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Paso de la Arena: rebelión del pueblo oriental contra la pretensión de los déspotas porteños

Por Heraclio Labandera
Desde Florida, capital

 
 

El 24 de febrero último el gobierno departamental de Florida colocó en el paraje de Paso de la Arena, una placa recordatoria del campamento artiguista instalado 200 años atrás en aquel lugar, en el marco de un homenaje que incluía el rezo de una misa criolla y la movilización de una cuantiosa caballería gaucha nutrida por “marcheros” y jinetes de varias “aparcerías” floridenses.

Pero el clima pudo más y un temporal obligó a suspender los festejos del domingo 24.

No obstante ello, en la enorme piedra de granito que da soporte al monolito en memoria de Artigas colocado en 1964 -a 200 años de su nacimiento-, quedó para registro del homenaje una placa con una inscripción por demás acertada:

“La Intendencia de Florida en reconocimiento a los orientales que desde Paso de la Arena forjaron la Patria”.

Además de ser elegante, la frase hace justicia con un episodio que, por lo general, ha pasado desapercibido de la importancia política que tuvo en el itinerario artiguista.

Sin lugar a discusión, el campamento de Paso de la Arena fue clave en la forja de la Patria que soñaba José Artigas y fue la plataforma sobre la cual el jefe oriental se paró para convocar al congreso que en abril redactaría las Instrucciones del Año XIII.

Paso de la Arena fue un acto de guerra contra las fuerzas del unitarismo porteño, que pretendía sojuzgar a los orientales a sus dictados, una verdadera pulseada política entre Artigas y Buenos Aires que, si hubiera salido mal, de seguro habría cambiado el rumbo de la historia nacional.

El partido criollo

Cuando sucedieron los hechos de Paso de la Arena, Artigas tenía 48 años y ya era un caudillo hecho y derecho.

En 1811 había puesto su espada al servicio de la Junta que gobernaba Buenos Aires -hoy conocida como Primera Junta- y que un año antes había protagonizado un movimiento que desafiaba la primacía política de los españoles continentales sobre los españoles nacidos en América (criollos).

En una época donde los continentales consideraban que el último español venido a América tenía en estas tierras más derechos políticos que el mejor de los españoles nacidos en América, la revolución porteña de 1810 vino a reclamar que la Junta de Mayo -instalada en Buenos Aires- tuviera la misma categoría que las Juntas surgidas en varias ciudades de España con el objetivo de darse autogobierno a consecuencia del apresamiento del rey Fernando VII a manos de las fuerzas francesas.

Para que se entienda la naturaleza de la confrontación: los dos ejércitos enfrentados en mayo de 1811 en la batalla de Las Piedras -el de los españoles atrincherados en Montevideo y el criollo liderado por Artigas- combatieron “en nombre de nuestro amado rey Fernando VII”.
De modo que en los primeros tiempos, la revolución de 1810 fue una “guerra civil” entre los españoles continentales y los españoles nacidos en América (criollos), aunque luego y por diversas naciones, los amagos de “autonomismo” derivaron en un movimiento separatista de España.

Pero José Artigas bien pronto probaría el amargo cáliz de las deslealtades porteñas, cuya revolución surgida para enfrentar las pretensiones de supremacía de Madrid frente al resto de América, intentó por todos los métodos posibles copiar el modelo de la dominación española para asegurar la supremacía porteña en los territorios del viejo Virreinato.

La pulseada oriental

Tras la adhesión de Artigas a la Revolución de Mayo, las cosas se deterioraron rápido con los orientales luego de la caída en Buenos Aires de la Primera Junta, ocurrida a mediados de 1811 debido a un golpe de mano que terminó con la instalación de un gobierno colegiado de tres miembros -el “Triunvirato”- compuesto por Feliciano Chiclana, Juan José Paso y Manuel de Sarratea.

Los tres pertenecían al desplazado “partido morenista”, una corriente ultrarradical y partidaria de aplicar una política de “terror” con los adversarios, al estilo de lo sucedido en la Revolución Francesa.

