Los peces rojos
Sylvia Lago

El acuario se extiende a lo largo del muro principal de la sala de espera; frente a él están los sillones metálicos, de sobria estructura, y la mesa sobre la cual reposa una lámpara rosada. Son los hombres, especialmente, quienes soportan las esperas inertes a veces, otras amenazadores o desafiantes, con gesto de vago tormento, o de inquietud y, en pacas ocasiones, con indiferencia. Pero sus ojos permanecen siempre atentos a la dinámica ondulatoria, al sereno, silencioso deslizamiento de los peces rojos.


La idea de colocar el acuario como foco de interés en la sala de espera del consultorio particular fue -una vez más- un triunfo de su penetrante agudeza imponiéndose a la dificultad de la contingencia, al acucio hostil de la vida, ese que siempre, desde niño, terminaba arrancándolo de la inercia engañosa en que -temeroso hasta la cobardía de cualquier dolor- se protegía: el acuario adormece la agresividad de sus enemigos circunstanciales; les impone una hipnosis de la que emergen -vencida toda hostilidad-, cuando el evento ha pasado. Un letargo que proviene del hechizo ejercido por sus aliados neutros, de ojos planos, de aletas trasparentes que deambulan en el agua verdosa de la piscina.

El médico eleva el rostro sobre el reflejo de la portátil que baña el escritorio ordenado y suntuoso (carpeta de cuero repujado, tintero y cenicero de bronce, tierna fotografía familiar), frunce el ceño, mira a través de los cristales de las gafas ese semblante cuya expresión implora indulgencia desde no sabe qué exacta estación de tránsito infernal; implora indulgencia en un mutismo de aire culpable, en vías de arrepentimiento.

-¿Su esposo está de acuerdo? -pregunta él, cubriendo con la punta de los dedos la boca de labios carnosos, muy rosados.

Ignora la trabazón de hechos ocultos que llevan desde un pasado más o menos inmediato, fisurado tal vez, o desgarrado, o roto definitivamente- a la respuesta rápida descargada por los labios secos de la mujer, en un suspiro espasmódico:

-Si, Doctor.

-Entonces "eso" puede hacerse mañana.

Mira sus manos detenidas sobre el cristal que resguarda la tapa ebúrnea del escritorio, los dedos finos conmovidos por casi imperceptibles palpitaciones; siente el embate de la sangre en las falanges y los dedos comienzan a moverse, toman con gracia de artífice el instrumento bruñido, manejado por años con precisión de virtuoso; mira el filo curvo que incide el aire y el aire estalla en una prodigiosa iluminación de fuego: penachos bermejos se elevan hasta las nubes, precipitándose en volubles cataratas; el estruendo le hace apretar los dientes, cerrar los ojos, ceñirse sobre sí mismo aceptando su propia ebullición. Hasta que el torbellino se aplaca, se va aplacando lentamente el furor ígneo y el aura circundante resbala, oscura y mansa, con aliento de árboles mojados, aquietándose en una frialdad de estanque.

Entonces la mujer se yergue, lo escruta con su rostro sudoroso, todavía tenso. Enseguida oculta su perfil detrás de la mata de cabellos rebeldes. Se oye, cercano, el rumor del río. Ese río ondulante que se afina hacia la mitad de su curso -como si tuviera una cintura de mujer-, justo donde la vegetación se espesa. Ese río infectado del que suben al atardecer (y llegan hasta la Clínica pulcramente instalada) fuertes emanaciones putrefactas. Ese río donde los nativos supersticiosos e ignorantes aseguran que habita una especie de pez rojo -"acará", le llaman, y le atribuyen la curiosa propiedad de cambiar de color cuando así lo precisa, y de huir a saltos si lo sorprenden-, que ataca a los hombres que se adentran en las aguas y les succiona la sangre.

La mujer aindiada, de tez cobriza. se alza en la mesa de acero y lo encara:

-¿Pero está seguro de que no es pecado, Doctor? ¿De que no iré al Infierno? Porque el Padre Aurelio nos ha dicho .....

