Pedro Leandro Ipuche

 
"Bendice tu destino americano. Agradece a tu estrella haber nacido en el Uruguay".
(P. L. I. lema de "Alma en el aire").


Pedro Leandro IPUCHE fue el cuarto hijo de una familia ancha y dispar que conté hasta siete vástagos, presidido el hogar por Juan Bautista Ipuche quien se había casado en 1882 con Beatriz Mariño. Fue llamado Leandro por haber venido al mundo un 13 de marzo (de 1889), fiesta del santo, completándosele el nombre en homenaje al Pedro que lo sostuvo sobre la pila bautismal.
Su Villa de los Treinta y Tres nativa estaba, por ese entonces, abierta a los ríos, a los montes, a los caminos inaugurales, envuelta en un clima patriarcal y legendario. Una llaneza épica presidía en las autoridades y acercaba a los hombres. Demorada y amasándose en la soledad de una naturaleza arisca, el eco de sus varones, el celo de sus caudillos, los ejemplos cívicos iban formando custodia tutelar a los que crecían silvestres, observadores, alegres de infancia, tímidos de inocencia, soñadores de un futuro tan cierto y sin maldad como el fruto del árbol generoso y el agua opulenta del Olimar señero.
Pedro Leandro entró a la escuela en 1894 con su aspecto de pájaro sano y ágil, disciplinando a duras penas el copete rebelde y el remolino bravío de su pelo negro. Se amalgamaban en su rostro las facciones paternas y maternas; se destacaban, en él, los ojos castaño-verdoso de su raíz criolla. En "Canto a la madre" ("TIERRA CELESTE"), llamará a su madre "arachana espiga" y "macerada india santa". Pero muestra la nariz firme y alta, los labios finos y severos de su ascendencia bearnesa. Tiene piernas corredoras y elásticas; manos de expresiva armonía cuyo lenguaje trasmisor no ha abolido el tiempo.
Fue su maestra rectora Felipa Arbenoiz, vasca enérgica y arbitraria, que en el recuerdo infantil quedó marcada con inalterable cariño devocional. Las frases de aquel tiempo de descubrimientos, tropiezos y aciertos, el premio a una aplicación que era fervor de aprender, son recordadas aún hoy, por el escritor, con una precisión que dice de la emoción con que todo ello fue vivido. "Fui -rememora con límpido orgullo- un alumno ejemplar". Y es de creerlo, aunque no tuviéramos sino el testimonio de su palabra, pues su vida fue ratificando, luego, que supo ser siempre alumno ejemplar cuando sus maestros le imponían una voz auténtica en su intención de superarse.
Terminada esta primera etapa, su necesidad de ascender por los libros y de hallar un modo de comunicarse, lo llevan a la Escuela de 2º grado dirigida por el maestro Víctor Acuña quien parece representar, en aquel pueblo, un espíritu abierto a la cultura, capaz de dar a los escuetos programas unas ramificaciones y amplitud que trataban de colmar el vacío de una enseñanza secundaria que tardará mucho en llegar hasta Treinta y Tres.
El niño, entretanto, iba siendo enmarcado por un corro familiar y amistoso que le testimoniaba una admiración preferente. Era lector ávido de cuanto libro cayera en sus manos. Acompañaba con su lectura en voz alta el descanso de viejos patriarcas que, ocupados toda la vida en su gesta de población o de vigilancia, habían ignorado el descifrar grafías. O de abuelas que ya calan en el ocaso cantado por Ronsard. O de hombres y mujeres que gustaban la sonoridad del verso o los párrafos de los novelistas románticos.
Hasta que, un día, se dejó llevar por el aire festivo de una boda o del cumpleaños de una abuela o de una fecha memorable. Y garabateó sus primeros versos que fueron recibidos con natural embobamiento.
Entonces, decidió fundar un periódico en aquel pueblo donde ya daban su lección de periodismo hombres de la talla de Luis Hierro.
Era por el 1902 cuando aparece el primer número de una doble hojita manuscrita que llevaba el nombre sorprendente, campero y, seguramente, revoltoso de "Los Chicharrones". Su fundador cuenta que, enterado el padre de este acontecimiento, una tarde lo llamó con particular ceremonia y, llevándolo a la habitación principal de la casa, tomando el tratamiento de "Usted" al que tan enfáticamente recurría para resaltar la importancia de sus palabras, dijo señalando una mesa flamante de caoba y tapa de mármol (que aún sobrevive): "Bueno, aquí tiene esta mesa. De ahora en adelante será la redacción de "Los Chicharrones". Sobre ese deslumbrante mueble lucían ordenadamente papeles, tintero y lapiceros.
