Vida retirada
Sylvia Lago

El viejo va a la ciudad, como todos los meses —una sola vez al mes— a cobrar su jubilación. Desde el porche de la casa de campo (no precisamente de campo, que éste es un balneario poblado, a doscientos quilómetros de la capital) la Vieja lo mira. El avanza muy lentamente por la senda irregular donde se entremezclan pedregullo, arena y pastos crecidos: avanza hacia la carretera para tomar allí el ómnibus de las ocho.

La Vieja lo observa: "renguea cada vez más de la pierna derecha; es posible que, como dijo el médico, tengan que amputársela".No sabe bien por qué —nunca terminan de entender, ni ella ni él, las explicaciones profesionales— ese miembro se le ha ido entumeciendo y va adquiriendo, día a día, un color lívido, de muerte. El médico habló de arteritis y le prohibió fumar. Pero el Viejo es empecinado: "Sólo diez negros por día, doctor, compréndame". "No se aparezca por aquí a decirme que sigue pegado al vicio. La cosa es terminante". "Pero es que yo sé, siento que si me sacan el cigarrillo me muero, doctor". "El cigarrillo es lo que lo está matando, amigo".

Con este diálogo había terminado la última consulta, el mes pasado. La Vieja lo recuerda muy bien porque esa vez ella lo acompañó: "Sí, voy con vos, Ramón: no confío en que te hagas ver por el doctor si andás solo". "Para lo que me sirve", le había contestado él, y había carraspeado, luego, con esa carraspera honda, cavernosa, de bronquios estragados, propia del fumador crónico.

Ahora ha llegado a la loma y permanece de pie, apoyado en su largo paraguas negro. La Vieja mira el cielo: los cúmulos plomizos se aglutinan, amenazando lluvia. "Al paso que lleva no es imposible que antes de alcanzar la carretera lo agarre el primer chaparrón", piensa. Pero si ella se lo advierte, gritándole que se apresure, él se volverá y la mirará con furia y seguramente le hará ademanes hostiles, desagradables. La Vieja se restrega las manos en el delantal estampado. Aspira fuerte. A un costado tiene el macizo de azucenas, ya florecidas: emerge de la tierra un poderoso olor a naturaleza fértil. Ella se ocupa de cuidar las plantas del jardín y lo hace con agrado. Le gustan, siempre le gustaron mucho las flores, aunque, en realidad, empezó a cultivarlas cuando se casó con Ramón y aceptó instalarse con él en este lugar semidesierto. "Aún vivía mamá, entonces. Y ella deseaba tanto que me casara". Recuerda la voz materna, los consejos: "Una muchacha soltera que ha pasado los cuarenta no puede permitirse el lujo de elegir, Eloísa. Arruinaste tu juventud de novia con aquel sinvergüenza que, al final, te dejó plantada. Ahora encontrás a este divorciado con un buen pasar que te propone casamiento: ¿cómo vas a perderlo?".

¿Acaso ella deseaba ganarlo? El Viejo acababa de cumplir sesenta años, entonces, y se reponía de una hemiplejia que, según decía, no acarrearía consecuencias serias. Pero debería dejar su trabajo. Había sido viajante de comercio durante treinta años, se jubilaría e irían a vivir a la casa que él construyera tiempo atrás, como lugar de descanso y veraneo, cuando todavía estaba casado. Era un chalecito lindo, en verdad, con todas las comodidades que la zona permitía tener; pero lejos de la ciudad. El conservaba el Fiat en el que se había desplazado por el interior del país, cumpliendo sus tareas: en cuanto se repusiera —le había dicho— volvería a conducir. También había prometido que todos los fines de semana viajarían a la capital. El plan de vida no parecía peor de lo que fuera, hasta entonces, su existencia junto a una madre anciana, enferma y regañona. Lo único grave —para ella casi trágico— era que no amaba a Ramón y que sabía que no llegaría a amarlo nunca. Cuando, en íntima reunión familiar —aún no había dado una respuesta concreta— ella se atrevió a formular esa objeción, la madre y los hermanos rieron al unísono. La madre se había indignado, luego: "¿Amar, Eloísa? ¿Tenés rostro para plantear esa pretensión absurda?" Y el hermano menor arguyó, con tono metafísico: "¿Es que alguien sabe lo que quiere decir esa palabrita?". Más práctico —y también más cínico— el hermano mayor había concluido: "A tu edad, hermanita, el matrimonio no es un cuento de hadas".