Fueron los arreglos secretos entre los agentes del gobierno de Buenos Aires y el virrey Elío -atrincherado tras las murallas montevideanas- los que obligaron a levantar el Primer Sitio de Montevideo, para disgusto de las fuerzas artiguistas.

Y fueron las desinteligencias entre porteños y orientales lo que justificó aquella increíble pueblada que fue el Exodo, la marcha al noroeste que el gauchaje crudo llamó “la redota” como una mala pronunciación de “la derrota”.

Para aquellos hombres, los porteños fueron los causantes de “la redota”.

Las fuerzas artiguistas avanzaron con lentitud debido a la multitud que se les sumaba, llegando al litoral y cruzando el río Uruguay -era condición del armisticio pactado por los porteños- para instalar en tierras de Entre Ríos el campamento del Ayuí (1812).

Pero la pulseada ya estaba planteada.

El Triunvirato, que desconfiaba de Artigas debido a su postura de no aceptar que la política porteña resolviera el destino de los orientales según sus intereses, esperaba quitarlo del escenario por las buenas o por las malas y así resolvió enviar al terreno al más intrigante de sus miembros: Manuel de Sarratea.

En el primer semestre de 1812 el Triunvirato había roto el armisticio con Montevideo, alcanzado al finalizar el Primer Sitio, y acompañado de fuerzas militares, Sarratea cruzó al Ayuí para negociar con Artigas la organización de un Segundo Sitio a Montevideo.

Si todo hubiera quedado en eso habría sido un acuerdo histórico, pero en el Ayuí el gobernante porteño en realidad comenzó con una sibilina conspiración contra Artigas, logrando pasar a la causa porteña a jefes que habían acompañado al caudillo oriental -como Vázquez, Ventura y Valdenegro, su jefe de Estado Mayor- y provocado deserciones entre la tropa (casi 1.500 soldados).

Así y todo -de seguro, a regañadientes- Artigas se puso a las órdenes de Sarratea y repasó el río Uruguay para marchar sobre Montevideo, mientras que por el sur las partidas patriotas de José Culta iniciaban un incipiente sitio a la ciudad amurallada.

El 20 de octubre de 1812 llegaron al pie del Cerrito -poco antes de que por una acción suya se lo rebautizara Cerrito de la Victoria- las vanguardia del ejército de las Provincias Unidas, comandadas por José Rondeau.

Entre ambos grupos conjuntaron unos 2.000 hombres, y los porteños esperaban que al sitio se sumaran los 5.000 hombres que venían con José Artigas, dejando todo al mando de Manuel de Sarratea.

Pero las fuerzas de Artigas marchaban al sur demasiado lentas porque el delegado porteño no dejaba de conspirar contra el caudillo oriental.

Sospechando la conjura, Artigas resolvió interceptar toda la correspondencia venida de Buenos Aires para el ejército sitiador y al advertir lo que se fraguaga, se negó a recibir órdenes de Sarratea y exigió su renuncia al mando del Ejército de Buenos Aires.

Ya había sucedido antes del primer sitio montevideano y ahora se reiteraba en visperas de segundo: mientras los porteños reclamaban ser el “Ejército principal” en la acción sobre Montevideo, dejando para las fuerzas orientales la condición de “secundarias”, Artigas entendía que las fuerzas porteñas eran apenas una “fuerza auxiliar” del “Ejército Principal”, que era el de las fuerzas artiguistas.

Y como con el paso de los días Sarratea seguía aferrado a su cargo, Artigas comenzó una moderada guerrilla contra las tropas sitiadoras, dificultándoles sus movimiento, quitándoles las caballadas y los ganados que alimentaban a la tropa.

Ya había mandado el mensaje a Rondeau.

Así las cosas, en la Navidad de 1812 Artigas con su gente acampada en Durazno le envió a Sarratea una intimación que se conoció como la “Precisión del Yí”, en la que se especificaba como condición para que las fuerzas artiguistas se incorporaran al sitio de Montevideo, que el jefe porteño volviera a Buenos Aires.

