Isidoro Luciano Ducasse
Conde de Lautréamont,
Poeta uruguayo.
Por Pedro Leandro Ipuche

PRIMERA PARTE

I

 

Los hermanos Guillot Muñoz han publicado un libro, ágil y contagioso, sobre Laforgue y Lautréamont.

 

Se trata de una joya crítica, detonante en nuestra "plaza intelectual". Trabajo de probidad literaria, de filiación sutil, de estilo gemático.

 

En nuestro ambiente, donde no ha habido hasta ahora un verdadero crítico militante, este libro nos trae la sorpresa de una alegría matinal.

 

Lleva hombría interior, sonda entusiasta y viva, pasión limpia y humana de arte.

 

Álvaro y Gervasio nos hablan, en lengua forastera, de Laforgue y Ducasse, dos poetas nacidos en Montevideo.

 

De Laforgue todo el mundo ha hablado en una confluencia de glosa y adhesión. Lo sienten y admiran los intelectuales de jerarquía alquitarada. Todavía la furia laforguista que estableció una familia de iniciados, conserva la llama primera, en una prolongación vestálica. Laforgue dejó su "inglesita", mujer plañente, flexible y fiel, que colocó el trípode y que inició la llama...

 

Pero del pobre, del feroz, del abandonado Ducasse, recién se vienen dando cuenta ciertos espíritus valientes, encandilados por la fiera maravilla.

 

El movimiento "Surrealiste" lo ha empuñado como una enseña fantástica, y lo ha desatado sobre la época con amor tendencioso y saña.

 

Lo cierto es que Lautréamont, con un poco de aliento, les quiebra las manos y les aventa los programas.

 

No es para sectores ni para franjas de épocas.

 

Esta entidad apocalíptica es una de esas Fuerzas que suelen meterse por el Arte para zamarrear al mundo y desencajarnos de los resortes y límites que fluyen, fácil y corriente, la vida, desde sus más dramáticas honduras.

 

II

 

Isidoro Luciano Ducasse nació en el Montevideo que tenía sitiado Oribe en 1846.

 

Hijo de François Ducasse, Canciller de Francia en el Uruguay y figura familiar de Montevideo, hizo su primera cultura al lado del padre, hombre de variado y opulento saber, dueño de la biblioteca más audaz de aquellos tiempos y muy pagado de las cosas del espíritu.

 

Un día llegó a Montevideo el botánico francés Gibert, emigrado del Segundo Imperio. Republicano de romance, tuvo que escapar sigilosamente a la persecución trágica de Napoleón el Chico. Venía de Bruselas, último refugio azorante...

 

Este hombre sapientísimo y cordial encantó al niño Ducasse en tal manera, que la vida de Isidoro Luciano estuvo puesta sólo en dos cosas desde que lo vio y oyó: en el maestro estremecido y destinado y en la biblioteca mágica. (No sé por qué me acuerdo yo ahora del soneto cabalístico a la Biblioteca de Rollinat.)

 

De ahí salió preparado para el Politécnico de París aquel joven "hermoso, retraído y barullento" que conoció don Prudencio Montagne de 17 años de edad, y a quien parece temía el mismo padre...

 

Álvaro acaba de conseguir de manos de una tía de Isidoro el único retrato que hoy se conoce del poeta. Demuestra tener 18 ó 20 años, y es tan parecido con nuestros jóvenes de esa edad; tiene el aire adolescente de Montevideo tan hiriente, que, verlo, desconcierta de sencillez circundante, "casera". Es alto y jovial, de una salud provocativa.

 

Esa amargura legendaria de que lo envuelven no anda en la placa.

 

Allí está el joven Isidoro Luciano Ducasse, sabio y efluviante, que había de ocupar en el Instituto Poli­técnico de París el Sillón prestigioso de Augusto Comte en la asignatura de Matemáticas.

 

Últimamente se ha hallado en la biblioteca de M. Gibert dos ejemplares de Las flores del mal de Baudelaire, cuya dedicatoria está firmada por Isidoro Ducasse en una época que coincide con su adolescencia.

 

M. Dubreuil en una interesantísima página que acaba de publicar en "La Cruz del Sur", hace muy atinadas referencias sobre una expedición de M. Gibert a Tacuarembó con fines de observación geológica, en cuya embajada técnica habría ido Isidoro Luciano con sus compañeros de estudio.

