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Un apacible viaje en tren
José Washington Legaspi
  jowalech@gmail.com   

 
 
 
 

Julio, mi hermano mayor, tiene la costumbre de escarbarse la nariz en busca de mocos. Parco de palabras, taciturno, hurga en sus fosas nasales hasta sacarlos de variados colores: amarillos, marrones, y verdes, tras lo cual, sin más preámbulo, los deposita en su boca. Su hábito no genera mayor molestia, salvo que se llene, de tal manera, que opta por hallar superficies donde pegarlos. Sillas y paredes son sus primeras víctimas hasta que se aburre y su espíritu aventurero lo empuja a depositarlos en la ropa de aquél que tenga más a mano.

Viajábamos en tren y Julito seguía concentrado en sacar los mocos de su nariz y llevárselos a la boca. Busqué con la mirada a nuestro hermano menor, Juan. Este, a diferencia de Julio, ignoraba siempre sus secreciones. A tal punto, que no eran raras las ocasiones en que a Julio se le acabara la materia prima, tomando la de su hermano, que colgaba largamente de la nariz de este.

Juancito era más extrovertido. A todo lugar que iba llevaba su cajita de herramientas, las que mostraba orgulloso a quienes le rodeaban. Esta costumbre lo hacía más simpático que Julio, por lo que trababa relación rápidamente. Siempre algún incauto se disponía a jugar con él. El juego, muy sencillo, consistía en lanzarle un martillo, destornillador o pinza a Juan, quién parado de manos con los ojos vendados, lo atrapaba en el aire. Esta rutina se podía repetir bastante, hasta que, como Julio, se aburría. Por ahora todo estaba tranquilo. Juancito atrapaba parado de manos un pesado martillo, su favorito, que una adorable viejita le arrojaba cada vez más admirada de sus habilidades. Varios pasajeros los miraban y aplaudían cuando mi hermanito tomaba el objeto...

El tren siguió con su traqueteo monótono. Algunos pasajeros dormitaban. De pronto, miré a Julio y la alarma sonó en mi cabeza. Tenía un moco hecho pelotita en el dedo índice. Lo observaba detenidamente mientras un significativo provecho emergía de las profundidades de su garganta. Eso quería decir sólo una cosa... Estaba lleno, aburrido, y habría problemas...

A su lado, una gorda descomunal, vestida con una especie de carpa amarilla, lo miraba asqueada y bastante molesta. Había soportado estoicamente el viaje al lado de Julito y su ingesta de mocos. Aquél horrible sonido era el colmo. Rogué al cielo que no dijera palabra... ¡cómo explicarle que mi hermano era tan sensible!...

“- ¡Ordinario!”, vociferó. Julio la miró con esa fría calma premonitoria de peor desenlace. Sus ojos se balanceaban del moco a la gorda, y de ésta al moco, en un vaivén terrible. Sólo yo sabía que trataba de encontrar un buen lugar donde dejarlo.

Todo se precipitó. La respiración cada vez más agitada de aquella mujer, el dedo apoyado firmemente en un pecho enorme, la bolita aplastada contra la carne y el chillido agudo, fueron un instante... El otro grito, ronco, de fiera herida, y el golpe sordo, me agitaron a mí. Giré en redondo. La boca de Juan aún emitía el alarido cuando vi el martillo clavado en la cabeza de la simpática anciana. Juancito, con evidente fastidio, gritaba a la cara del cadáver, “- ¡me lo tiró mal, me lo tiró mal!” entre sollozos histéricos, mientras trataba sin éxito de recuperar su herramienta.

Tal sucesión de hechos enloqueció al pasaje. Todos aullaban aterrorizados. Alguien pulsó el freno de emergencia. Hubo caídas, empujones y más gritos...

Antes de que se detuviera el tren todos habían descendido. La gorda, en el intento, cayó entre dos asientos donde quedó encajada. Julito se agachó sobre ella...

Julito, montado ahora sobre el pecho de la gorda, le colocaba otro moco, esta vez sobre la frente. La pobre mujer lo miraba aterrorizada. De pronto, se agitó tanto que mi hermano subía y bajaba aferrado a su cuerpo. La boca de ella se abría y cerraba espasmódicamente, su rostro mudaba de careta a cual más grotesca, hasta que por fin, quedó quieta, con los ojos y la boca tan abiertos que parecían romperse...

Juan, recuperado su martillo, ahora peludo, se paró a su lado, mientras Julio descendía de aquella mole. Yo me acerqué también. Por primera vez presté atención a los dientes de la infortunada. Eran blancos, cuadrados y grandes, con alguno medio negro intercalado, cual si fuera un piano. Sonreí. Puse mis dedos en ellos con firmeza pero no sonaban. Insistí en vano, mientras mis hermanos reían... A lo lejos se oían sirenas, acercándose.

Julio cedió su puesto a Juancito. Este miró su martillo, el teclado, y luego a mí... Las sirenas ya estaban próximas. Asentí sonriendo. La herramienta cayó con fuerza... Dientes y pelos su hundieron en la negra profundidad...Nos abrazamos riendo... Sordas explosiones desde el exterior nos hacen vibrar... Una mano invisible golpea mi cabeza... veo todo rojo...

 

José Washington Legaspi
jowalech@gmail.com

 

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