Claroscuro
por Elizabeth Lencina

Noche, lluvia y un frío estremecedor. De esos que hacen temblar involuntariamente todo el cuerpo y que en ocasiones, parece que congelara hasta el alma. A veces, se llega a tener la sensación de que ese escalofrío no se va nunca. Se instala y se anida en los lugares más recónditos hasta llegar a los huesos.

Con la lluvia parece que sucede algo distinto. Cuando cae en forma estrepitosa, es la encargada de arrasar con todo, de llevarse íntegramente lo que encuentra a su paso. Y sin embargo, mucha gente dice que caminar bajo un aguacero ayuda a eliminar las sustancias tóxicas del organismo. Como si produjera un efecto depurativo.

En fin... parece que la lluvia limpia.

La cosa es que, en la noche de agosto del ’74 el agua golpeaba sin piedad ninguna. Y las callecitas que habitualmente conducían a la vieja casona, ahora de tan tupidas que estaban obstruían el paso. Quedaron llenas de un fango pegajoso, mugriento y de color oscuro.

Totalmente empapada, Guadalupe intentaba caminar lo más rápidamente posible. Estaba tiritando de frío, pero a medida que avanzaba se sentía un poco más optimista y esperanzada....

Aún así, la negrura de la noche y la cercanía del frondoso monte inquietaban su ánimo.

Llegar al cruce del ferrocarril también la perturbaba. Si bien eso era un indicio de que ya faltaba muy poco para llegar a la casona, estar frente a las vías del tren implicaba obedecer la señal de las barreras: detenerse o continuar.

Afortunadamente, esa noche y en ese momento las barreras estaban en alto.

Bueña señal: la vía estaba libre para ser cruzada.

Sonriendo, Guadalupe respiró más aliviada, apuró el paso y volvió a ganar confianza.

Con ese sentimiento agitando en su pecho, la calle del cementerio le resultó más indiferente que otras veces.

No debe haber nada más gratificante que la sequedad para tanta empapadura. Es cierto que el frío congela hasta el alma, pero el calorcito la entibia. Lo mismo pasa con el cuerpo.

Todo parecía indicar que los pies entumecidos de Guadalupe pronto recobrarían su temperatura normal. Si bien la casona tenía más de cien años aún estaba en pie, así que algo de protección podría brindarle.

Una vez frente a la desvencijada morada, la jovencita se vio obligada a desafiar un nuevo obstáculo: la canaleta desbordante de agua sucia, marrón y que destilaba un olor fétido intentaba separarla de la vivienda. Intrépida como siempre, ella logró dar uno de los mejores saltos de su vida.

Y ahí estaba. Firmemente parada sobre los azulejos amarillentos de la pequeña vereda. Con ojos desorbitados por la emoción, su vista se posó sobre aquellas deslucidas puertas grises.

De golpe, un fuerte viento arremetió golpeando como un latigazo. Las puertas de la casona se abrieron y el panorama resultó devastador: además de percibir agua sucia por cuanto rincón había, pudo sentir bien, pero bien cerquita de sus pies los ágiles movimientos de unos roedores de cabeza pequeña, hocico puntiagudo y larga cola.

Su desconcierto fue en aumento al advertir que su humilde refugio, aquel en donde ella solía cobijar sus fantasías más íntimas, se vislumbraba ahora como un rincón frío, húmedo y oscuro. Completamente inundado. Despavorida, Guadalupe salió corriendo sin rumbo fijo.

La lluvia que no cesaba, el barro donde se hundían sus zapatos agujereados, el pánico que ahora sí le producía la calle del cementerio y aquella señal indicadora tirada en el medio de la vía, no le permitieron llegar demasiado lejos.

El golpe sonó fuerte en su cabeza y de a poquito, fue entregándose a un obligado sueño, no sin antes disipar lo que decía el maldito señalizador: "Gente en obra."

Apretándolo fuertemente, Guadalupe se desvaneció.

Nunca supo cuanto tiempo pasó hasta que volvió a despertarse.

Ya no llovía, pero la joven aún permanecía congelada. Eso sí, en ningún momento dejó escapar el cartel de sus manos. Con él, volvió a la vieja casona.

De un solo vistazo pudo observar los paredones que la humedad se había encargado de cubrir de negro, sintió el nauseabundo olor a mugre que impunemente se había introducido en todos los espacios. Completamente atónita, permaneció por un instante viendo cómo los troncos flotaban en lo que había sido la sala de estar. Y el rinconcito que en algún momento fuera testigo de sus primeros sueños, ahora se asemejaba a un agujero inhóspito, viejo y sucio.

Llorisqueando, Guadalupe dejó resbalar el cartel señalizador y en un estado casi atrofiado quedó observando su otrora lugar favorito.

Transcurrieron muchos años y en cada primero de enero, Guadalupe se sorprendía a sí misma con algo nuevo.

Una vez fue la remoción del viejo pavimento de toda la casona lo que dio lugar al surgimiento de nuevos rectángulos elaborados con tierra arcillosa, amasados con agua y secados bajo el sol de cada verano; en otro momento, cada trozo de madera encontrado por ahí fue martillado con ganas hasta que los agujeros del techo quedaran bien tapados. Y como los troncos siempre abundaban en las cercanías del lugar, no resultó muy difícil convertirlos en una rústica pero fuerte cama. También le llegó el turno a unas bolsas de arpillera que milagrosamente había logrado recuperar y que sirvieron para ir amortiguando la dureza de las tablas.

Mucho trapo y un nuevo par de zapatillas fueron testigos de la llegada de otros inviernos. Junto a ellos, también vinieron otros carteles: "golpee antes de entrar."

Pero no siempre era necesario hacerlo.

Cuando algún vientito entreabría la chirriante puerta del rincón, se podía vislumbrar más elementos que formaban parte del nuevo escondrijo de Guadalupe: los palos recogidos en el monte cercano se transformaron en improvisados estantes donde ahora reposaban, ordenadamente algunos de los libros que sobrevivieron al diluvio. Ni hablar de las vetustas paredes que ahora sí estrenaban un lindo color azulado.

Y en un lugar de privilegio, allí donde todas las mañanas el sol iluminaba con más fuerza, emergía como un trofeo el viejo cartel indicador: "Gente en obra."

La primera inundación es la más difícil de olvidar. Provoca sentimientos de impotencia y desamparo. Pero, como dicen algunos... parece que la lluvia limpia.

No en vano uno de los libros que Guadalupe logró rescatar titulábase "Luces y Sombras."