La pequeña historia de esa publicación es conmovedora no sólo por lo que uno imagina en aquel adolescente de fuerza creadora, redactor único que manuscribía todas y cada una de las hojas destinadas a los abonados pueblerinos, sino por todo lo que había despertado a su alrededor. En primer término, sus jóvenes amigos, admiradores fieles que realizaban devotamente las tareas humildes del reparto y la cobranza. Uno de ellos nos contaba, poco antes de su muerte (don José Acevedo, hijo) que había guardado la colección completa de "Los Chicharrones" como una reliquia testimonial y que le había significado un duelo el perderla en un desgraciado accidente. Pero conmueve, también, recrear la ingenuidad de los mayores que aguardaban, impacientes, aquel hebdomadario con sus noticias lugareñas, los editoriales de un muchachito de trece años, las crónicas de las veladas artísticas, los poemas ocasionales del director, los trozos de literatura escogida, la opinión sobre la política nacional.. . La envergadura que alcanzó "Los Chicharrones" lo demuestra el hecho de que, en 1903, su director hizo en él la proclamación de José Batlle y Ordóñez para la candidatura a la Presidencia de la República.
La vida de esta publicación fue de dos años, ininterrumpidamente. Por desgracia, sobrevino la Revolución de 1904 que trastornó, en muchos sentidos, la felicidad hogareña de los Ipuche.
Treinta y Tres sufre, entonces, un desgarramiento tremendo, dividida toda la población, que ha entretejido los parentescos, en Blancos y Colorados.
Al estallar la guerra civil, Juan Bautista Ipuche sigue a su amigo y compadre Basilisio Saravia, obteniendo en el campo de batalla el honor de capitán. Sus hijos mayores, Juan y Andrés, también están alistados en la División "Colonia" y en el Batallón Florida.
Pedro Leandro, con su entrañable hermano menor Eufemio, decide enrolarse, en un gesto de temprana osadía. Van como voluntarios a la sección de la División "Minas", destacada en Treinta y Tres, al mando de Adrián Foucault y los mayores Pintos y Carabajal. El escritor cuenta que, mientras Carabajal, tomándolo como a un escudero legendario lo hacia ir a su flanco portando la lanza sobre las cruces del caballo, el mayor Pintos, sabedor de su afición por las letras, le reservaba el honor de redactar los partes de jerarquía.
Las aventuras vividas por los dos adolescentes que, hasta entonces, sólo habían conocido los itinerarios agrestes y fantasiosos, la búsqueda de animales compañeros por tierras y yerbales, la furia desatada de algún toro en celo y los peregrinajes filarmónicos de la Banda (sobre la que volveremos más adelante) podrían dar trama a un libro de tono múltiple. Pero ahora, era la guerra y ella cambiaba todo.
Era hacer de centinela junto a los piques de la caballada, en medio de la noche cerrada, con el fusil apretado por el miedo a ser sorprendido y el terror de tener que usarlo contra un hombre. Las penurias del campamento entre soldados sañudos, barbados y fieros; los heridos cuya pierna o brazo hay que ayudar a ligar mientras los cortes quirúrgicos son realizados con la premura que exige un quirófano al aire libre. Las lluvias torrenciales que empapan el sueño, las comidas salteadas por carencias o asco. La soledad. La madre y los hermanos menores perdidos allá, en el pueblo, acaso a la merced de asaltos y búsqueda de enemigos, del hambre del sitio. . . El padre -a quien luego, casi no reconocerán con su rostro enflaquecido, tapado de barba y lodo- en el frente de lucha. Y los amigos. Y la muerte planeando en los altos círculos de las aves de rapiña. Las humaredas de las detonaciones y los ecos de las descargas en los desfiladeros aserrados de Illescas. Las noticias del Paso de los Carros. . . Pero son, también, los fogones a cuyo resplandor se cuenta y se canta; las festejadas tortas fritas amasadas sobre las caronas, el himno nacional que ellos musiquean acompañado de ruidos que imitan la sonoridad directa de las bandas lisas...
Un día, llega la paz. Los licencian en Nico Pérez. Les regalan el caballo y su apero, el poncho y diez pesos que su novelería golosa hará desparramar, dispendiosamente, en los víveres de la pulpería cercana...
Sin embargo, algo ha terminado, abruptamente. Y hay una madurez aceleradamente nueva que, al reencontrar a los seres queridos, los antiguos escenarios, no permite sin embargo recobrar una existencia que parece haber quedado definitivamente atrás. Los casi niños de ayer no pueden volver a integrar, de veras, con el padre y amigos adictos, la Banda que alegraba con su música los acontecimientos cívicos o familiares del lugar.
Juan Bautista, en su mocedad, había visto encauzado su amor por la música por un joven maestro catalán, don Luis Batlle, quien llegara, entre azares de zarzuela y ansias de aventura hasta aquel perdido villorrio del este. Llevaba consigo, un pianito de mesa que hiciera el maravilloso deslumbramiento de las gentes. Juan Bautista estudió todo cuando Batlle, generosa y amistosamente, pudo trasmitirle y, por sobre todo, su devoción por la buena música de aquel tiempo. Así, entusiasmado, armó un conjunto al que dedicó tiempo y dinero; para él escribía las transposiciones de rigor -en cuadernillos de tapa rojiza, de extraordinaria prolijidad que guardo como emotivo recuerdo. Sus hijos y amigos íntimos eran los músicos. Pedro Leandro llegó a tocar, así, varios instrumentos, amén de la tradicional guitarra: el trombón, el bombardino y el pistón. Esta formación musical complementó, por un aprendizaje real y concreto, la faz lírica del poeta.
