El encuentro
Elizabeth Lencina 

Mayo de 1989.

Ella no recuerda ni el día ni la fecha exacta (mucho menos la hora) en que se originó el tremendo acontecimiento que sacudió toda su existencia. Le aconteció un suceso que puede llegar a conmover a los corazones más rígidos. Y vaya si el corazón de esta joven estaba rígido...

Era un corazón que por momentos, también se tornaba superficial y liviano.

Lo que pasa es que desde épocas muy remotas el ser humano vive rodeado de contradicciones. Así que junto a ese aparente estado anímico tan propio de aquel corazón que no sentía gran inclinación por otra persona, también coexistía otro corazón que solamente ella conocía pero que a veces de tan distintos que eran uno del otro, le daba la sensación de que pertenecía a otra persona. Sin embargo ella (como todos los mortales), poseía un sólo corazón...  sólo que en ocasiones éste se le desestabilizaba un poco.

A veces latía muy aceleradamente y las conductas de su dueña se tornaban un poco impetuosas. Otras veces el desenfreno, la euforia y un desorden que rayaba lo caótico se convertían en sus principales características. En más de una oportunidad también se tornaba permeable al extremo, la más increíble nimiedad lo volvía quebradizo y denotaba una sensibilidad que fácilmente llegaba a su punto máximo.

Rígido y flexible. Calmo y eufórico. Permeable e impenetrable, caótico y ordenado.

Tanto en un caso como en otro, ese corazón buscaba un aliciente para seguir latiendo, como si le faltara algo que le otorgara vigor y equilibrio.

¿De qué carecería ese corazón atormentado?

Silencio. Momento de reflexión. No todos los corazones responden de la misma manera cuando los invade un nuevo sentimiento.

En el caso de ella, cuando aquel tremendo suceso comenzó a manifestarse (junto con los primeros fríos del invierno) logró, primeramente desconcertarla.

-¿Qué??? Pero... ¿cómo es posible si yo...?

Shh... Todos los corazones sienten dudas en algún momento. Pero hay dudas que paralizan y otras que movilizan.

Cuando despuntó el mes de julio, el corazón de ella vivió una de esas movilizaciones que nunca antes había experimentado: logró conectarse con otro corazón, más chiquito de tamaño, pero fortísimo en ganas de latir.

En esos primerísimos tiempos sólo ellos dos sabían que se habían encontrado. Y las dudas de aquel corazón grande, mezcla de caos y orden comenzaron a disiparse.

Algo importante se avecinaba.

De a poco, a paso lento pero firme el pequeño corazón comenzó a tomar forma cobijándose en aquel más grande que logró acunarlo con total aceptación.

Y el chiquito fue creciendo, tomando forma y vida propias. Sus escasos primeros milímetros fueron tornándose en centímetros, sus latidos se iban sintiendo cada vez más asemejándose por momentos, a las inocentes patadas de un alegre corcel.

Continuó creciendo. Formándose. Siendo albergado por el otro corazón grande que pronto comenzó a necesitar la ayuda de otros órganos. Todos se unieron para brindarle una mejor calidad de vida al pequeño que cada día latía con más fuerza y que desde su génesis, allá por mayo del ’89, había adquirido forma humana.

Siguió siendo cuidado, acunado, protegido y alimentado antes de abrir los ojos al mundo exterior por primera vez. El pequeño también supo cuidar muy bien a la dueña del corazón atormentado: le brindó paz, AMOR, ternura, algún que otro desconcierto, pero sobre todo le brindó EL motivo para seguir latiendo. Casi nada, ¿no?

Cuando llegó la primavera de aquel año inolvidable, ya todos sabían que ella, dentro de algunos meses iba a encontrarse cara a cara con su primogénito. Mientras no llegaba ese momento, su panza tuvo un notorio crecimiento.

En realidad le sucedieron crecimientos de todo tipo. Físicamente, la mujer dueña del corazón inestable ya no podía agacharse para atarse los cordones de los zapatos. Y emocionalmente estaba cada vez más sensible, llorona y quejosa.

Claro... un embarazo produce un sin fin de sentimientos muy difíciles de describir.

Por fin, cuando llegaron los calores más intensos, exactamente un 16 de enero de 1990 a las 16.00 hs., el pequeño corazoncito decidió que ya era momento de hacer acto de presencia.

Y se conocieron personalmente: ella, su mamá, lo vio como el hijo más lindo del mundo, el mejor, el más grande, el más redondito y obviamente, haciendo honor a su tamaño, era el que lloraba más fuerte. ¿Quién habrá dicho la brutal estupidez de que los hombres no lloran?

El hijo quizás no tenga recuerdos conscientes de ese gran día, pero lo cierto es que al mínimo contacto con su madre él se calmaba, esbozaba una mínima sonrisa y su llanto se convertía en un plácido sueño.

Con el transcurso de los años, la joven (ahora toda una mujer) dueña de aquel corazón inestable, comenzó a notar que éste latía de una forma más equilibrada. Firme pero dueño de una tranquilidad que antes no conocía ni por asomo. Y el pequeño hombrecito que tomó la decisión de venir al mundo en un soleado día de pleno verano, se convirtió también con los años, en un joven con características muy particulares: bondadoso, sensible, dueño de un carácter fuerte y a veces un tanto altanero, leal, perseverante y trabajador. Una bellísima persona.

 

Ya pasaron dieciséis años y los dos corazones continúan latiendo con mucha fuerza.

Poco a poco, a paso lento pero firme van aprendiendo a latir cada uno por su lado.

Lo van logrando y lo demuestran día a día. El corazón tormentoso está relativamente calmo y a pesar de que hace un tiempito goza de cierta independencia, es un corazón a veces bastante miedoso (¿o egoísta?). El otro corazón, el más pequeño, hace rato que tiene ganas de latir solo. Y se impone con fuerza. Y él también, a su ritmo logra gozar de las nuevas independencias adquiridas.

Sí señores... Es que mi maravilloso hijo desde que nació, es dueño (por suerte) de un carácter fuerte y a veces un tanto altanero.

Elizabeth Lencina 

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