Goyo Mentira  
Conocí, leñando, a un viejo
Bajo la sombra de un tala,
Donde el ave mueve el ala
Con su familiar despejo.
Viejo de cano entrecejo,
De cara poco poblada,
De carretilla pelada,
De ojo parpadeante
Y de palabra abundante,
Pintoresca y sosegada.
Desde chico se le llama
El viejo Goyo Mentira,
Y verdad sólo respira
Cuanto su boca derrama,
Temprano vino la fama
A envejecerlo, señor...

Así empezaban y seguían unas décimas que en nuestra primera juventud, teniendo de cuerpo presente al original, armamos con soltura divertida en la estancia de un patriarca animador, llevados del premioso deseo o capricho ligero de ponerlas enseguida en la guitarra.

Desde que lo conocí, debajo del tala milongueado, un interés amistoso me obligó a investigar y a saber, por referencias comprobantes, a qué se debía el sobrenombre que le habían adjudicado.

Parece que ya por los ciclos infrauterinos el hombre anduvo justificando el remoquete de engañador, que, más tarde, desembarcado en la luz terrestre, desenvolvió con hechos, ocurrencias y cháchara, hasta la

clasificación fuerte de mentiroso.

La madre quería tener una mujercita. La comadre que se dedicó al asunto desde los primeros síntomas y anuncios, interpretaba, en forma especial, los vaivenes acentuados del secreto personaje.

Por lo que la embarazada revelaba, lo que había cuajado y se venía, era una niña.

—Cuando se mueve y golpea así, es porque es mujer...

Pues apareció un varoncito, dando al traste con la experiente anticipación de la comadre y con los anhelos continuos de la tesorera biológica.

Tuvo que conformarse la mamá, confesando que aquello de la niña fue uno de los tantos antojos de su temporada grávida.

Es lo cierto, que el párvulo vino creciendo y agrandando sombra, hasta que se puso a robustecer, de manera alarmante, la facultad originaria de salirse graciosamente de la verdad.

Con el tiempo, se le manifestó un pestañeo y adquirió el hábito de escupir en seco y sin motivo; expansión esta última más que sospechosa de que cuanto refería tenía que ser puesto en cuarentena.

Ya mocito, se convirtió en el terror de las niñas, pues llegó hasta dejar plantadas y prontas para la ceremonia de bodas a más de una palomita crédula.

—¡Qué bandido! No se le puede creer ni el bendito.

Hasta que un día se enamoró de veras. Y fue vencido, Goyo Mentira cayó sin armas en los ojos de una criollita que lo llevó triunfante al altar.

—También, tiene una boniteza...

Cuando estaba comprometido, le pasó algo que debe ser referido.

Goyo era de un apetito voluntario y cavernícola.

En unas hierras vio un asado con cuero que se venía tostando a fuego manso. Despedía un tufillo...

¡Mi Dios! Allá sacó el cuchillo. Y, a la antigua, engarfó con los dedos una de las zonas más a punto. Sajó el trozo perfectamente bien elegido. Y se lo llevó a la portera.

En una de esas, el sabor, la gula o la ansiedad, le manejaron diabólicamente el útil tajador. El cuchillo muy afilado y celoso, al segar el pedazo de engullimiento que rezumaba gloria en las encías, se zafó, como una ráfaga de aire, al aire, para arriba, rebanándole el pico de la nariz.

Un pato avieso pasaba por allí. Abarajó el envío con una embocada elástica y voraz.

El pánico que le sobrevino, lo empujó a la persecución del palmípedo. En vísperas de casarse y con la nariz desmochada!

Se largó detrás del ave forajida y antropófaga.

Mucho resople, revuelos y escabullidas gastó el pato para escaparse.

Goyo tuvo suerte y maña para atraparlo. Y con el mismo cuchillo que le achicó la nariz, descabezó al maldito tragón, a quien arrancó del buche el botón de su disminuido naso, procurando colocarlo de nuevo en el altar olfatorio.

Fue tema de maravilla.

La nariz de Goyo Toledo volvió a su triángulo viviente, —mostrando apenitas— una delgadísima cicatriz que sólo lograban distinguir los enterados del estropicio.

- II -

Cuando llegó el día del casamiento, Gregorio Toledo se presentó a la ceremonia como era preciso.

Después, en carroza especial, que puso el padrino de bodas, condujo a la desposada a los ranchos, preparados expresamente para la nueva vida.

