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En presencia de la muerte, en medio del horror.

Ana Jerozolimski

El terrorismo suicida volvió a golpear el jueves último la capital israelí, Jerusalem, cuando un palestino detonó una carga de siete kilos de explosivos, en medio de un ómnibus de línea lleno de pasajeros, matando a once de ellos e hiriendo a más de 50, doce de los cuales se hallan en grave estado. El herido más joven es un ni o de 13 años, un alumno que estaba en camino a clase y ahora se halla hospitalizado herido gravemente. El herido de más avanzada edad, al parecer, un hombre de 74 años. El trabajo de reconocimiento de los heridos se vio complicado por el difícil estado de los cuerpos y recién dos días después de la explosión se confirmó que ésta había cobrado once y no diez muertos, por el grado de destrozos causados en el lugar.

De espaldas Ana Jerozolimski y esposo, abrazados

Y como siempre, las historias personales, dibujan el rostro de la gente. Una joven de 24 años que iniciaba su día de trabajo, un hombre de 28, otro de 38 que era cuidador en una escuela del centro, otro hombre que subió al ómnibus en camino al trabajo después de dejar a sus dos nietos en el jardín de infantes y otro de 42, padre de once hijos, una mujer que tomaba clases de tango y otra que había llegado de Etiopía a trabajar en Israel. Mundos diversos y dispares, que nunca se habían juntado, unidos para siempre por la muerte.

 

Una muerte que esta vez, vimos de cerca. Una muerte que nos miró a los ojos y nos dejó espantados, porque la sentimos directamente, al subir, por primera vez en toda la historia de los atentados suicidas en el transporte colectivo, al ómnibus del infierno.

 

El  asesino, el terrorista cargado con explosivos que subió al ómnibus y tiempo después activó la bomba, había visto antes a los mismos pasajeros que yo vi. Pero los vio enteros, quizás alguno sonriente hablando con el compañero de asiento, o callados en camino al trabajo. El asesino vio a esa gente, sencilla y quizás hasta temerosa en su fuero íntimo de lo que pudiera pasar, e igual activó su carga letal. El asesino quizás oyó a alguno de los pasajeros hablando por teléfono celular-como es tan común en Israel- con familiares y amigos. Quizás el abuelo que murió aclaraba a sus hijos que él recogería a la vuelta a los niños del jardín, tal como los había dejado un rato antes. Quizás una madre recordaba a la hija mayor que al volver de la escuela, sólo tiene que calentar la comida que ella había dejado pronta. Quizás alguien, allí arriba, en lo que vi luego convertido en un horror, prometía a su alma gemela amor eterno.

 

Siempre pensé en esas historias personales, en la gente que está detrás de los números terribles que resumen atentados, al cubrir otros, al analizar sus repercusiones, al pensar que mucho se habla de los muertos, pero que también la lucha de los que sobreviven heridos, es dura y amarga. Quizás nunca termina.

 

Pero hoy, días después del atentado, aunque ya ha pasado una semana y otros temas han tenido que ocuparme, no puedo dejar de pensar en lo que vi. Porque nunca me había tocado tan cerca. Nunca había visto el horror en forma tan inmediata. Nunca había cubierto uno de los tantos atentados suicidas en Jerusalem, habiendo oído antes la explosión, habiendo visto la bola de fuego que envuelve el autobús elegido como cruento blanco. Nunca había transmitido mientras el cuerpo todo me temblaba tanto.

 

Esta vez, me tocó de cerca. Demasiado. Es más: si el ómnibus que se convirtió en escenario de imágenes dantescas a causa del estallido, hubiese alcanzado a avanzar otros 20 metros por la calle Aza de Jerusalem, la explosión habría ocurrido a mi lado. Si el ómnibus hubiera viajado otros 8 ó 10 segundos, quizás esta nota, la habría tenido que escribir otro.