Durante todo el azaroso 1905, el joven Pedro Leandro colabora como auxiliar de la Inspección Departamental de Escuelas. Sus dos hermanos mayores han abierto su rumbo, buscando fuera del hogar paterno un porvenir que será elaborado con tesón y honradez. El mayor, Juan, se halla afincado en Montevideo, iniciando su larga carrera en el ambiente judicial. La animación que traslucen las noticias del primogénito acaba con las dudas de Pedro Leandro quien decide desgajarse también del terruño.
Imaginamos el silencio sin rebeldía de la madre que sufría, esta vez, la separación de uno de sus hijos predilectos. Pero era mujer hecha a estas cosas, exponente (hasta donde yo misma pude comprenderlo en los escasos contactos de ml infancia) de nuestra antigua mujer de campo: callada y sufrida, dura y enérgica, sabedora de las leyes humanas que hay que acatar.
Imaginamos al padre, hombre alegre y comunicativo. sanamente burlón pero sagaz descubridor de los valores intelectuales que ponía muy por encima de cualquier otro. Los venideros triunfos literarios del hijo serán uno de sus más claros orgullos y, acaso, su gesto de regalar la mesa para hacer de ella la redacción del periódico, fue el primero que tuvo para animar a su hijo a entregarse a una vocación. Lo despidió con un abrazo que comulgaba de la bendición y de la esperanza.
Fue el viaje en diligencia alejándolo legua a legua, trote a trote, posta a posta del Treinta Tres que, a partir de ese instante, se volvería para el joven viajero en un universo único, cerrado a todo embate y a todo olvido. Le quedó en la memoria como un medallón salvaguardado del tiempo, fijo en sus seres, en sus cosas, en sus hechos y geografía.
Treinta y Tres ha perdurado así, en el escritor, como una viva leyenda y se comprende que esté infuso en su obra total, como una savia de necesaria permanencia.
Llegar de Treinta y Tres a Montevideo, en 1905, no es fácil Imaginarlo para las generaciones actuales. Piénsese en el deslumbramiento que representara para un joven impulsado por el hambre de aprender y la firmeza de querer llegar a algo, un joven que iba a escuchar religiosamente a los consagrados oradores de nuestras Cámaras del Cabildo, que en su doble caminata hasta el Juzgado pasaba por Orsini y Bertanl memorizando de ida y vuelta el poema expuesto, día a día, tras los cristales de la casa editorial.
Por ese entonces, parecería que este hijo del campo, de un lugar de parquedades y voces sobrias, hubiera sentido el descubrimiento de los grandes camaristas, de sus párrafos metafóricos, de sus graves planteamientos ideológicos, así como de la quintaesenciada poesía de Julio Herrera y Reissig. Y sigue siendo, con una inmensa posibilidad no conocida hasta ese momento, el infatigable lector pueblerino, infatigable lector que no claudicará con los años.
Los Ipuche llevan, casi sin excepción, un marcado sentimiento de religiosidad. Los hay fervorosos de un credo preciso, los hay deístas, los hay sonrientes supersticiosos, los hay con impulso místico; los hay hasta con una conducta que recuerda a la santidad tradicional aunque no desprendida del acento humano. Pero todos, cada uno en su matiz, han tenido su hora de meditación y ajuste trascendente, su soledad con lo divino.
Pedro Leandro, llevado por su amor a las letras y estos inseguros impulsos adolescentes, comenzó los cursos de Filosofía y Humanidades en el Seminario Conciliar de Montevideo. No fue allí donde halló el que creyera camino definitivo pero sí donde tuvo maestros eminentes que le hicieran aprender el sentido del estudio disciplinado y metódico, calando en profundidad, abriéndole el abanico humanístico de las letras, de los idiomas antiguos y modernos. Pero, además, el joven estudiante descubrió allí, con su originario impulso de fraternidad, a otros seres de su edad que buscaban, también, su meta verdadera. Con la mayoría de ellos trabó una amistad que sólo silencié la muerte y, puede afirmarse, que fueron descollantes miembros de una larga generación. Sólo recordemos entre muchos a Alfredo Canzani, Miguel Fourcade, Lorenzo Carnelli, Gustavo Gallinal, Oscar Rodríguez Rocha, Mario Falcao Espalter, José Carlos Montaner, Juan Antonio Collazo, Silvestre Pérez.
En otro plano y fuera de ese ámbito de estudios que abandonará luego, Pedro Leandro había descubierto a un ser que debió, por fuerza, causarle un profundo sacudimiento. Este ser era el maestro de la juventud, José Enrique Rodó. El es quien lo atrae, sin gestos pero naturalmente, al mundo de las letras vivas al que se vinculará cada vez con mayor entregamiento. Y es la cercanía de Julio Herrera, Armando Vasseur, Paul Minelli; las presencias disonantes de Roberto de las Carreras y Angel Falco. Es, en fin, el Montevideo de la Torre de los Panoramas y del gay-saber; el modernismo, el lirismo tribunicio de Juan Zorrilla de San Martin.