Y sí, se casó con Ramón a pesar de que no lo amaba, de que apenas lo conocía, de que él le llevaba quince años y además acababa de padecer una enfermedad que podía, tal vez, comprometer la normalidad del futuro; aun cuando aseguraba que estaba curado, acusaba en sus conductas diarias ciertas irregularidades que a ella le parecían presagios lúgubres.

Pero era cierto: tampoco ella podía ofrecer mucho. No poseía los "adornos" que la gente común aprecia: nunca había sido hermosa (regordeta desde adolescente, con caderas anchas y piernas resueltamente gruesas aunque de la cintura para arriba se tornaba esbelta; pero de nada servía esa gracilidad contra la desproporción del conjunto: lo había descubierto en el taller de dibujo donde tomaba clases en sus años juveniles); no poseía lo que sus hermanos llamaban, admirativamente, "espíritu emprendedor"; siempre le había flaqueado la voluntad y era bastante perezosa; abandonó sus estudios cuando promediaba el bachillerato para emplearse en las oficinas de una tienda de renombre y en ellas vegetó -esa era la palabra, sí; como un vegetal, como una planta extenuada se había sentido, en su empleo— durante veinte años. A sus atributos personales se sumaban los "desastres" (así los nombraba) que le había deparado la vida; el peor de ellos se llamaba Julián y había aparecido antes de que cumpliera la mayoría de edad. Julián era despejado y conversador, con una sonrisa rápida y ojos que chispeaban constantemente. Le gustaba fantasear con lo que llamaba "el porvenir prometedor"; hablaban durante horas, desde el atardecer, en la sala familiar, sobre un futuro común que incluía viajes, negocios portentosos, hasta inventos que él realizaría en el campo de la electrónica, que lo apasionaba. El tiempo pasó. De tanto en tanto, el novio desaparecía; viajes de promoción, decía, que le reportarían dinero y prestigio. Cuando volvía ella lo notaba cansado y nostálgico. Nunca se concretó la fecha de la boda. El comenzó a beber; las relaciones íntimas y públicas se hicieron, intolerables las primeras, las segundas, vergonzantes. En las reuniones de familia los parientes no disimulaban sus sonrisas mordaces. Ella no era capaz —nunca lo sería— de enfrentar ese mundo cruel que, si lo pensaba bien, también integraban su madre y sus hermanos. Hubo, asimismo, "desastres" menores: su relación con el jefe de sección de la tienda, que quiso consolarla luego de la ruptura con Julián; el semicalvo, maloliente, retorcido señor Bermúdez —recordó— cuyos dedos parecían de arpillera cuando le acariciaban —y aun pellizcaban— su tersa, cuidada piel; luego el tifus que contrajo un verano y a consecuencia del cual ardió de fiebre durante un mes y se le cayó el cabello que, cuando volvió a crecer, emergió ralo, quebradizo...

El Viejo continúa la marcha. Se balancea suavemente, a la distancia, de tal modo que a ella se le antoja que es uno de aquellos huevos llamados "tentetiesos" que aprendió a decorar en la escuela, cuando era niña, cargando la mitad de la cáscara vacía con una mezcla de municiones y engrudo. El Viejo está gordo. Le gusta comer, come todo el día. Una de las primeras peleas que tuvieron fue motivada, precisamente, por su desmesurada afición a los pastas y a los dulces. Hacía poco tiempo que se habían casado y vivían en el chalé. Empezaba el invierno y él se había aprovisionado de mermeladas y jaleas como si tuviera que pasar un año alejado del mundo civilizado. Embadurnaba panes y galletas casi desde el alba, cuando se levantaba y cebaba los primeros mates. Ella le reprochó, primero burlona, luego enojada: "A tu edad es un error consumir tanta azúcar, Ramón. Te volverás diabético". El había sonreído con sorna: "Esperemos que mi glicemia no avance demasiado rápido". "¿Cómo, ya la tenés?" Y él, con aire desenvuelto, casi frívolo: "¿Pero no te lo había dicho, Eloísa?". Cuánto la había indignado aquella respuesta. "Hay muchas, demasiadas cosas que olvidaste decirme", reprochó con tono ácido, haciendo aflorar su encono. El mostró, entonces, la primera mueca de odio, dejando a descubierto el bloque ebúrneo de la dentadura postiza: "¿Tú también te guardaste tus secretos, verdad?".

