Quiroga y las Misiones

por Susana de Jaureguy

 

“El suceso de ayer. Lamentable desgracia. Muerte de Federico Ferrando”

El punto de partida.

El 6 de marzo de 1902, el mañanero lector de La Tribuna Popular pudo encontrar la siguiente crónica:

“Ayer a las 6 y 45 de la tarde, ocurrió un desgraciado suceso en la familia del señor Ferrando, situada en la calle Maldonado número 354, y de la que resultó victima el joven Federico Ferrando.

A esa hora se encontraba éste en su habitación en compañía de su hermano Héctor y de su amigo el joven Horacio Quiroga. Este se ocupaba de examinar una pistola Lafaucheux que momentos antes había comprado el joven Héctor Ferrando, por indicación de su hermano Federico. Mientras Quiroga se ocupaba de inspeccionar el arma y cargarla a la vez, los hermanos Ferrando se hallaban sentados en la cama, observaban la operación. Quiroga se hallaba frente a Ferrando y después de cargar el arma, al cerrar los dos caños para asegurarlo se le escapó un tiro, hiriendo de tanta gravedad al joven Federico Ferrando que dejó de existir casi instantáneamente.”

Se cerraba así un capítulo en la vida de Horacio Quiroga. La muerte de Ferrando fue también la muerte del Consistorio del Gay Saber, y la apertura a un destino que se cumplía ineludiblemente, por caminos tortuosos y laberínticos, y por desgracia al precio de una vida humana.

En marzo de 1903, justo un año después del triste acontecimiento, Quiroga parte a Buenos Aires, donde residía su hermana María. Allí naturalmente frecuenta al escritor argentino Leopoldo Lugones, quien fuera su ídolo, en la época del Consistorio y al que ya conocía.

El descubrimiento de las misiones.

El gobierno argentino pide entonces a Lugones escribir un estudio sobre la actividad de los jesuitas en el siglo XVII y se resuelve un viaje a Misiones. En esa expedición, que parte el 25 de junio de 1903, Quiroga irá como fotógrafo: “fría, matemática e inexorablemente” el destino se cumplía. En su absurdo equipaje va el atuendo de un “dandy”, y en su meta el entusiasmo de conocer nuevas tierras. Quiroga no sabe que en San Ignacio explorará un nuevo mundo, salvaje y agreste, recién nacido, el mundo de su propio ser, ese desconocido que le acompaña desde el 31 de diciembre de 1878, pero que aún no ha encontrado su cauce en la vida.

El impacto del mundo misionero hará de él otro hombre, el verdadero, el que estaba oculto bajo sus extravagancias y búsquedas. El paisaje le vuelve un ser diferente: llegó allí un joven a la moda, con la barba recortada en triángulo, larguísimas botas de gamuza y camisas rosadas, volverá un hombre con la barba cuadrada, de botas recias y camisa oscura.

El reflejo de oro del Paraná al crepúsculo ha entrado en sus ojos cautivándolos para siempre; es así que regresa a Salto para obtener de su herencia paterna los recursos necesarios para comprar tierras. Por 6000 pesos obtiene en el Chaco unas cuantas hectáreas a pocos kilómetros de Resistencia, en las márgenes del río Saladito; cuando aparece el libro de Lugones “El Imperio Jesuíta”, en 1904, con dos fotografías tomadas por Quiroga, Horacio se lo comunica a su amigo Brignole ya desde Saladito.

Allí trabaja muy duro: planta siete hectáreas de algodón, vive en un galpón y aprende a vivir como hijo de la tierra, domina sus manos hasta el desengaño: “si vieras los tormentos que he tenido en estos seis meses, el desaliento diario. En los cinco meses atrás no pude escribir una sola línea”, escribe a Brignole en octubre de 1906. Su mano se ha endurecido para la pluma, pero también se está endureciendo su corazón; el proceso de evolución se cumple para dejarlo maduro ante la experiencia definitiva de San Ignacio, donde por fin se encontrará a sí mismo.

La partida del Chaco se produce en octubre de 1905, y en sus dos años de duración ha alumbrado un nuevo libro: “El crimen del otro”, que cierra definitivamente una etapa literaria, la del decadentismo.

San Ignacio.

