Veinte

Esa mujer rizada.

Esparcida en la noche como el aire.

Fue oro de mi vida.

 

Su blanco nombre en pulserón de bronce.

La veladora de su frente.

La pollera naranja.

Las negras olas del sacón de paño.

 

Moría de dulzura.

 

Mientras sangraba

empalidecía.

 

Tuvo la claridad de las colinas.

Clarividencia mía.

Luz tocada igual que los abrazos.

 

Sentí  su corazón.

Campana escuálida

bajo los corcoveos del salvaje.

 

La ciudad se metía en sus raíces.

Se recogía como una basílica.

Las casas extenuadas

colgaban su molino en el ropero.

Iban en procesión.

Colchones y pianolas.

Cargaban con la música y el sueño.

 

Esa mujer sonora.

Escoltada

por el pinchudo pino del fusil.

Deshabitada.

Alcanzada por mi deslumbramiento inoportuno.

Por mi sorpresa de canoa delante de la piedra.

 

Mujer de nieve.

Azul como un milagro.

Jarra de miel.

Buen pan de leche pura.

 

Enlazada en traidor abatimiento.

Porque no es atributo de las bestias

alimentar gorriones en el techo.

 

Llegó para aceitar mis cerraduras.

 

Su cabeza inclinada era una flor de noche.

Mujer francesa en Trondheim.

Guardaba un epigrama de sentimientos trágicos.

 

Cuerpo de bulevares.

Sudando gotas movedizas.

Alas de agua.

 

Después de allí,

una flema se atravesó en mi costillar.

Cristina Landó
de Recuerdo de Guerra 

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