A modo de introducción

Cristina Landó

Alemania Imperial cultivaba los hábitos de la casta militar prusiana hasta extremos hipertróficos. El fin de la Gran Guerra echó por tierra las expectativas germanas y, tras  la capitulación y el deshonroso Tratado de Versailles, quedaron avasallados el orgullo y al moral nacional.

Una melaza viscosa comenzó a revolverse dentro de las nuevas estructuras. Un nuevo huevo. Un huevo de serpiente, cauto y silencioso se pegaba como astuto tegumento en la serpentina prometida por la futura bufonada.

El nazismo nació del complejo de la derrota.

"Ejércitos invictos víctimas de la traición". La leyenda de la puñalada por la espalda.

Alemania sumergida en el caos. Aquella disciplina rígida como un muerto se desmoronaba. El exacerbado sentido de obediencia, secular herencia prusiana, reducía su personalidad social, fragilizaba su fuerza interior y daba margen a cierta maliciosa maniobra sobre un pueblo circunspecto, ordenado y observador estricto de la regla.

Sin la pirámide jerárquica, sin órdenes que les animaran, todo quedaba en manos de los agitadores eventuales. Huelgas, miseria, descontrol. Se formaron milicias que redujeron las tentativas locales de insurrección adquiriendo así, una hipoteca sobre el régimen cuando más tarde se constituyeron los cuadros del nuevo Ejército Nacional.  Los altos mandos militares se convirtieron también en políticos autócratas sin certificado, sin autoridad moral ni intelectual, impulsados por las conveniencias presentes y los beneficios esperados. Las relaciones entre las personas se enrarecían precipitadamente. Era frecuente mirarse por el rabillo del ojo. Las reuniones con amigos se hacían excepcionales. La gente empezaba a acostumbrarse a ciertas presencias vigilantes. Se cultivaban asordinadamente las finalidades del Nacionalsocialismo incipiente: generar enfrentamientos, desconfianza, crear una especie de estado de sitio en el interior de cada uno y de cada familia, estimulando la influencia de esa sensación y multiplicando sus repercusiones hasta la conciencia colectiva de la sociedad alemana. El ciudadano común, el vecino con quien se había compartido gran parte de la vida, el trabajo, las diversiones pasaba a ser, por compulsiva determinación del régimen, una amenaza fatal. Los hábitos cambiaban rápidamente aunque no se percibieran esos cambios con la misma velocidad con que se producían. Las conversaciones perdieron su naturalidad y se volvieron ásperas, cortas, tácitas.

Un peligro sórdido flotaba en el aire. Y el aire se hacía fétido, pesadamente pegajoso.

Se creó un servicio de acción sicológica a través de  los llamados "Cursos de pensamiento cívico", cuya concurrencia fue socarronamente contagiada de un entusiasmo dirigido.

En el verano de 1919 apareció en los cuadros de egresados de esos cursos un nuevo "Bildungsoffzjere" llamado Adolf Hitler,  un triste Cabo del Ejército con veleidades de pintor, quien perfeccionaba los instrumentos de la futura doctrina Nacionalsocialista. Con éste se veía claramente el decisivo papel de los militares alemanes en el nacimiento del nazismo. Aliados a algunos industriales poderosos fundaron las células propagadoras de las ideas antidemocráticas más fanáticas, predicaban el militarismo y revivían con especial odio los sentimientos antisemitas desaparecidos hacía ya largo tiempo.

El Gobierno republicano parecía ignorar la situación confiando en las excelentes cualidades de la Constitución de Weimar. Los adversarios solapados de la República vieron con astucia que el método de la infiltración era más eficaz que el ataque frontal. Fingían sentimientos republicanos para asegurarse los resortes del poder.

Estuve en la campaña de Polonia. En menos de un mes la capitulación polaca. Gran Bretaña y Francia, comprometidas por acuerdos que las implicaban en su defensa,  declaraban la guerra a Berlín. 

Alemania se convertiría en un espacio letal.

