El viaje
Elizabeth Lencina 

Montevideo. Madrugada de un sábado cualquiera en la parada de un ómnibus.

Con la boca medio entreabierta, los ojos muy grandes y una mezcla de incredulidad y asombro, la mujer madura observaba todo lo que iba pasando a su alrededor.

Cada vez se convencía más de que muchas personas que a los ojos de los demás aparentan ser muy "normalitas", están llenas, pero bien llenas de contradicciones.

Por ejemplo, hay quienes dicen que se bañan todos los días. Hasta tres veces por día. Sí señor. Hay personas que realizan una verdadera apología de la limpieza: "el cenicero está sucio"; "hay mucho polvillo sobre el televisor"; "esteee... ¿me parece a mí o hace mucho que no limpiás los vidrios?"

¡Qué lo parió...! ¡A cuanta gente le encanta emperifollarse, estar muy prolijita y sobre todo, oler bien! Y lo logran nomás.

Algunos se bañan en serio y la prolijidad que lucen no es sólo externa. También la llevan por dentro, porque aunque sea muy de vez en cuando se realizan alguna que otra limpieza interna.

Otros directamente siguen insistiendo en que el perfume se inventó justamente para tapar el olor a mugre. Y así van proliferando por el mundo: mugrientos por fuera y de paso, ya que están, se inventan alguna coraza para tapar bien la suciedad que les quedó instalada por dentro. ¡Y esa mugre sí que es brava de sacar...! A veces la gente intenta limpiar la mugre vieja, y está dale que dale... tratando de sacar toda la porquería interna. Y no hay caso ché... La porquería no sale, está como pegada. Y hay otros que al convivir tanto años con ese tipo de suciedad, ya no intentan quitársela ni en joda. Total... no se ve.

Claro que si uno se sienta en el cordón de la vereda, un sábado a las 2.00 de la madrugada a esperar un ómnibus... ¡madre mía! Ahí sí que se ve de todo un poco: borrachos, mujeres viejas y jóvenes que, a juzgar por su vestimenta y su actitud al caminar, parecen estar absolutamente erotizadas, niños pequeños deambulando por 18 de Julio, vendedores ambulantes, un grupo de jóvenes bastante numeroso haciendo flor de escándalo en la vereda de enfrente...

Pero lo mejor de lo mejor, sucede en el ómnibus. En un cubículo reducido como ese, se puede observar bien de cerca el Universo de las Contradicciones en el que la mayoría de las personas está inmerso. Y ahí sí... ¡comienza el espectáculo!

El ómnibus iba muy lleno. A la altura de 18 y Cuareim subió una viejita indigente, encorvadísima ella, llena de bolsas de nylon y con un tremendo olor a mugre.

No sé que fue lo que la hizo caerse. Quizás fue producto del cansancio que se perfilaba en su rostro, su extremada delgadez o la cantidad de cosas que llevaba encima... Vaya uno a saber. El caso es que cayó sentada en el medio del ómnibus porque no podía sostenerse.

Dos personas que estaban cómodamente instaladas cada una en su asiento, le cedieron sus lugares. Ella ocupó uno solo y a pesar de que el ómnibus venía repleto de gente, nadie se sentó a su lado.

Por allá, por la calle Magallanes el micro se detiene para darle cabida a un señor mayor, alto y corpulento, cubierto con un elegante sobretodo de paño negro. Aparentemente muy limpito, pero con pinta de estar en otro espacio y en otro tiempo: estuvo más de 10 minutos parado en la escalera del ómnibus. Daba la sensación de que en algún momento él también podía dar un traspié y darse de nuca contra el piso. Cuando decidió terminar de subir al ómnibus, se sentó al lado de la señora sucia. Formaban una pareja bastante extraña. Alto y bajo. Sucio y limpio...

Siguió el viaje. Al lado mío iba sentado un hombre totalmente calvo que lucía muchas caravanitas en sus orejas y un piercing en la nariz. Muy bien vestido estaba el caballero con su ropa sport. De lo que se podía ver a simple vista, todo le combinaba con todo... pero tenía una cara de enojado impresionante, miraba a todo el mundo con una notoria agresividad. Como incitando a pelear a todo aquel que se atreviera a mirarlo demasiado.

Frente a mí también viajaba un hombre que, afortunadamente iba sentado. Ese sí que estaba en otro mundo: emitía fuertes ronquidos y de su boca entreabierta pendía una baba asquerosa.

El tipo, de tan inmerso que estaba en su mundo onírico no se cayó de casualidad.

Harta de escuchar los sonidos guturales del dormilón, mis ojos se dirigieron a su compañero de asiento: era un señor que portaba un ropaje muy humilde y que golpeaba insistentemente la ventanilla de vidrio llamando a alguien. Me llamó la atención la vehemencia con que lo hacía. Y además gritaba como loco: "¡Flaco...., flacooooo!". Mientras, yo me preguntaba: "¿Porqué diablos no intentará abrir la ventana?". Y otra vez la misma respuesta: vaya uno a saber...

Luego subieron dos jóvenes, uno de ellos tenía una botella de cerveza en la mano, estaba bastante ebrio. Apenas abría los ojos... El que había subido con el embriagado intentaba hablarle en forma normal. Y su compañero lo único que hacía era mirar para todos lados, reírse y seguir dándole al pico. (A todo esto,a mí me seguían surgiendo preguntas en la cabeza: "Hermano...no te gastés más. ¿No te das cuenta de que no te entiende nada?")

También vi a una pareja que estaba sentada muy cerca de mí: ambos eran jóvenes. A mi criterio (y a juzgar por su forma de hablar absolutamente incoherente) ella era la criatura más imbécil e inmadura que uno pueda imaginarse. Imposible transcribir algunos de sus diálogos... de tan superficiales que eran. Eso sí, según el guarda: "Huy, Dios... ¡que buena está esa mina!"

Había gente que reía. Muchos jóvenes parece que iban a bailar. Otros, por las caras de cansados y los bostezos interminables, posiblemente vinieran de trabajar.

Todo era medio surrealista. Pero también muy cercano.

- Guarda... la próxima por favor.

Al fin, como a las 3.00 de la mañana llegué al barrio donde vivo hace como 20 y pico de años. Me dolía un poco la cabeza.

En la cuadra de mi casa un grupo de pibes inhalaban "merca" como condenados. Y en la puerta misma de mi edificio, una pareja daba rienda suelta a toda su pasión contenida. Pegadísimos como chicle, muertos de amor...

- Ehh..., con permiso.

Los dos me miraron y me sonrieron con cierta complicidad.

- Tranquilos... -pensé yo- No se lo voy a contar a nadie. Ni a tu mujer ni a tu marido.

Entré a mi departamento, dejé la cartera y me tiré en el sillón a fumar un cigarrillo.

La obra de teatro que fui a ver había estado muy buena. Mostraba la doble cara de una familia del siglo XXI: sus integrantes se mostraban elegantes, risueños y muy modernos. Pero escondían algo sucio, funesto y que existe desde que el mundo es mundo: la locura en su máxima expresión.

Todavía no sé que fue lo que más me impactó: si la obra en sí misma o el viaje en el 105.

Elizabeth Lencina 

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