En setiembre de 1906 es nombrado profesor de castellano y literatura en la Escuela Normal N° 8 de Buenos Aires. Pero dos meses después escribe a Brignole: “El 15 concluí mis clases y estoy dispuesto definitivamente para ir a Misiones. Compraremos una chacra que nos ofrecen (se refiere a Vicente Gozalbo, otro salteño) con gran monte, vistas al Paraná, etc. Saldré a principios de enero..

Estos proyectos se cumplen, y allí Horacio encontrará por fin lo que hace tanto anda buscando. Se maravilla ante el monte, el río, los animales y las plantas; escribe el 29 de enero de ese año: “Este es un país endiabladamente montuoso. No hay nada más que monte, sin el más elemental claro, monte hasta el Amazonas al norte, ídem hasta la cordillera al oeste, ídem hasta Corrientes al sur, e ídem hasta el Atlántico al este. Te enumero tan prolijamente esto porque es sorprendente la necesidad que se siente aquí de un pedacito de tierra en que no haya árboles y enredaderas y bejucos y tacuaras, tacuapés, tacuarembós. El río, desde San Ignacio hasta aquí está encajonado en barrancas de 100 a 150 metros en declive de 45º a 60º, todas monteadas. A no ser el desahogo de las picadas de obraje, algunas maravillosas, no se podría materialmente vivir. Como calor, de 39° arriba.

De noche refresca mucho, y no hay nada de mosquitos. De día, polvorines y barigüás, no abundantes. No hay víboras ni arañas ni escorpiones. Maravillosas mariposas y tucanes”.

Pero esta naturaleza está vista con ojos alucinados por el deslumbramiento de ese mundo; por supuesto que había víboras, y en tal cantidad que años después tendrá todos sus libros encuadernados con sus coloridas pieles, y sus victorias contra las boas adornarán las paredes de su casa.

El alma de Horacio Silvestre Quiroga, ahora más silvestre que nunca, está embriagada ante ese mundo en que ha anclado para siempre. Dicen los indígenas que el nombre de un individuo lo determina en su destino, y en el caso de Horacio Silvestre Quiroga esa afirmación parece una verdad científica.

Esa tierra tropical y húmeda, donde todo quiere nacer, guarda el germen más perdurable, el de los desterrados, los jangaderos, los mensús, los Paulinos y los Browns, los que esperan para nacer a ese su creador, que crecerán como las palmeras y los naranjos, conducidos por la mano firme de un extranjero que ha elegido esa tierra amorosamente, y que la fecundará para dar a luz su propia imagen, sus reflejos en el río, su angustia y su plenitud. Los cachorros de ese acoplamiento serán “Cuentos de amor, de locura y de muerte”, “Los desterrados”, “El desierto”, “El más allá”.

Compra 185 hectáreas, tala árboles, corta madera para el futuro hogar y comienza a rasar la meseta para cumplir lo que en la citada carta del 29 enero de 1907 ya estaba en su mente.

Al año siguiente, apenas llegan las vacaciones de sus clases, regresa a San Ignacio, y con la sola ayuda de un peón construye un galpón con las maderas cortadas el año anterior: una única habitación rústica que serviría de dormitorio, de taller y aún de laboratorio, y a la que llama enfáticamente: el bungalow.

La zona en que está ubicada su propiedad es llamada por los naturales de la zona Teyú Cuaré, lo que significa en guaraní “cueva que fue del dragón”; la cueva ya estaba preparada y el dragón sólo esperaba encontrar compañera para ir a habitarla definitivamente.

Teyú-cuaré.

Cree haber hallado esa compañera en una hermosa pero delicada joven bonaerense, Ana María Cirés, con quién se casa el 30 de diciembre de 1909, partiendo de inmediato a San Ignacio. Pero las maderas con que construyó su casa habían estado poco tiempo estacionadas y comienzan a arquearse, y la lluvia bautiza su naciente felicidad entrando por el techo con comodidad. Estas desventuras están contadas casi con humorismo en su cuento “El techo de incienso”. Planta banana, mandioca, bambú, naranjas, palmeras, mejora la casa constantemente, su pequeño paraíso privado comienza a tomar forma. Tala el monte hasta que el río se divisa desde cualquier parte de la meseta, se rodea de pájaros de todas las especies que lo siguen como a un nuevo San Francisco.

