Estación Central

cuento / narrativa de Rolina Ipuche Riva

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

 

¿Cómo ubicar aquella madrugada, en nuestra vieja Estación Central, evitando la sobreimpresión de otras, más cerca de la memoria? Y, sin embargo, casi can certeza absoluta, creemos recobrarla entre jirones de sueño, de sorpresa, de humo y vapores, estremecida por todas las ignorancias —esas ignorancias tan ciegas y segaras que se tienen de niño— y por todas las credulidades —las que sólo se logran en la infancia—, sacudida por los vidrios, los faroles grandes y los silbatos agudos.

¿Qué es un viaje largo para un niño? ¿Un viaje largo que terminará en una leyenda que se fue armando día a día, cuento a cuento, prisma de imaginación a presencia de una voz que narra sus recuerdos del niño que fue?

Toda la estación nos aguardaba, porque a los seis años todo se nos centra y nos converge. Fue de allí, de aquellos andenes fríos de madrugada que parecían largos catalejos enfocados hacia un cielo inicial de enero, fue de allí que iniciamos una primera larga ventura, hacia la deslumbrada Aventura. Allí estaba, sobre ruedas, sobre rieles y agujas, tironeada por la negra embestida de la máquina y su ojo cíclope, la casita apretada, el hogar apretado que rodaría por el largo viaje hacia un encendido Treinta y Tres, hacia un mito seguro y familiar.

Luego, ya inaugurada en el recuerdo, la Estación se nos fue acercando como un desmedido reloj que tocara sus campanas de fiesta cada doce meses. Como un reloj de auténtico Mediodía, con una luz jubilosa de libertad, con un horizonte de aromas vigorosos. Eran sus muros que el cisco patina, que el vapor enturbia; los techos altos cruzados de cables, colando un aire siempre gris de claraboya. Aquellos vagones chirriantes, el olor amargo del cuero y el brillo punzante de las tablas barnizadas. Las locomotoras trepidantes, adragonadas, soplando rojo sobre el fogonero y el vigilante torso del hombre que empuñaba las palancas. ¿Qué majestuosa potencia, qué ondulante vértigo arrancaba con aquellos convoyes que dejaban un penacho de silbido alerta? El sentido de los trenes siempre nos de aquella Estación maciza y segura, firme coronada por sus pioneros exóticos de nombre y vestimenta, hacia una libertad de campos abiertos de colores fieles, ríos, puentes, montes frescos y empinadas. La vida era de allí para adelante, a fuerza tenaz y a sueño sin miedos.

Después, fue la Estación adolescente, la del primer viaje en el que uno cree rescatar la independencia. El paso desenvuelto que imita, sólo, pasos de otros; tender su propio billete con su propia mano y ser, otra vez, de verdad, el centro. El centro del minúsculo trío que nos despide, mientras la vieja Estación accede a ponernos el escenario. Las voces hablan, las miradas aconsejan por el andén se nos pone una escalerilla ágil, un vagón ajeno y compañero, una ventanilla por la que nuestra mano dirá algo semejante a un adiós. Y, desde el envés, allá, arriba, el reloj punzará la luz verde, desatará el arranque de partida.

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

Será con los primeros enviones de las bielas deslumbrantes ,el sigiloso temor de ser joven, el arrogante goce de ser joven, el acompasado ritmo motriz de seguridad y desconcierto.

Después vino el tiempo del trabajo. Y fue, en una hora insulsa de una mañana de marzo, cuando el minutero marca cifras ridículas; la Estación parecía estar ausente de si misma. Las gentes iban despacio por el andén, sin valijas ni paquetes alegres. Portafolios, diarios ajados en aburrido doblez, caras cerosas que miran pasar desde asientos gastados.

No había ni leyenda ni rescate. Ni siquiera vimos la locomotora sino un hilillo de vapor blanquecino, que ascendía de los rieles. Y, sin embargo, era iniciar un destino, inaugurar un tiempo verdadero. Era integrar la bandada de los que fuimos llamados “profesores - golondrinas”.

Y la Estación devino un prisma de madrugadas, tardes, noches, con un flujo y reflujo de seres y años.

Hacia ella convergían esas nieblas silenciosas que arropan evanescentes y limpias; las que fluyen dulces y algodonadas; las que se pegan con fosforescencia de azufre; las que ahogan con frías agujas de misterio.