Sí, era verdad. Tampoco ella había sido sincera, lo reconocía. Pero si se les hubiera permitido balancear los "déficit personales" (expresión esta de su hermano mayor), seguramente el platillo de Ramón habría descendido rápido —mucho, mucho más pesado— apoyándose cómodamente en la rugosa superficie de la iniquidad.

El Viejo se va acercando al primer descanso del camino. Ha recorrido más de cien metros y se encuentra frente a un banco de piedra, muy rudimentario, que, según él mismo contara, había sido construido por orden de los primeros pobladores del balneario (dos coroneles retirados que tuvieron, cincuenta años atrás, la "buena idea" de hacerse un rancho en la costa; allí ocuparían sus ocios dedicándose a la pesca, que era abundante en la zona). Cinco bancos-mojones marcaban el trayecto que uniría la playa con la carretera. Pero ese camino nunca pasó de ser la senda irregular que ahora recorría el Viejo. Los coroneles murieron; el rancho, abandonado, se fue desmoronando, devorado por la vegetación costera; sólo los bancos permanecían, testigos pertinaces de la ocurrencia senil de los fundadores del balneario.

El Viejo se sienta dejando a un lado el paraguas y comienza a masajear su pierna enferma, ajeno a la inminencia de la lluvia, al húmedo aliento terráqueo que presagia tormenta. Sopla, todavía suave, el viento del este. Ella está a punto de gritarle: "Apurate, Ramón, que se viene el aguacero". Pero no lo hace. "Al fin de cuentas, si quiere mojarse, que lo haga". Llegará a la capital chorreando agua, despidiendo ese olor a moho, ese tufo a caverna habitada por fieras que ella le descubriera después del casamiento. Concretamente aquella tarde que, bajo una lluvia mansa de otoño, él se empeñó en salir con Galo, el enorme perro ovejero, a cumplir su habitual recorrida vespertina, que incluía una fugaz "parada" en el único almacén de la zona, donde bebía cerveza. La lluvia arreció aquella tarde, y él volvió a casa empapado. Al quitarse la gorra despidió una tufarada musgosa, "el aliento de una hiena", pensó ella y, al mirarlo, le pareció que aquel individuo que era su marido y que en aquel momento se sacaba lentamente las botas, más se asemejaba a un inmenso hongo que a un hombre. Y por primera vez la poseyó el horror; debería seguir durmiendo al lado de ese engendro monstruoso, combinación extraña de animal salvaje y vegetal desproporcionado. Compartiendo con él su cama de sábanas limpias, bordadas por las manos de su madre y perfumadas con lavanda seca. No sabía bien si aquella incontrolable repulsión física que experimentó había motivado la gran discusión que mantuvieron esa noche, durante la cena. El Viejo se había puesto en el pecho una servilleta a cuadros y después de sorber la sopa velozmente —cada día que pasaba sus modales de comensal eran más torpes y descuidados— había desplegado frente a ella el periódico (de días anteriores, por supuesto; los diarios siempre llegaban allí con retraso). Se sintió desairada y no pudo ocultarlo; se lo dijo con mal tono, casi con furia. El le respondió que debería acostumbrarse; desde joven tenía el hábito de leer mientras comía y no iba a eliminarlo a esa altura de la vida. "Por eso, entre otras cosas, es que llegaste a viejo sin compañía, Ramón; por tu indiferencia ante los otros; te enemistaste con todos tus parientes, hasta con tus hijos". No había mentido ni exagerado: el Viejo tenía una hija y un hijo quienes, según contaba, luego del divorcio e influidos por la madre, habían dejado de verlo y él no hizo nada por recuperar ese afecto. "Por tus modos prescindentes y despreciativos, Ramón, por tu egoísmo, te quedaste solo, radiado". Se había atrevido, aquella noche, a decírselo, y eso la alivió bastante. Sintió que ya no se engañaba ni se engañaría nunca: no sólo no amaba a su marido sino que había empezado a repudiarlo. El dobló el diario recién cuando ella trajo a la mesa el estofado; en silencio, comenzó a devorar la comida. Después, serenamente, mientras bebía a pequeños sorbos su pocillo de café, el Viejo le dijo: "Tú, Eloísa, no deberías haberte casado. Una mujer que tiene un noviazgo de tantos años con un hombre queda marcada para siempre por ese hombre". "Marcada". Había usado esa palabra, como si se tratara de un animal que lleva grabado en la piel el distintivo impuesto por su dueño. Ofendida, fuera de sí, lo llamó hipócrita y perverso. Hasta llegó a insultarlo con palabras más gruesas: "maldito viejo puerco". El sonreía con sarcasmo mientras ella empezaba a llorar. Se iría, sí; al otro día prepararía sus maletas y lo abandonaría para siempre. Esa noche durmió sola en el sofá del living. Sintió frío; se despertó afiebrada y dolorida. Pero no se marchó: también sabía que no podría volver nunca junto a su madre, ni con sus hermanos.

