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Acompañado
José Washington Legaspi
  jowalech@gmail.com   

 
 
 
 

Desde la ventana veía avanzar al hombre cuya edad era difícil precisar Todos los días a la misma hora, caminando, llegaba a la placita frente a mi casa, acompañado por decenas de palomas. Se sentaba y las alimentaba.

Nunca tuve explicación de su presencia. No entendí que atractivo podía haber en aquella miserable plaza sin árboles, sin niños. Las únicas aves eran las que él traía... Se quedaba sentado durante horas, las mismas que yo permanecía mirándolo. Nunca le vi la cara ni presté demasiada atención a sus ropas. A simple vista destacaba un sombrero gris de ala ancha y una gabardina negra que ocultaba su cuerpo. Atrapaban mi atención las palomas que no se movían de su lado hasta que él se levantaba para irse, partiendo en su misma dirección, como acompañándolo.

Yo no tenía nada mejor que hacer que mirar por aquella ventana. Desde niño estaba postrado en esta silla de ruedas, encerrado en mi habitación. Mis padres decían: “- es por tu bien, Pablo”-. Y así lo acepté. Mi mobiliario era escaso, lo necesario, una cama y una mesa, y, por supuesto, la silla. En esta pasaba la mayor parte del tiempo, junto a la ventana, mi único nexo con el exterior, ya que la puerta permanecía cerrada con llave. “- Por tu seguridad, Pablo”- afirmaban. Lo mismo escuché cuando pregunté por los barrotes que cerraban mi ventanal.

Tres veces al día veo a mis padres, para alimentarme y lavarme. Hablan poco, lo imprescindible. Eso sí, casi no me miran a los ojos. Por la noche los oigo charlar y reír animadamente, con otras voces, más jóvenes. Cada vez que preguntaba por esos sonidos hallaba la misma respuesta... silencio. Jamás volví a insistir.

Si quiero leer tengo que pedirles qué libro o revista, en mi cuarto no los hay. Tampoco radio o televisor... fueron quitados hace mucho, tanto, que no sé si creer que fue un sueño o mi imaginación. Yo era muy chico y feliz. Papá y mamá se desvivían por mí. Los días de sol me sacaban al jardín de atrás, pasábamos todo el tiempo, juntos... Un día, abruptamente, dejé de ver a mi madre, “- está enferma “- dijo mi padre. Quise estar con ella pero me fue prohibido...

Una mañana de sol, como todas, me llevaba al jardín y oí la voz de ella llamándolo. Me dejó solo en el pasillo, y aproveché para abrir la puerta más próxima. Quedé sorprendido ante las paredes pintadas de varios colores, los numerosos juguetes esparcidos por doquier, y una camita con baranda. Cuando papá me descubrió yo acariciaba un osito... su gritó me asustó.

Desde ese día todo cambió. No sólo quitaron el televisor, las revistas, los libros. También cambiaron los vidrios de mi ventana por esmerilados y se llevaron un espejo que había a los pies de mi cama, en el cual nunca pude verme. A partir de allí vivo aislado, ya no hubo más salidas al jardín, ni tortas de cumpleaños, ni juegos, ni risas,... sólo yo, mi silla y mi ventana.

Soy libre únicamente cuando la abro. Debo acercar tanto la silla para poder mirar que las piernas me quedan apretadas contra los barrotes. Así, pegado a ellos estaba la primera vez que lo vi...

Aunque esta mañana es distinto, estoy más ansioso que nunca. No sé por qué pero lo espero impaciente... Es un día gris de ruidos apagados en aquella plaza vacía. Como era costumbre divisé primero su sombrero, que hoy parecía darle color a la mañana... Enseguida, el grotesco movimiento de sus brazos, como desprendidos del cuerpo... Ninguna paloma lo seguía... Se sentó de espaldas, con la cabeza gacha... Mi pulso se aceleró, mis manos sudaban... De repente se irguió, giró sobre sí mismo y alzó la cabeza... Pude ver sus fríos ojos fijos en mí... Sonrió con un gesto que me resultó malicioso, aunque confortable... Sin dejar de mirarlo separé la silla de los barrotes... Su sonrisa, que se ampliaba cada vez más, mostró unos dientes perfectos. Me paré y caminé hasta la ventana como si lo hubiera hecho toda la vida... Sus brazos se alzaron cual alas negras que fueran a abrazarme... lentamente comenzó a agitarlos... sin darme cuenta repetí sus movimientos... sus labios dijeron mi nombre...

La silla y los barrotes quedaron atrás. Volé hacia él, y, agradecido me posé en su mano... acarició mi cabeza...

Después, partió como siempre,... acompañado.

 

José Washington Legaspi
jowalech@gmail.com

 

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