Diecisiete y veintiuno
Carlos Liscano 

Estoy tratando de ver si me sale un truco que me enseñó mi padre. Mi hermana recién había nacido, yo acababa de empezar la escuela y faltaban cinco o seis años todavía para que mi padre se fuera de casa. Entonces papá jugaba conmigo a la baraja todas las tardes, antes del informativo de la televisión. Cuando mi padre se fue, las cosas cambiaron, y ahora, más de treinta años después, de visita en casa de mi madre, estoy tratando de recordar cómo se hacía el truco.

Después de cenar mi madre lava los platos y me habla. Yo encontré las barajas en un cajón del cuarto de costura de mi madre, donde dormíamos mi hermana y yo. Sentado a la mesa de la cocina la oigo hablarme.

El truco es tonto, pero no me sale. Hay que encontrar el siete de oros siempre en el mismo lugar entre las cuarenta barajas. Mi madre está contando cosas sin ton ni son, pero tratando de que me entere de algo. Desde que me separé de mi mujer vengo a cenar con mi madre una o dos veces por semana. Mi mujer se fue de casa una noche y cuando volvió al otro día quiso llevarse a los niños. Al fin convinimos un arreglo, ella se quedó con la casa, yo me llevé el auto. Fue bastante civilizado. Todavía no sé cómo ni por qué nos separamos, pero así son las cosas.

Cuento hasta veintiuno y tendría que aparecer el siete de oros. No aparece. Desordeno las barajas y aparece en cualquier parte. Mi mujer me miró y yo supe que todo había terminado. Ni siquiera necesitamos decirnos más de media docena de frases. Íbamos en el auto hacia el centro, al cine. Yo no quería ir, ella había insistido. A mí me daba lo mismo. No hablábamos, pero allí íbamos. De pronto me dijo que parara. Yo seguí y ella repitió que parara allí. Paré el auto.

-Apuesto a que te olvidaste de algo -recuerdo que le dije.

Me habló sin mirarme:

-¿Te parece que podemos seguir así?

La miré un instante y la vista se me fue hacia una muchachita que pasaba en bicicleta por la vereda a la medialuz de la luna.

-¿Qué dijiste? -le dije.

-Eso, lo que entendiste.

-Bueno, no sé. Qué le voy a hacer -dije, por decir algo.

Nos quedamos en silencio, ahora mirando al frente los dos.

-Entonces volvemos -dijo.

No le contesté. Puse primera y di vuelta.

Llegamos a casa, me saqué el abrigo y me senté en el sofá a mirar televisión. Mi mujer no me dijo qué pasaba ni yo le pregunté. Se fue al cuarto.

Al rato apareció con una valija. Me sorprendió. Se detuvo y quedó mirándome.

-¿Te vas? -le pregunté.

-Sí, me voy.

-¿A esta hora?

-A esta hora.

-¿Querés que te lleve?

-No te preocupes, llamo un taxi.

Habló por teléfono y se fue. Antes de salir me dijo:

-Los niños duermen. No les digas nada hasta que yo vuelva. Mañana me los llevo. Tengo que arreglar algunas cosas.

Mi madre está dando vueltas. Ahora el siete de oros apareció cuando llegué a la carta número veintidós. Tal vez no era veintiuno, sino que el siete de oros aparece después de contar veintiuno, en el lugar veintidós.

-No salíamos nunca a ningún sitio -dice mi madre.

Está hablando de su vida con mi padre. De vez en cuando lo hace.

Cuando mi mujer volvió, a la otra tarde, yo ya le había avisado a mi madre que me iría a su casa, hasta que consiguiera donde vivir. Le dije a mi mujer que se quedara con la casa, así podría vivir allí con los niños, yo me llevaba el auto.

Expliqué a los niños que todo seguiría igual, papá vendría a verlos y saldríamos a pasear. Que respetaran y obedecieran a mamá. Lloraron ellos, lloré yo. Mi mujer se quedó dentro cuando salieron a despedirme hasta el auto. Vine a esta casa, le conté a mi madre que me había separado.

Esto es ilógico, ahora salió en el lugar veintinueve. Es claro que no me acuerdo del truco. Tampoco me importa no acordarme. Dentro de un rato, cuando mi madre termine con la cocina, me iré a casa.

-Un sábado de noche salimos. Yo sabía que él no quería salir, que prefería quedarse en casa -dice mi madre.

El siete aparece en el lugar treinta y seis.

-Yo le reprochaba que no salíamos nunca, desde hacía años. Ustedes ya estaban grandes. No muy grandes, pero podían quedarse solos en casa. Teníamos que aprovechar, le decía yo, teníamos que salir, distraernos, ver gente. Desde que ustedes nacieron no salimos más, a ningún sitio. Vos ya tenías trece años, tu hermana seis. ¿Me estás escuchando?