-Pecado sería que siguieras haciendo hijos para que se te mueran de hambre -contesta él mientras la pinza eleva hacia el foco de luz el dispositivo intrauterino que impedirá que la mujer procree.

Ahora mira a esta otra mujer, a esta burguesa perfumada que lleva aro de oro en el anular y cintillo de brillantes.

-Así que mañana...- murmura ella.

-Si; y en ayunas: recuérdelo.

Tiende el hombre su mano por encima del escritorio y recibe la enjoyada mano femenina, fría, temblorosa. 

 

Contempla a la mujer cuando abandona la habitación: es alta y airosa aunque su andar ha perdido -sin duda provisoriamente- el garbo equilibrado y armonioso, trocándolo por un apretado paso que no disimula cierto dejo de humillación.

La nurse abre la pueda discretamente y anuncia:

-La otra señora está pronta, en sala. Cuando usted quiera, Doctor.

Asiente con una mezquina inclinación de cabeza. Se pone de pie, cierra los ojos, oculta las manos en el casto refugio de los bolsillos de la túnica almidonada.

En aquel tiempo todavía era posible la opción: aceptar el rigor de los días sucediéndose serenamente iguales en las horas de consulta, en los vientres que van creciendo -tres, cinco, siete, nueve meses- para que él, cuando estén en sazón, ayude a desgajar la nueva vida; aceptar la repetida (y aburrida) sonrisa de Adela, su mujer, quien todas las noches lo recibe con un beso y las triviales novedades de entrecasa, o preferir 

 

La-Oferta-Tentadora-para-el-Médico-Joven, aquella que le acerca a su consultorio, una tarde, el extranjero de meticulosa -y forrada- pronunciación española: "¿Doctor Aguirre?" "Si, soy yo." "Mucho placer. Doctor... Vengo como representante de la Agencia para el Desarrollo Internacional, en nombre de mi ....... Estamos organizando un programa de limitación de nacimientos en las regiones amazónicas y he venido para ofrecerle..." Adela no lo puede crear: "¿Esa cifra, y en dólares? ¿Te atrevés a dudarlo, te afrevés?" No. no se atreve. Casi no duda: Para esta oportunidad ha realizado su carrera, ha logrado el titulo a los veintiséis años, ha desposado a Adela, hermosa y relumbrante como una alhaja cara, ha aplacado sus demonios en la celda oprobiosa de una ansiosa espera. Una llamada telefónica termina por derrotar sus ya resquebrajados escrúpulos; la oferta ha subido tres mil dólares en cinco horas. Repentinamente pasa por encima de los vientres arqueados, camina a lo largo de los miembros abiertos, hunde con la yema de su índice derecho la cabecita rosada que pugna por salir y, cerrando las valvas, acepta.

Los corredores, los descansos, están lujosamente alfombrados. Por ellos se desplaza en sordina deteniéndose un instante en la sala de espera (iluminación atenuada que emerge de la pantalla de vidrio rosa-opaco cuya forma configura el perfil de una deliciosa mujer y que Adela eligiera en uno de los principales bazares de Buenos Aires). 

 

La mirada del hombre que aguarda allí se mantiene ligada a uno de los dos focos de atención: la luminaria o el acuario. El hombre -turbia expresión, inquietud apenas contenida- fuma un cigarrillo tras otro. Al ver al médico se sobresalta, se pone de pie. Se saludan brevemente y, en la penumbra, se inicia el diálogo:

-¿Le gustan mis peces?

-Me parecen fascinantes. Son rojos pero a veces cambian de color, se atornasolan.

-Y después se ponen más rojos y da la impresión de que tiñeran el agua de sangre, ¿no es así?

El médico entrecierra los ojos para contemplar la pecera y sonríe humedeciendo los labios con una lengua erecta que adquiere en la semisombra, el brillo metálico de los peces.

-Qué especie rara, doctor..

-Los traje del Amazonas, cuando anduve por allí, en misión... Son parientes de unos muchos más grandes que viven en ciertos ríos selváticos... El nombre técnico es "cichlasoma festivum". Pero los nativos los llaman "acarás". Ahora me disculpa, por favor.