Horacio trabaja recio, sabe que el terreno rasado significa seguridad, ausencia de alimañas peligrosas, y él busca seguridad porque espera un cachorro.

Su "coaticito”, su “corderito sin mancha”, llegará el 29 de enero de 1911, en un parto natural, padre y madre solos en su choza, bendecidos por la noche estrellada y por la tierra que les entrega el fruto de su amor. Se llama Eglé, y antes de que aprenda a llamar a su padre con el gorjeo misionero: “piapiá”, llegará su compañero: Darío, que nace el 15 de enero de 1912:

"Subercasaux, con dos chiquitos, hechura suya en sentimientos y educación, se consideraba el padre más feliz de la tierra”.

Esa plenitud es tal, que escribe a Brignole en 1911: “Planto yerba, tengo caballos, vaca, cabra, gato, tigre (sin hipérbole) que crío con mamadera... En total, soy feliz. Ando por cambiar mi cátedra por puesto equivalente aquí, y seré entonces gran hombre... Por ahora no pienso moverme y principalmente porque deseo ver crecer mis plantas”.

Los niños van creciendo también en una educación natural, a lo Rousseau las naranjas se venden y los cuentos también, Quiroga es ya Quiroga, la plenitud de su felicidad abre su alma creadora, sus cuentos son cada vez mejores, a medida que maduran los frutos, madura también su talento.

Pero:

"Bruscamente, como sobrevienen las cosas que no se conciben por su aterradora injusticia, Subercasaux perdió a su mujer”.

Ana María, en su desentendimiento total con esa tierra que no ha elegido, y con el hombre que tal vez su juventud no supo comprender, toma bicloruro de mercurio (sublimado corrosivo), el 6 de diciembre de 1915. Los niños son llevados rápidamente a casa del vecino, Isidoro Escalera, campesino bueno, gran amigo de Horacio y cuyo hijo, Juan, de la misma edad de Eglé, se ha criado con ellos.

Ana María no morirá hasta el 14, y su larga agonía de 9 días se llena de reproches primero, luego de besos y perdones, finalmente de la desesperación por no cruzar hacia la eternidad, hacia la inevitable y elegida muerte.

Y pensamos con horror en el testimonio de Juan, de que en la noche se escapaban los tres niños, sin ser vistos, para escuchar furtivamente tras la ventana del dormitorio, con sus tres o cuatro añitos, cachorros de ojos recién abiertos, algo que no podían comprender: los gritos, los sollozos, la angustia de debatirse con una muerte ya no deseada. ¿Qué pensamientos habrán pasado por sus pequeñas mentes? ¿Qué explicación habrán encontrado en sus corazones aún no abiertos al mundo de los hombres? Ellos dos, años después, también siguieron el camino de la muerte voluntaria, y ya no pueden responder a estas preguntas.

Y Horacio

“supo al día siguiente, al abrir por casualidad, lo que es ver de golpe la ropa blanca de su mujer ya enterrada; y colgando el vestido que ella no tuvo tiempo de estrenar.

Conoció la necesidad perentoria y fatal, si se quiere seguir viviendo, de destruir hasta el último rastro del pasado, cuando quemó con los ojos fijos y secos las cartas por él escritas a su mujer, y que ella guardaba desde novia con más amor que sus trajes de ciudad".

Y Horacio quiere seguir viviendo, y comienza a construir la casa de piedra, sólida, con techo de zinc, como quien tiene fe y esperanza en el mañana y quiere un amparo fuerte para sus hijos.

Juan Juárez, el hijo de Isidoro Escalera, la cuida ahora, pero recuerda bien la otra: “Mi padre trajo la piedra del río —nos dice— con la que Horacio construyó la nueva casa. Aquí tenia una galería llena de jarritos —sus cerámicas— allí, un cuartito con un cajón para revelar fotografías”. Y la mano ruda de Juan, señala sobre la grama un plano imaginario iluminado por sus recuerdos. "Quiso borrarlo todo —continúa— deshizo un ropero y con él construyó una cama."