La prenda que más apreciaba Goyo era un poncho que su flamante esposa le había regalado —cuando novios— para estrenar en una patriada.

Lo había hecho bendecir. Y le tenia una fe cerrada.

Solía sostener —orgullosamente— que, con el poncho de Doralinda sobre los hombros, no le podía hacer daño nadie; ni enemigos, ni armas, ni centellas.

—Mira si será cosa santa ese poncho.

Fulgencio Tajes, mi compadre, cuando era oficial primero de la Jefatura, me hizo prender cierta mañana en una pulpería.

Yo nunca había estado preso.

Todos mis amigos de aquellos tiempos se interesaron por mi y fueron a preguntarle qué había hecho yo para tomar una medida de seguridad tan rigurosa, tan humillante.

—Cosas de Goyo. Una mamúa peligrosa.

No era cierto. Estaba un poquito alegre, nomás.

Pero a nadie provoqué. No armé lío ninguno.

Al poco tiempo, hubo revolución. Y tuve que servir con él. Que acompañarlo en la División. En una retirada, las balas nos iban mandando al suelo —sin lástima— muchísimos compañeros.

Hieren de gravedad al caballo de Fulgencio. Y se derrumba de costado, apretándolo en firme.

A todo esto, habían desaparecido o muerto todos los nuestros.

Fue un momento increíble.

Se venían los salvajes. Fulgencio seguía prensado, con una pierna debajo del caballo.

Entonces, me arrojé entre la granizada. Le pesqué el brazo de un manotón. Y, arrancándolo de la apretura, lo puse sobre las ancas de mi caballo, retribuyéndole, con un recuerdo, el mal que me hizo.

—Estas son cosas del mamao.

Cuando, al otro día, pasamos por su casa y le contamos lo que había ocurrido a mi comadre, la pobre me dice, después de agradecerme la salvación del marido:

—Pero, compadre. Usted ha de tener el poncho acribillado.

Me lo desvisto bonitamente. Y le digo, alcanzándoselo:

—Revíselo, comadre.

No me lo va a a creer. El poncho estaba como recién sacado del telar.

Y ya en tren de celebrar las excelencias inmunitorias del flotador, me contó un sucedido que tuve la heroica buena educación de escucharle, sin desarreglar la compostura de m¡ cara.

En la revolución del 70 fue hecho prisionero.

El general en jefe del ejército del gobierno le propuso para salvarse una condición inaceptable.

—Gritá: ¡Viva el general Gregorio Suárez! y te pongo en libertad.

—¡Muera Goyo Jeta! — fue mi contestación altanera, sin respetar tan siquiera que me había hablado como tocayo.

Me mandó fusilar.

Allá me llevaron y me pusieron sobre un tronco de lapacho.

Amartillaron.

Ellos no sabían la virtud del poncho.

Cuando estuvieron prontos para la puntería, les grito: Tiren aquí derecho, muchachos—. Y les marqué el pecho. El poncho me lo tapaba completamente.

Me asestaron loa 4 tiros. Me vieron caer. Y me dejaron. Nunca he sido más zorro para hacerme el muerto. Me creyeron tan bien despachado, que ni siquiera se les ocurrió darme el tiro da gracia.

Conforme desaparecieron y los calculé lejos, me fui enderezando con moderación.

En cuatro patas, como un gato, me colé monte adentro. Y me salvé.

Las balas habían pasado sin tocar el poncho.

 

Con la información directa que venía recibiendo, empecé a explicarme lo del sobrenombre.

Por algo, la voz certera de la gente campesina le había aplicado un apelativo picaresco.

Me le acerqué una mañana al fogoncito que tenía establecido al pie del tala. Y no bien le hube dirigido los buenos días, me salió con una invitación inesperada.

—En las casas andan diciendo que el galpón demora demasiado. Bueno. Voy a seguir de lleno con el hombre. Acompañame a cargar un sauce que corté las otras tardes. Y a traer en el carrito los mazos de paja para la quincha que tengo dispuestos en el bañado.

—Con mucho gusto, viejo. A sus órdenes.

Preparó el vehículo, prendiendo a las varas un burrito canela, panza blanca, llamado Lagarto. No he conocido orejudo más mañero y malicioso.

El sauce iba a ser transportado en la carreta leñera de la estancia.

Conforme empezó a levantar por la corbata los mazos de paja y a alojarlos en el carromato, mandó una escupida en seco y el infaltable pestañeo, a tiempo que decía:

—Siempre que ando con paja me acuerdo de Liborio Mata.