Ya en 1909, con el vibrante y osado entusiasmo de sus veinte años, el inédito escritor había comenzado a intervenir en actos literarios. Al terminar el Homenaje a Alcides de María, Julio Herrera, siempre abierto a la generosidad, lo felicita y abraza. Este fue, a su modo de sentir, un insigne espaldarazo. Y se anima a seguir escribiendo y lleva a "El Siglo Ilustrado" un tomito de poesías (hoy inhallable), "Dos lágrimas". Su corrección coincidía con la de "Motivos de Proteo", solemne ocasión que lo puso junto al maestro y que le permitió comulgar de aquel aire sagrado y de aquel planear de la gloria. Es así como escribe sobre José Enrique Rodó unas conferencias de titulo bastante sorprendente: "Los Motivos de Proteo del punto de vista cristiano", que lee en el Ateneo de Montevideo y en el Centro Larrañaga.
Acaso por haber nacido en un hogar donde el honor patriótico y el deber cívico eran sentimientos vividos con autenticidad, acaso por haber visto enmarcada su existencia por personajes que hablan gestado capítulos de nuestra historia (conocimiento directo de Juan Rosas, el Rubio Negro, último sobreviviente de los Treinta y Tres, por ejemplo), acaso por haber sufrido directamente la lucha fratricida de 1904, Ipuche no pudo mantenerse ajeno ni indiferente a la vida política. Acotemos que, más tarde, en plena madurez, apartado definitivamente de lo político, aquella marca inicial toma un sesgo tangencial; su preocupación por nuestra historia nacional y americana. A esta historia ha dedicado amor, estudio y obra. En especial, su libro "La Defensa de Paysandú", con su ambición de hacer de ese acto heroico un gesto heredado de la fuerza artiguista, no es sino una prueba clara de su conciencia nacional, por encima de partidos, que otros libros (vg. "Hombres y Nombres") reiteran sin cesar.
Siendo uno de los jóvenes más vehementes en su lucha noble por perfeccionar nuestra apasionada vida pública de aquel tiempo, en 1910, pronuncia en el Victoria Hall una conferencia sobre el Civismo Católico; el planteamiento de sus ideas, la estructuración de un partido joven parecen haber tenido una profunda repercusión. En cierto modo, ésta fue su iniciación pública en lo político que, luego, por una legítima evolución personal, tomará otro rumbo.
Pedro Leandro Ipuche siente la creciente influencia de la personalidad de José Batlle y Ordóñez. Verá, así, su obra de gobernante: "Reforma, anticipaciones, humanización. Crecimiento de acorde oportuno, histórico. Batlle adquiere la corpulencia cósmica. Deviene tipo de categoría planetaria. ("Hombres y Nombres"). Encontró al hombre que, en su fe pueril, apoyara para ser presidente de la República. Y publica, en 1915, "El Solitario de Piedras Blancas"; Batlle le escribirá y lo invitará a acercarse a su casa.
Porque el autor del pequeño librito no es un desconocido. El 1912, se había llamado a concurso para celebrar a la Virgen del Pintado, la patrona celeste de los Treinta y Tres.
La juventud lírica de aquel entonces, entre ellos algunos ya consagrados en esas lídes, se presenta ante un jurado presidido por Juan Zorrilla de San Martín y complementado por Hipólito Gallinal y Joaquín Secco Illa. Pedro Leandro lo hace con un poema que lleva por sostén temático el "Spes nostra salve" y el lema: Pro aris et focis. Intentaba unir allí los conceptos de Patria y Religión y, seguramente, lo insuflaba el ardor y la épica de su Treinta y Tres natal donde, desde el centro de la plaza, dominaba aquel "monumento pistonudo a Lavalleja, hecho por un maestro de cuchara que había ideado y construido no sé qué edificio importante del perímetro urbano". ("Fernanda Soto, cap. III"'. A título informativo, esa estatua de Lavalleja se conserva como pieza de valor histórico ya que no estético en el patio del Liceo Departamental de Treinta y Tres).
Gana el Primer Premio: una hermosa medalla de oro y cien pesos. Pero, más aún, el afianzamiento de una vocación, su entrada en el mundo de las letras. Su nombre se coloca ya entre los de la nueva generación; recibe las voces de aliento de un Ricardo León, de la Condesa de Pardo Bazán. Es entre 1912 y 1914 que termina de armar su primer "Engarces" que, reestructurado, saldrá a luz en 1922.
Viene un tiempo gozoso de amistad, creación y euforia líricas; es su acercamiento a los jóvenes que rodean a Batlle para revitalizar y modernizar a nuestro país, ya muy en la avanzada de toda América.
