Isidoro Luciano Ducasse |
PRIMERA PARTE
Los
hermanos Guillot Muñoz han publicado un libro, ágil y contagioso, sobre
Laforgue y Lautréamont. Se
trata de una joya crítica, detonante en nuestra "plaza
intelectual". Trabajo de probidad literaria, de filiación sutil, de
estilo gemático. En
nuestro ambiente, donde no ha habido hasta ahora un verdadero crítico
militante, este libro nos trae la sorpresa de una alegría matinal. Lleva
hombría interior, sonda entusiasta y viva, pasión limpia y humana de
arte. Álvaro
y Gervasio nos hablan, en lengua forastera, de Laforgue y Ducasse, dos
poetas nacidos en Montevideo. De
Laforgue todo el mundo ha hablado en una confluencia de glosa y adhesión.
Lo sienten y admiran los intelectuales de jerarquía alquitarada. Todavía
la furia laforguista que estableció una familia de iniciados, conserva la
llama primera, en una prolongación vestálica. Laforgue dejó su
"inglesita", mujer plañente, flexible y fiel, que colocó el trípode
y que inició la llama... Pero
del pobre, del feroz, del abandonado Ducasse, recién se vienen dando
cuenta ciertos espíritus valientes, encandilados por la fiera maravilla. El
movimiento "Surrealiste" lo ha empuñado como una enseña fantástica,
y lo ha desatado sobre la época con amor tendencioso y saña. Lo
cierto
es que Lautréamont, con un poco de aliento, les quiebra las manos y les
aventa los programas. No
es para sectores ni para franjas de épocas. Esta
entidad apocalíptica es una de esas Fuerzas que suelen meterse por el
Arte para zamarrear al mundo y desencajarnos de los resortes y límites
que fluyen, fácil y corriente, la vida, desde sus más dramáticas
honduras. II Isidoro
Luciano Ducasse nació en el Montevideo que tenía sitiado Oribe en 1846. Hijo
de François Ducasse, Canciller de Francia en el Uruguay y figura familiar
de Montevideo, hizo su primera cultura al lado del padre, hombre de
variado y opulento saber, dueño de la biblioteca más audaz de aquellos
tiempos y muy pagado de las cosas del espíritu. Un
día llegó a Montevideo el botánico francés Gibert, emigrado del
Segundo Imperio. Republicano de romance, tuvo que escapar sigilosamente a
la persecución trágica de Napoleón el Chico. Venía de Bruselas, último
refugio azorante... Este
hombre sapientísimo y cordial encantó al niño Ducasse en tal manera,
que la vida de Isidoro Luciano estuvo puesta sólo en dos cosas desde que
lo vio y oyó: en el maestro estremecido y destinado y en la biblioteca
mágica. (No sé por qué me acuerdo yo ahora del soneto cabalístico a la
Biblioteca de Rollinat.) De
ahí salió preparado para el Politécnico de París aquel joven
"hermoso, retraído y barullento" que conoció don Prudencio
Montagne de 17 años de edad, y a quien parece temía el mismo
padre... Álvaro
acaba de conseguir de manos de una tía de Isidoro el único retrato que
hoy se conoce del poeta. Demuestra tener 18 ó 20 años, y es tan parecido
con nuestros jóvenes de esa edad; tiene el aire adolescente de Montevideo
tan hiriente, que, verlo, desconcierta de sencillez circundante,
"casera". Es alto y jovial, de una salud provocativa. Esa
amargura legendaria de que lo envuelven no anda en la placa. Allí
está el joven Isidoro Luciano Ducasse, sabio y efluviante, que había de
ocupar en el Instituto Politécnico de París el Sillón prestigioso de
Augusto Comte en la asignatura de Matemáticas. Últimamente
se ha hallado en la biblioteca de M. Gibert dos ejemplares de Las
flores del mal de Baudelaire, cuya dedicatoria está firmada por
Isidoro Ducasse en una época que coincide con su adolescencia. M.
Dubreuil en una interesantísima página que acaba de publicar en "La
Cruz del Sur", hace muy atinadas referencias sobre una expedición de
M. Gibert a Tacuarembó con fines de observación geológica, en cuya
embajada técnica habría ido Isidoro Luciano con sus compañeros de
estudio. Llama,
asimismo, nuestra atención sobre la coincidencia de opiniones entre el
Gibert que en 1864 flagelaba la manera de Musset y Leconte en el Patrióte
Francés
de
Montevideo y el Lautréamont de Poésies que repite, aunque con más
saña, las negaciones del maestro. M.