La cercaban lluvias mansas, de ancestral paciencia; la desbordaban otras vigorosas y violentas; la tamizaban de luces perdidas lluvias oblicuas y encontradas.

Conducían a ella, las calles desiertas, con sus portales y tachos de desecho donde hurga, con mano certera, el descarte del bichicome. O alejaban de los arcos de su logia, las calles transitadas de citas y urgencias o los corredores despoblados por la sombra y el cansancio.

La teñían los malvas y rosas inaugurales de primavera, de esas mañanas que comienzan a abrir su abanico; la salpicaba de luz blanca el ancho destello de la luna o la sobrevolaba una uña perdida en la bóveda pálida, alta, ignorada.

Y nos aceleraba con precisiones incongruentes hasta entonces, que uno fue asimilando como un eco de su propio latido: las cinco y diecisiete, las seis y doce, las once y veintitrés, las dieciséis y diecinueve, las dieciocho y treinta y dos, las veintiuna y once. Al cabo, se aprende que el reloj no tiene, únicamente, el dócil caer de decena en decena sino un toque absurdo, novedoso, imaginativo que marca los humildes, callados, impostergables minutos de cada existencia.

Y uno descubre una sencilla humanidad andando al flanco de otra también sencilla de libros, cuadernos, “lverbalé”, directores, exámenes, liceos y que esa humanidad se desgrana por los andenes, las escalerillas, la Primera y la Segunda, los pasillos, el vagón-comedor. Son los vendedores pesando los diarios y revistas en la cadera mientras se les desfleca en una mano el azar de las loterías. Y son aquellos niños (que alguna vez se equivocan, atropelladamente, en ser niños y los tritura una locomotora loca), aquellas criaturas que parecen disfrazarse de "El Pibe” chaplinesco. Venden pastillas y caramelos que truecan también por una frase de simpatía, un comentario tibio, una respuesta a una pregunta de sana curiosidad. Y los guardas que se amoldan a una cordial familiaridad tras sus “Abonos, pases y boletos tengan la bondad”, el secreto sencillo de sus pañuelos rojos y verdes, la orden lanzada por un silbato y el ágil cansancio de su todos-los-días.

Aquel mirar el ojo del reloj en la partida, ir atesorando enfermedades y amistad, ausencias y presencias, anécdotas mínimas, cosas y seres que cruzan con su rutina, con la inexorable certeza de las alegrías y las tristezas, las vacaciones y las fatigas, las realidades y los fantasmas.

Pasaban, como bandazos de la suerte unánime e impersonal, noticias lejanas que, de algún modo, se nos hacían nuestras: los desbordes del Santa Lucia, la pedrea sañuda de los vagones, la suicida de Mal Abrigo, el rayo que cayó en Margat. Las desazones de las líneas convergían a la Estación como si algo inasible pero certero hiriera el alma de un baluarte.

Pero un día, sin saber muy bien cómo, se nos abolió rotundamente la vieja meta, ya nebulosa en el transcurso de lustros, ya no más leyenda ni rescate ni trampolín de un destino.

A veces, nos la desgarraba en los oídos el viento Norte que, temprano en la mañana, acercaba el sorprendente silbato de un tren sin rumbo conocido.

Y hubo otras estaciones, con nombres extranjeros.

Pero, siempre, sobrenadando, agazapada tras cualquier otra, su fantástica corporización nos conducía a un tiempo intachable, a un billete de libertad, a un paso venturoso que nunca se detuviera de raíz.

Otros viajes, otras despedidas y otros arribos y, de pronto, en una tarde azulada por di viento, el azar nos lleva, sin urgencias, a una Estación que no fija horarios ni deberes, a un algo que no nos pertenece ya.

Y, sin embargo, si. Hay una fuerza que se empina en el recuerdo, voces dispares que viene aunando el tiempo. Y esa fuerza y sus voces rescatan la estampa fiel de los seres que fuimos.

 

cuento /narrativa, de Rolina Ipuche Riva (Uruguay) (Especial para EL DIA)
Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
Suplemento Huecograbado del diario "El Día"

Montevideo, 29 de mayo 1962

 

Eduardo Vernazza en Letras Uruguay

 

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