Deberá ser padre y madre para esos niños a los que ahora descubre realmente,; pero no están solos, están Escalera y Rosa Juárez, su mujer, y Tutankhamón el coatí, Dick el venado, Pitágoras el búho y Cleopatra el yacaré. Y se suma Carlos Giambiagi, pintor, con el que emprenden juntos locas aventuras: “fabricación del yatei (dulce de maní y miel) y de macetas especiales para el trasplante de la yerba, invención de un aparato para matar hormigas, destilación de naranja, fabricación de maíz quebrado, mosaicos de bleck y arena ferruginosa, reciña de incienso por destilación seca, carbón, cáscaras abrillantadas de apepí..

Rubén Darío había dicho en 1896: “Y la primera ley, creador: crear” y Quiroga cumple con el precepto de quien fuera su maestro. Siente el placer de crear cosas con las manos, de constatar su victoria sobre la materia informe, de la misma manera con que lograba la victoria sobre el lenguaje en sus cuentos.

Las noche son frías en Misiones, y el creador con sus cachorros se refugia en el taller, donde al dulce calor del horno de cerámica, los tres moldean objetos:

“Subercasaux tenía debilidad por los cacharros prehistóricos, la nena modelaba con preferencia sombreros de fantasías, y el varoncito hacía indefectiblemente víboras.”

Los desterrados.

A fines de 1916 se va a Buenos Aires, pero en cada vacación corren los tres hacia el paraíso misionero que ha dejado bajo el cuidado de vigilante del fiel Isidoro Escalera.

Durante 12 años, de 1916 a 1928, Quiroga y sus hijos sólo están temporalmente en San Ignacio, y sin embargo, es como si en esos meses sorbiera sustancia nutricia para sus mejores cuentos, casi todos ellos inspirados en personajes misioneros reales, que el cuentista hace volver a nacer a través de su imaginación.

Así, "Van Houten”, cuento de 1916, está inspirado —según Juan Juárez— en un belga llamado Vandertrop, pocero de profesión, hábil con la dinamita, aunque menos mutilado que el Van Houten del cuento, ya que sólo le faltaba un dedo, y que en lugar de morir ahogado como en el cuento, murió de viejo alrededor de 1950.

Y el personaje de “El hombre muerto” (1920) que se clava el machete al cruzar un alambrado, se llamaba Rusov, casado con una polaca mucho más joven que él —como Horacio— y que tenía dos niños —como Horacio—. Era tan diestro con el machete que parecía nacido en su mano, por eso, cuando apareció clavado a la tierra con él, todos pensaron en un crimen, porque —sigue Juan— “un hombre como Rusov no podía morir así, como un zonzo que nunca vio un machete”.

Y Brown, de “Los desterrados” era Juan Brun, y el personaje de "Un peón” fue un brasileño llamado Olivera que trabajó un tiempo con Quiroga. Y naturalmente Subercasaux, de “El desierto” es el propio Quiroga, como también Orgaz, de “el techo de incienso".

Sin embargo esa realidad que se le presentaba, nunca fue dada en sus cuentos en forma idéntica, por lo contrario, a veces escamoteaba lo real hasta volverlo fantasía y marca el presente vivo de sus cuentos con lo que fue su temor y su angustia pero no su realidad vivida. Tomemos como ejemplo un cuento: “El hijo”, de 1928, para demostrar este aserto. Allí el protagonista es el padre de un niño de 13 años, y Darío tiene en ese momento 16; como Quiroga, el padre ha comprado a su hijo “una escopeta Saint-Etienne, calibre 16, cuádruple cierre y pólvora blanca”. El niño del cuento tiene un amigo que se llama Juan (que es Juan Juárez) y ambos tenían una escopeta de nueve milímetros.

El padre del cuento sufría de alucinaciones: “La imagen de su propio hijo no ha escapado a su tormento. Lo ha visto una vez rodar envuelto en sangre cuando el chico percutía en la morsa del taller una bala de parabellum, siendo así que lo que hacia era limar la hebilla de su cinturón de caza”.

Y sin embargo Juan nos cuenta que lo que en la narración es fruto de la imaginación, sucedió en realidad, “que hubo una bala que pasó rozando la cabeza de Darío y atravesó el techo de zinc del taller, que el chico cayó con el rostro bañado en sangre, pero —agrega Juan— cuando Horacio llega allí, lo frena y no lo cuenta, y vuelve mentira lo que pasó y le produjo impresión.. . es que Horacio tenia mucho miedo de las armas de fuego y nunca usaba una.”

