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mayores pretensiones y la joven se juega a encuentros ocasionales
mientras su noviecito del liceo se diluye en situaciones decepcionantes.
Por el camino hay otros involucrados que no aparecen en pantalla (la tía
enferma, la segunda mujer del dentista) en una omisión buscada como para
focalizar otras variables que merezcan mayor atención. Mientras tanto,
el devenir de los acontecimientos parece producirse sin que haya un
timón que gobierne lo que sucede. Casi por inercia, esa familia
desmantelada va buscando los restos del naufragio entre las urgencias
menores del día a día. Por momentos, el protagonista evade la presencia
de un visitador médico simulando un apagón en el consultorio de la misma
manera que su hija elude responsabilidades en el equipo de handball.
Como si pudiéramos visualizar la punta del iceberg, en ciertos momento
detonan estados de conducta cuasi catárticos (bailes en solitario,
plantas que “viajan” de un lugar a otro; deudos que apisonan los panes
de tierra en la tumba de un ser querido) pero que inmediatamente se
apaciguan al igual que un remolino de agua desaparece en cualquier
pileta sin tapón. Como si la imagen académica del impulso y el freno
citada por Carlos Real de Azúa se patentizara literalmente en el filme,
las situaciones límite parecen agotarse al borde y recomenzar con
pequeños matices de cambio. Transformaciones menores que reconstruyen –a
su manera– un panorama empañado por el desamor pero que puede
transformarse en algo parecido a la felicidad. En ese ir y venir, la
película de Stoll también tira alguna guiñada pícara y hasta se
despreocupa del “realismo” intercalando coreografías musicales (a la
manera de la cinematografía india) para redondear el concepto de una
escena.
En el fondo,
sus personajes son seres imperfectos que padecen una soledad
involuntaria. Prisioneros de su ciclotimia, tanto actúan por afecto como
impulsados por el egoísmo en un registro ambivalente como la vida misma.
Una ambigüedad que puede desconcertar al espectador pero que tiene su
interés más allá de ciertas larguezas que quizá no se justifiquen en el
desarrollo narrativo. Es, sin duda, un filme interesante y distinto que
–probablemente– desconcertará a más de uno, más allá de que, de manera
definitiva, posiciona a Humberto de Vargas como verdadero actor
polifacético en un trabajo que vale la pena disfrutar.
Sintonía musical
Renglón
aparte para el destaque que Stoll profundiza en una banda sonora
intergeneracional. A modo de referencia, el relato cinematográfico
maneja una fusión ecléctica que va desde Astroboy hasta el Sexteto
Electrónico Moderno, pasando por Fernando Cabrera, Opa y el
norteamericano Jimmy Helms. Una diversidad que apunta tanto a los
estados de ánimo de los personajes como a su contexto, la manera de
pararse en el mundo y su ubicación epocal. Registros que –de alguna
manera– sirven para identificar los sentires de esos personajes a la
deriva.
Ficha técnica
3.
(Uruguay/Argentina/Alemania; 2012). Dirección: Pablo Stoll Ward.
Producción: Control Zeta Films. Guión de Gonzalo Delgado Galiana / Pablo
Stoll Ward sobre historia de Gonzalo Delgado Galiana, Juan Pablo Rebella
y Pablo Stoll Ward. Asistente de dirección: Manolo Nieto Zas. Jefe de
producción: Juan José López. Directora de fotografía y cámara: Bárbara
Álvarez. Edición: Fernando Epstein / Pablo Stoll Ward. Productores
ejecutivos: Fernando Epstein / Agustina Chiarino. Casting: Leticia
Jorge. Director de arte: Gonzalo Delgado Galiana. Vestuario: Emilia
Carlevaro. Sonido: Daniel Yafalián. Con Humberto de Vargas, Sara Bessio,
Anaclara Ferreyra Palfy, Néstor Guzzini, Matías Ganz, Carolina Centurión
e Inés Bortagaray. |