Escribe, por esos años, casualmente después de una estada en su solar natal y de su decantación, una serie de sonetos que titula "La Pajarera Nativa". ("Vamos a ver los pájaros nativos / entre sierra, bañados y boscaje"). Llevan la fecha de 1916. Estos poemas, de acento particular, marcarán un rumbo definido a su obra. Son, como todos los acontecimientos de la vida del poeta y del hombre en este lapso, un verdadero impulso esencial y de combate. Por lo demás, ya había encontrado a quien sería la definitiva compañera de toda su vida sentimental.
Comparte su quehacer literario con grandes amigos; tal vez, entre los más hondamente perdurables debamos nombrar a Carlos Sábat Ercasty, Vicente Basso Maglio, sin olvidar a Juan Parra del Riego. Dominan nuestro mundo intelectual las presencias de Reyles, Vaz Ferreira. Es el drama de Delmira y la hondura poética de Maria Eugenia.
La vida de aquel Montevideo aldeano, al que van despertando tantas urgencias interiores y los ramalazos de la Primera Guerra Mundial, es de una incesante búsqueda y de fermentales aciertos.
La crítica ha señalado, alguna vez, cierta heterogeneidad en la obra de Pedro Leandro Ipuche. Ocurre que esa heterogeneidad puede ser un retrato muy verídico de la psicología del autor.
Ha sido siempre un ser movido por la curiosidad y de intacta facilidad para deslumbrarse con los seres, las ideas, las cosas. Su origen campesino, una emoción de primigenia infancia lo llevaron a buscar todo aquello que colmara una sed intelectual, sensible y hasta física. Característica bastante evidente, también, en sus amigos generacionales. Fue la filosofía, fue la política, fue el Derecho y hasta la Medicina. En Pedro Leandro hay una actividad atlética de hombre sano que lo llevó a diversos campos, desde luego, en la única forma que podía caber en su modo de encarar la existencia. Fueron la gimnasia y la pelota vasca, la pedana de esgrimista que abandonó sólo cuando Druillet le rasgó el traje y hubo una solicitud familiar para que cesara con los riesgos del florete y la espada; fue el fútbol entre equipos aficionados, donde su velocidad le valiera el apodo de "puntero furia"... Todo esto signa su poesía con autenticidad de cosa vivida, donde el cuerpo, partiendo de lo material adquiere lenguaje y valor trascendentes. Pocos como él pudieron cantar con tal precisión la destreza deportiva y, prueba de ello, lo da su "Canto a Piendlbene".
Su intervención en el periodismo ha sido esporádica pero, sin embargo, un día toma un sesgo inesperado. Mezclado al mundo jurídico, conocedor de la ley -especialmente del Código Comercial- funda, en 1923, con su compañero Arturo Dall'Orto, una revista mensual que dejará un camino importante en la bibliografía especializada. Se trata de "Guía del Comercio" que dirigirá fiel y devotamente durante cuarenta años con el mismo compañero fundador.
En noviembre de 1919 se casa con Espiritina Riva Melas. Tendrán dos hijos: Pedro Leandro y Rollna.
Toda su vinculación con el foro y la política, su amistad con José Batlle y Ordóñez y' la plana mayor de "El Día" y muy en particular con Baltasar Brum y Domingo Arena, lo llevarán, en una oportunidad, a ser candidato a la diputación. Renuncia pronto a ella y, desde entonces, acaso por sentirse incapaz de sujetarse a las estrictas directivas de partido, se aleja definitivamente de toda actuación pública en lo político.
Su existencia se ha encauzado ya y poco, salvo la técnica que pueda ir dando el paso de los años, parece haber cambiado, de raíz, de entonces a acá.
Durante la década del 20 se estrechan sus vínculos literarios con toda América y la Europa Atlántica. Su obra, que edita sin apuro pero sin desmayo (aclaremos, de paso, que salvo un libro entregado a la editorial del Ministerio de Instrucción Pública, siempre costeó sus ediciones) despierta valiosos ecos internacionales. Francis de Miomandre y Valéry-Larbaud lo traducen en múltiples ocasiones. Desde España, Cansinos Assens, Unamuno, le hacen sentir el fresco vigor de su lengua castellana. Pero es, sobre todo, desde Buenos Aires de donde le llegan las voces que, hasta hoy, mantienen con él un diálogo de conmovedora amistad: Güiraides (ya silenciado por su temprana muerte) en cuyas veladas, junto a Adelina del Carril, se leyeron innumerables originales de Ipuche, mientras tomaba cuerpo "Proa", la revista del grupo y de la que serán corresponsales uruguayos él y F. Silva Valdés. Y ha sido, hasta el presente, la fraterna comunicación con Bernardo Canal Feijoo, Francisco Luis Bernárdez, Jorge Luis Borges, por citar a los de más antigua data. Y es Gabriela Mistral desde Chile y Héctor Cuenca desde Venezuela.
En 1927, emprende tras casi diez años de ausencia un viaje a Treinta y Tres que es como ir a bañarse en aguas lustrales y donde reunirá, bajo el cielo original, a su familia entera: a sus raíces y a su nuevo tronco. No es difícil suponer que éste fue uno de sus viajes más memorables, su reencuentro directo con seres y fantasmas, naturaleza y afectos, realidades y leyendas.