 

Llama, asimismo, nuestra atención sobre la coincidencia de opiniones entre el Gibert que en 1864 flagelaba la manera de Musset y Leconte en el Patrióte Francés de Montevideo y el Lautréamont de Poésies que repite, aunque con más saña, las negaciones del maestro.

 

M. Dubreuil, espíritu dispuesto y sagaz, ha dado un paso más en el esclarecimiento de la vida de Lautréamont hasta 1867.

 

En este año ya aparece en el Politécnico de París.(1)

 

Tiene 21 años. Falleció a los 24, de escarlatina... en una casa del Faubourg Montmartre. Habría muerto de la enfermedad de los niños. El 24 de noviembre de 1870. En el París sitiado. Así cantan los papeles...

 

Había nacido en el Montevideo del Sitio Grande el 4 de abril de 1846.

 

III

A los 30 años de muerto Isidoro, Rémy de Gourmont lo descubre, desconcertado. No atina a explicárselo. Lo hace danzar, siniestramente, en la Psiquiatría. Su sentido humanista y su experiencia de crítico no alcanzan hasta él. "Genio enfermo", "genio loco", dice, "de una originalidad furiosa, inesperada".

 

Después teoriza, como estaba de moda por aquellas calendas lombrosianas en que se catalogaba tranqui­lamente a Leopardi y a Byron.

 

Ya antes de Rémy, había salido a tallar León Bloy.

 

Pero, ¿qué iba a acertar aquel católico feudal, de una obsecuencia gruñente al Sylabus?

 

Lautréamont era el símbolo enemigo de su Dios y de sus ideas. Sin embargo, logró percibir en la frente del Muchachote Réprobo la seña del Espíritu Santo...

 

El mirífico y desventurado Darío lo pone entre los Raros... verlainianamente... y le anda cerca a Bloy en teologías y resquemores de sacristán.

 

Por suerte Darío se pudo agarrar a Poe y a las matemáticas. De no, deja solo a Lautréamont en manos del Bajísimo.

 

¡Qué Dios se lo perdone, pero no se podía esperar otra cosa de Darío, el hombre de ánima más cobarde que ha cantado sus miedos por la tierra!

 

En Montevideo se explotaba teatralmente a Lautréamont en los tiempos de Roberto y Vasseur. Se hacían bromas lautréamontnianas.

 

Y llegamos a nuestros superrealistas. Y se hace el escándalo.

 

Soupault, uno de los más íntimos corifantes del grupo, escribe dislates por todos lados. Paul Dermée, uno de los que más lo han acertado, no puede tocarlo en plenitud, debido a la incapacidad horizontal que trazan las sectas. Y André Salmon, como uno de esos conocidos noveleros que escriben en París con cualquier pretexto, dice en una página escrita en noviembre último, que Ducasse se crió en Tarbes, y le llama "pirenaico", etc., etc., después de proclamar que el Uruguay y la Argentina están produciendo un nuevo estremecimiento, animado por el espíritu francés.

 

¡Qué originalidad de estremecimiento... "latinoamericano"!

 

Lo cierto es que Lautréamont se les va lejos... por lo más hondo... por lo más largo...

 

No es con armazón crítica ni con maneas de escuela como se puede abrazar a un poetazo así.

 

Este espíritu inaudito pide almas aparte para revelarse. Y pocos llegarán a resistirlo y comportarlo si lo "visitan" con amor inclinado y furia lenta y clarificadora. (Léase bien: furia lenta...)

 

Por que Lautréamont ya ni es un poeta.

 

Es una fuerza metafísica metida en el Arte para gritar verdades esenciales y acusaciones que serían truculencias sino fueran verdades bravísimas que el pudor o el temor de los hombres disimulan y cohonestan.

 

IV

 

La clave de los Cantos de Maldoror está en el poe­ma a las Matemáticas.

 

Por allí se adivina la idea del Bien Esencial y del orden pitagórico que había adquirido Ducasse en su iniciación sinfónica del Cosmos.

 

En ese canto dulce y fuerte, nostálgico y hermético, se percibe trágicamente el "optimismo metafísico" de que habla Landsberg.

 

Ya en los comienzos del libro, confiesa Maldoror, acongojado, su fresca y lisa inocencia respecto de Dios y de los hombres. Y dice, como gimiendo, que, al ver la maldad humana y divina sobrepasar las más crueles y lancinantes perversiones de la naturaleza, se hirió la boca, en un acceso de mártir violento, para reír como los hombres...

