Métodos para apoyar la labor cultural de Letras-Uruguay

 

Si desea apoyar la labor cultutal de Letras- Uruguay, puede hacerlo por PayPal, gracias!!

 

Libros uruguayos
 

"Aguas fuertes de la Restauración", de M. Ferdinand Pontac (Luis Bonavita)
Alberto Lasplaces

 

Aquí está "Restauración", el pintoresco pueblo que sobre el canavás irregular de "El Cardal", se fue condensando hace casi un siglo enrededor del ejército de Oribe, inmovilizado frente a la Nueva Troya, cercana y lejana, a la que como una visión inasible iba a contemplar todos los días desde el mirador del Cerrito. Revisando viejos archivos do papeles amarillentos; conversando con los últimos sobrevivientes de aquellos tiempos; hojeando detenidamente publicaciones olvidadas; reconstruyendo con la imaginación escenas y andanzas; visitando los postreros vestigios de las casonas coloniales que aún quedan en pie, Luis Bonavita ha realizado el milagro de resucitar una época única, de infundir nueva vida y expresión a cosas extintas, de hacer mover y hablar a sombras desvanecidas. El gran escritor que hay en Bonavita, ha llevado a cabo esa evocación casi sin esfuerzo, dejando deslizar la pluma empapada en encantadores recuerdos sobre las cuartillas sedientas. "El origen de la Restauración",- apunta, -es el más curioso de todos los pueblos del país. Se edifica sobre el antiguo caserío del Cardal, pero se edifica de un golpe. Ese Cardal que cabalga sobre una cuchilla es un punto intermedio entre el Cerrito y el Buceo. Se explica que en él hayan afincado las familias de los soldados sitiadores y un alto comercio. Si Oribe hubiera atacado Montevideo por sorpresa Cid ese 16 de febrero de 1843 en que, vacilando inexplicablemente, inició el asedio, la Restauración no hubiera nacido".

 

Todo en estas páginas densas y palpitantes, es pintoresco y ameno: las descripciones del pueblucho, hijo de la guerra, que se va iniciando, tímidamente, con ranchos da adobe y paja que sirven de primer alojamiento a los oficiales del ejército de Oribe; la construcción de algunos edificios de ladrillo en que se instalarán después las oficinas de gobierno, los ministros, los altos dignatarios, las familias pudientes, los comercios, cada día, más prósperos; el desfile de los tipos más destacados y representativos, desde ese cura "federal Domingo Ereño, "vizcaíno de pasiones fuertes y exaltadas convicciones políticas", predicador del evangelio rosista desde el púlpito de su aldea: - "¡Mueran los asquerosos, salvajes, inmundos unitarios!". - hasta la figura pálida y magra del general Oribe, siempre como en segundo término, ceremonioso y amargado, como un poco ausente de los acontecimientos de que es centro y que hierven a su rededor con imponderable dinamismo. Y Elisa Maturana, "que llegó al altar bajo la presión materna y puso su pequeña mano, -en cuyo hueco ardía aún la brasa del último beso desesperado de Juan Carlos Gómez,- en la del Ministro don Carlos Villademoros a quien no quería, y apenas estimaba". Y la épica doña Mauricia Batalla, "mujer trigueña, de ojos claros y severos, edad indefinida, grandes y regordetas manos de cuyo puño izquierdo colgaba siempre el rosario mientras pendía del derecho la manija del rebenque", mujer emprendedora y audaz, comerciante y caudillo. "Es la Mauricia de la actitud belicosa, - prosigue, - rebenque en puño, aún en la pulpería, entre los tercios y el mostrador que sabía de sus cálculos a base de dedos y de granos de maíz.

Cuando compró la esquina colorada y el alguacil Latorre, cumpliendo la ceremonia de la toma de posesión, hizo salir de la trastienda al inquilino rebelde, tal vez ninguno de los presentes haya concedido a la repentina mansedumbre del desalojado, su verdadera significación. Podemos dársela, pasado el siglo. Fue en homenaje al talero y a la mirada de esa mujer que llegaba al pueblo a paso de carga y de conquista". Y los hermanos Fariña, saladeristas, nacidos en Coruña, que a los pocos años de instalarse en los descampados del Cardal "tenían todo zanjeado y con tunas, higueras y membrillar; con laguna y quinta; con bajíos, corrales, mangueras, atahona, tendales. Un establecimiento que no había mejor en la capital, "pues además de todo esto, teníamos diez carretas con 120 bueyes para los acarreos, y tropilla con yegua madrina". Los Fariña, a los que la caída de Oribe arrastra, y en cuyo establecimiento de 18 piezas alojó durante mucho tiempo el Presidente su gobierno: Ministerios, Maestranza, la Imprenta y la Comisaría.