Abandona la sala y se dirige hacia las piezas interiores mientras el otro retorna, fascinado, al acuario que lo adormecerá nuevamente...

Ahora llega a su consultorio y se detiene frente a la puerta y permanece inmóvil un momento, sin resolverse a abrirla: otra vez se le anegan las pupilas de manchas rojas; pugna por dominarse pero no puede; la alucinación está a su lado, aquí: sabe que es una alucinación pero no es capaz de eludirla.

A la mulata le ha crecido mucho el pelo sucio, desgreñado, o será simplemente que no se lo ha peinado en varios días; lo cierto es que esos matojos color tierra le cubren casi totalmente la cara pequeña de ardilla asustada.

-Desde que usted me puso el aparatito ese, Doctor, la serpentina, como le dicen, no paré de echar sangre: eche sangre que es un asco.

-Bueno, es necesario que se te acostumbre el organismo, muchacha. Tenés que esperar un tiempo.

-Pero además me duele: sobre todo de noche y cuando...

Una mano callosa se alza hasta la boca y la cubre con brusco ademán. Se hace un silencio.

-Te dije que no podías acostarte con tu hombre hasta que no desaparecieran los derrames.

La mano de la mujer ha vuelto al regazo.

-Pero si usted dijo que no hay peligro de hijos, Doctor...

Entonces él se había exasperado;

-¡Pero hay peligro de infección, hay peligro de!

Sólo un momento se había exasperado. Sabía, había aprendido a dominarse.

-Andá, muchacha. La Señorita Alcira, mi asistente, va a bañarte. Después vení para que te revise.

Y cuando ella volvió y las piernas se elevaron y se abrieron y él despegó el cuajaron de sangre, en la catarata de pus que se desató aparecían, cada tanto, otros cuajarones rojos: "los acarrees, sí, los peces de aquel río maldito", había pensado él -que ese día estaba afiebrado, que ya no podía aguantar más ni el calor ni la fetidez permanente del pueblucho al borde de la selva.

A los tres días la muchacha murió de infección. En un mes murieron ocho más por la misma causa. Poco tiempo después apareció una denuncia en la prensa de una ciudad alejada; el arzobispo de la región protestaba contra "una nueva matanza de inocentes disimulada detrás de falsos fines filantrópicos", y el Ministerio de Salud ordenó una investigación. Por un extenso lapso se suspendió la esterilización masiva de mujeres en esa zona. El "programa" a desarrollarse cambió, igual que en otras regiones donde otros médicos hablan tenido "bajas" similares.

Al fin se resuelve: abre la puerta blanca y delineando otra vez la sonrisa entra en la sala con olor a desinfectante. La mujer está tendida en la mesa, con los brazos alzados y cruzados detrás de la cabeza, con las piernas en alto, fijas en el armazón metálico que las mantiene en la debida posición ginecológica. No se ha quitado el maquillaje, ni los pendientes, ni las sortijas. Un foco ilumina directamente su sexo. El resto de la pieza permanece flotando en una amortecida luz violácea.

El rito comienza. El lo inicia con tono tierno, protector:

-¿Se siente bien? ¿Ha dormido bien?

-Si, Doctor. Aunque anoche esa pastilla que tomé por indicación de la nurse me mareó un poco.

-No importa. ¿Sangró?

-Algo, no mucho.

-Bueno; ahora va a dormir un rato.

Prepara la inyección de anestesia; la nurse limpia el brazo, busca la vena. La mujer se incorpora apenas:

-Tengo miedo, Doctor,

-¿De qué? Todo va a salir bien. ¿Sabe contar? Porque tendrá que contar por lo menos hasta veinte.

La broma trae un atisbo de sonrisa al rostro que otra vez se ha distendido, pero que de inmediato vuelve a tensarse para mirar la aguja que se clava en el brazo.