 

Esto, ritualizado en tono deprecativo y como reprimido de serenidad sollozante, está en el canto de las Matemáticas.

 

Se siente allí la nostalgia del Bien Primero.

 

Habla Lautréamont como un pitagórico desesperado, como tremenda palabra restauradora, como el oceánico Amor Universal, lastimado en todas las olas.

 

El joven de las remotas ideas armoniosas y del danzante trenzamiento cósmico, sale de sí y se ve en su Montevideo de calles guerreras y familias diezmadas, de legionarios y de héroes.

 

El sintió, desde la cuna, la fusilería, el cañón, la metralla, los desafíos, los alertas, las patrullas, y los homenajes, con tambor apagado, del Sitio.

 

Llegan hasta su anhelo auditivo y voraz los relatos calientes y removedores de los encuentros continuos y las muertes herejes.

 

Se cuentan las degollinas y los descuartizamientos de la Zanja Reyuna.

 

Sabe de la carnicería de Arroyo Grande y de India Muerta. (¡Ah, Urquiza, el gaucho galerudo que no sa­bía nadar!)

 

Sobre los hogares acecha la amenaza trágica, la presencia del martirio.

 

Atraviesa las conversaciones el federalismo granguiñolesco, con sus gorros de manga y sus blusas fe­derales, y sus hazañas de la Refalosa, de la verga, de la brea chocarrera y los asesinatos desfachatados.

 

¡Qué de cosas, en verdad, ferales, "maldororeanas", no le tocó ver, oír y sentir en la percepción ineludible de su Montevideo natal hasta el momento de su ida definitiva para París!

 

Terminado el Sitio Grande, tres ejércitos unidos, van a abatir la tiranía de Rosas, el rojo Caudillo Pampa.

 

Caído Rosas, el Uruguay pareció escenario de un gran momento de reconciliación patriótica, cuando un

 

buen día un presidente caduco y blanducón huye despavorido a pedir amparo en una nave de guerra extranjera.

 

El Triunvirato absurdo acaba en grescas principistas y en asaltos al Fuerte de Gobierno, hasta que aparece de Presidente de la República don Gabriel Antonio Pereira, el lastimero sobreviviente de la Independencia.

 

Y entonces se vio que la reconciliación entre blancos y colorados era oscuramente imposible.

 

Y vino la deportación de Juan Carlos Gómez y de los asambleístas del San Felipe, el federalazo al Parlamento y la alucinación goyesca de Quinteros.

 

Y vino la revolución de Flores con las hazañas de nuestra épica criolla en Cañas Veras, Coquimbo y Paysandú, culminada con esa barullenta entrada del ejército florista en Montevideo.

 

Y vino, por último, la guerra de la Triple Alianza que apagó sus fortalezas y descargas en la muerte cerrante de Solano López, conciencia segura y grandiosa de su raza, con lo mejor de Napoleón y de Rosas...

 

El pobre Isidoro pierde los pulsos y se vuelve de un estoicismo patético. Y esto no es el fastidiante aporte taineano de la influencia ambiente, sino una comprobación fatal del poder de la vida (por dentro y por fuera), pues somos seres de proyección y de satinación biológicas y nos es imposible eludirnos de la penetra­ción envolvente del lugar en que vivimos.

 

Ducasse, pues, ve el Mal (Dios y los hombres) entre la sangre y el infierno que lo anegan. en la zona

IDEAL MALDOROREANA DE AQUELLOS TIEMPOS.

 

Pero la fe fundamental lo salva y endurece.

 

Y los Cantos de Maldoror salen del drama primordial entre la creencia entusiasta del orden absoluto y la algazara dominante del Mal.

 

Lautréamont es desde entonces en el Arte la angustia metafísica que clama por el Bien esencial que se ha perdido.

 

Por eso leer el libro sin beber hasta su más amargo gozo el canto de las Matemáticas, es extraviarlo radicalmente.

Pues toda esa fruición aparente de episodios que dan la pulsación del libro, está conmocionada por una saña restituidora.

 

Si se ha de hacer crítica libre, no se puede decir que en los Cantos de Maldoror abunde el sadismo frenético y tendencioso de Villiers de L'Isle Adam, de Baudelaire y de Gerardo de Nerval.