Dubreuil, espíritu dispuesto y sagaz, ha dado un paso más en el
esclarecimiento de la vida de Lautréamont hasta 1867. En
este año ya aparece en el Politécnico de París.(1) Tiene
21 años. Falleció a los 24, de escarlatina... en una casa del Faubourg
Montmartre. Habría muerto de la enfermedad de los niños. El 24 de
noviembre de 1870. En el París sitiado. Así cantan los papeles... Había nacido en el Montevideo del Sitio Grande el 4 de abril de 1846.
III
A los 30 años de muerto Isidoro, Rémy de
Gourmont lo descubre, desconcertado. No atina a explicárselo. Lo hace
danzar, siniestramente, en la Psiquiatría. Su sentido humanista y su
experiencia de crítico no alcanzan hasta él. "Genio enfermo",
"genio loco", dice, "de una originalidad furiosa,
inesperada".
Después teoriza, como estaba de moda por
aquellas calendas lombrosianas en que se catalogaba tranquilamente a
Leopardi y a Byron.
Ya antes de Rémy, había salido a tallar León
Bloy.
Pero, ¿qué iba a acertar aquel católico
feudal, de una obsecuencia gruñente al Sylabus?
Lautréamont era el símbolo enemigo de su
Dios y de sus ideas. Sin embargo, logró percibir en la frente del
Muchachote Réprobo la seña del Espíritu Santo...
El mirífico y desventurado Darío lo pone
entre los Raros... verlainianamente... y le anda cerca a Bloy en
teologías y resquemores de sacristán.
Por suerte Darío se pudo agarrar a Poe y a
las matemáticas. De no, deja solo a Lautréamont en manos del Bajísimo.
¡Qué Dios se lo perdone, pero no se podía
esperar otra cosa de Darío, el hombre de ánima más cobarde que ha
cantado sus miedos por la tierra!
En Montevideo se explotaba teatralmente a
Lautréamont en los tiempos de Roberto y Vasseur. Se hacían bromas lautréamontnianas.
Y llegamos a nuestros superrealistas. Y se
hace el escándalo.
Soupault, uno de los más íntimos corifantes
del grupo, escribe dislates por todos lados. Paul Dermée, uno de los que
más lo han acertado, no puede tocarlo en plenitud, debido a la
incapacidad horizontal que trazan las sectas. Y André Salmon, como uno de
esos conocidos noveleros que escriben en París con cualquier pretexto,
dice en una página escrita en noviembre último, que Ducasse se crió en
Tarbes, y le llama "pirenaico", etc., etc., después de
proclamar que el Uruguay y la Argentina están produciendo un nuevo
estremecimiento, animado por el espíritu francés.
¡Qué originalidad de estremecimiento...
"latinoamericano"!
Lo cierto es que Lautréamont se les va
lejos... por lo más hondo... por lo más largo...
No es con armazón crítica ni con maneas de
escuela como se puede abrazar a un poetazo así.
Este espíritu inaudito pide almas aparte
para revelarse. Y pocos llegarán a resistirlo y comportarlo si lo
"visitan" con amor inclinado y furia lenta y clarificadora. (Léase
bien: furia lenta...)
Por que Lautréamont ya ni es un poeta.
Es una fuerza metafísica metida en el Arte para gritar verdades esenciales y acusaciones que serían truculencias sino fueran verdades bravísimas que el pudor o el temor de los hombres disimulan y cohonestan.
IV
La clave de los Cantos de Maldoror está
en el poema a las Matemáticas.
Por allí se adivina la idea del Bien
Esencial y del orden pitagórico que había adquirido Ducasse en su
iniciación sinfónica del Cosmos.
En ese canto dulce y fuerte, nostálgico y
hermético, se percibe trágicamente el "optimismo metafísico"
de que habla Landsberg.
Ya en los comienzos del libro, confiesa
Maldoror, acongojado, su fresca y lisa inocencia respecto de Dios y de los
hombres. Y dice, como gimiendo, que, al ver la maldad humana y divina
sobrepasar las más crueles y lancinantes perversiones de la naturaleza,
se hirió la boca, en un acceso de mártir violento, para reír como los
hombres...
