La batalla de los dioses

cuento de Leoncio Lasso de la Vega

El Concilio de los Dioses - Peter Paul Rubens. 1624 París Museo del Louvre

- I -

Fue en la zona de lo inmaterial donde se libró la batalla de los dioses.

 

Lo ideal, producto de la fantasía, hijo del ensueño, no muere en nosotros; resucita en una realidad que no por ser distinta de la nuestra es menos verdadera: adquiere nueva existencia en una región suprasensible que, aunque escapa a nuestros sentidos no se esconde a la percepción de nuestras almas. Detrás de esos limbos, persiste el encadenamiento invulnerable del Universo.

 

Más allá de esas fronteras intangibles, se producen choques y alianzas, muertes y nacimientos, amores y odios, que están ligados, por refleja forma, con las simpatías y antipatías, las metamorfosis, los renuevos, tos brotes y las expresiones de la Tierra,

Allí repercuten los estallidos de la Idea.

Los partos inmateriales del pensamiento, envían allá a la mariposa naciente en que se transfigura la oruga sombría que incubó nuestro cerebro.

Esa zona misteriosa del ideal, es como un satélite del alma suprema de la humanidad, a cuyo alrededor recorre una órbita interminable, y refleja pálida luz, suave y diáfana, sobre la mirada atónita de otros seres; otros vivientes del inmenso universo, cuyos orbes no tocamos pero al que asciende el efluvio de nuestros espíritus, reproduciendo en ellos, como en espejos del alma, las vagas imágenes de nuestros anhelos.

Allá, en esa zona misteriosa de la Idea, donde se transforman nuestras propias creaciones en nuevos y extraños seres que moviéndose, aman, suspiran, luchan y odian... allá se realizó la batalla de los dioses.

- II -

Se rebelan iracundas las antiguas teogonias.

Las divinidades de otrora; las que reinaron, soberbias y opulentas, en remotas edades; las que aún no han perdido del todo su puesto en los modernos altares, sienten renacer su orgullo, mover sus adormecidas ambiciones, caldeándose el rayo en sus manos y la indignación en sus frentes.

Han contemplado desde su lejana altura, los nuevos templos, las nuevas divinidades imperantes hoy: las han visto decadentes, seniles, corrompidas; las han juzgado con severidad de dioses y han decretado su muerte como indignas herederas de la excelsa gloria que corona las sienes de los divinos símbolos antiguos.

Y en portentosa revolución de mitos y creencias, sobre las celestes llanuras que poblaron los genios del pasado, convócanse todos, con actitud guerrera, en iracunda asamblea.

Agrúpanse como negras nubes de tormenta, en escuadrones prodigiosos impulsados por un soplo supremo.

Y allí, los dioses védicos, bramínicos y búhdicos se unen a las divinidades egipcias y caldeas.

Acá, ruge Baal e increpa Júpiter, acompañado de los olímpicos.

A un lado Bhuda, con Jesús, con los dioses del amor espiritual.

Al otro, Jehová, Melcarte, Vitzlipotztli, Odin, son los genios de la destrucción, de la guerra, de la muerte.

Más allá, las divinidades helénicas, los bellos emblemas de la gracia, de la armonía, del arte.

En el fondo rondan amedrentados, sin atreverse a penetrar en la lucha, como larvas de dioses, como espectros vagos, los fetiches.

Cerca de ellos, divinidades del mal, engendros del dolor en matrices de tinieblas, Satán y Tifón, con las serpientes del Epíro entre las feroces Euménides.

La lid comienza como un vórtice indescriptible, como aquel torbellino del mito mazdeista entre izedes, ferveres y devas, que conmovió a los orbes en la penumbra de la creación.

Y acá en la Tierra, retumban con estampidos inauditos los golpes de los divinos combatientes, y a sus formidables ecos, se derrumban los templos, se hunden pulverizados ídolos, imágenes y estatuas. Los semidíoses cristianos, los santos anacoretas, los esclavos del ascetismo, los monjes canonizados, los santones del Islam, ios bonzos de la China, los Lamas del Thibet, los idiotas sacrificadores de la carne como el Estilita, los brutales verdugos de la conciencia como Domingo de Guzmán... huyen despavoridos y se pierden transformados en insectos, entre la inmensa polvareda que en su lucha levantan los dioses verdaderos, los soberanos del Panteón.

En el centro de las irritadas nubes que se acribillan con sus rayos, se buscan, se confunden, o se retan altivos los más poderosos. Fulmina sus relámpagos Júpiter; restalla su látigo Jesús; ruge Brahma sus iras atronadoras.