 

Para el que vaya a las últimas raíces del libro con una valiente buena fe reveladora, los Cantos de Maldoror manan una presencia Madre de pavor y hermosura, pues aquello es la seña desgarrada de un masoquismo inmolatorio.

 

Léase el canto al Hermafrodita, el canto a Marvel, a la Loca y las tres Margaritas, el canto al niño que pierde el ómnibus de noche y el diálogo esotérico del hombre y la serpiente, y se verá con qué corazón atroz llora este poeta niño por las aberraciones de Dios y de la Vida y cómo deja vislumbrar, entre el espesor del símbolo y las sacudidas del relato, su idea de la Unidad Feliz, que ese dios que él golpea, enloda y humilla de manera dictatorial, no sabe conservar, porque tal vez no existe sino en el engaño avieso del hombre que lo hizo.

 

V

 

Pero nuestra misión, en estas rápidas líneas, es solamente la de decirle a nuestra gente uruguaya: Tenemos un poeta máximo que puede pecharse con Esquilo, con Dante, con Goethe, con Leopardi, con Djelal Eddin Rumi, con Jalil Gibrán.

 

El Uruguay, como lo profetizara el "montevideano" Ducasse al cerrar el primer canto de su libro, ha visto nacer, crecer y hacerse en sensibilidad creadora a uno de los poetas más grandes y extraños de la segunda mitad del Siglo XIX.

 

Es más: Lautréamont ha escrito el canto 1º de su libro en Montevideo.

 

Percibo en esa Rapsodia eterna el mojamiento telúrico, el fluido actuante del Montevideo de aquellos tiempos.

 

Por lo demás, el libro atesora imágenes y reminiscencias hirientes de Montevideo y hasta del interior del país, llevadas en la corriente viva de la memoria sensible y en su libreta de apuntes líricos.

 

Después de Ducasse, el Gran Nietzsche me resulta un seminarista, un ortodoxo, con todas sus paradojas y sus genialidades. Lo aventajará en sabiduría estereométrica, en complejidad sentimental, en prolongación de vida.

 

Pero este niño espantoso se lo lleva en desaprensión cósmica, en vastedad esencial de asuntos, en desgarro apotegmático y fondal.

 

Después de Ducasse, el misterio precoz de Rimbaud queda explicado y... menos misterioso.

 

Ducasse, el inmenso uruguayo, el "montevideano", como a sí mismo se llamaba con un orgullo exótico y precioso, queda desde hoy para siempre como uno de los genios de primera cumbre en el mundo y como un poeta uruguayo inconcuso, documentado y hasta justificable, por su desaprensión suramericana, su macabrismo rioplatense y, sobre todo, por imposición de un destino generoso que ha querido hacer del Uruguay el primer pueblo de la América Nueva.

 

SEGUNDA PARTE

 

I

 

Hablábamos así en 1925.

 

En este momento tengo cerca de la mano el tomo de última data de las obras de Lautréamont.

 

Philippe Soupalt lo ha ordenado y agita los comentarios con interés ardiente.

 

El libro viene de 1927, dos años después de nuestras palabras.

 

Como se ha visto, yo interpretaba los Cantos de Maldoror con libertad heterodoxa. .. con ingenuidad extraña, según me lo dijeron entonces amigos y hasta ilustres dómines franceses.

 

¡Quién iba a sospechar que hoy el mismísimo Lautréamont vendría a confirmar mi osadía, provocada por lecturas desprevenidas!

 

Yendo por un camino opuesto al de Rémy de Gourmont, León Bloy y Darío, los más calificados voceros de la exégesis réproba, yo me animé a percibir un soñador pitagórico en la esencia turbulenta del libro; un iniciado del ejercicio cósmico que veía directamente quebrantado por la pasión del hombre y del dios que produjo ese bípedo hábil para tolerar su perversión.

 

Lautréamont llega a los más potentes sollozos y a las más bravas flagelaciones desde un amor fundamental, ofendido en todos sus centros...

 

Pues bien; esto que impresionó como una enormidad simplona, ha sido confirmado con una carta del propio Lautréamont. (El día que conseguí leerla fue uno de los más lindos de mi vida.)

 

Oigan lo que va a confesar la conciencia de este muchachón, dando al traste con los adjetivos y la licantropía que le destinaron sus intérpretes.