Luego, vuelve en otra ocasión cercana pues será sacudido por aquel drama bárbaro que no sólo conmoviera a Treinta y Tres sino a todo el Uruguay. Nos referimos al que deshiciera a una familia campesina del Oro, poniendo de relieve la heroicidad de un niño que ha quedado como paradigma: Dionisio Díaz.
Ipuche hizo un peregrinaje a los ranchos abandonados que quedaran abiertos con su comida dominical resecándose en la mesa, los lechos en el desorden que los dejara el terror, cubierto el aire por mangas de langosta, estrangulándose las ovejas en su "cangaya", perdido tras una puerta de doble batiente el zapatito de la pequeña rescatada por el hermano a la locura ciega del abuelo. Ipuche pensó escribir el drama con toda la vibración directa, la fuerza empinada del heroísmo, la ternura de un padre que también tenía dos hijos chicos. Pero la obra quedó trunca -sólo quedan trozos poéticos sueltos- y se desentendió de ella para la publicación, el día que la novelería comercializada y deformante deshizo el hecho que el poeta pretendía emparentar con la gran tragedia al modo griego. Quede, sin embargo, esta constancia que testimonia de una emoción no menguada: cada vez que Pedro Leandro vuelve a Treinta y Tres lleva flores a dos tumbas, a la de su familia y a la de Dionisio Díaz.
En 1931, tras "Rumbo Desnudo", aparece su primer libro en prosa, "Fernanda Soto", la rescatada figura de "la vieja sorda" que viviera su ocaso centenario frente al descubrimiento infantil del autor. Estrechamente unido a los plásticos de esa hora -Figari, Méndez Magariños, B. Michelena, Cúneo, Arzádum, Pastor, Milo Beretta, etc.- es, sin embargo, su gran amigo, el escultor Antonio Pena ("... Pena con su cara viva, / bañada de niñez como una cuna" de "Con Pena entre la luna") quien, apasionado tras la lectura de los originales, ilustró la primera edición con diez maderas que son un prodigio de comunión vigorosa.
El 12 de enero de 1934 muere, sorpresivamente, su madre, ea Treinta y Tres. Sentimentalmente, es éste un hecho a señalar pues, como él mismo lo escribió años después: ". . . ¡Ah profunda mujer / con tu caer / tambaleó la raíz de mi vida, / y como paso abierto, / en ml sangre movida / hallé al horror despierto" ("Canto a la madre" de "Tierra Celeste", 1938).
Esta dolorosa circunstancia, el hecho de encontrarse nuestro país en una época de resquebrajamiento cívico lo que significó la separación de queridos amigos desterrados, y, seguramente, un llamado interior, lo van a llevar año tras año al campo, cerca del Yerbal, a armar círculo apretado con su familia y, sobre todo, a reiniciar con su hermano Eufemio las recorridas por sus viejos caminos, por el eco de antiguos amigos y antiguas andanzas, por las estancias marcadas por la leyenda o el drama, por una naturaleza reminiscente y viva que recobran a cada legua. Apoyado en estas rehenebradas instancias, sale a la luz un romance novelesco que, en la conversación de los suyos, ha sido dicho y redicho, rememorado, recompuesto hasta con testigos de la tragedia. Se trata de "Isla Patrulla" (1ª ed., 1935).
El 7 de setiembre de 1937 muere su padre, Juan Bautista Ipuche.
En 1938 deja su cargo público y; desde entonces se dedica, casi diríamos con monástica intensidad, a su obra literaria.
En 1942, tras publicar "La Llave de la Sombra", decide rever y ajustar su obra poética para reunirla en un solo tomo que llevará un título de guía para el lector y el crítico: "Caminos del Canto". Esta producción poética que configura treinta años de labor constante, lo hace acreedor a la distinción máxima que otorgaba, en ese entonces, el Ministerio de Instrucción Pública: la Medalla de Oro. La medalla que documenta este reconocimiento tuvo para el poeta una emotiva coincidencia pues había sido plasmada por su amigo, Antonio Pena, con la soltura expresiva que le era característica.
Por estos años, Pedro Leandro Ipuche escribe muchas obras teatrales; sus títulos son: "Tanicho", tragedia gaucha basada en un conocido hecho de su departamento natal, el de la muerte de los "turcos" ambulantes, enterrados luego en una laguna perdida por zonas sin vigilancia; "Cristiano Robla" que revive un jirón de nuestra vida colonial; "Lucho", una comedia que se desarrolla en el ambiente universitario; "El dormido" que él mismo califica de "drama astral", "El doctor León Balseiro" que entreteje, alrededor de la figura de un médico de campaña, anécdotas que, seguramente, conoció el autor y, por fin, "Dino, el rey niño" que estrenara la Comedia Nacional en abril da 1950. A esta única obra montada queda reducida su efectiva experiencia teatral.