En el oficio señaló que debido a la presencia de Sarratea, “la intriga es el gran resorte que se gira sobre mi”, comisionando como agente a Carlos de Alvear que llevó al gobierno porteño un informe pleno de falsedades.

“Este jamás trató conmigo y regresó a Buenos Aires. Cuanto allí se expuso contra mi era autorizado con la firma de usted (Sarratea)”, incluyendo informaciones “de que los comandantes de mis divisiones y yo negábamos la obediencia al Supremo Gobierno (Triunvirato), y a usted proscribiendo toda compasión”.

“Yo me escandalizo cuando examino este cúmulo de intrigas que hace tan poco honor a la verdad y forma un premio indigno de mi moderación excesiva. Cualquiera que quiera analizar mi comportamiento por principios de equidad y justicia, no hallará en mí más que un hombre que decidido por el sistema de los pueblos, supo siempre prescindir de cualesquiera errores en el modo de los gobernantes por plantarlo, conciliando siempre su opinión con el interés común y llevando tan al término esta delicadeza, que al llegar el lance último supo prescindir de sí mismo y de los derechos de los pueblos que defendía sólo por acomodarse a unas circunstancias en que la oposición de la opinión esencial entre nosotros y los europeos, prevalecería entonces en favor de éstos por nuestro modo de opinar. Tal fue mi conducta en el Ayuí cuando las órdenes de usted vulneraron el derecho sagrado de mis compañeros y tal fue, en honor a mi sinceridad, la que ostenté al hacer marchar al Salto al Regimiento Oriental, los Blandengues”.

Y continuó diciendo.

“La cuestión es sólo entre la libertad y el despotismo”.

De modo que a pesar de los sacrificios realizados, “estaba escrito en el libro de la injusticia que los orientales habían de gustar otro acíbar mucho más amargo”.

“Era preciso que después de haber despreciado su mérito se les pusiese en el rol de los crímenes y que sean declarados por enemigos unos hombres que cubiertos de la gloria han entrado los primeros en la inmortalidad de la América. Era preciso jurar su exterminio, confundirlos y perderlos. No, señor excelentísimo; la grandeza de estos hombres es hecha a prueba del sufrimiento; también es preciso que hagan ver no era una vileza lo que fue moderación. Bajo este concepto, cese ya usted de impartirme sus órdenes, adoptando consiguientemente un plan nuevo para el lleno de sus operaciones. No cuenta ya usted con alguno de nosotros, por que sabemos muy bien que nuestra obediencia hará precisamente el triunfo de la intriga. Si nuestros servicios sólo han producido el deseo de decapitamos, aquí sabremos sostenemos”, añadió Artigas (de destacado es del autor de la nota).

Y para que en entendiera claramente, añadió:

“El pueblo de Buenos Aires es y será siempre nuestro hermano, pero nunca su gobierno actual. Las tropas que se hallan bajo las órdenes de usted serán siempre el objeto de nuestras consideraciones, pero de ningún modo usted. Yo prescindo de los males que puedan resultar de esta declaración hecha delante de Montevideo pero yo no soy el agresor ni tampoco el responsable”.

Y agregó que “si usted sensible a la Justicia de nuestra irritación quiere eludir sus efectos, proporcionando a la Patria la ventaja de reducir a Montevideo, repase usted el Paraná dejándome todos los auxilios suficientes. Sus tropas, si usted gusta, pueden igualmente hacer esa marcha retrógrada. Si solos continuamos nuestros afanes no nos lisonjearemos con la prontitud en coronarlos, pero al menos gustaremos la ventaja de lo ser tiranizados cuando los prodigamos en odio de la opresión”.

La plantada en Paso de la Arena

Cuando Artigas envió su “Precisión” a Sarratea, éste trató de desconocer la amonestación y se mantuvo en su intento por imponerse al jefe oriental, pero las acciones del porteño se habían excedido, difamándolo ante el gobierno porteño sobre su lealtad política y quitándole a la mitad de su tropa y a varios jefes militares de importancia.