 

Escribe a Verbroeckhoven, asociado al editor Alberto Lacroix, íntimo camarada del uruguayo:

 

"Déjeme explicarle mi situación:

 

Yo canté el Mal como lo hicieron Mickiewickz, Byron, Millón, Southey, Musset, Baudelaire, etc.

 

Naturalmente yo he exagerado el diapasón para dar algo nuevo en la intención de esta literatura sublime que canta la desesperación solamente para oprimir al lector y hacer desear al bien como un remedio...

 

.. .Vended, yo no os lo impido. ¿Qué es necesario que haga para esto?

 

Decid vuestras condiciones.

 

Lo que yo quisiera sería que la crítica fuera confiada a los principales lundistas. (Esto es, a los responsables.

Sabemos que en la prensa francesa privaba una noble tradición crítica de los Lunes creada por Sainte Beuve.)

 

"Ellos únicamente juzgarán en primera y última instancia el comienzo de una publicación que no verá su fin sino más tarde.

 

ASI,  PUES,  LA MORAL  FINAL  NO   ESTA DADA.

 

Sin embargo, hay ya un dolor inmenso en cada página.

 

¿Esto es el mal? No, seguramente.

 

Si la crítica llega a hablar del bien (si llega a entender el sentido trascendente del Libro, decimos nosotros), yo podré en ediciones sucesivas, arrancarle ALGUNOS CUADROS DEMASIADO FUERTES.

Ducasse."

 

Esto es de una grandeza cerrante.

 

En "Poesías" aparece el espíritu que iba a dar la moral última de los Cantos.

 

La muerte lo detuvo de golpe y el final del gran Libro quedó como un estupendo anhelo sin realización artística.

 

"Es, pues, —continúa Lautréamont—, el bien, siempre el bien lo que se canta en el libro, pero por un método más filosófico y menos ingenuo que el de la antigua escuela, de la cual Hugo y otros son los únicos representantes vivientes." (Poésies.)

 

II

 

"Era grande, imberbe, nervioso, ordenado y trabajador."

 

Así lo planta con toques acabados Alberto Lacrois, simpática figura de obrero intelectual, a quien vinieron a alarmarlo tanto los atrevimientos "rioplatenses" de Isidoro, que, con fraternal angustia, llegó a proponerle la sordina para las truculencias del texto.

 

¡grande y nervioso!

 

Así lo había visto en Montevideo poco tiempo antes don Prudencio Montagne, único sobreviviente de sus relaciones de Colegio.

 

En París tuvo amigos comunistas que participaron después en los sucesos de la Commune.

 

Hasta ahora sólo se ha conseguido identificar a dos de los más adictos: Georges Dazet y José Durand.

 

Del primero habla repetidas veces en la primera edición de los Cantos. Lo llamaba "alma inseparable de la mía", "el más hermoso hijo de la mujer"... (Bien lautréamontniano esto último.)

 

Del segundo se sabe que fue desterrado de Francia como elemento perturbador después del zafarrancho de la Commune.

 

Lo evidente es que Isidoro frecuentaba amistades revolucionarias y hacía una vida alarmante de orador audaz y orientador.

 

Su nombre aparece en Memorias Secretas de Policía como el de un cabecilla de grupos peligrosísimos para la tranquilidad social.

 

Cuando habla levanta truenos de aplausos. Aprobaciones listas al asalto. Las ideas que los detectives le sorprenden noche a noche en las inflamadas asambleas juveniles, son de lo más condenables, según la ortodoxia del conservadurismo imperial.

 

Tan caudillo se le consideraba, que ha quedado la duda de si su muerte brusca y extraña no habrá sido... un secreto de eliminación oficial. (El certificado de escarlatina era muy fácil de conseguir...)

 

III

 

Y ahora vamos a referirnos a un problema de apa­rente eficacia que se hace valer hasta por críticos ponderados de casa, con el lamentable fin de retacear la uruguayidad de Lautréamont. Me refiero al lenguaje.

 

Se dice, inflexiblemente, que Lautréamont es poeta francés porque escribió en el idioma de su padre.

 

¿Hay en el lenguaje que se escribe y se habla una implicancia fatal de nacionalidad?

 

Fácil sería negar esto, pensando que nosotros usamos un lenguaje importado.

 

Si nos echáramos a sutilizar sobre el tema, podríamos constatar revelaciones inesperadas que nos apo­yarían; en las traducciones, por ejemplo.

