"All over the world"

Cuentos de Ana Larravide

Cuento gitano

Plaza Mayor de Madrid. Tanto frío tanto frío que no hay nadie en la plaza más que un hombre, que mira la estatua de Felipe III. El hombre es sueco, así que no le importa el frío. Desde el Arco de Cuchilleros entra a la Plaza un grupo de gente (seis o siete) cantando. Un poco borrachos. Muy contentos. Algunos dan vueltas de carnero o hacen la estrella, girando sobre manos y piernas. Se van acercando. Desde el Arco de Cuchilleros sale, corriendo, una muchacha, que quedó rezagada del grupo, corre, corre para alcanzarlos. Cuando pasa cerca del hombre patina y cae. Sus compañeros no se dan cuenta porque ya van lejos, saliendo de la Plaza, por otro arco. El hombre se acerca a ayudarla. Se sonríen. Hablan al mismo tiempo, pero no entienden nada de lo que dicen (uno habla en sueco y la otra en... sánscrito). Él la ayuda a levantarse. Se fija bien si no se lastimó al caer, le arregla el pelo. Sonríen otra vez. Le arregla otro poquito el pelo y le toca la cara. Se miran. Se enamoran. Como hace mucho frío se van a tomar carajillos por ahí.

Cuento oriental

Rambla de Montevideo. De madrugada, en verano. Ella está sentada junto a la estatua de la mujer que espera en el banco, cerca del Hotel Carrasco. Mira el mar y llora. 

El sol va subiendo de a poco y el cielo se pone muy lindo. Pero ella igual llora un poco, todavía.

De repente siente un ruidito por atrás, un ruido como de pasos que van pisando arena, ramas, hojas. 

Piensa que puede ser él. Y se da vuelta a mirar. 

Pero no, es un barrendero que pasa, con su escobillón y su carrito.

Cuento italiano

Ella está dibujando en una libreta en un café. Dibuja un gato sobre una mesa. Dibuja al mozo, atrás de la barra que tiene copas colgadas boca abajo y tiene una cafetera express, muy vieja. Dibuja a una pareja que conversa a contraluz de la ventana. La pareja ni se da cuenta. 

El se sienta en su misma mesa, como si no hubiera nadie, con un vaso y un libro. Se pone a leer. Ella empieza a dibujarlo. El lee como si le estuviera leyendo a alguien, suavemente. Lee: "he bajado millones de escaleras dándote el brazo y no porque cuatro ojos puedan ver más que dos. Contigo las bajé porque sabía que de ambos las únicas pupilas verdaderas, aunque muy empañadas, eran las tuyas". 

Ella termina el dibujo. Se lo muestra. El sonríe. Le toma la mano y se la besa.

Cuento chino 

Nació en Hangzhou. El óvalo de su cara es perfecto. Sus movimientos, musicales. Su conversación entretenida y discreta. 

Para ser una verdadera geisha no basta saber preparar el té con refinamiento y sonreír. No sirven -sabe- ni la sonrisa ni el refinamiento al distribuir las livianas tazas, si la elegancia y la sonrisa no salen del corazón. Es imposible -le enseñaron geishas mayores- dar felicidad sin sentirla. Su esencia no está en proporcionar felicidad a los otros sino en ser feliz. Como las flores.

Cuento sin guardar

Había una vez una muchacha que guardaba tesoros. Pensaba que los tesoros son tan importantes que hay que tener cuidado, pensar en ellos y tratar que no se estropeen. Todo eso le daba muchísimo trabajo. Pasó el tiempo. A los tesoros no les pasaba nada. Y seguían allí. Pero no eran tesoros usados, disfrutados, alegradores. 

Entonces pensó "me estoy equivocando". Y empezó a repartir todo. Dejó de parecerle que si daba algo por allí iba a faltar un poco por allá... pensó simplemente que lo mejor era no guardar nada y que cada cual tomara lo que quisiera. Unos se llevaron dibujos, otros buñuelos de manzana recién hechos, otros cuentos, otros besos y abrazos, otros miraban y no se llevaban nada porque ya tenían o porque no les interesaba, otros se llevaban tazas de café y ratos de charla, otros camisas planchadas, otros un "¡buen día!" o una broma. Hubo uno solo que quiso llevarse una expresión un poco melancólica (que había quedado por ahí) para acariciarla hasta convertirla en sonrisa. Cuando ya no le quedó nada guardado, la muchacha -que ahora era una mujer- se sintió liviana y feliz. Y pensó que era mucho mejor así.

Cuento inglés

Todavía, los empleados de la Biblioteca Nacional deben recordarla pidiendo, en su esforzado castellano, materiales para presentar, en Oxford, su tesis sobre el Barón de Mauá.

Francis Rand había recorrido archivos en Río de Janeiro y Montevideo, le faltaban los de Buenos Aires, y a eso vino.

Rubia. Transparente. Huésped gentil. Y asombrosa: para vivir precisaba apenas té con leche y pomelos, se bañaba los viernes, no conocía a Malraux.

Acopió documentos, cartas de amor, creo que hasta los planos de aquel primer ferrocarril de Sudamérica: todo lo que nadie juntó nunca sobre el Barón de Mauá. A último momento renunció a casi todo su equipaje personal, para embalar más papeles: "son mi vida", nos dijo, con un apasionamiento nada propio de Oxford.

Supe que no presentó su tesis y que enloqueció un poco: la superaron las cartas con empresarios ingleses, con amores antiguos, las fotocopias de una vida que a nadie -ni al propio Mauá- debió obsesionar tanto como a ella.

Naufragó en Oxford, entre los papeles rescatados en las bibliotecas de tres ciudades latinoamericanas.

Cuento de lejos

Es una mañana de sol. Es lindo levantarse tirando a un lado el acolchado. Resbala el agua por el cuerpo, la espuma, y después: la toalla amigable. Llena la cocina el olor del café. No me distraigo de cuidar las tostadas, porque suelen quemarse. Ya se fueron los niños al colegio. Los abrigué, porque empieza el frío. Te sirvo café en tu jarro de siempre, el blanco, de loza, que te gusta tanto (el mío tiene arabescos azules) mientras escuchamos la radio: "hoy van a hacer diez grados". La luz de la mañana entra por el balcón, cae sobre las cosas de todos los días, el viejo sillón, los libros, la mesa de roble. Suena un tango en la radio. Junto la ropa por los cuartos, la echo a lavar; miro qué hay para la cena y pienso que al volver traeré cebollas, que faltan. Y leche, claro. Y pan.

En la radio dicen que personas formando una larga fila (llega a veinte kilómetros) han tenido que abandonar sus casas (muchas, incendiadas) y huyen hacia la frontera en Yugoeslavia.

Cuento de Ana Larravide

Ver, además:

                   Ana Larravide en Letras Uruguay

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