Es decir que lo ocurrido se emboza en la narración en las imaginaciones alucinadas de un padre enfermo. Sin embargo, lo real del cuento es que “al pie de un poste y con las piernas en alto, enredadas en el alambre de púa, su hijo bien amado yace al sol, muerto desde las diez de la mañana”. Y eso jamás ocurrió, aunque según testimonio del propio Darío Quiroga, un día en que saliera al monte de cacería, apareció de pronto su padre como un loco, sacudido por quién sabe qué perturbadoras imaginaciones.

El regreso definitivo.

El 16 de junio de 1927 Quiroga se casa nuevamente con María Elena Bravo, amiga de Englé, y de su misma edad. En abril de 1928 nace su hija Pitoca.

El 10 de enero de 1932 parte otra vez a Misiones con su esposa y los tres hijos, pero esta vez para siempre. Ya en 1930 escribía a Isidoro Escalera: “Ya no puedo estar más sin misiones”, y su correspondencia con el hermano misionero durante ese año y el siguiente, lo muestra con el pensamiento fijo en su casa, en la única que considera su hogar. Manda hacer un pozo nuevo, habla de las plantaciones, del bambusal, de los naranjos y el 21 de julio de 1931 le dice: “la partida sería siempre para mediados de diciembre, pero entonces nos quedaríamos para siempre. Yo estoy que vuelo con esa perspectiva. Lo cierto es que cada día que pasa me pesa más la vida urbana.”

Apenas llega se entrega afanosamente al trabajo; según testimonio de Pedro Pablo Colman, su peón desde 1922, “Don Quiroga” era un hombre hábil, buen patrón, pero demasiado exigente con su personal. Sus energías físicas parecían inagotables, y solicitaba de los que le rodeaban esfuerzos a veces imposibles.

Mejora la casa, agregando una gran estufa de leña y repoblando su jardín con rosales, jazmines, glicinas y orquídeas. Desde los amplios ventanales de su casa, contempla durante horas el Paraná; construye con esfuerzo un mirador de piedras en la cumbre del Cerro

Victoria desde donde muchos testigos lo vieron en muda y maravillosa contemplación.

Pero alternaba esos momentos de inmóvil éxtasis, con otros de trabajo febril y agotador. Así lo registra Germán de Laferrere, que pasara unos días en su compañía y trasmite esos hechos en su libro “Alto Paraná”, que publicara en 1939, bajo el seudónimo de Germán Drás y donde enmascara a Quiroga en el personaje del poeta Vochi.

Allí dice;

“La primera noche dormí mal y me levanté muy temprano, pero mi amigo, habiendo dormido bien, se había levantado a las cinco. Después del desayuno me senté en medio del patio para gozar de toda aquella poesía, cuando veo a mi poeta con una pesada pila de ladrillos que fue a depositar junto a la puerta del edificio principal. —Qué está por hacer, señor Vochi?, le pregunté un poco intrigado por aquel silencioso acarreo.

—Una vereda— contestó.

Naturalmente me arremangué y me puse a acarrear yo también. Toda la mañana estuvimos acarreando pilas y pilas de de ladrillos.

A la hora de hacer la siesta me dijo:

—Ya hay bastante ladrillo, ahora podemos empezar la vereda. Claro, me arremangué otra vez. Trabajamos hasta que se puso el sol.

Y aquella noche caí a la cama como un plomo.

A la mañana siguiente me levanté a las cinco, pero Vochi se había levantado a las cuatro. Lo encontré en la ladera plantando matas de gramilla. Yo planté también. Después del almuerzo nos armamos de picos y barretas y practicamos profundas excavaciones en un lugar que sonaba a hueco y olía a subterráneo jesuítico. No encontramos más que piedra mora y resolvimos ir al monte a buscar naranjas. Todo hasta la noche. Al otro día empezamos a pintar las líneas de cemento que unían las piedras del principal edificio. Pero a la tarde Vochi se puso a plantar bananos.”

El pasaje es totalmente autobiográfico, según lo prueba Antonio Hernán Rodríguez a través de múltiples detalles.