La Vieja mira el horizonte: el mar y el cielo se diluyen en una común lama grisácea. Respira hondo y el aire húmedo la reconforta. Vuelve a mirar al Viejo; ha retomado la marcha y ahora se le antoja que es un enorme escarabajo negro, de esos que frecuentemente halla en los senderos del balneario y que, cuando los vuelve de lomo al suelo, patalean en el aire desesperados por lograr su posición normal. Tan despacio como ellos y con tanto empeño asciende el Viejo por la loma. Y la lluvia empieza. Gruesos goterones calientes como lágrimas caen sobre la piel pecosa de la Vieja. El no se apresura; por el contrario, el balanceo hacia los lados parece acentuarse y el desplazamiento hacia adelante, enlentecerse. Ella entrecierra los párpados: el bulto negro está ahora detenido sobre el color turbio del paisaje. "Por Dios, ni siquiera se decide a abrir el paraguas. ¿Estará tan insensible que no percibe la lluvia sobre su cuerpo?". Las manos se aprietan, se friccionan nerviosamente y caen, luego, a los costados del delantal. Detrás de la casa, Galo empieza a ladrar. Le ordena, con un grito, que se calle. Pero el animal no le obedece. Nunca la ha obedecido. Sólo es fiel —y hasta dócil— al Viejo; a veces cree notar un entendimiento oscuro y siniestro entre ellos, una sórdida confabulación dentro de la cual se incluía la agresión que el perro llevó a cabo contra ella aquel día que regresaba, sola, de la ciudad. Su madre había muerto hacía pocas semanas y se oficiaba una misa por el descanso de su alma. El Viejo ya había vendido el auto; la pierna tumefacta, con peligro de gangrena, le impedía seguir conduciendo. Ella lo invitó a acompañarla —viajarían en ómnibus— pero con pocos deseos de que aceptara; prefería ir sola a los rituales en honor de su madre (no creía en el mundo de ultratumba pero su madre sí; tantas veces le había pedido que, cuando muriera, rogara por su eterna paz...). El no quiso asistir: arguyó que no se sentía bien. Pero insistió antes de que ella se fuera: cuándo volvería, deseaba saberlo con precisión. Ella dijo que dos días después. En la misa se encontró con su prima Carlota, a quien, desde la infancia, quería mucho. Tenían la misma edad y, de niñas, disfrutaban juntas de las vacaciones en una granja que pertenecía a la abuela común. Carlota la invitó a pasar un par de días en su casa, ubicada en las inmediaciones de un parque. La prima había enviudado y vivía sola, rodeada de pájaros y flores, en una alegre cabaña de madera y techo quinchado. Conversaron, rememoraron, rieron. Por la noche durmió en una buhardilla que olía a pino seco y alhucema. Se sintió niña, lloró de alegría. Tomaban desayunos suculentos, paseaban por las avenidas arboladas, una tarde fueron al cine y vieron una película de amor. Olvidó por completo la oscura ceremonia de la misa por la difunta, el olor a incienso que envolvía al cura y a sus acartonados hermanos. Olvidó al Viejo, que seguramente la aguardaba con impaciencia. Diez días después retornó a su casa, cansada y feliz. El ómnibus llegó con atraso y cuando cruzó el portal de madera del jardín había ya, en el cielo, luna y estrellas. Todo estaba silencioso. Llamó al perro, como forma de anunciar su presencia: "Galo, Galo, ¿dónde estás?"