-Sí, mamá. No creas que no te escucho. Estoy tratando de recordar un truco que me enseñó papá hace mil anos.

-Un día, aquel sábado, conseguí por fin que aceptara ir al teatro. Él no quería ir, ni al teatro ni a nada, pero en todo caso prefería el cine. Yo quería ir al teatro, como cuando éramos novios. Se lo dije. Él no quería discutir y dejó que yo decidiera. Me dijo que reservara las entradas por teléfono.

Ahora el siete de oros no aparece ni en el lugar veintiuno ni en el veintidós ni en el veinte ni cerca. Aparece en cualquier parte. Me equivoco en algo, pero no sé en qué. Cuando mi madre termine me voy, no lo intento más.

-Yo le dije que no era necesario, que siempre había entradas para el teatro. Salimos de casa a eso de las siete y media. Después íbamos a cenar, por eso dejamos el auto y tomamos un taxi, así tu padre podría tomar vino con la cena. Cuando llegamos no había entradas.

Para que mi madre vea que le presto atención le pregunto:

-¿Por qué no había entradas?

-Porque se habían vendido todas.

-Entonces papá tenía razón.

-Sí, tenía razón. Y se enojó conmigo y decidió que fuéramos a ver una película, que era lo que él quería desde el comienzo.

Apareció dos veces seguidas en el sitio diecisiete. Esto no me lo explico. Tal vez había que contar hasta diecisiete y no hasta veintiuno. No me acuerdo ni intento acordarme, sólo juego a ver si me sale.

-Caminamos hasta el cine y sólo quedaban entradas para la función de las doce y media de la noche.

-¿Y qué hora era?

-Serían ocho y cuarto.

Vuelvo a barajar. Mi madre sigue:

-Con tu padre nos miramos y ni siquiera nos enojamos. No íbamos a volver a esa hora para ver una película. A mí me dieron ganas de llorar pero no lo dije. Intenté que por lo menos la cena se salvara. Le dije que fuéramos a cenar y dejáramos el teatro para otro día. Tu padre no dijo nada, se sonrió un poco, con ironía. A esa altura todo le daba lo mismo y permitía que yo decidiera.

Hay un juego que es poner cuatro sotas y tratar de que todas queden con los pies cubiertos. Es fácil. Estoy escuchando a mi madre con más atención. Pruebo una vez más el del siete de oros y si no me sale me pasaré al juego de las sotas.

-Cuando llegamos al restaurante era demasiado temprano, no había casi gente. Tu padre volvió a ponerse irónico y dijo que por lo menos aquí sí íbamos a poder entrar. Es muy triste un restaurante vacío. Nos sentamos y antes de que vinieran a tomarnos el pedido tu padre me preguntó si yo tenía plata.

-¿Y quién llevaba la plata en casa en aquel tiempo, vos o papá? -pregunto, para que vea que la sigo.

-Cualquiera de los dos.

-¿Y vos tampoco llevabas plata?

-No. Miré a tu padre y vi que ni siquiera valía la pena que me dieran ganas de llorar. Empecé a levantarme. Tu padre me dijo que qué me había dado. Le dije que no había llevado plata porque creía que él había llevado. Pero ahora me daba cuenta de que él tampoco había llevado. Volvimos a casa en taxi y tuve que entrar a buscar plata para poder pagar. Me fui a la cocina y calenté un poco de comida. Serían las nueve y algo. Le serví y me fui de nuevo a la cocina, a sentarme. A las diez tu padre estaba mirando el programa de preguntas y respuestas.

-¿Y qué pasó con el teatro, fueron al otro día?

-Después de un rato hice la valija. El se ofreció a llevarme a donde quisiera, pero le dije que no. Llamé un taxi y cuando salí me hizo adiós con la mano por encima del sofá.

Ahora apareció en el veintiuno. Creo que era el sitio diecisiete o el veintiuno, cualquiera de los dos. O uno de los dos, todavía no estoy seguro.

-¿Y a dónde fuiste aquella noche?

-A casa de mi hermana. Volví al otro día, de tarde.

-¿Y papá qué te dijo, te preguntó dónde habías estado?

-No me preguntó nada. Le dije que venía a buscarlos a ustedes. Él me dijo que me quedara con la casa, que él se llevaría el auto.

-Fue entonces que se separaron.

-Nunca volvimos a vivir juntos.

-Yo creo que ya me lo habías contado.

-Sí, es probable.

-Ahora apareció en el diecisiete otra vez.

-¿De qué estás hablando?

-Del siete de oros. Papá también me lo ha contado, aunque un poco diferente.

Carlos Liscano
La confesión de Johny y otros cuentos
COFAC/ Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - Abril de 1998

Ir a índice de narrativa

Ir a índice de Liscano, Carlos

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio