The Living Room de Graham Greene

por Antonio Larreta

El teatro sigue abriendo sus puertas a la novela, rindiéndose a ella, dejándose invadir gozosamente por el mundo de sus creadores. Este fenómeno, que caracteriza al teatro francés del último cuarto de siglo, es más raro en Inglaterra. Los grandes novelistas contemporáneos no abordaron la escena o lo hicieron sin consecuencias (el Joyce de "Exiled”, el Huxley de "The Gioconda Smile”) y sólo algunos escritores de segunda línea (Maugham, Galsworthy, Priestley) alternaron con éxito la novela y el drama. Por eso la incorporación de Graham Greene al teatro, con una obra de indiscutible validez escénica —"The Living Room”— es un acontecimiento doblemente notable.

No puede, empero, sorprender. El acceso de Greene al teatro parece naturalísimo a quienes han leído sus novelas y conocen su virtualidad dramática, la que despierta la codicia de los empresarios de cine, la que explica la escenificación de "The Power and the Glory” que planeó Jouvet y muerto éste, consumó Jean Mercure. Las novelas de Greene no se estructuran sobre grandes desarrollos, sino sobre momentos de experiencia en que fluye, se condensa, estalla el conflicto; son casi siempre el registro de una crisis —y cada vez más de una crisis de fe— y esa elección del momento crítico en que se precipita toda la historia anímica de sus personajes, liga íntimamente la novelística de Greene al teatro. "The Liv'mg Room” atestigua este talento dramático natural, y en nada pierde su relieve ese denso, intenso mundo greeniano, bienvenido a la indigente escena actual.

"The Living Room”, apoyada en la misma temática de las últimas novelas del autor, concierta entre sus personajes igual juego de soledad irremediable, de amor insuficiente, de caridad difícil, e imprime en cada uno de ellos ese drama individual de culpa, de fracaso, de miedo, esa zozobra del alma con que Greene caracteriza la civilización cristiana, cuyas notas serían para él: "el espíritu vacilante, la conciencia inquieta, el sentimiento de fracaso personal”.

Las dos fuerzas que entraban en conflicto en "The End of the Affaír” vuelven a oponerse en "The Living Room”. Por una parte, la pasión carnal, un amor condenado; por la otra, el sentimiento de culpa, la nostalgia de la gracia. Pero el enfoque se ha invertido. En la novela, la inquietud religiosa irrumpía en el tranquilo mundo hedonista de los amantes; Dios se presentaba como el desorden, el desasosiego ético en un orden de pecado y de olvido. En el drama es la pasión la que rompe el orden de inocencia y de paz en el que ha vivido la protagonista, y aunque en un primer momento, por su ímpetu, arrase todo escrúpulo religioso o moral, la conciencia de un desorden existe y los contratiempos inevitables del amor servirán para ponerla de manifiesto. Sarah, protagonista de la novela, luchaba contra el pecado para acceder a Dios. Rose, protagonista del drama, lucha contra Dios, contra su ethos cristiano, para sobrellevar la culpa.

El adulterio como una circunstancia preciosa para la revelación de un sentido trágico cristiano, por la tensión extrema padecida por un alma que es campo de batalla de dos antagonistas formidables, el amor de la criatura y el amor de Dios, no es tema nuevo en el teatro católico. Hace cincuenta años, Claüdel planteó en su "Partage de Midi” ese mismo drama de elección entre la felicidad inmediata, reclamada imperativamente por el deseo, y la paz de la conciencia cristiana, que exige la renuncia. Pero en tanto que los personajes de Claudel son seres de estatura heroica, que asumen con una lucidez perfecta su condenación y la soledad del pecado, los amantes adúlteros de Greene son pusilánimes, tratan de sumergir su inquietud en la justificación y en el olvido, defienden avaramente —patéticamente— su lote de felicidad de todo ataque externo o interno. Son criaturas típicas de Greene, pequeñas en el bien y en el mal.

Rose, la protagonista, es una jovencita educada en el catolicismo, pero dispuesta a renegar de él desde que lo siente enemigo de su felicidad, encarnada, ahora, en el amor de un hombre casado. Michael, su amante, es un profesor de psicología veinte años mayor que ella, marcado por una experiencia matrimonial desastrosa, y dispuesto a defender a_ todo trance su última ilusión de felicidad. Ella tiene la turgencia y la confianza del primer amor; él tiene la mayor urgencia y la desconfianza del último amor. Rose dice: "Fui tuya la noche del velatorio de mi madre. Es un juramento, ¿verdad?, como mezclar la sangre. Por los siglos de los siglos. Amén”, y él responde: "Los minutos corren. ¿Qué pasa mañana?”