...Andábamos con él unos cuantos vecinos, preparando mazos para quinchar unos ranchos y cumplir con ciertos encargues.

En un redepente, una crucera se le colgó de la mano izquierda, picándolo con furia.

Allá fuimos a socorrerlo.

A la víbora, la hicimos una papilla. Pero el pobre Liborio quedó, como te podes figurar.

Viéndolo asustadazo, le sacamos la mano por los juegos de la muñeca. Y sin vacilar lo más mínimo, le dejé mi siniestra, para que siguiera trabajando. Sin darle importancia al asunto, me calcé, como pude, la de él, porque yo entiendo bastantecito esos cambios y acomodos de herramientas naturales entre cristianos necesitados. Además, yo estoy curado ¿sabes? A mí no me puede entrar el veneno.

Esta mano que ves aquí, con las cicatrices chiquitas, redonditas y medio apagadas, no es la mía. Es la mano izquierda de Liborio Mata.

—¿Se puede creer?

—Y ¿de no?

Sujeté la risa. Una sonrisa apenas...

Trepados al carrito, Lagarto arrancó a brincos y bufidos, como picado por tábanos negros.

Sofrenado reciamente, tomó un tranco lento y trémulo, de impuesta obediencia.

—Vaya despacio, amiguito. Haga el favor...

... Este burrito quiere propasarse conmigo. No sabe que he sido domador de toda laya de bichos.

Y, consiguiendo el paso regular del orejudo, me hace esta conmovedora declaración:

—Tuve que darle un tirón de riendas a! pobrecito, porque, sino, en esas barrancas que acabamos de cruzar, nos hubiera puesto el carro de sombrero.

Embarcándose en la oportunidad de la reprimenda, siguió, salpicándose la cara con el pestañeo, mientras sesgaba un chijetazo vacío:

—Yo aprendí de mi abuelo a tratar con tino estos nenes del campo.

La gente piensa que, para domar, hay que emplear espuelas y talero.

Yo usaba otra treta que me daba más resultado.

Al bagual, hay que saberlo acariciar, para que se entregue.                              

Yo solía acercarme a un potro; correrle la mano por el pescuezo; alisarle e¡ anca; adormecerle el espinazo, donde tiene la electricidá; y, teniéndolo bien endulzado, dirigirle la súplica de entrega:

—Hínquese, amigo, que voy a montar.

El bagual, obediente, me hacia caso. Y me ofrecía el lomo, como sí fuera una silla de fiesta.

¿Qué me decís?

El cejeo palpebral le chicoteó la cara satisfecha.

Enseguida, se le ocurrió aclarar, en forma tropezadora, una peripecia que, facilitando tanta cumplida suavidad, le tocó sufrir y resolver.

—Sin embargo, estos animales suelen dar su sorpresa, como algunos cristianos solapados.

Un potro astuto se dejó acariciar.

Parecía haberse entregado como un corderito de seda, el muy falluto.

Me le enhorqueté.

Como rascado por el diablo, se puso a corcovear, a arquearse y a darse de costado contra el suelo.

En una de esas, viendo que yo, como un abrojo, no me le desprendía, atropello derecho a unas barrancas, con la bonita intención de tirarme al hoyo.

Le malicié la cosa. Y le eché el chiripá sobre los ojos, con el fin de desviarlo. Tiré de costado el bozal.

Y no me hizo caso.

Entonces, a la carrera, como me llevaba, me armé de un caracú que levanté del suelo. Y al borde mismo de los zanjones, le acomodé un güesazo entre las orejas.

Lo acosté en seco.

Tan luego conmigo se iba a rebuscar, desgraciado.

 

Esa noche, en la cocina, se hablaba, con sostenida animación, de dos cosas.

Andaba un tigre, rugiendo en un recodo espeso del bosque.

Había asustado a Miguel.

Sacó peinando a Brígido.

Lo sintió Toribio.. .

Un ánima se le había aparecido al viejo Zenón González.

—¿Conque ánimas y tigres?— saltó, con retentiva burlona y sobradora, el viejo Goyo.

Conozco esos personajes. Les puedo asegurar que no son tan fieros como los pintan.

Pusieron todos el oído en la boca del testimoniante que, tras el litúrgico pestañeo, empezó:

—Una vez entre en el monte a darme un bañito.