 

Se suele percibir en importantes casos que algunos autores entran de veras en su lengua al ser traducidos.

Así Saint - Víctor, temperamento ancho, sonoro y generoso en las mejores versiones castellanas.

 

Así, Sábat Ercasty, poeta de sustancia metafísica, en las recientes traducciones al alemán del polígrafo Rauhut.

 

¿Dejan de ser uruguayos los Guillot Muñoz por haber escrito precisamente su libro sobre Laforgue y Lautréamont en idioma galo?

 

¿Podrá ser considerada francesa Delfina Bunge de Calvez por haber escrito libros (y excelentes) en francés y desde Buenos Aires?

 

¿Dejan de ser arios y de responder a la más antigua lealtad de su raza, Ghandi, que predica la liberación espiritual y política de la India en ingles y Vivekananda que también en idioma anglicano ha predicado las más recónditas enseñanzas de la Sankya?

 

Y Verhaheren, el formidable poeta, ¿deja de ser belga por haber usado el francés y no el valón para crear sus libros encendidos?

 

Pero hay más: en un texto de Literatura Francesa que acabo de leer, sostiene su autor que los mismos franceses no hablan su idioma propio, que debió haber sido el céltico, —idioma que, como sabemos, fue suplantado por el latín de los conquistadores romanos, de donde derivó la primitiva lengua romance con la que se formaron el francés antiguo y el moderno.

 

El lenguaje es signo más profundo y misterioso —y hasta más práctico— de lo que ve la gente.

 

¿En qué lenguaje iba a escribir Isidoro, hijo de un Canciller de Francia, educado en colegios franceses, frecuentando grandes amistades francesas, haciendo vida cotidiana francesa, leyendo preferentemente francés en un Montevideo de comerciantes, legionarios e intelectuales franceses?

 

Tenía que hacerlo en francés, envuelto en una im­posición de lenguaje, como nosotros lo hacemos en castellano por fatalidad histórica, pues nuestro idioma raigal, nuestra Voz de Naturaleza, es guaranítica.

 

El hecho de que Lautréamont se haya zafado siempre a las clasificaciones de escuelas literarias en Francia, nos está diciendo que este Vasto poeta se les escapa a los antologistas de todo parentesco nacional.

 

Nosotros no reclamamos, llevados de un chauvinismo inferior, la uruguayidad de Lautréamont.

 

Defendemos cuestiones más hondas y de más monta.

 

Pero es lo cierto que, yendo a la seriedad filiativa, Lautréamont es una corriente cósmica de nuestro arte y de nuestra raza, mientras que en Francia será siempre un excomulgado, un compadecido, un maldecido, un desacomodado.

 

Entrando al Libro, sin limitaciones de letra, en los hondores de los Cantos de Maldoror se oye el lenguaje duro y valiente de la uruguayidad que nadie podrá sacar de allí, pues constituye su esencia y presencia permanente.(2)

 

(Trabajo leído en el homenaje del sodRe de 1932.)

 

Referencias:

 

1 - Al doctor Pedro Sáenz de Zumarán el Conde de Lautréamont envió con dedicatoria desde París uno de sus libros, llamándolo "mi protector", como cosa de vinculación reciente y familiar con Montevideo.
Así lo consideró y conservó siempre la tradición de la casa.
(Dato del doctor Hugo Antuña, persona de altísima solvencia moral, cuya esposa es nieta del doctor Sáenz de Zumarán.)

2 - Últimamente se han producido tres cosas referentes a Lautréamont, que nos permitimos consignar: una Conferencia en el Liceo Francés radiada por Leo Poldés y una edición de los Cantos de Maldoror aparecida en Buenos Aires, ordenada y prologada por Gómez de la Serna.

 

Podemos asegurar que nada añaden a lo que aquí se dijo. Es más: que andan perdidos, MUY LEJOS de nosotros.

En cuanto a la tercera referencia, se trata de una página del escritor Luis Vidales.

 

Trae algunos enfoques críticos vibrantes y admirables. Glorificadores — especialmente — para Isidoro.

Pero, con habilidad ya muy visible, esa página, utilizando datos fantasiosos de la vieja leyenda francesa, trata de escamotearnos al uruguayo ¡límite.

Pedro Leandro Ipuche - Selección de prosas
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 128
Ministerio de Cultura
Montevideo, 1968

Editado por el editor de Letras Uruguay

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