Todos habríamos de ser semi-víctimas y semi-cómplices. Aún sin saberlo a ciencia cierta, sin poder justificarse recurriendo a cierta ingenuidad, desinformación  y mucho miedo, el pueblo alemán, sorprendido, como a quien se le cae el techo encima de la cama mientras duerme, estafado por un inescrupuloso timador, se complica en una guerra desquiciada, a la mayor violencia perpetrada contra seres humanos, costumbres y sentimientos. El pueblo de Wagner, Beethoven, Schiller, Mozart, Schoppenhauer, mostrando al mundo una pira gigantesca liderada por un hipnotizador aprovechado de multitudes que buscaban el líder que las condujera al rescate de su noble destino.  La tierra de los genios de la música y el arte, era un hoyo infernal que prometía el crimen más escalofriante de la historia. El Holocausto. Era imposible creer al hombre capaz de tanto fanatismo y perversión. Era imposible pensar en la existencia de una imaginación tan frondosa para crear el mal y aplicarlo metodológicamente -como quien se aplica para recibir una educación sistemática- con la finalidad de inventar las formas más sutiles de suministrar la muerte. Experimentar el dolor hasta el infinito fue consigna de los nazis. Y la muerte después. La muerte más humillante y cruel.

Hitler ordenó el culetazo de sus máquinas de guerra  para apoderarse de los países nórdicos. Necesitaba a Dinamarca y Noruega para resguardar sus suministros del hierro sueco.

La noche del 8 de abril de 1939 Alemania atacó Noruega.  Los patriotas defendieron su territorio con sus vidas mientras el Ejército local movilizado al día siguiente tuvo una acción despareja y dispersa. Por la tarde, Oslo fue ocupada. El Rey y el gobierno se refugiaron en Hamar. Aquel día conocí al noruego pro-nazi, ambicioso, servil y fascista Quisling.

Nos dirigíamos al norte. Cuando la Wehrmacht llegó a Trondheim se produjo un incidente con la Resistencia. Muertos y prisioneros pertenecientes a un grupo de civiles aliados.  Calle fangosa y estridente. Una fila torcida de maquis. En el lugar tercero, una mujer rizada, de pequeña estatura, graciosa y frágil como una caja musical, iba enroscada en un largo sacón negro, los tobillos desnudos, pies descalzos. Manos cruzadas sobre la cabeza. Un andar suelto, casi despreocupado pero alerta al manoseo del rufián que simuladamente le metía el fusil entre las piernas. Una figura ingrávida, de bordes borroneados por los reflectores. A veces esfumada. Desparramó en el aire una fuerza torrencial, de estirpe  irreconciliable con la injusticia y la arbitrariedad.

Ella fue mi conciencia. El drama de mi guerra interior, de mis guerras perdidas. Nunca hablamos. Nunca supo de mí. Yo supe sin embargo, que ella era el rostro que conducía a la arcilla de la creación. Porque la inteligencia no vale sin el amor. Ni el juicio, sin la emoción profunda.   Una delicada percepción. Un inspirado virtuosismo de violín. Mis dientes masticaban la sequedad de mi corazón. Mientras ella, germen perseguido por su simiente pródiga, fundaba con sus ojos la fraternidad. Allí estaba la verdadera victoria.

Simone Valadon, la francesa de la Resistencia, prisionera de las fuerzas nazis que invadieron Noruega.  Alguien dijo que Suzanne era su madre y Utrillo su hermano.  Volví a encontrarla en la Estación de Lyon durante la ocupación de Francia. Una redada. Un tren rumbo al vacío. Y nunca más la vi. 

Simone Valadon:  Yo soy Wilhelm von Bauer. Un hombre armado solo de recuerdos.

Un hombre que ha perdido la guerra de otros, a los que nunca traicionó.

Un hombre sin confusiones pero con la convicción de las trampas fraguadas para desarmar conciencias, mientras el dios de barro ordenaba cianuro para el tumulto humano; apilaba la matriz de un pueblo sin trincheras bajo el cemento de los Campos; la matanza por tuberías; la invasión de la privacidad de ciudades y gente; la desaparición de la faz de la tierra de otros que nacieron como yo, o como usted, Simone.

Soy un hombre vaciado de si mísmo. Vencido en guerra propia. La guerra con su alma.

Cristina Landó
de Recuerdo de Guerra 

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