El animal arremetió sordamente; una sombra feroz se abalanzó sobre sus piernas y le tarasconeó las pantorrillas. Después retrocedió sin ladrar, se metió en la casilla, como si reconociera su culpa y deseara ocultarla. Ella, descontrolada, lloraba, chillaba, daba alaridos de furia y desesperación, palpándose las piernas ensangrentadas.

El Viejo apareció, al fin, en el marco de la puerta. La iluminó con una linterna mientras preguntaba: "¿Qué pasa, qué alboroto es este?". "¡La maldita bestia, tu perro, me ha mordido!". Cuando el Viejo se le acercó sin prisa supo, por su actitud, por su modo de permanecer junto a ella, por su jadeo expectante, que todo había sido una abominable conjura; hombre y bruto, bruto con algo de humano y hombre con mucho de animal: ferocidad y malignidad confabuladas en la ignominiosa afrenta que acababa de sufrir. No dijo nada; entró en la casa y, silenciosamente, curó sus propias heridas. Pasó tres días sin hablar; el abismo había crecido y sería muy difícil tender puentes conciliatorios. Férreo, rabioso, hostil —y al mismo tiempo tan callado como Galo en su arremetida— había nacido en ella el odio. Sólo que entonces no comprendió que ese sentimiento podía ser un vínculo tan fuerte, tan encarnizado como el amor. Aquella noche, llorando quedamente, se había prometido y jurado a sí misma que, pasara lo que pasara, dejaría el balneario para siempre. Pero el tiempo había transcurrido y allí estaba, de pie, viendo cómo el Viejo se arrastraba por el camino, bajo la lluvia espesa.

Por fin, el Viejo abre el paraguas; este parece, sobre el cuerpo del hombre, una cúpula tambaleante. Un relámpago atraviesa las nubes: un rápido nervio del cielo, desnudo y luminoso. De inmediato la lluvia arrecia, iracunda. La figura del Viejo empieza a temblar, cada vez más desdibujada. Ya no avanza, no avanza... Ella piensa en soltar el perro —que ahora casi siempre está atado— para que corra hasta él. ¿Pero de qué serviría? No se apresurará por eso. Acaso la greda mojada de la senda le impida caminar, acaso se haya empantanado. Todavía le queda por recorrer una buena distancia. "No, ya no alcanzará el ómnibus de las ocho. Lo perderá y tendrá que esperar hasta la tarde para tomar el próximo".Volverá y los contratiempos producirán en él arrebatos de ira que ella tendrá que soportar. Suspira, mirando el cielo. "Quizá desde la altura descienda alguna energía milagrosa que lo empuje, le dé el impulso necesario para apurar el paso y llegar a tiempo".Cuando vuelve a mirarlo puede ver la caída: un resbalón, un paso en falso dado con la pierna dañada. El Viejo cae de espaldas contra el barro; el paraguas, los brazos, las piernas, se estremecen en el vacío. Sí, es un escarabajo indefenso adherido al camino. Sólo podrá recobrar la posición de equilibrio si alguien le ayuda a volverse. Tendrá que correr para prestarle auxilio. Pero de pronto ella ha sentido una fuerza extraña que la inmoviliza. Algo misterioso parece haberla colmado y le impide moverse. Increíblemente es una sensación de plenitud, casi de felicidad. "Si creyera en los milagros, diría que éste es uno", piensa, y sonríe. Y en realidad, ¿ve lo que ve? ¿Y si se hubiera quedado dentro de la casa terminando de preparar ese dulce de ciruelas de cocción lenta que tanto le gusta al Viejo? ¿Y si no hubiera salido a mirarlo, entreteniéndose adentro en cualquier tarea, barrer, hacer la cama, planchar ropa?

Las cosas, afuera, hubieran pasado, de todos modos. El hermano mayor siempre decía: "El destino de cada uno es inexorable, y está escrito". Tal vez esa fuera una gran verdad. Allá a lo lejos, en el barro, bajo la cortina de lluvia, estaban ahora el Viejo y su destino. La Vieja entra en la casa. El dulce hierve suavemente sobre el fuego, exhalando una fragancia húmeda y tibia. Afuera, Galo aúlla: siempre lo han aterrorizado las tormentas.

El corazón de la noche, 1967
Sylvia Lago

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