Gran Café (Fragmento)
Silvia Larrañaga

Esa mañana Juan de Menda nos tomó desprevenidos. No tuvimos casi tiempo de acomodarnos en la mesa cuando vimos su pelo rubio relumbrando en una curva por entre las mamparas. Nuestro huésped se había ido de nuestro lado sin avisarnos, desapareciendo en los vericuetos de la gran sala. 
Estuvimos esperándolo un rato, especulando vanamente sobre sus intenciones, su grado de conocimiento previo del Gran Café en base a nuestros cuentos y, como siempre, sobre la finalidad de la misión. Si, como era lo más probable, Juan de Menda había ido al baño, nos intrigaba saber cuál le habría tocado y qué tipo de perplejidad o ensoñación nos transmitiría su rostro al regreso, datos casi únicos sobre los que podríamos conjeturar, habida cuenta del laconismo que lo caracteriza. 
Su tardanza empezaba a volverse inquietante. Nos preocupaba obviamente que no hubiera tomado la precaución de pedirle al camarero -llamado desde siempre mozo por estas tierras- una insignia de autorización, como lo exigía el reglamento. Yo era la más indicada para ir a buscar a Juan de Menda pues contaba con un permiso de deambulación y, por consiguiente, no necesitaba la autorización especial que concedían los mozos, materializada en la insignia redonda de metal con las iniciales del establecimiento. Partí entonces con la anuencia de mis compañeros.
Durante cierto tiempo avancé muy lentamente. Orientarse no resultaba muy fácil y aún menos sin poder ver a través de las mamparas de vidrio bastante altas que aislaban unas mesas de otras y que, por el lado externo, habían perdido provisoriamente su transparencia transformándose en otros tantos espejos. Iba como a ciegas; sólo por momentos lograba avizorar el cartel luminoso rodeado de lucecitas intermitentes que rezaba Toilettes. 
Uno de los atractivos del Gran Café, además de otros, como el más relevante de los baños, lo constituía el fenómeno de opacamiento, como se le llamaba, de las mamparas o tabiques. Este no les era perceptible a los parroquianos quienes, desde sus mesas, sólo se percataban de la pérdida de transparencia unilateral de su mampara cuando los mozos mostraban una indiferencia total ante sus reclamos -le habíamos contado a Juan de Menda-. En tales casos, los camareros sólo se atenían a los pedidos registrados cuando se asomaban por la abertura sin dejarse distraer por otros clientes aledaños, invisibles tras las mamparas reflectoras. Era asombroso asimismo que los mozos pudieran orientarse tan bien en ese dédalo sin necesidad de ver los rostros de los parroquianos. Lo hacían sin vacilación y con celeridad pese a que les fueran inaccesibles los posibles puntos de referencia: grupos identificables, "habitués", o prendas de ropa llamativas por su color o su rareza, y en particular los sombreros, o las plumas en ellos, que se habían puesto tan de moda. De vez en cuando, se los veía echar una mirada satisfecha hacia el reflejo de sí mismos en las mamparas.
Vagué durante largo tiempo por esos corredores laberínticos curvados por el diseño circular de los tabiques, viendo mi propia imagen reflejada al infinito, girara donde girara la cabeza. Las miradas inasibles de los parroquianos resbalaban por mi cuerpo ostentado sin que me fuera dable calibrar su grado de distracción o de codicia. Cuando, algo perdida, me asomaba por las aberturas a las mesas con la esperanza de poder orientarme, sólo descubría semblantes hostiles o burlones de desconocidos. 
Por momentos se producían verdaderos embotellamientos con los deambulantes, como se les llamaba, quienes, procedentes de otros corredores, engrosaban una fila serpentina y ya casi no podíamos avanzar. Ocupados en dejar lugar para que pasaran los mozos sin que nos atropellaran, y flanqueados por la sucesión vertiginosa de nuestro propio reflejo, no sabíamos qué dirección tomaba nuestra fila. Caminábamos uno tras otro, casi sin hablar, pero unidos por una férrea disciplina que no permitía a nadie transgredir el orden y colarse. 
Tardé en darme cuenta de que, para orientarse, la solución era mirar hacia arriba donde el vasto espejo nos reflejaba a todos. El techo era bastante alto, y hacía falta tener buena vista pero el azar en la combinación de genes -como recalcaba el discurso de moda- me había provisto de ella. Yo estaba en la zona de más embotellamientos; se veía en el espejo un amplio sector medio, despejado, antes de llegar al de los baños que nuevamente estaba atascado. Comprobé, si alguna duda me cabía, que el diseño de los pasillos entre las mamparas era laberíntico y enmarañado, de modo que encontrar a Juan de Menda no podía ser sino el fruto de una casualidad altamente improbable. De vez en cuando, sin embargo, yo volvía a mirar hacia el espejo en lo alto, con la esperanza de avizorar en él a nuestro huésped. 
Las probabilidades de que Juan de Menda hubiera vuelto por otro camino y ya estuviera sentado a nuestra mesa con Wilfredo y Marilyn eran grandes, pero, de todos modos, mis imperativos corporales exigían ahora que me dirigiera a los baños. No era difícil, gracias al espejo, ubicar el camino más corto que me llevaría hasta ellos; calculé que, aunque avanzara lentamente en la fila de parroquianos, no tardaría mucho en llegar. Además, la mayor parte de los deambulantes se dirigían a otras bifurcaciones, ya sea porque su meta no eran los baños, ya sea porque no lograban orientarse, percance ajeno que, esa vez, afortunadamente, me tuvo sin cuidado. Bastante me había apiadado ya de los que afuera hacían una larguísima cola en cuyos intersticios se alternaban el desaliento y la confianza. Ocultos de a trechos por los bancos de neblina que desde hacía un tiempo aquejaban a la región, muchos de mis congéneres no cejaban en su empeño de entrar algún día al Gran Café.

 

Silvia Larrañaga

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