Ahora hay cortinas y alfombras en la casa de piedra, un baño enlozado con agua caliente y ha comenzado a construir una piscina para Pitoca. La casa tiene ahora “pérgolas por donde suben plantas trepadoras, bajo cuya sombra es un encanto cobijarse, y bancos de madera dispuestos estratégicamente frente a los paisajes”. (Delgado-Brignole).

Sin embargo, Horacio no sabe que está preparando ese paraíso para su soledad. Egló y Darío se han casado y viven en las cercanías; María Elena comienza a pasar largas temporadas en Buenos Aíres, y en enero de 1934, cuando el verano estalla floreciendo en todos los tonos de su paleta, lo deja definitivamente solo.

Y esa soledad lo destruye, y se vuelve un diálogo interminable de correspondencia con los amigos lejanos, Payró, Martínez Estrada... a los que les reclama a su lado con obsesiva insistencia.

Escribe a Payró en enero de 1936: “Estoy formando un parque-jardín que dará envidia a los potentados mismos”. O sea que sigue trabajando su tierra, sin abandonarse a la auto-compasión.

Y en agosto a Ezequiel: “Pero viera usted el gozo que es ir abriendo el monte y sentir que la vista y el alma penetran en las tinieblas”.

Estas palabras resultan de una significación impresionante, si pensamos que Horacio ya lleva en las entrañas el monstruo que lo roe y que ha de conducir su alma hacia las tinieblas definitivas. Un mes después, parte a la capital creyendo que va para volver, que es un alejamiento transitorio. Se interna en el Hospital de Clínicas de Buenos Aires, creyendo que será operado.

En enero de 1937 escribe a Escalera: “Yo todavía clavado aquí, y siempre en las mismas, esperando la vuelta del Doctor Arce, para ver qué se decide: o operación inmediata o regreso a Misiones, hasta mejor oportunidad. No veo el día, amigo, de volver a esa, imagínese. Cuatro meses de hospital!”

Y no habrá de cumplir su deseo... en la madrugada del 19 de febrero de 1937 termina con sus sufrimientos, abreviando por el camino del cianuro un fin inevitable y doloroso.

La muerte de Horacio no fue —como en el caso de Ana María— la elección de un suicida —la última carta a Isidoro lo prueba—. Fue el terminar con dolores que no había posibilidad de aliviar ya.

En cambio resulta asombrosa la semilla de suicidios que deja el suyo: a los seis meses se suicida el médico que lo atendía, al año siguiente, 1938, le siguen voluntariamente su hija Eglé y Leopoldo Lugones, ocho meses después Alfonsina Storni, que fuera su gran amiga. Finalmente, en 1952, su hijo Darío.

Quiroga-cué.

Hasta 1964 la casa estuvo abandonada, con visitas periódicas de María Elena y Pitoca —cuya piscina su padre nunca terminó— y en ese año el gobierno de Misiones resuelve que Quiroga-cué (cueva de Quiroga), como le llaman los nativos, sea convertida en museo. Sin embargo no había ya nada que mostrar, salvo las paredes desnudas.

Aún en 1945 Alfredo Varela vio su cómodo sillón con cenicero y atril para los libros. En las repisas, aún descansaban las figuras de arcilla modelada: reptiles y animales extraños. Todavía adornaba la pared la piel de Anaconda, de casi seis metros, y los muros estaban profusamente adornados con pieles de víboras, de yararás, de lagartos. Estaban sus libros y retratos, la enramada con orquídeas y pasionarias; en el galpón su automóvil, su “forcito”, y sus herramientas.

Luego la casa sufrió un progresivo saqueo y todo eso desapareció. Su cuidador es hoy aquel Juan Juárez, el hijo de Isidoro Escalera, y sus manos que no olvidan, están reconstruyendo cada mueble, ¡guales a los que su padre ayudó a Horacio a construir, y los está ubicando en los mismos lugares. También montea, pues fue mensú, y carpintero, y de todo un poco, y mantiene a raya el monte, para que no avance sobre la casa, para que desde las vidrieras de su ventanal pueda seguirse viendo la cinta azul del Paraná y la montaña del Gigante Dormido. “En sólo seis meses de abandono, la selva ha rastreado y se ha entrelazado sobre la roja llaga, al punto de tornarse más fácil la apertura de una nueva senda que al reabrir la trocha inextricable”, escribía Quiroga en “La lata de nafta”, en 1935.