 

La mañana había amanecido soleada, aunque un tanto fría. La noticia del día, estaba claro, era el intercambio de prisioneros entre Israel y la organización chiita libanesa Hizbalá. Sabiendo que la ceremonia militar en el aeropuerto internacional Ben Gurion -para cuya cobertura ya nos habíamos anotado- comenzaría a las 20 horas y que en la mañana no tendría más que seguir las informaciones desde Alemania, sobre el arribo de los aviones con los liberados de ambas partes, decidí tomarme un rato libre. Y aprovechando lo que en ese momento me pareció como una enorme felicidad, el hecho que mi esposo tenía la mañana bastante despejada y su turno de trabajo sería recién por la tarde, combinamos reunirnos en el Café Moment. Yo salí temprano a llevar, en dos tandas, a nuestros hijos mayores al secundario y él, por separado, a dejar el pequeño en el jardín. Los grandes, sabían que  nos reuniríamos luego en Moment, a desayunar. Lo habíamos hecho muchas veces, a pesar de que ese mismo café fue escenario, hace casi dos años, de un atentado suicida que lo destrozó completamente, dejando a 13 civiles muertos.

Subí por la calle Aza, alegrándome cuando distinguí un lugar libre para estacionar.”!Qué afortunada soy esta mañana!”, me dije mientras preparaba las monedas para el marcador de parqueo. Súbitamente, algo antes de 08.55, un potente estallido me hizo saltar. Me di vuelta y vi la bola de fuego envolviendo el ómnibus. Comprendí de inmediato que era un atentado, el primero que veía directamente, ocurriendo ante mis propios ojos. Era uno de esos atentados que siempre había cubierto a partir de un rato después de la explosión. Siempre había llegado a sitios de atentados, cuando los heridos más graves ya habían sido trasladados a las ambulancias, cuando parte de los cuerpos, ya habían sido cubiertos por mantas o hasta colocados en bolsas negras en las que se les trasladaría luego al Instituto Forense Abu Kabir.

 

Pero esta vez, fue diferente. Esta vez, estaba allí en el momento del atentado, cuando las ambulancias todavía no habían recibido la información y nadie estaba en camino a ayudar, cuando la policía aún no sabía lo que había sucedido. Y lo primero que choca, por unos segundos, es el silencio sepulcral. Luego, vienen los gritos, de los que aún pueden gritar.

 

Corrí hacia el ómnibus para tratar de ayudar. Vi la desesperación y el horror en las miradas de los sobrevivientes, de quienes no comprendían qué rayo les había golpeado. Corrí los restos de la puerta y subí, dándome cuenta luego de que no me percaté si había o no alguien en el asiento del conductor. Jamás olvidaré ese momento, la  primera vez que entraba a un ómnibus destrozado por una explosión. Jamás lo olvidaré, porque es imposible olvidar la entrada al infierno.

 

En un asiento vi algo que era difícil definir. Restos de un cuerpo que supuse era del suicida, porque hasta costaba identificar qué parte del mismo había quedado allí en medio del autobús. El techo había salido disparado, los vidrios de las ventanas estaban todos rotos y tuve que correr trozos de metales -al parecer del techo mismo o de los costados del autobús- para poder llegar a algunos de los heridos. En la parte de atrás, vi restos de carne desnuda, ensangrentada.

 

Tres personas mayores, miraban al vacío, congeladas en sus asientos, sin poder moverse. Fue en ese momento que comprendí directamente, qué significa esa expresión que en más de una ocasión usé en mis propios informes, sobre los que sufrieron “shock nervioso” por haber estado en el atentado, esa segunda ola de heridos, sin lesiones físicas, que llegan a los hospitales porque necesitan ayuda, aunque están físicamente enteros. Algunos gritaban y otros no atinaban a nada. Una mujer con la cara herida, estaba atrapada entre la carrocería  quemada y un cuerpo que le había caído encima. Tuve que recurrir a fuerza física para levantar de su asiento a un señor que tenía todo el rostro rojo de sangre y que evidentemente no comprendía lo que había sucedido. Me miraba como pidiendo ayuda y diciendo al mismo tiempo que no puede moverse, que no puede hacer nada.

