Domingo

cuento / narrativa de Rolina Ipuche Riva

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

 

LOS buenos, los mansos calendarios suelen teñirlo con un vivo color. Es el de la alegría no transitada, el toque que detiene la mirada en la pareja alineación de los otros días. Parecería anunciarlo las angélicas campanas matutinas, una expectativa recién despierta, el refugio sin maldad o el cielo abierto para un ancho descanso.

A veces, uno piensa en un domingo y, desde lejos, parece iluminar el sol imaginativo de una infancia que se va haciendo legendaria. Colette decía ser la exiliada de un país que no abandonara jamás; a muchos puede ocurrirle el sentirse exiliados de un tiempo que nunca se les desgajó del alma.

Vagan por su tarde de domingo los que ya nunca volverán al paraíso perdido. Y, sin saberlo, remedan con el paso ausente, el deshilvanado andar, el aburrimiento que estira su dulcedumbre hasta la noche, aquella búsqueda de inocente capricho, aquel querer colmar las horas liberadas del reloj y las urgencias, las sanciones y las voces obligatorias.

La retreta del domingo sigue tocando el centro de aquellos que conservan un jirón de ingenuidad. Arracima a los curiosos mientras picotea la tarde con el agudo punzón de los metales, el oro de su sonido radiante y la inasible tristeza que sobreviene a tan empinado toque. Redobla el tambor y se sostiene un trémolo. El hilo titiritero del maestro estira las melodías, haciéndolas volver como accediendo al secreto reclamo de los espectadores detenidos. El corro embebido que ha silenciado sus pasos y prendido sus ojos de los músicos retrata rostros de limbo. Las muchachas de pueblo sueñan, sin saberlo, un sueño corto y sin límites precisos, un sueño de vagos cálculos, imaginando con un escaso bagaje real. El antiguo y cumplido oficinista retiene siempre el sabor de los tiempos bien marcados, las entradas con precisión, el lucido conjunto de uniformes, el brillo de los cobres pulidos y el firuleteado levantarse de los palillos que han cumplido su redoble. La novia se apoya en un hombro seguro y lo corona, sin mirarlo ya, de un rostro embellecido de ternuras. El viejo sonríe, apenas, y rememora los domingos de su pueblo agreste con el antiguo jefe del cuartel que enarbolaba también una batuta de mágicos acordes.

La retreta del domingo tiene un aire de fiesta decadente, el abolido heroísmo de las horas épicas, aquel ir hacia la muerte con marcial elegancia. Y, sin embargo, cercados por un montoncito de paseantes sin meta ni apuro, envainados en el ronroneo brutal de la locomoción ciudadana, los músicos permanecen en su filarmonía, descartados de un mundo trivial y conversado.

Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)

El muelle enfila por el agua como un imperturbable cetáceo fabuloso. El sol lo viene calentando, desde horas atrás, preparándolo para una ceremonia ritual e impostergable. Se cruzará de cañas pescadoras, lo coronará un tejido geométrico y espático. Se le adormecerá el silencio de tantas menudas expectativas mientras el agua le claqueará en los flancos con un vaivén dispar pero medido. Lo invadirán sus pescadores domingueros, prendidos a la incertidumbre de sus líneas, mansos los ojos, ágiles las manos sensibles. Así se desarrollará la fiesta pensada, día a día, en la semana sin color. Y, de pronto, el pez sale atraído del agua, tironeando con certera agudeza. Hace su mortal exhibición: se retuerce, salta, baila, requiebra su angustia final. Lo recibe un goce pueril de desmedida proeza que relampaguea, un instante, en la paciente, taciturna actitud de esperar.

Llevó al niño al zoológico pero al momento de trasponer el portal sintió, secreta, gozosamente, que también iba poniendo los pasos en los pasos de si misma, a ciegas, en un tiempo lejano. En hitos fáciles se fue recobrando: las rejas lanceoladas, los pedestales con sus figuras de bronce verdinoso, el césped limitado y las palmeras despeinadas al aire. Abolió todo cuanto había de decadente para reconocer los invariables globos balanceando sus colores, el graneado crujir del pedregullo, la voz aviesa de las golosinas baratas. De allí a su propia infancia, sólo bastaba entregarse a la voz del niño que no medía la decrepitud de las viejas fieras, de las raleadas melenas leoninas ni el gris ablandamiento del elefante. Para ese pequeño visitante como para el que había sido, allí se recreaba un África familiar, un escenario de fulgurantes aventuras con el canto dispar de los pájaros, las voces y el misterio. La infancia, intemporal, casi se palpaba, desandando asperezas, nivelando tropiezos, desembozando el corazón, recordando una pregunta que fue suya como de todos los niños: “¿Cómo los ojos que son tan pequeños pueden ver cosas tan grandes?”

Y, de pronto, los monos con sus chillidos de trapecistas funambulescos... La mano del niño tironea, tibia y urgente, novelera y tiránica. Bebe con sus ojos veloces la inesperada fiesta circense, el penduleo desde una cola enroscada, las morisquetas con que se comen crujiendo caramelos clandestinos.

Había llevado al niño por esa tarde de domingo, llevándose también y remontando hacia la leyenda de la infancia, comulgando de las liaras sin prisa, la alegría sin motivos. Pero, de pronto, arrimado a los barrotes, descubre al chimpancé que se espulga. Lo mira. El mira, también apenas pasea los ojitos negros y brillantes que vuelven a concentrarse en su labor cuidadosa. Asombra, agudamente, su actitud de viejo pobre abandonado a sí mismo. Se le podría poner un nombre humano, completo; casi se le adjudicarían parentescos. El chimpancé se pule las uñas, las extiende, avanza la boca pesada y decadente en un gesto despectivo. Se rasca la cabeza como si lo hiciera por debajo de una gorra, al sol de una plaza libre sin importarle los seres que le pasan al lado. Podría hablar, casi se aguarda su frase pero su actitud silenciosa parece transmitir un “¿Para qué?” de hartazgo y vanidades. Da la espalda sin cortesía, mira las copas de los grandes árboles sin ansiedad ni nostalgia. La indiferencia lo viste de una altiva filosofía. La mano adulta, azorada, insta al niño para que comparta su asombro. Pero el niño no sabe leer la tremenda lección de aquel espejo. Y se rompe el sortilegio, se quiebra el puente del reencuentro, se vuelve al presente sin leyendas, se yerguen barreras, se reajustan los años. La voz del niño ha dicho con su verdad segura que no ha enturbiado el tiempo: “No me gusta ese mono viejo”.

Acaso, para un equilibrado ajuste haya que repetir la frase del memorable Marcel Proust: “Luego viene un día en que la vida no nos trae más alegrías. Pero entonces, la luz que se las ha asimilado nos las devuelve, la luz solar que a la postre hemos sabido hacer humana, y que no es ya para nosotros sino una reminiscencia de la dicha; nos las hace saborear, a la vez en el instante presente en que brilla y en el instante pasado que nos recuerda, o mejor entre los dos, fuera del tiempo, las hace alegrías de siempre".

Intemporal, la luz del domingo, es el crisol de las alegrías que sobreviven.

 

cuento /narrativa, de Rolina Ipuche Riva (Uruguay) (Especial para EL DIA)
Ilustró Eduardo Vernazza (Uruguay)
Suplemento Huecograbado del diario "El Día"

Montevideo, 29 de mayo 1962

 

Eduardo Vernazza en Letras Uruguay

 

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