Las cenizas de Quiroga fueron depositadas en una hermosa cabeza tallada por el ruso Stephan Erzia en un tronco nudoso de algarrobo, su fino rostro de Cristo aparece brillante en la talla de la madera y los nudos naturales parecen su enmarañado cabello al viento.

Esa cabeza fue ubicada primero en Salto, sobre el río Uruguay pero mirando hacia Misiones, hacia San Ignacio, en cuyo cementerio reposa Ana María, a quien Horacio amó tanto. En esa tierra nacieron sus criaturas y sus creaturas, allí está su hogar.

Los objetos que lo poblaron corrieron distintas suertes. En el Museo Histórico de Salto, junto a la talla de Erzia, a salvo de vandálicas manos, están algunas de sus herramientas y fotografías.

En el pueblo de San Ignacio hay un curioso personaje, el húngaro Miguel Nadasdy, a cuyas manos han llegado objetos increíbles que forman su museo particular, abierto al público. Allí, entre la más asombrosa colección de amuletos indígenas, entre monedas griegas y romanas, tallas de Cristos medievales, objetos de la época jesuítica, se encuentra un proyecto para el Moisés, de Miguel Angel, pequeña estatua de mármol blanquísimo rodeada de certificaciones de todas partes que confirman su autenticidad.

Este curioso europeo habría sido sin duda un personaje de Quiroga si no hubiera llegado a San Ignacio demasiado tarde. Y en su poder, olvidada y polvorienta, está la motocicleta de Horacio, su farol, sus aparejos de pesca; y dentro de un jarrón de porcelana china que perteneciera a la madre de Ana María Cirés, oculto a la vista del visitante profano, un paquete de cartas: de Horacio, de Darío..., que escamotea a la mirada ávida y ofrece por dinero, seguro de su valor.

San Ignacio es un pequeño pueblo, que gira alrededor del turismo que llega a maravillarse con las imponentes ruinas de los templos y casas que los jesuitas construyeron allí alrededor de 1632.

A una legua de las ruinas, la casa de Quiroga, a la que sólo se puede llegar caminando, pues no hay medios de locomoción, la brisa del Paraná nos llama, y el camino nos lleva junto a extraños árboles, coloridas flores silvestres, entre las que vuelan mariposas y pájaros de bello plumaje; todo esto nos prepara para el enfrentamiento al paraíso privado de Horacio. Antes de llegar nos reciben las deshilachadas copas de las palmeras que él plantó y que se mecen al viento, desde la casa “el valle, la cordillera, cuanto abarca la vista, se halla cubierto por el bosque. En esa mancha uniformemente sombría sólo las aguas del río pincelan de color el paisaje; zinc en las primeras horas de la mañana; plata cuando el sol ya ha ascendido, y oro y sangre a la muerte de la tarde. “Vemos el declive rasado hacia el río, la hierba alta que al pisarla despide olor a velas quemadas y que Quiroga plantara con tesón empecinado porque le gustaba que subiera hasta su nariz “olor a iglesia”.

Esperamos el crepúsculo, y vimos que “el cielo, al poniente, se abría en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre”.

Esperamos, hay presencias invisibles que se mueven entre las ramas de los árboles, los murmullos 'del monte se vuelven lenguaje, tal vez es el canto fúnebre al extranjero que lo comprendió y lo plasmó en obra de arte para siempre. Entre las sombras, Horacio está escuchando.

EL VIAJERO - MISIONES - La Casa de Horacio Quiroga

El Viajero en su derrotero, llegó a uno de los lugares históricos más emblemáticos de la provincia de Misiones: la casa donde vivió el escritor rioplatense Horacio Quiroga junto a su familia, en ese entonces plena selva misionera, cerca del río Paraná. Un episodio para saber más de la apasionante vida de Quiroga y del lugar.

San Ignacio: casa de Horacio Quiroga la magia de una historia llena de los duendes de la selva

Publicado el 27 ene. 2017
LT 85 TV Canal 12 Posadas, Misiones. Argentina

Susana de Jaureguy - nov de 1975
Revista de la Biblioteca Nacional Nº 15

Montevideo, abril 1976

 

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