El paraguas  
Mi Dios, ¿qué habré sido yo, a los diez años, en mi villorrio chacarero?
En los tramos infantiles de mi memoria terrestre, me veo como un caramelo de rosas...
¿Y el olor a malvas de mi libro escolar?

- I -

El invierno se había descolgado rabioso y sostenido, como enojado con alguien. Rezongaba, cacheteaba con aguas duras. Mugía.
Si amainaba a intervalos, era reculando, como el camero, para volver con redoblada saña.

- II -

Sobre la madrugada, en mi casa, se oye un vagido recién desembarcado. Esperado... desconocido... conocido...
Otro de mis hermanos que aparece a probar el aire de la tierra, y a poner una sombra más - la benjamina- en la rueda de la familia.

- III -

Bueno. Por aquellos tiempos, se estilaba dar las albricias del nacimiento a los amigos principales.
Mi padre cumplía ritualmente las ceremonias lugareñas de cierta categoría. Sobre todo, cuando él, como en este caso, era el héroe responsable.

- IV -

La madrugada y el día del acontecimiento se fueron en manipuleos, en atenciones, en plácemes y en ajetreo doméstico.
El temporal, con bíblica abundancia, acompañaba el lloriqueo del petiquino.
Cerró la noche, tenebrosamente.
El agua venia cediendo algo. El viento también.
Mi padre se me acerca con un sobre.
-Mira, Perico. Vas a llevar esta tarjeta al doctor Cacheiro.
El doctor Cacheiro era el patriarca de la salud en Treinta y Tres. Médico quijotesco, amigo de corazón claro, caudillo civil del poblacho, mi padre lo tenía por su amistad más alta y encarecida.
Obediente como era yo a los diez años, tomé el sobre y me fui a buscar una bolsa de arpillera con su cono de duende para capear el agua.
Espantosa la entrada en aquella carbonería africana.
¡Que noche, señor!
Llevando los ojos en los pies, conseguí llegar bien al portón de salida.
No me animaba a iniciar el viaje de miedo a una zanja que venía de la esquina del muro y que los relámpagos me hacían ver esperándome para sujetarme las piernas en los limos viscosos.
¿Qué hacer? ¿Tendré que aprovechar el fósforo de los relámpagos y que ir saltando con el cejeo sobre piedras, latas, ladrillos y maciegas?
Ya iba a tirarme en los peligros de abajo y al pavor de la oscuridad, cuando oigo que me chista mi padre.
-Espera...
Y enseguida se me acerca con el farol de las pescas encendido y con el paraguas grande de la familia.
-Vamos a ver si ahora te animas. ..
Le paso el bolsón de cucurucho y empuño el paraguas con la izquierda.
En la diestra blando el farol con orgullo aladinesco.
Despegándome del portón, arranco.
Marcha triunfal de veras. Pues debajo del techo andante y con la lluvia a los costados, la noche se me empieza a mostrar repentinamente amiga.
Cuando el farol, cortando tinieblas para adelante, me ilumina el senderito de cascotes que abre en dos la zanja tremenda, una dulzura picara me saca el miedo. Quiero decir que no me lo corre. Me lo trasmuta en agradable asiento de hazaña.
Ahora el agua ni me toca. La gusto como aliento de flanqueo, estimulador.
Adelante, pues. Traspongo la zanja. Y sigo con mi casita andante v sin paredes. Con su techo libre. Unida a mí. Llevada por mi mano.. . ¡Qué lindo!
El farol me va abriendo una cancha fotográfica de viaje. El paraguas me arma de lujo y valor en su círculo de protección.
La noche me va resultando mucho más que una amiga.
La noche deviene, a mitad de camino, madre andarina, creciente, inmensa.
Y a mi me parece que acabo de nacer, también.

Pedro Leandro Ipuche - Selección de prosas
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 128
Ministerio de Cultura
Montevideo, 1968

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