Esto, ritualizado en tono deprecativo y como
reprimido de serenidad sollozante, está en el canto de las Matemáticas.
Se siente allí la nostalgia del Bien
Primero.
Habla Lautréamont como un pitagórico
desesperado, como tremenda palabra restauradora, como el oceánico Amor
Universal, lastimado en todas las olas.
El joven de las remotas ideas armoniosas y
del danzante trenzamiento cósmico, sale de sí y se ve en su Montevideo
de calles guerreras y familias diezmadas, de legionarios y de héroes.
El sintió, desde la cuna, la fusilería, el
cañón, la metralla, los desafíos, los alertas, las patrullas, y los
homenajes, con tambor apagado, del Sitio.
Llegan hasta su anhelo auditivo y voraz los
relatos calientes y removedores de los encuentros continuos y las muertes
herejes.
Se cuentan las degollinas y los
descuartizamientos de la Zanja Reyuna.
Sabe de la carnicería de Arroyo Grande y de
India Muerta. (¡Ah, Urquiza, el gaucho galerudo que no sabía nadar!)
Sobre los hogares acecha la amenaza trágica,
la presencia del martirio.
Atraviesa las conversaciones el federalismo
granguiñolesco, con sus gorros de manga y sus blusas federales, y sus
hazañas de la Refalosa, de la verga, de la brea chocarrera y los
asesinatos desfachatados.
¡Qué de cosas, en verdad, ferales,
"maldororeanas", no le tocó ver, oír y sentir en la percepción
ineludible de su Montevideo natal hasta el momento de su ida definitiva
para París!
Terminado el Sitio Grande, tres ejércitos
unidos, van a abatir la tiranía de Rosas, el rojo Caudillo Pampa.
Caído Rosas, el Uruguay pareció escenario
de un gran momento de reconciliación patriótica, cuando un
buen día un presidente caduco y blanducón
huye despavorido a pedir amparo en una nave de guerra extranjera.
El Triunvirato absurdo acaba en grescas
principistas y en asaltos al Fuerte de Gobierno, hasta que aparece de
Presidente de la República don Gabriel Antonio Pereira, el lastimero
sobreviviente de la Independencia.
Y entonces se vio que la reconciliación
entre blancos y colorados era oscuramente imposible.
Y vino la deportación de Juan Carlos Gómez
y de los asambleístas del San Felipe, el federalazo al Parlamento y la
alucinación goyesca de Quinteros.
Y vino la revolución de Flores con las hazañas
de nuestra épica criolla en Cañas Veras, Coquimbo y Paysandú, culminada
con esa barullenta entrada del ejército florista en Montevideo.
Y vino, por último, la guerra de la Triple
Alianza que apagó sus fortalezas y descargas en la muerte cerrante de
Solano López, conciencia segura y grandiosa de su raza, con lo mejor de
Napoleón y de Rosas...
El pobre Isidoro pierde los pulsos y se
vuelve de un estoicismo patético. Y esto no es el fastidiante aporte
taineano de la influencia ambiente, sino una comprobación fatal del poder
de la vida (por dentro y por fuera), pues somos seres de proyección y de
satinación biológicas y nos es imposible eludirnos de la penetración
envolvente del lugar en que vivimos.
Ducasse, pues, ve el Mal (Dios y los hombres)
entre la sangre y el infierno que lo anegan. en la zona
IDEAL MALDOROREANA
DE AQUELLOS TIEMPOS.
Pero la fe fundamental lo salva y endurece.
Y los Cantos de Maldoror salen del
drama primordial entre la creencia entusiasta del orden absoluto y la
algazara dominante del Mal.
Lautréamont es desde entonces en el Arte la
angustia metafísica que clama por el Bien esencial que se ha perdido.
Por eso leer el libro sin beber hasta su más
amargo gozo el canto de las Matemáticas, es extraviarlo radicalmente.
Pues toda esa fruición aparente de episodios
que dan la pulsación del libro, está conmocionada por una saña
restituidora.
Si se ha de hacer crítica libre, no se puede
decir que en los Cantos de Maldoror abunde el sadismo frenético y
tendencioso de Villiers de L'Isle Adam, de Baudelaire y de Gerardo de
Nerval.