Entonces viene el juego casi silencioso de los metales fúlgidos, adiestrados. Viene -él lo sabe- la persecución de los peces rojos en el río oscuro que se hunde en las entrañas de la selva.

El río ... ¿Cómo se llamaba? Un subafluente del Amazonas, apenas. Un río que no aparece en todos los mapas. 

 

Lodoso, pútrido. Sólo podían vivir en él los acarás y aquel anfibio raniforme que los nativos llamaban "sapo cornudo" porque tenía dos crestas cerca de los ojos, al que temían por venenoso. En las aguas de espesa coloración rojiza, casi, negra, como sangre descompuesta. Allí arrojaban los fetos hasta de cinco meses, porque las mujeres habían aceptado las argumentaciones de los "misioneros extranjeros", habían comprendido que era necesario limitar los nacimientos, aceptaban los discursos sobre la reducción de la tasa del crecimiento proporcional -aunque no los entendieran- porque venían acompañando los paquetes de galletas, leche en polvo y medicamentos enviados por la Alianza. Allí había aparecido el cadáver de aquella nativa de catorce años (tenía dos hijos cuando fue esterilizada) que había muerto, como tantas, de infección y de cuya muerte, absurdamente, lo habían responsabilizad.

Hinchado el vientre como de embarazo, babosos los harapos que ya no la cubrían, marcados los pies, los muslos, las mejillas por los acarás que, según dijo la gente del lugar, se habían cebado en la dulzura de la sangre joven, así había aparecido el cadáver en el lodo de la orilla. Esa misma noche los nativos incendiaron la Clínica. Al otro día él se marchó. Adela lo esperaba en Brasilia, ciudad que, para ella, era una maravillosa estructura sin vida a la cual, a pesar de su perfección, detestaba. Juntos tomaron el avión de regreso. Los dos habían envejecido en la aventura pero ahora, ricos, confiaban en recuperarse.

La nurse le quita los guantes ensangrentados. La "intervención" duró quince minutos. Una corriente de agua clara -¡qué otra especie de río!- arrastra por canales sanitarios el germen extirpado, conduciéndolo directamente al mar. La mujer duerme serenamente, presa aún en los efectos del Pentotal. Cuando él deja la sala una señora ya repuesta, alineada, pronta para marcharse, lo saluda cortésmente. Otra, muy pálida, entra en el Consultorio. 

 

Cuando pasa por la sala de espera el hombre que aguardaba se le aproxima. El se atiesa, asegurando una distancia entre ambos.

-¿Cómo ha salido todo, Doctor?

-Muy bien, amigo; perfectamente, por supuesto -responde sin mirar a su interlocutor, desviando los ojos hacia el acuario.

-Ah, por fin -suspira el hombre-. Por fin hemos arreglado "eso". ¿Sus honorarios, Doctor?

-Allá, en el escritorio del fondo, con la nurse, por favor.

El hombre avanza por el vestíbulo sombrío. El Doctor Aguirre se queda solo, atento al deslizamiento de los peces. 

 

Uno de ellos se acerca al cristal: su cuerpo parece haber cobrado la tensión de un arco listo para disparar. 

 

Advierte que la forma ha variado en si misma, pero sin trasladarse: la boca está abierta, las aletas se agitan aunque el animal se mantiene estacionario. Su color ha ascendido hasta el cárdeno. Por un momento el Doctor Aguirre "siente" que el pez lo mira.

Entonces introduce la mano fina dentro del recipiente, sortea con suavidad las algas, llega hasta el cuerpo inmóvil y lo prensa con sus dedos, férreamente. Cuando retira la mano de la pecera capta un ligero estremecimiento que proviene del ser aprisionado. Abre la mano. El pez cae, aletea, se amustia definitivamente. 

 

El doctor arquea las cejas, despega los labios, mira el piso. Ve a sus pies una diminuta mancha de sangre y, muy lentamente, sonríe.

Sylvia Lago
Antología del cuento uruguayo
Arturo S. Visca
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1968

Gentileza de "Librería Cristina"
Material nuevo y usado 
Millán 3968 (Pegado al Inst. Anglo)

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