Pensaba, después, sacar un camoatí y conseguir pitangas bien elegidas para un guindado.

Empecé a sentir no sé qué temblequeo en el aire y como un mareo que me envolvía de afuera para adentro.

En un redepente, me paré, sin darme cuenta, cerquita de un árbol grandazo.

Una especie de imán y un chispeo sin cuerpo, de lo más extraño, me llevaron los ojos a un bulto.

¿A qué no saben que era?

Pues un señor tigre dormido.

Me reanimé de un sacudón.

Pelé el alfajor.

Y me le allegué resuelto.

El hombre no se dio por aludido.

Entonces, me puse a pegar unos planchazos fuertes, con retintín, en el tronco del árbol, para que se despertara.

Engolosinado, bajé el arma. Y le asesté un regalo a él también. Justito, bien en el cogote.

—Arriba, amigo. Levántese. Aquí estoy yo.

No me lo van a creer.

El tigre abrió los ojos, como dos espejos de muchos colores, entreverados. Me miró. Nos miramos. Se plantó sobre las uñas. Y... Y... Y...

Ladinamente, me dio el anca. Y se fue.

Ese es el animal feroz que los anda aterrando.

¡No me hagan reír!

La gente campesina es impresionable y supersticiosa. Pero no pierde así nomás su buen humor.

—¿No estará despachando alguna, guayaba, viejo?

—Ahí le va un mate, para que escupa mojado.

El viejo dejó pasar la indirecta. Empalmó la calabaza. Y, dando un mosqueo facial, haciendo gracia del enjuto escape guanaquero, dijo, al desprender la boca del primer chupetazo en la bombilla:

—En eso de las ánimas, oigan lo que me pasó. Y aprendan.

Yendo a lo de Segundo Miraballes, cierta noche, medio de madrugada, se me apareció el ánima de Leoncio Batista.

Venia a vengarse de una diablura que le había hecho de mozo.

Se quejaba de que yo le había mandado un orzuelo desde el mortero. Y aquello le hizo perder la novia.

Yo llevaba mis dos pistolas bien cargadas.

Sin ningún miramiento, le mandé fuego.

No me lo van a creer. Los tiros pegaban en el ánima como tinguiñazos en un cuero seco.

Decían los antiguos, que la pólvora ahuyenta las animas.

Lo cierto es que pude seguir mi camino tranquilamente.

Nunca más he tenido que ver con ánimas.

- III -

Una de las tantas mañanas (repetidas y, sin embargo, diferentes, merced al encanto renovado de la prosa y al aumento de confiada simpatía) nos hallábamos debajo del tala que sirvió de copete a mis décimas.

Don Goyo estaba sentado sobre el trono osamental de una calavera vacuna, revestida con un pellón raleado entre los cuernos.

Yo manejaba un peñasco de ceibo que era un juguete de comodidad a medias y de evocación de mis primeras costumbres rurales de asentaderas.

Relampagueando el respingo facial del pestañeo, al alcanzarme el mate, empezó a soltar despacio el rollo de su palabra llena de severa picardía y de un desaforado arrastre episódico.

—Anoche, debajo del poncho, me puse a pensar cosas antiguas, antes de dormirme.

Yo me decía y repetía, secreteándome:

—Cómo no voy a estar tordillazo, si este mocito que me hace compaña es nada menos que biznieto de mí finao compadre, don Manuel Marino.

Y me acordaba de un percance que anduvo refiriendo, hasta que se hizo famoso.

Tu bisabuelo fue tropero.

—Cuando tenia que llevar ganado a Río Grande, madrugaba más que nunca. Quería preparar con tiempo de sobra el viaje.

Una vuelta, después que hubo hecho su recorrida y tenia los acompañantes en forma, enderezó para la cocina a chupar los últimos amargos.

Desmontó el hombre. Y maneó. No dejó de parecerle demasiado lisa y fría la manea.

Con unos cuantos verdes adentro, volvió al caballo.

Lo desmaneó. Y, de golpe, amigo, se le escurre de las manos una culebra machaza con la que había asegurado las manos del animal.

Vos a mí no me lo creerás. Nosotros se lo creíamos. Era un hombre que no sabia mentir ... como dicen por ahí que estila un servidor.

Realmente, comenté yo, formulando el ritornelo en mis adentros malintencionados. ¡No sabia mentir!