Luis Bonavita

Gran fuerza sugestiva tiene la descripción de una fiesta en el saladero de los Fariña, la de San Andrés, nombre de uno de sus dueños. De disponer de espacio reproduciría íntegro ese cuadro maravilloso, lleno de luz, color y movimiento, en el que se destaca la escena del canto que la patrona, doña Manuela, dedica al festejado: "Cantaba doña Manuela simple y señorialmente para regalo de su marido, en el día de su santo. De vez en cuando subrayaba su música el coro de las guitarras, que en seguida volvía al silencio para que la voz pura luciera toda su belleza. Estaba erguida, sonrosada, bajo el gran dosel del árbol patrio, como la sacerdotisa de un rito esotérico. Poco a poco en la peonado empezó a sentirse el mandato del ritmo. Movíanse los pies sonoros de nazarenas y castañeteaban los dedos, tomados de impaciencia. Alzóse de pronto, una voz varonil en la que podía sentirse el dejo respetuoso:

-El pericón, patrona.

Sonrió la "señora ama". Los hombres de aquel tiempo les tenían más respeto y temor a sus esposas que a la muerte, a la cual, sin escalofríos, se enfrentaban de continuo hasta por causas mínimas. Sonrió la "señora ama". Y después de un leve juego de templaje entró de lleno en los prolegómenos de la música para el amado baile de la patria. Instintivamente se hizo la cancha alrededor. Un negro gigantesco, el famoso "Orfillo", apagó a tizonazos la hoguera central separando el asador en el cual se doraba el último costillar de oveja. Seis parejas saltaron al ruedo. Con chiripá, bota de potro, chambergo oscuro, ellos. Ellas, vestidas da zaraza, llenas de volados por una extraña reminiscencia de gitanas o andaluzas, visible

hasta en el detalle de las peinetas cubiertas de piedras falsas. En el grupo de los señores, serios y barbados, presididos por la taciturna figura del Jefe, también hervía el entusiasmo apenas dominado por la cultura o el empinamiento de sus apellidos...."

Después, las instituciones, las oficinas, los comercios, todo aquello que ocupa el primer plano en las preocupaciones públicas. La fundación del primer Juzgado, en el que "abrevaban justicia los pobladores del Cardal en los lejanos tiempos de la gesta", y en donde también se encabezaban los documentos con el grito "¡Oribe o muerte! ¡Mueran los salvajes unitarios!".

El "Café de los Federales" en la calle Real - hoy 8 de Octubre, - que reunía la mejor oficialidad del Cerrito. "Jugaban los veteranos sus partidas de truco mezclándose con las gentes nuevas. Atraía la atención general, una pareja: la de don Juan Antonio Lavalleja, con su patilla al medio, y don Jacinto Trápani, imponente por su estatura y su barba entera, pareja que por boca del último, con razón o sin ella, pasaba por ser temible en los días del Sitio". Las tiendas de Magín Artigas, de José Ortega, de Perdomo: "-vendía Perdomo entre una azada y una pieza de coco las poesías de Enrique de Arrascaeta", - de Juan José Segundo, de Huidobro, de Salguero. Y los registros; y las barracas de madera. Y las boticas, empezando por la de Jorge Cranwell, - "el ingles"-: "Era pedigüeño. Salían las muchachas de la botica y don Jorge las seguía unos pasos: "A ver... a ver...", imploraba. Los ojos ávidos caían sobre el tobillo esquivo y las mozas, riendo francamente, se alejaban sin prisa y sin miedo". Y los médicos: José María Azarola, Pedro Capdehourat, José R. de Mattos, Francisco García de Salazar, Pedro Vavasseur, Agustín Robert, y Pedro García Diago. Y los dentistas, el sangrador, el "sacador" de muelas, el colocador de sanguijuelas, el "único expendedor de la afamada pomada para el pelo, de grasa de avestruz, león y oso", y cien otros no menos respetables o pintorescos.

Estas crónicas del pueblo naciente empapadas en viejas y turbadoras fragancias no se limitan a la época del Sitio de Montevideo. Disuelto el ejército de Oribe y proclamado el "no hay vencidos ni vencedores", quedaron frente a frente, mirándose como dos extraños, la Nueva Troya, recién desembarazada de sus murallas, y la Restauración; que durante unos años se permitió el lujo de creerse capital de la República. Una hostilidad distinta ahora, las hacía ser desconfiadas y orgullosas y retardó el proceso de sus relaciones. Pero muy pronto había de romperse el hielo, y de penetrarse amigablemente una en una. Una línea de ómnibus que corrían valientemente a lo largo de los kilómetros de la calle Real, toda llena de pozos y de baches, intervino diplomáticamente en esa reconciliación. Su proximidad a la capital, en vez de serle mortal le fue provechosa.