Ese amor poco cauteloso va a chocar prontamente con la familia de Rose, constituida por unos viejos tíos —dos ancianas beatas y un sacerdote inválido —que se proponen de inmediato combatirlo y salvar a Rose. Combaten el pecado, combaten el posible casamiento que apartaría totalmente a Rose de la Iglesia, y oscuramente combaten también ese pulso de vida, de tiempo, que Rose ha traído a la casa, una casa donde han ido clausurando, una tras otra, las habitaciones en que ha muerto alguien, y en cuyo último piso viven confinados (el “living room” es el viejo cuarto de los niños), una casa habitada por el miedo a la muerte, por la paradojal desconfianza del justo en la misericordia de Dios. En esa atmósfera helada y sofocante, el amor de Rose no puede vivir. Proyecta escapar, pero la estratagema de una de las tías la retiene. Luego, atormentada por las circunstancias del adulterio —la mentira, el miedo, el encuentro furtivo en el refugio sórdido— le será cada día más difícil disimularse las dos voces de su naturaleza cristiana (y greeniana): la conciencia de culpa y el sentimiento de fracaso. Y frente a ese drama, Greene va diseñando otro: el del tío sacerdote, su propia conciencia de culpa y fracaso, su incapacidad para auxiliar a Rose con caridad y no con fórmulas. Las escenas fundamentales de la obra tienen lugar entre esos dos personajes y sus vanos intentos de comunicación; Rose pidiendo ayuda y el sacerdote queriendo prestarla, y ambos desesperando en su soledad. Porque mientras Rose ha conservado la fe en su amor, ha estado defendida, sobrestimando sus fuerzas, pero cuando presencia una pequeña escena conyugal entre su amante y la esposa de éste y se le revela con una luz implacable la realidad del vínculo sacramental, esa experiencia no sólo aviva la conciencia cristiana del pecado, sino que determina un sentimiento más poderoso de desesperación. Rose es la criatura que se siente, de repente, en la imposibilidad de consumar el amor que la avasalla, abandonada por el hombre y por Dios, burlada por los dos, sola. Michael la ha estafado en su amor. ¿Y a qué juego cruel la ha sometido Dios? Todo se le aparece irreconciliable: la vocación de la felicidad y el fracaso, la necesidad de esperanza y la imposibilidad de esperar, la misericordia de Dios y el dolor que experimenta. Y cuando todo aparece irreconciliable al creyente, cuando se siente solo, con privación del ser amado y privación de Dios, es el tiempo de la blasfemia.

En la soledad y el silencio, Rose se mata. Antes de morir ha negado a Dios y también ha intentado rezar. El Padre Nuestro muere en sus labios, como olvidado. Entonces viene a ellos un rezo de la infancia: "Bendice a mamá, a la Nana y a la Hermana María Luisa, y por favor Dios mío, que nunca más vuelva a empezar el colegio”. Después de refugiar su conciencia angustiada en la infancia, Rose muere. Al día siguiente, los sobrevivientes sienten la opresión de un sentimiento de culpa. Rose ha muerto por falta de amor. "Ninguno de nosotros ama lo suficiente, —dice el sacerdote—. Quizás los santos. Quizás ni siquiera ellos”. En ese desacuerdo entre la voluntad de caridad y la real aptitud para ejercerla se halla, quizás, el punto más doloroso de este drama y de la visión del mundo de este escritor católico. Pero también aquí aparece el fervor apologético que Greene no teme infundir a sus obras y el carácter más pronunciado de su catolicismo: su fe ilimitada en la misericordia de Dios. "Cuanto más se rebelan, vacilan y se desesperan nuestros sentidos, más firmemente la fe dice: Esto es Dios. Todo va bien”. Y si Rose ha renegado de Dios y de la Iglesia antes de morir, Greene deja abierta la esperanza de su salvación. ("Sólo Dios estaba con ella al final, —dice el sacerdote al amante—, y Ud. debe saber que no siempre puede distinguirse el odio del amor”.) Pero Greene va más allá, y si bien todo el último diálogo de la obra nos lo muestra guardián celoso de su ortodoxia, dentro de ella se mueve valientemente y llega a hacer, de la muerte de Rose, un instrumento de la gracia. La escena final nos dice que Rose no vivió y murió para nada. La anciana Teresa se decide a dormir en el "living-room”, en el cuarto en que Rose murió. Ha vencido el miedo. Y la propia Helen, la otra tía, cuyo corazón parecía inexpugnable, se abandona a las lágrimas. Rose ha muerto por amor, y por falta de amor, y el amor, por sus misteriosas vías, viene a vencer el miedo de la muerte y la dureza del corazón.

No es necesario recalcar la significación que reviste el aporte de la problemática de Greene al teatro de hoy, la promesa de un gran dramaturgo que encierra "The Living Room”. El análisis de la composición de la obra, de sus virtudes y de sus defectos, urge menos que la comprobación de un mundo auténticamente dramático que importa haber conquistado para la escena.

 

por Antonio Larreta

 

Publicado, originalmente, en: Entregas de la Licorne 2ª Época - Año I - Nº 1 - 2

Noviembre de 1953 Montevideo

Link del texto: http://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/41

Gentileza de Anáforas Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (UDELAR)

 

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