meta hacerme señas.

Cuando salimos la cosa se puso muy mal. Mi abuela decía que era una vergüenza, que yo era un cerdo y otras lindezas y que conmigo no se podía salir. Que eso pasaba por la educación que se me estaba dando.

Mi madre me decía que yo no debía haber hecho aquello, y le explicaba a mi abuela que yo todavía era muy chiquito, que ya iba a aprender.

Mi abuela insistía en lo de cerdo y en la vergüenza que había pasado, la peor de toda su vida. Que la próxima vez había que dejarme en casa, para que aprendiera.

Pero que con aquella educación ya todo estaba echado a perder y no había esperanzas. Sólo Dios podía saber dónde iría yo a terminar. "Una no sale con un cerdito tan sucio como éste", y me sacudía el brazo con la mano izquierda, que era la mejor suya y en la que tenía más fuerza.

A mí no me importaba mucho ni poco lo que mi abuela decía, sólo que ahora había empezado a sentir un poco de asco por aquella casa tan limpia, donde yo me había comido una naranja entera. Pero creo que en total no erré más de tres tiros esa vez.

Carlos Liscano

El País Cultural Nº 272
20 de enero de 1995

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