En aquella encendida zona, sólo osan penetrar los más fuertes, los más audaces.,. y entre ellos, airados como siempre, rebeldes, invencibles, Tifón, Satán y las Euménides redoblan sus ataques.

- III -

Como caen los aludes de la alta montaña, como levanta la avalancha sus ecos medrosos en los profundos valles, así en la tierra despavorida caen los gritos de la divina lucha y resuenan con pavorosa repercusión, los golpes que en la altura se asestan los dioses.

Convulsiónanse los humanos como hipnotizados por un extraño fluido que desciende invisible desde la zona excelsa donde luchan las divinidades.

Es una sensación, refleja también, que baja del mundo de la idea, de ese mundo en que se proyectaron los pensamientos humanos, las ambiciones de las almas. Porque los dioses, con ser creaciones de los hombres, dominan a sus propios creadores, y con soplo irresistible, empujan y dirigen a las greyes terrenas por extraviados derroteros.

***

Entre tanto, allá en la altura, la formidable batalla toca a su desenlace.

La victoria se inclina en favor de la Armonía, de la Gracia, del Arte.

Atenas renace triunfadora y embellecida, arrogante entre los pliegues de su peplum, coronada de rosas, adorada por Pan.

Y huyen ante su empuje regenerador las caducas teogonias. Disípense los tétricos símbolos del sacrificio estéril para renacer hermoseados con nuevos y galanos trajes entre graciosos ornamentos. ¡Ya el Dolor y la Muerte son dioses begninos!

Desaparecen las sombras supersticiosas y espectrales. Caen agonizantes los dioses crueles que destruyen sin crear. Se desvanecen, como humo de ignorancia, los semidioses que, por astuta traición, ocuparon inmerecido asiento entre las falanges teogónicas.

La irrupción olímpica todo lo arrasa victoriosa.

Sólo se niegan, tenaces, a aceptar la derrota, los eternos rebeldes, Satán y Tifón y cerca de ellos las Euménides.

Una mirada de Júpiter suspende la batalla. Las cohortes triunfadoras ensayan nuevos himnos de gloria in excelsis.

 

***

Helos ahí, otra vez sobre las aras, imperando con leve cetro, a los dioses helénicos, los renovadores de la vida, los que vierten sin agotamiento ni cansancio la eterna savia primaveral.

 

Pero no es incondicional su triunfo: no.

 

Cuando celebran su renacimiento en la asamblea de regocijos por la victoria, las puertas del Olimpo se abren, y entre aclamaciones de los viejos dioses, penetra descalzo y silencioso un mísero irredento.

 

Aún lleva en una mano el martillo y en la otra el yunque.

 

Aún pende de su frente una gota de sudor y de sus ojos una lágrima. Son las dos perlas divinas de la Vida y de la Muerte.

 

Le acompaña en tumulto una muchedumbre altiva de harapientos, una cohorte de nuevos apóstoles, una hueste de siervos emancipados, una multitud compacta de mujeres y niños que lo aclaman.

 

La buena hada helénica ha otorgado un sólido predilecto al símbolo verdadero del amor fraterno, y le ofrece su asiento a la derecha del Dios único, del Invisible, del Ignoto.

 

Y fué el más grandioso instante de la historia de los dioses, aquel en que cerca unos de otros, y en comunión de sentimientos, agasajaron como hermanos, en la cumbre de lo ideal, al Trabajo divinizado entre Brahma meditabundo a un lado, y las Gracias risueñas que, en torno, desplegaban, bailando, las guirnaldas do flores que cosechan en los corazones con simientes de alegrías.

 

***

Las puertas del Olimpo regenerado, están abiertas.

Los dioses llaman, generosamente a los hombres.

Y la divinidad no es adusta y terrible sino amable y bondadosa.

¡Cantemos con regocijo sencillo y bueno! ¡Ancha, muy ancha, es la escalinata de la Gloria! ¡Abordémosla!

Pero ¡hay! ¡aun se yerguen en su primera grada, vigilantes, irascibles, implacables, feroces, los dioses nunca vencidos, los eternos rebeldes... Satán, Tifón y las Euménides...!

¡Esfinges indescifrables! ¡Trinidad eterna!

cuento de Leoncio Lasso de la Vega

Del libro "El ahijado del diablo" Inédito en el cíber espacio al 5 de enero de 2017

O. M. Bertani Editor - Montevideo, 1913

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

              Leoncio Lasso de la Vega en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce   

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