De modo que terminó haciendo lo que mejor sabía hacer: negociar.

Con esa carta bajo la manga, por derecha intentó llegar a un arreglo con Artigas por medio de personalidades de prestigio, mientras que por la izquierda urdió un plan para asesinarlo.

El 8 de enero de 1813 Artigas y Sarratea llegaron a un acuerdo en Durazno, donde estaba estacionado, en el llamado Pacto del Yí.

Por ese entendimiento, el porteño resignaba su mando del Ejército de Buenos Aires y se retiraba con los ex jefes artiguistas que defeccionaron en el Ayuí, dejando el mando del Ejército principal -que sería el oriental- a José Artigas, mientras que las tropas porteñas tendrían carácter de “auxiliares”.

En paralelo al entendimiento político, combinaron con un lugarteniente artiguista con fama de gaucho burlón y algo venal, llamado Fernando Torgués (u Otorgués), para que lo asesinara.

El gozaba de la confianza del caudillo oriental, era pariente suyo (primo) y fue uno de los hombres que no defeccionaron en el Ayuí con las provocaciones de Sarratea.

Ante la oferta de “muchas onzas” de oro, Fernando Torgués aceptó el desafío de Sarratea y Santiago Vázquez -otro de los cómplices de la conspiración- le entregó dos modernas pistolas para cometer el asesinato.

A cambio, además se le reconocería el liderazgo de la columna oriental.

Pero Torgués llegó al campamento artiguista y habló con el caudillo, contándole todos los detalles del operativo, lo que generó la inmediata reacción de Artigas de expulsar a Sarratea de la Provincia Oriental.

Viendo que la conspiración antiartiguista iba de fracaso en fracaso, Sarratea resolvió entonces declarar que Artigas era “Traidor a la Patria” -acusación que se pagaba con la muerte- pero el edicto no tuvo el suceso que esperaba.

A partir de entonces, Artigas sólo se referiría a él como “el expulso Sarratea”.

En los siguientes días a la firma del fallido Pacto del Yi, Artigas movilizó su Ejército hacia el sur y el 20 de enero llegó con sus tropas a las cercanías de la Villa de San Fernando de la Florida.

A la orden del caudillo, los 5.000 hombres del Ejército patriota plantaron bandera en el Paso de la Arena, mientras sus guerrillas continuaban hostigando a la retaguardia de Rondeau para que el mensaje repiqueteara en el radar de los jefes sitiadores.

Con poca diferencia, Sarratea llegó al campamento de Rondeau y, enterado, Artigas hizo saber que se mantendría al margen de las operaciones si “el expulso” continuaba al mando de la fuerza sitiadora.

La tensión entre Paso de la Arena -con José Artigas plantado con sus 5.000 hombres- y la línea del sitio -con 2.000 soldados con recursos que comenzaban a escasear- se mantuvo durante casi un mes.

En diciembre las tropas sitiadoras habían contenido con éxito un intento de Vigodet -el jefe español de Montevideo- para romper el bloqueo, pero no era tan seguro de que les fuera tan bien en una segunda salida.

Así las cosas, en febrero Rondeau alentó -en forma casi sediciosa- una reunión de los jefes subalternos de la línea sitiadora, para que éstos desconocieran el mando de Sarratea y provocar así su alejamiento del sitio.

Abandonado entonces hasta por sus propios jefes, el 21 de febrero transmitió el mando a José Rondeau y se fue para Buenos Aires con una partida de soldados.

Enterado del cambio, el 26 de febrero José Artigas llegó al campamento del Cerrito y se puso a la órdenes para el sitio.

La plantada de Paso de la Arena había consolidado su liderazgo.

 

Heraclio Labandera
Publicado originalmente en Asociación Patriada por la Historia http://www.patriada.com.uy/  - 11 Marzo 2013
Link:

http://www.patriada.com.uy/departamentos/historias-pago-a-pago/florida/paso-de-la-arena-rebelion-del-pueblo-oriental/
 

Autorizado por el autor - en Letras-Uruguay desde el 14 de junio de 2014.
 

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