Para el que vaya a las últimas raíces del
libro con una valiente buena fe reveladora, los Cantos de Maldoror manan
una presencia Madre de pavor y hermosura, pues aquello es la seña
desgarrada de un masoquismo inmolatorio.
Léase el canto al Hermafrodita, el canto a
Marvel, a la Loca y las tres Margaritas, el canto al niño que pierde el
ómnibus de noche y el diálogo esotérico del hombre y la serpiente, y se
verá con qué corazón atroz llora este poeta niño por las aberraciones
de Dios y de la Vida y cómo deja vislumbrar, entre el espesor del símbolo
y las sacudidas del relato, su idea de la Unidad Feliz, que ese dios que
él golpea, enloda y humilla de manera dictatorial, no sabe conservar,
porque tal vez no existe sino en el engaño avieso del hombre que lo hizo.
V
Pero nuestra misión, en estas rápidas líneas,
es solamente la de decirle a nuestra gente uruguaya: Tenemos un poeta máximo
que puede pecharse con Esquilo, con Dante, con Goethe, con Leopardi, con
Djelal Eddin Rumi, con Jalil Gibrán.
El Uruguay, como lo profetizara el
"montevideano" Ducasse al cerrar el primer canto de su libro, ha
visto nacer, crecer y hacerse en sensibilidad creadora a uno de los poetas
más grandes y extraños de la segunda mitad del Siglo XIX.
Es más: Lautréamont ha escrito el canto 1º
de su libro en Montevideo.
Percibo en esa Rapsodia eterna el mojamiento
telúrico, el fluido actuante del Montevideo de aquellos tiempos.
Por lo demás, el libro atesora imágenes y
reminiscencias hirientes de Montevideo y hasta del interior del país,
llevadas en la corriente viva de la memoria sensible y en su libreta de
apuntes líricos.
Después de Ducasse, el Gran Nietzsche me
resulta un seminarista, un ortodoxo, con todas sus paradojas y sus
genialidades. Lo aventajará en sabiduría estereométrica, en complejidad
sentimental, en prolongación de vida.
Pero este niño espantoso se lo lleva en
desaprensión cósmica, en vastedad esencial de asuntos, en desgarro
apotegmático y fondal.
Después de Ducasse, el misterio precoz de
Rimbaud queda explicado y... menos misterioso.
Ducasse, el inmenso uruguayo, el
"montevideano", como a sí mismo se llamaba con un orgullo exótico
y
precioso, queda desde hoy para siempre como uno de
los genios de primera cumbre en el mundo y como un poeta uruguayo
inconcuso, documentado y hasta justificable, por su desaprensión
suramericana, su macabrismo rioplatense y, sobre todo, por imposición de
un destino generoso que ha querido hacer del Uruguay el primer pueblo de
la América Nueva.
SEGUNDA PARTE
I
Hablábamos así en 1925.
En este momento tengo cerca de la mano el
tomo de última data de las obras de Lautréamont.
Philippe Soupalt lo ha ordenado y agita los
comentarios con interés ardiente.
El libro viene de 1927, dos años después de
nuestras palabras.
Como se ha visto, yo interpretaba los Cantos
de Maldoror con libertad heterodoxa. .. con ingenuidad
extraña, según me lo dijeron entonces amigos y hasta ilustres dómines
franceses.
¡Quién iba a sospechar que hoy el mismísimo
Lautréamont vendría a confirmar mi osadía, provocada por lecturas
desprevenidas!
Yendo por un camino opuesto al de Rémy de
Gourmont, León Bloy y Darío, los más calificados voceros de la exégesis
réproba, yo me animé a percibir un soñador pitagórico en la esencia
turbulenta del libro; un iniciado del ejercicio cósmico que veía directamente
quebrantado por la pasión del hombre y del dios que produjo ese bípedo hábil
para tolerar su perversión.
Lautréamont llega a los más potentes
sollozos y a las más bravas flagelaciones desde un amor fundamental, ofendido en todos sus centros...
Pues bien; esto que impresionó como una
enormidad simplona, ha sido confirmado con una carta del propio Lautréamont.
(El día que conseguí leerla fue uno de los más lindos de mi vida.)
Oigan lo que va a confesar la conciencia de
este muchachón, dando al traste con los adjetivos y la licantropía que
le destinaron sus intérpretes.
