La jaguaretesa  
Vamos, siguiendo. Venimos, pasando. Y la Naturaleza, resistente, mantiene sus personajes panorámicos, donde han ido tejiendo su fondo de identificación
nuestros efímeros movimientos.
Se irán, también. Pero es lo cierto que, mientras andamos pintando sombra, nos dan una visión de aguante que ni las primeras edades bíblicas del hombre lograron alcanzar.

Todavía, como en tiempo de mis bisabuelos, el Cerro Áspero endurece su observatorio de águilas moras y venados ariscos.
Recostado a sus bases, estuvo el clásico Rincón de Marino, donde mi antepasado epónimo armó el cabezal de una estancia primeriza, sin límites de jaula ni potreros de aparte.
Recién había estrenado las viviendas, cuando sucedió lo que voy a contar.

Mi bisabuelo, don Manuel Marino, fue uno de los primitivos troperos del país que traquetearon pezuñas hacia Río Grande. Allá tenía sus combinaciones vacunas. Y de allá regresaba con caña, con golosinas, con tabaco y con el cinto preñado de patacones.
Mi bisabuela, doña Faustina, era, a estar con la tradición, una de aquellas indias santas y dispuestas, que meaban paradas; saltaban a los baguales, tomándoles la cola de rienda, para desabrojarlos; descalostraban las vacas, quebrándoles las ubres con la mano de los morteros de mazamorra, y producían los fuegos nuevos con el estampido de los trabucos, cuando se terminaban los trasfogueros.
No hacía un año que se habían casado.
Los acompañaba una chinita, ahijada de mi bisabuela, y dos peones, o ayudantes, mejor dicho porque el peón, como palabra dura, no se conocía entonces. Los tales eran un par de sobrinos, preferidos de mi antepasado.
Doña Faustina, como es natural, andaba en el tamboreo interior y en los primeros anuncios lácteos de su temporada grávida.

Bu//Don Manuel Marmo era hombre de madrugar.
Después de preparar el caballo, se había puesto a tomar mate en cuclillas sobre los tizones, vigilando un costillar de oveja que destilaba sus mejores blancuras y desmadejaba las más estimulantes vedijas de olor.
Los dos peones andaban por el campo, juntando el ganado de la tropeada, en cuya faena intervenían también algunos comedidos y ciertos hombres de camino, hechos al trashumante oficio, que debían formar parte de la mugiente procesión.
No había bebido todavía don Manuel muchos mates, cuando, de golpe, se presenta en la cocina mi bisabuela, envuelta en el poncho de la cama.
-Manuel, Manuel. A los pies de la cama se ha subido un tigre y se ha acostado como una persona.
-¿Estás loca?
-Te juro, hombre.
-Y ¿vos sos la mujer que no se asusta ni de las ánimas?
-Déjate de bromas. Y anda a ver.
Los ranchos de estreno de la estancia eran de adobe y quincha. Las puertas de cuero de yegua. ¡Como para hacerse de rogar el tigre que quisiera hacer una visita de madrugada!
Mi bisabuelo tomó una escopeta cargada que tenía a mano en una piecita que daba a la cocina.
-Quédate aquí.
Salió. Se trepó al techo de la pieza de dormir. Y se puso a perforar con el facón un boquete en la cumbrera. Conseguido, echó un ojo para abajo y vio que doña Faustina decía verdad.
Allí estaba el tigre, tirado a lo largo. A los pies de la cama, como lo aseguraba ella.
Entonces, pasó el caño da la escopeta en dirección a la cabeza del felino. Apuntó fijo. Y disparó.
El tigre se cimbró y quedó rígido enseguida.
Venía aclarando.
Bajó del techo. Entró en la cocina, donde seguía parada y arrebujada mi joven bisabuela.
-Vamos a ver cómo le ha ido a mi compadre.
AI revisar bien la fiera recién muerta, doña Faustina, asustada, grita:
-Pero, si es una tigra preñada. Y ¡yo en este estado! ¿No me castigará Dios?
Mi bisabuelo, sentencioso, llevándose la escopeta a su piezucha de herramientas, cueros y armas, suelta su palabra cerrante, de sorpresa y escándalo.
-¡Bendito sea Dios! Es la primera vez que veo a una tigra hacerse mujer. Y venirse a parir a una cama.

Pedro Leandro Ipuche - Selección de prosas
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 128
Ministerio de Cultura
Montevideo, 1968

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