Abarajo la calabaza que le devolví vacía, y, mientras cebaba, siguió con su inalterable frescura para ensartar rarezas:

—Tu bisabuelo había criado un negrito. Lo llamaban Hollín Patayesquero.

Con mucho descaro, solía decir el moreno, que, desde chico, calzaba botas de barro por una promesa que le habían hecho los padres a no se qué santo del mismo color.

Una vez, enlazó a un ternero grande y no lo podía sujetar.

El animal se lo llevó tironeando y a la carrera por entre unos cerros largos y acollarados.

Se reían todos desde las casas. Los talones del negrito yesquereaban de corrido, haciendo en las piedras un verdadero pororó de chispas.

Otra vuelta, entró a un bañado, tratando de agarrar una comadreja que había robado una gallina que venían cebando para una fiesta.

Tropezó el negro en unas piedras. Salto un puñado de luces vivas. Y agarró fuego el pajonal.

¡Lo que costó apagar aquel incendio infernal, amigo!

Al fin, tuvieron que agradecérselo al morenito.

Como era época de seca, el incendio provocó un pasto nuevo que salvó los campos.

No me lo vas a creer. En las casas de tu bisabuelo lo tenían para encender la charamusca con las pezuñas, y empezar otro fogón, cuando se consumían los trafogueros.

- IV -

El viejo Gregorio Toledo separaba su existencia en dos porciones principales.

La primera, venía desde la concepción equívoca hasta que conoció a su mujer. A Doralinda, La mesma boniteza en persona.

La otra, había comenzado, cuando la viudez lo dejó sin eje, y, para no "irse de pena", tuvo que dedicarse a trabajar en estancias y chacras de  gaucha relación sentimental.

Arrendó el inmueble, en el que había vivido hasta la desaparición de la compañera. Y, retomando hábitos perdidos de su mocedad ingeniosa y dispuesta, volvió al oficio de tuzador y variador de parejeros, de constructor de galpones, de alambrador, de cestero o "mimbrero", como él decía, de perforador de pozos de agua y de hábil geómetra de los corrales.

De todos sus bienes supo desprenderse sin retaceos ni contemplaciones, menos del poncho que le había regalado Doralinda en la más lozana época de los idilios.

Era (o había sido) un lienzo blanco y celeste ... según lo acreditaba con su autoridad regresiva. Porque, a decir verdad, ahora, en tiempos de su vejez curtida y zamarreada, no tenia color.

Fue llevado a tantas patriadas y tales festejos, durante tan prolongado tiempo, que había perdido la filiación patriótica que le atribuía el dueño.

Cuando, en broma, solía ponérselo, afirmaba, con decrépita y lacerada vanidad, que él era el asta de aquella bandera, y su cabeza, el sol alzado por el medio.

La desventurada prenda, con más de 50 años a los tientos, había espesado una categoría de vestimenta de museo.

No se paraba en chicas don Goyo, si había que utilizarlo.

Al suelo, para dormir; al aire, para calzárselo, como estandarte cansado, o como tapadera de toda clase de bienes a caballo, así fueran compras de pulpería, igual que aves o pichones de bichos que lograba pescar por el bosque.

Más de una vez lo vi pasarse las haldas y el borde lateral por la boca, después de trasegar grasas y bocados de las comidas campesinas más sustanciosas y rezumantes.

 

...Cuando tuve la fortuna de conocerlo, ya hacía unos cuantos meses que se encontraba en la estancia de mi amigo don Félix Olivera.

Había sido contratado para hacer un galpón. Y la bendita pieza encomendada andaba todavía por la mitad del cuerpo. Después, con mi animación, el hombre se consagró a levantarle la estatura, no con vicioso desarrollo, pero sí con lentitud entretenida y segura.

En la familia de la casa había una muchacha atravesada que no apreciaba mucho ni poco al viejo.

—No hace más que comer y charlar. Va a hacer un año que empezó el galpón.

Don Goyo se había dado cuenta del mal aprecio, del repetido desdén de aquélla niña.

Trabajado por el sentimiento de hostilidad, encubierto a veces y en ocasiones bastante perceptible, el viejo arribó a pensar que toda la familia de la estancia no lo quería bien.

—No cisme así, viejo. Es esa chiquilina, únicamente.

- V -

Y no era por inercia ni por descuido que el famoso galponero parecía remiso en el cumplimiento de lo convenido.

Es que en el simpático desorden de aquélla estancia, cada uno hacía lo que le venia en gana. Y el viejo matizaba su actividad, trenzando tientos, sobando guascas, tejiendo mimbres, picando leña, limpiando armas y hasta retobando, boleadoras.