La mayoría de los militares y de los empleados de la administración de Cribe quedaron viviendo allí con sus familias. No cerraron los comercios, ni hubo emigración hacia otros lares. Los pobladores de la Restauración le permanecieron fieles hasta el fin, no dejándose tentar por la atracción de la capital. Pueblo blanco de origen, siguió siendo blando durante muchísimos años, a despecho de que la calle que la unía a Montevideo tomó pronto la denominación de "8 de Octubre", recordando la fecha de la reconciliación de la familia oriental después de tantos años de lucha sin cuartel, y que el pueblo abandonó su primer nombre de "Restauración" para llamarse desde entonces, dentro de aquel mismo orden de realidades, "La Unión".

Durante ese período de la post guerra, el cronista apunta sucesos y episodios de gran sabor y colorido: "el ministro galante y la dama bravía", Jugoso incidente que tiene por escenario, en 1858, la calle principal: "rebautizada con ahínco: Calle Real, de la Restauración, del General Artigas, 18 de Julio, 8 de Octubre. Senda volcánica en enero, maldita en el invierno por la boca de veinte pantanos"; la muerte de Oribe; la llegada de los restos del general Fructuoso Rivera. recibidos por la ciudad blanca, que fundó aquél, con casi unánime respeto, violado solamente por el viejo maestro Cayetano Ribas que haciéndose el desentendido comenzó a quemar cuetes y bombas; las elecciones, espectáculo inusitado ya que desde su fundación nunca se habían realizado en aquel ambiente, y que no lograron interesar mayormente a la población pues en las primeras, realizadas en 1854, se presentaron a los atrios, respectivamente, 761,488, 149 y 113 votantes; el candombe de los libertos: "La grita no se interrumpía un segundo, la bulla crecía siempre, el negro parecía aturdirse siempre, pero al fin de cada canto pasaba un viento helado por el corazón de los que sabían oír. El tam-tam traía lágrimas, arrastraba sangre:

eeé, llumbá
eeé, llumbá

La rueda desconocía el descanso; no había una pierna, un brazo inmóvil. Girando las cabezas los negros multiplicaban el palmoteo. Las ágiles manos volvían sonoros los grandes mates con semillas secas. Los tambores, el rítmico zapatear, la grave alegría de los desterrados, y los saltos acrobáticos, y las reverencias del gramillero, y el vino desbardado a las pipas hacía subir el fuego nostálgico de los corazones y pronto los libertos olvidaban medio y espectadores para revivir el ambiente natal. Había benguelas, miños y cabindas, pero todos eran, al fin, un solo negro gemido en el viento, por los que no podrían liberarse nunca!".

De vez en cuando, asoman sombras de personajes que intervinieron en primera fila en nuestra historia, sobre todo en la historia de nuestras contiendas civiles: Antonio Gregorio de las Carreras, Bernardo Berro, Anacleto Medina, Tomás Basañez, Timoteo Aparicio, José Visillac; o de hombres de empresa, que de un modo u otro contribuyeron en el progreso de la población: Norberto Larravide, Simonet, Illa y Viamont, Francisco de Andrada Taborda, Aguirre, Pijuán, Pedro Capdehourat, Carlos Anaya, los Lasala, Francisco X. De Acha, F. Acuña de Figueroa, Eduardo Acevedo Díaz, Cayetano Ribas, Pedro Vayasseur, y cien más. Todos ellos están dibujados sobriamente, con rasgos finos pero seguros, en los que el autor destaca lo auténtico de cada personalidad: este es valiente, aquel temeroso; uno avaro, el otro desprendido; el de acá alegre y expansivo, el de allá serio y reconcentrado. Pero a todos los emparenta una especie de aire familiar, corno ese que se desprende de los viejos daguerrotipos y que da una expresión idéntica a todos los rostros encuadrados en los mismos artificios. Y, además, los une, estrechamente, el amor a la localidad que fundaron o en la cual vivieron lo mejor de su vida; un amor que va haciéndose más exigente a medida que pasan los años, y que los anuda con raíces invisibles pero que no pueden romper, a la cuchilla sobre la que se asentó en tiempos de gesta, que hoy nos parecen fabulosos, el caserío de la Restauración.

Alberto Lasplaces
Setiembre de 1942.
Suplemento Dominical El Día s/f
 

 

Ir a índice de ensayo

Ir a índice de Lasplaces, Alberto

Ir a página inicio

Ir a índice de autores