Escribe a Verbroeckhoven, asociado al editor
Alberto Lacroix, íntimo camarada del uruguayo:
"Déjeme explicarle mi situación:
Yo canté el Mal como lo hicieron
Mickiewickz, Byron, Millón, Southey, Musset, Baudelaire, etc.
Naturalmente yo
he exagerado el diapasón para dar algo nuevo en la intención de
esta literatura sublime que canta la desesperación solamente
para oprimir al lector y hacer desear
al bien como un remedio...
.. .Vended, yo no os lo impido. ¿Qué es
necesario que haga para esto?
Decid vuestras condiciones.
Lo que yo quisiera sería que la crítica
fuera confiada a los principales lundistas.
(Esto es, a los responsables.
Sabemos que en la prensa francesa privaba una
noble tradición crítica de los Lunes creada por Sainte Beuve.)
"Ellos únicamente juzgarán en primera
y última instancia el comienzo de
una publicación que no verá su fin
sino más
tarde.
ASI,
PUES, LA MORAL
FINAL NO
ESTA DADA.
Sin embargo, hay ya
un dolor inmenso en
cada página.
¿Esto es el mal?
No, seguramente.
Si la crítica llega a
hablar del bien (si llega a
entender el sentido trascendente
del Libro, decimos nosotros), yo podré en ediciones sucesivas, arrancarle
ALGUNOS CUADROS DEMASIADO FUERTES.
Ducasse."
Esto es de una grandeza
cerrante.
En "Poesías"
aparece el espíritu que iba a dar la moral última de los Cantos.
La muerte lo detuvo de
golpe y el final del gran Libro quedó como un estupendo anhelo sin
realización artística.
"Es, pues, —continúa
Lautréamont—, el bien, siempre el
bien lo que se canta en el libro, pero por un método más filosófico
y menos ingenuo que el de la antigua escuela, de la cual Hugo y otros son
los únicos representantes vivientes." (Poésies.)
II
"Era grande, imberbe,
nervioso, ordenado y
trabajador."
Así lo planta con toques
acabados Alberto Lacrois, simpática figura de obrero intelectual, a quien
vinieron a alarmarlo tanto los atrevimientos "rioplatenses" de
Isidoro, que, con fraternal angustia, llegó a proponerle la sordina para
las truculencias del texto.
¡grande
y nervioso!
Así lo había visto en
Montevideo poco tiempo antes
don
Prudencio Montagne, único sobreviviente de sus relaciones de Colegio.
En París tuvo amigos comunistas que
participaron después en los sucesos de la Commune.
Hasta ahora sólo se ha conseguido
identificar a dos de los más adictos: Georges Dazet y José Durand.
Del primero habla repetidas veces en la
primera edición de los Cantos. Lo llamaba "alma inseparable de la mía",
"el más hermoso hijo de la mujer"... (Bien lautréamontniano
esto último.)
Del segundo se sabe que fue desterrado de
Francia como elemento perturbador después del zafarrancho de la Commune.
Lo evidente es que Isidoro frecuentaba
amistades revolucionarias y hacía una vida alarmante de orador audaz y
orientador.
Su nombre aparece en Memorias Secretas de
Policía como el de un cabecilla de grupos peligrosísimos para la
tranquilidad social.
Cuando habla levanta truenos de aplausos.
Aprobaciones listas al asalto. Las ideas que los detectives le sorprenden
noche a noche en las inflamadas asambleas juveniles, son de lo más
condenables, según la ortodoxia del conservadurismo imperial.
Tan caudillo se le consideraba, que ha
quedado la duda de si su muerte brusca y extraña no habrá sido... un
secreto de eliminación oficial. (El certificado de escarlatina era muy fácil
de conseguir...)
III
Y ahora vamos a referirnos a un problema de
aparente eficacia que se hace valer hasta por críticos ponderados de casa, con el lamentable fin de
retacear la uruguayidad de
Lautréamont. Me refiero al lenguaje.
Se dice, inflexiblemente,
que Lautréamont es poeta francés porque escribió en el idioma de su
padre.
¿Hay en el lenguaje que
se escribe y se habla una implicancia fatal de nacionalidad?
Fácil sería negar esto,
pensando que nosotros usamos un lenguaje importado.