Un día se estableció con sus bártulos de trabajo cestero en un claro enjuto del bañado oloroso que envolvía por la entrada los corrales y una esquina del rancherío destinado a huéspedes, con la cocina y el galpón, cerrando cuadro.

Estábamos alrededor de él don Félix Olivera, un hijo suyo muy apegado a mi hechizo de intelectual, una visita y yo.

Don Goyo, sentado en su silla enana de cuero vacuno, manejaba unas tijeras de esquila, el cuchillo, algunas pinzas, aleznas y agujetas. Y, con el charuto de chala en la boca y unas antiparras de feria, bien sujetas a las orejas, cubriéndole los ojos, como un par de platillos de fiambrera, remendaba un sillón de regalo que apreciaban en forma solemne las hijas mayores de la casa.

En una de esas, la muchacha que no quería al viejo, se acerca al bañado y grita: —¡A la mesa!— al mismo tiempo que envía un terronazo a un camoatí, debajo del cual nos hallábamos despreocupados.

—¡Cuidado, Pedro! — fue la voz de alarma del taimado coribante que se fingía mi devoto, incorporándose, tomándome una mano, y llevándome a la parte más viscosa y suctora del bañado.

Las avispas se me vinieron derecho. El se escabulló con liviana facilidad.

El viejo Goyo —rápidamente— enderezó a valerme. Y, sacándome con premura y delicadeza del peligro aguijoneante que ya —arrebozado— estaba para descargarse sobre mi, me dice:

—Si esto hacen con vos estos desalmados, ¡qué no harán conmigo!

Posiblemente, don Goyo no estuviera en los secretos de un contrapunto costumbrista: la gente campesina se toma desquite del pueblero que les cae en sus canchas, recordándole, en forma pesada, ácida o jocosa, según venga al caso, lo que los cajetillas, en la ciudad, les hacen pasar a los pajueranos.

¡Travesuras compensatorias de ambiente!

Al otro día tuve que bajar al pueblo, donde había dejado mis lujosas ropas montevideanas.

Tenia que servir como testigo de honor en el casamiento de un compañero de escuelas que me eligió para la ceremonia, tocando mi sensibilidad con recuerdos de niñez.

El viejo Félix fue partidario de que cayera en las poblaciones, acreditando mi criolledad y el lugar de hospedaje de donde procedía.

—Te hice ensillar el rosillo.

Y enseguida:

—En la pieza tenés las pilchas para el disfraz.

Una risa sabrosa saltó corriendo detrás de la última silaba.

El rosillo parecía medio adormilado. Lo facilité. Calcé la punta de la bota en el estribo. Y subí.

La cabalgadura, espantadiza de naturaleza, arrancó desatentadamente; chapoteó el bañado; cortó unos paños de maciega; cruzó la portera, y tomó el sendero que, paralelo al alambrado, desembocaba en el camino

real.

A los primeros corcovos, sacudones y embestidas, se me voló el sombrero con barbijo y todo. Y quedó atrás sobre las flechillas. De tapa de las flechillas.

¡Qué iba a saber yo que el rosillo predilecto del patriarca bromista era un redomón disimulado!

No me sirvieron de nada las riendas, los chistidos, los insultos, las maldiciones, los cachetazos. El rosillo, dueño del viaje, cabeceando y a bufidos —autoritariamente— llegó a la vereda pública.

Entonces, al verse encajonado en la vía de tránsito de todo el mundo, entre los interminables alambrados de flanqueo, se sosegó algo.

Dos paisanos que atinaron a pasar, se acercaron. Sonriéndose, con malicia, me aconsejó uno de ellos:

—Ese caballo es muy mimoso. Lleve quietas las riendas. Déjelo que haga lo que quiera.

Santo remedio. El rosillo se puso en trote, al costado izquierdo del par de viajeros. Sobre una charla viva y sostenida, llegamos al paso del Yerbal.

Nos despedímos.

El rosillo rumbeó sin que yo le hiciera mayores indicaciones, para las casas de mi familia.

 

... A los dos días, a eso de media tarde, una sorpresa mayúscula. Don Félix Olivera se presenta en sulky a buscarme.

¿Qué había pasado?

El viejo hospitalario aclaró la intriga.

—Anoche, cerca de la madrugada, me despertó una cosa, que enseguida adiviné.