 

Trataba de cerciorarme de que no intentara mover y sacar del ómnibus -por temor a que hubiera una segunda explosión cuando aún hay gente viva adentro- a nadie que pudiera verse afectado por alguna maniobra mía que nada tendría de profesional desde el punto de vista médico. Los equipos de rescate, los paramédicos, aún no llegaban. Y yo seguía dentro del ómnibus. Otras personas subieron a ayudar. Entre cuatro bajamos a una mujer que estaba repleta de sangre, aunque parecía bastante entera. Mi buzo blanco quedó manchado y yo con olor a quemado.

 

“Mi bolso, quiero mi bolso”, me dijo un señor mayor cuando traté de bajarlo del autobús. “Su bolso no importa, señor. Lo principal es que usted sea atendido..Venga conmigo. Bajemos” -le respondí, sabiendo que sería imposible, en medio de ese escenario dantesco, encontrar algo entero. Después, me enojé conmigo misma por no haber intentado ayudarle a buscar su bolso o por no haberlo hecho yo. Seguramente tenía allí su mundo. Quizás fotos de nietos, como yo tengo en mi monedero las de mis hijos.

 

El teléfono celular en mi mano sonaba, pero no podía atender. Me disponía a llamar a mi esposo, para decirle lo que había sucedido, cuando lo vi acercarse, corriendo, con cara de desesperación y preocupación. Ya había temido que algo me había sucedido. El había oído la explosión a unos cien metros del lugar y corrió para tratar de ayudar, aunque no tenía certeza, hasta que logró acercarse, de dónde exactamente había sido el estallido.

 

Un hombre corpulento, de chaqueta azul, notó al parecer mi expresión de horror y me ofreció agua. Tomé un poco y traté de mirar a mi alrededor. Bastante gente había alcanzado ya a llegar y tratar de ayudar. A varios metros a la redonda, en la calle Aza -a corta distancia de la residencia oficial del Primer Ministro Ariel Sharon- había heridos dispersos, en distinto estado. “Tómale el pulso a éste. No es seguro que esté vivo”- dijo un hombre al primer paramédico que vio. El joven, de camisa gris y pantalón jeans, parecía inerte.

 

A mi lado, un joven que alcanzó a decirme su nombre, Erez, de 30 años, tenía los ojos cerrados y su corto cabello quemado, como pegado al cuerpo artificialmente, por el fuego que le había alcanzado. Le sangraba una pierna, pero estaba bastante entero. Le acaricié la cabeza y traté de estar segura de que no perdería el conocimiento. Le hablé mientras le acariciaba la frente. “Voy a atender a otro más grave”-me dijo un joven, que ahora no recuerdo si era enfermero o un civil entendido en primeros auxilios. “Tú quédate con él. No lo pierdas”. Así lo hice. A mi lado, una mujer de unos 40 años se revolcaba en el piso. Parecía entera. Pero había alcanzado a ver las escenas dantescas a su lado y gritaba. Le ofrecí agua. Ella ni contestaba.

 

En pocos minutos, la calle Aza estaba repleta de ambulancias y patrulleros de la policía. El jefe de la policía de Jerusalem, Mikky Levy, trataba de organizar el trabajo con un megáfono. Alguien ya colocaba las cintas que demarcaban el espacio al que siempre, tras atentados anteriores, los periodistas tratamos de entrar para poder acercarnos al escenario de la explosión, discutiendo en general con la policía. Pero esta vez, yo estaba del otro lado de la cinta, de adentro, con el buzo manchado de sangre y con el cuerpo temblando.

 

Y en medio de ese infierno, la maratónica carrera para avisar a todos los seres queridos, que estamos bien. Sabía que había que llamar a la escuela. Los niños sabían que íbamos a “Moment” y si oían del atentado, podrían preocuparse. Mi esposo logró ubicar al mayor y pedirle que él transmita el mensaje a su hermana, nuestra hija del medio. “Estamos bien”- le dijo calmándolo. “Mamá y yo estamos bien”. Claro que eso de “estamos bien”, ahora, es sólo un decir.

Ana Jerozolimski
Semanario Hebreo
3 de febrero de 2004

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