Si nos echáramos a
sutilizar sobre el tema, podríamos constatar revelaciones inesperadas que
nos apoyarían; en las traducciones, por ejemplo.
Se suele percibir en
importantes casos que algunos autores entran de veras en su lengua al ser
traducidos.
Así Saint - Víctor,
temperamento ancho, sonoro y generoso en las mejores versiones
castellanas.
Así, Sábat Ercasty,
poeta de sustancia metafísica, en las recientes traducciones al alemán
del polígrafo Rauhut.
¿Dejan de ser uruguayos
los Guillot Muñoz por haber escrito precisamente su libro sobre Laforgue
y Lautréamont en idioma galo?
¿Podrá ser considerada
francesa Delfina Bunge de Calvez por haber escrito libros (y excelentes)
en francés y desde Buenos
Aires?
¿Dejan de ser arios y de
responder a la más antigua lealtad de su raza, Ghandi, que predica la
liberación espiritual y política de la India en ingles
y Vivekananda que también en idioma anglicano ha predicado las más
recónditas enseñanzas de la Sankya?
Y Verhaheren, el
formidable poeta, ¿deja de ser belga por haber usado el francés y no el
valón para crear sus libros encendidos?
Pero hay más: en un texto
de Literatura Francesa
que
acabo de leer, sostiene su autor que los mismos franceses no hablan su
idioma propio, que debió haber sido el céltico, —idioma que, como
sabemos, fue suplantado por el latín de los conquistadores romanos, de
donde derivó la primitiva lengua romance con la que se formaron el francés
antiguo y el moderno.
El lenguaje es signo más profundo y
misterioso —y hasta más práctico— de lo que ve la gente.
¿En qué lenguaje iba a escribir Isidoro,
hijo de un Canciller de Francia, educado en colegios franceses,
frecuentando grandes amistades francesas, haciendo vida cotidiana
francesa, leyendo preferentemente francés en un Montevideo de
comerciantes, legionarios e intelectuales franceses?
Tenía que hacerlo en francés, envuelto en
una imposición de lenguaje, como nosotros lo hacemos en castellano por
fatalidad histórica, pues nuestro idioma raigal, nuestra Voz de
Naturaleza, es guaranítica.
El hecho de que Lautréamont se haya zafado
siempre a las clasificaciones de escuelas literarias en Francia, nos está
diciendo que este Vasto poeta se les escapa a los antologistas de todo
parentesco nacional.
Nosotros no reclamamos, llevados de un
chauvinismo inferior, la uruguayidad
de Lautréamont.
Defendemos cuestiones más hondas y de más
monta.
Pero es lo cierto que, yendo a la seriedad
filiativa, Lautréamont es una corriente
cósmica de nuestro arte y de
nuestra raza, mientras que en Francia será siempre un excomulgado,
un compadecido, un maldecido, un
desacomodado.
Entrando al Libro, sin limitaciones de letra,
en los hondores de los Cantos de Maldoror se oye
el lenguaje duro y valiente de la uruguayidad
que nadie
podrá sacar de allí,
pues constituye su esencia y presencia permanente.(2)
(Trabajo leído en el
homenaje del sodRe de 1932.)
Referencias:
1
- Al doctor Pedro Sáenz de Zumarán el Conde de Lautréamont envió con dedicatoria desde París uno de sus libros, llamándolo "mi protector", como cosa de vinculación reciente y familiar con Montevideo.
2 - Últimamente se han
producido tres cosas referentes a Lautréamont, que nos permitimos
consignar: una Conferencia en el Liceo Francés radiada por Leo Poldés y
una edición de los Cantos de Maldoror aparecida en Buenos Aires,
ordenada y prologada por Gómez de la Serna.
Podemos asegurar que nada añaden
a lo que aquí se dijo. Es más: que andan perdidos, MUY LEJOS de
nosotros.
En cuanto a la tercera
referencia, se trata de una página del escritor Luis Vidales.
Trae algunos enfoques críticos
vibrantes y admirables. Glorificadores — especialmente — para Isidoro. Pero, con habilidad ya muy visible, esa página, utilizando datos fantasiosos de la vieja leyenda francesa, trata de escamotearnos al uruguayo ¡límite. |
Pedro Leandro Ipuche -
Selección de prosas
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 128
Ministerio de Cultura
Montevideo, 1968
Editado por el editor de Letras Uruguay
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