Un caballo se acercó a mi ventana. Relinchó despacito. Como avisando. Y después se empezó a revolcar con gusto, hasta que se quedó con un ceceo y un ronquido de querencia, que me hizo abrir la boca, y maliciar:

—Pedro se ha quedado a pie.

Por eso he venido a llevarte.

 

...De regreso, allegándonos al galpón, el viejo Félix, enterándome con listeza:

—Mirá quién está ahí. Un primo tuyo, domador; Nicanor Marino. Viene a hamacarse con el moro que sacamos el otro día del monte.

Conforme descendí del vehículo, se me aproxima lo más orondo el héroe. Y, mostrándome al sentenciado en el palenque, me arroja la dedicatoria:

—Esta doma es a su salú, primo.

Se encaramó de un saque sobre las cruces del bagual. En pelos, no más. Y con el bozal. Se lo soltaron.

Salió roncando con el diablo adentro.

Quiso la casualidad, que allí, justo, a la mano, se hallara el rosillo ensillado.

El viejo Goyo Mentira montó en él, agitadísimo, sin poderlo evitar, —al mismo tiempo que bramaba con horror:

—¡Qué bárbaro! ¡Sin padrino!

Después del desfogue veloz y acrobático, apareció de golpe el domador sobre el reservado vencido que chorreaba sangre por la barriga, y babas amargas de la jeta.

Por un costado del bozal, con habilidad, lo conducía la mano santa de don Goyo, quien ya sobre nosotros, palmeteándole la tabla pescuecera de la oreja, se disculpa:

—No le pido que se hinque, porque el mocito me lo ha estropiao.

Las dos caras se expresaban diferente.

El viejo Goyo pestañeaba. El primo me dirigía guiños continuos, cazurramente.

 

Pero... vengamos a cuentas o... al cuento. Y procuremos decir con parvedad cómo acabó sus días el bendito poncho de los colores patrios y cómo terminó su temporada de galponero en lo de don Félix Olivera el viejo Goyo Mentira.

El primitivo constructor había elegido para el catre de cueros y sus trebejos, un ángulo del galpón antiguo y aportillado que había venido precisamente a relevar con su pericia y sus manos.

Sobre las cobijas que consiguió en las casas, ponía de cubrecojinillos todos los días, conforme se levantaba, el poncho sagrado.

Una mañana, en lo mejor de la quincha, que andaba por los últimos retoques, tuvo que venir a su sórdido dormitorio a buscar el tabaco en rama y las chalas de que se había olvidado cuando se encaminó a la faena.

Fue atroz e imperdonable lo que brutalmente vio.

La hija predilecta de las casas, considerando que no acababa nunca el emparejamiento y el peinado de la quincha, y que ya iba para un año que el galponero se hallaba pegado a la mesa tendida de la familia, como una ventosa, había resuelto correr al viejo haragán, mentiroso, puerco y antipático, haciéndole una herejía removedora, fenomenal.

Aprovechando la ausencia del "tordo", como ella lo llamaba, enderezó para el galpón caduco.

Entró con tino y cólera. Se acercó al catre cubierto con el poncho nacional. Y, a tirones, con dedos recios, lo sacó al aire. Salió ligero al patio. Y, sin el menor encogimiento, arrojó la reliquia sobre un montón de gorrinos que andaban roncando bajito y hozando a moco vivo por los trechos empastados del suelo.

El olor denso y suculento de la manta, atizo el apetito de loa cerdudos, de cuyo conjunto se desprendieron los cuatro más oportunos y hábiles.

Cada uno aplicó rabiosamente el morro a su esquina correspondiente.

Al acercarse don Goyo, disparó el cuarteto por su obligada dirección, abriendo el poncho en cuatro partes que fueron publicando a gruñidos el sacrilegio de aquel desgarramiento mal intencionado.

El pobre viejo, quebrado, resentido, acongojado, se acercó al tronco de ceibo donde me había colocado, debajo del tala de nuestras veladas al aire libre.

Con patética decisión, se "descargó" así:

—Me voy, Pedrito. Ahora si no tengo la más mínima duda. Esta gente no me quiere más.

Traía la cara inmóvil. No pestañeo. No escupió en seco.

Había desaparecido Goyo Mentira.

Desde aquel momento empezaba a ser don Gregorio Toledo.

Pedro Leandro Ipuche - Selección de prosas
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 128
Ministerio de Cultura
Montevideo, 1968

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