Paralelamente, escribe y publica obras en prosa "El Yesquero del Fantasma" (1943), "Cuentos del Fantasma" (1946), "Alma en el Aire" (1952) y "La Quebrada de los Cuervos" (1954) donde la temática salpica cuentos y narraciones, historia americana y nacional, planteamientos filosóficos, crítica y conferencias. En el último de los libros nombrados, una serie de pequeños cuentos de ambiente campesino es coronada por la larga narración que da titulo al volumen. Como toda la obra de Ipuche, este libro es una experiencia personal y directa o una experiencia ajena recogida en su fuente. Así aclara esta vez: "Este romance ha sido realizado con los recuerdos de la excursión que hicimos con don Félix Olivera en febrero de 1915", pero "el 22 de marzo de 1953, antes de hacer el traslado definitivo de los originales, estuve otra vez en la Quebrada de los Cuervos".
A fines de ese año, la Asociación Uruguaya de Escritores (de la que había sido presidente durante un ejercicio) organiza el Primer Congreso de Escritores del Interior y elige como sede a la ciudad de Treinta y Tres. En la noche del 19 de diciembre, la delegación de escritores es cordialmente recibida por los intelectuales lugareños al cruzar el Río Ollmar. Esta circunstancia da pretexto para que el pueblo de aquella ciudad y sus autoridades ofrezcan su homenaje a Pedro Leandro Ipuche y a los otros dos poetas del lugar, José Gorosito Tauco y Serafín J. García.
Vienen, luego, años de labor callada, de búsqueda y pulimento, tal como ha sido, siempre, su modo de trabajar; dejando "descansar" los cuadernos apretados de su fino manuscrito, de letra corrida y suelta, a la vez. Luego, el pasaje a máquina casi en una definitiva corrección. Así, vemos aparecer sus "Diluciones" poéticas y, en prosa "Caras con Alma" tan lleno de recuerdos del solar infantil.
En marzo de 1958 lo urge volver a Treinta y Tres donde, el 23, tiene, por lo menos, el duro consuelo de estar presente cuando muere su hermano Eufemio. Aunque siempre ha negado a la muerte porque es un ser que busca trascender hacia la luz todo lo negativo ("Amar / no es olvidar / la muerte. / Es vencerla de muerte", ha dicho en ésta. y otras formas), hubo algo sutilmente cercenado con esta desaparición fraterna. Si Pedro Leandro y Eufemio podían pasar físicamente por hermanos gemelos, en el carácter eran como las dos caras opuestas que componen una misma medalla. Eran sus complementarios de extraordinario ajuste; Eufemio era de una alegría cálida y barullenta, de un jovial entusiasmo, cosquilleante de buscar aventuras. Tuvo por la música la misma devoción que su hermano por las letras y, buena parte de su ciega admiración por Pedro Leandro, debía ser, sin duda, una compenetración del impulso creador y de su fe.
Tras la edición de "Hombres y Nombres" cuya temática narrativa no exige aclaración, vendrá en 1961 la reedición de "Isla Patrulla" (ed. Barreiro y Ramos, Montevideo) cuya carátula, tomada de una fotografía familiar, reproduce la antigua "isla" de árboles donde se guarecía el destacamento de patrulla (todo ello compondrá el nombre lugareño) y que, según datos históricos, habría protegido a Artigas en su lucha por defender de maleantes y contrabandistas a las ondulaciones de la Cuchilla de los Ladrones.
Por esos tiempos, Pedro Leandro Ipuche cumplía sus Bodas de Oro con la literatura. Se recordó este aniversario públicamente con el cálido homenaje de los amigos y de los más altos poderes nacionales (Consejo de Gobierno y Cámaras) quienes pusieron, unánimemente de relieve (y así figura en las actas del año 1961) su quehacer sin desmayos, sus virtudes cívicas y la limpia trayectoria de su existencia, así como la importancia de su obra. En octubre de 1962, Treinta y Tres lo reclama para testimoniarle su reconocimiento en varias ceremonias públicas.
El, a su vez, había entregado a la imprenta (1961) la primera edición de "Chongo" (reeditado en 1964) con estas palabras liminares: "Dedico este libro a los niños de Treinta y Tres que se vayan sentando, con el tiempo, en los bancos escolares de la región querida". La narración hilvana las aventuras de "Chongo", el petiso de la escuela-granja dirigida por su hermana Juanita en las cercanías del Yerbal.
Luego, tras varios años de documentada preparación, y para poner de relieve el Centenario de la Defensa de Paysandú, publica el volumen que lleva ese nombre. Como se apuntara al comienzo, intenta afirmar una gesta que debe pertenecernos a todos los uruguayos, sin colores ni banderías. La importancia, si se quiere ejemplar, de su posición radica en que el autor ha militado siempre en filas del partido batllista.
Su última obra publicada hasta el presente es su poemario "Aire Fiel" (1964) y, se halla en prensa su libro en prosa "Fantasmas Tenaces", al que seguirá "Raíz Abierta", una antología poética de temas nativos.
En la sesión del 22 de marzo de 1968, la Academia Nacional de Letras lo eligió Miembro de Número.
Cabría, sólo agregar que ha creído en los hombres y en la amistad, que ha vivido con segura y veraz intensidad el recogido mundo de su hogar. Creemos que su obra es, en forma trascendida, su mejor autobiografía. Lo que aconseja en su poema "Ritmo y hora" es su credo:

"Haz caso de tu vida,
Y sácala movida
En el verso que venga.
Eso es la poesía.
En tu sangre está el arte
Si tienes gracia lírica y das con tu armonía.
............................................................

La hora tiene su ritmo y el arte su verdad."

ROLINA IPUCHE RIVA

NOTA: La cronología y los datos biográficos que anteceden han sido verificados por Pedro Leandro Ipuche.

OBRA PUBLICADA DE PEDRO LEANDRO IPUCHE

Poesía

ENGARCES (1912-1922). Medalla de oro "Pro Aris et Focis", 1916.
ALAS NUEVAS (1922).
TIERRA HONDA (1924).
JUBILO Y MIEDO (1926).
RUMBO DESNUDO (1929).
TIERRA CELESTE (1938).
LA LLAVE DE LA SOMBRA (1942).

Toda esta producción poética, que abarca treinta años, se halla unida y ajustada en un tomo que lleva por titulo:

CAMINOS DEL CANTO. (Medalla de oro del Ministerio de Instrucción Pública).

LA ESPIGA VOLUNTARIA (1949).
DILUCIONES (1955).
AIRE FIEL (1964).

Prosa

FERNANDA SOTO (1931).
ISLA PATRULLA (1935).
EL YESQUERO DEL FANTASMA (1943).
CUENTOS DEL FANTASMA (1946).
DINO, EL REY NIÑO (1948) (estreno Comedia Nacional).
ALMA EN EL AIRE (1952).
CESAR MAYO GUTIERREZ (1958).
LA QUEBRADA DE LOS CUERVOS (1954).
CARAS CON ALMA (1957).
EL MILAGRO DE MONTEVIDEO (1958).
HOMBRES Y NOMBRES (1959).
CHONGO (1961).
LA DEFENSA DE PAYSANDU (1962).
En prensa: "FANTASMAS TENACES" (Prosa)

Pedro Leandro Ipuche
Antología poética
Ediciones de la Banda Oriental
Montevideo - 1968

Ir a índice de poesia

Ir a índice de Ipuche, P. L.

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio