San Bernardino

 
El pueblo nació casi sin darse cuenta. No tuvo ningún conquistador, español o portugués, que pasando por allí, clavara la espada en la tierra, marcando un comienzo, un origen. Se fue formando por una sumatoria lenta de ranchos en las márgenes de los dos arroyos. Con lefia, agua y campos por todos lados, vio pasar su infancia.
No hay registros oficiales de aquellas primeras paredes que se levantaron. La historia de ese tiempo no está en papeles sino en la memoria viva. Cada uno de los actuales pobladores conserva una parte que desgrana en interminables relatos de sucedidos. Cada uno se constituye en centinela de un trozo, comprometiéndose a conservarlo y entregarlos, a quienes hacen el relevo. Los gurises recogen esos trocitos de vida pasada y van armando recuerdos prestados. No importa los caminos que recorran después, la memoria, mantendrá viva cada instancia, cada latido. Las primeras calles fueron trazadas siguiendo líneas caprichosas, hechas a golpes de cascos equinos y talones. Aplastados los pastos, hasta morir, fueron marcando las uniones entre aquellas paredes de tierra que se elevaban para refugiar a la gente.
Siempre fue sobrio en colores. Al norte, en verano, se veían brillar las piedras de los cerros. Estos eran capaces de desarrollar una metamorfosis que los llevaba a presentarse azules en los atardeceres o simples manchas en las mañanas de cerrazón. Por el sur y el oeste estaba el cínturón del monte. Al este el campo se abría en un verde pálido que seguía hasta el final de la mirada.
La llegada de los primeros comercios marcaron los pasos de la preadolescencia urbana. Se consolidó el proceso de crecimiento.
Junto al Paso del Arrayán, cruce de uno de los arroyos, amaneció un día la pulpería El ancla. Paredes de piedra fueron levantadas por un gallego que consideró llegado su tiempo de fondear su nave. Inmediatamente se transformó en punto de referencia y parada obligada de troperos, viajeros ocasionales, ejércitos, revolucionarios o gubernamentales. Allí la encontraban los que buscaban descanso en la sombra de la enramada exterior. Mientras los caballos descansaban en los palenques, cada viajero guardaba unas cuantas cañas y se aprovisionaba de vicios.
También concentró el juego de la zona. Carreras, taba y todo juego de barajas hacían que la plata buscara otros bolsillos para dormir un rato. Los faroles prolongaban el sol mientras aquellos gastados trozos de cartulina seguían en un iry venir, sin apuro.
Hoy no queda sino un muro de piedra, invadido por el musgo, con el ojo ciego de una ventana. Es un testimonio vivo del tiempo. Un centinela de la historia, plantado mirando pasar los días.
El otro negocio que naciera tempranamente lo constituyó el quilombo de Jacinta Valverde. Rancho tembleque, mostrador de tablón con gruesos vasos y caña de barril para entretener la espera, ese era todo el equipamiento. Adentro Jacinta y cuatro de sus hijas, ofrecían una mercadería escasa en los campos. Según se cuenta, a toda hora había caballos atados debajo de los sarandíes del patio. Todo señalaba la prosperidad del emprendimiento.
Con el tiempo juntó sus pesos, sus hijos y nietos y se perdió en la capital. Alguien contó que la había visto allá por el Prado, en una quinta muy blanca, envuelta en lutos de viuda, misa diaria y comunión dominical.
A pesar de la ausencia de la fundadora y primeras trabajadoras, el negocio permaneció funcionando a pleno. Cuando el Coronel Carballo eligió un terreno enfrente para levantar el cuartel de su regimiento, vivió su momento dorado. Aquel Coronel, afecto a la caña y las putas, no quería perder tiempo y era cuestión de tenerla a mano para desahogar el cuerpo. La tropa en el cuartel y la comandancia en el quilombo, elevó la categoría del local.
Un buen día se decidió hacer un prolijo trazado de las calles. Nació un cuidado damero que ofició a partir de entonces de tablero donde se jugaba la vida de quienes vivían sobre él. Un ajedrez complicado, con los peones en las orillas y las cortes en el centro. Los reyes se enfrentaban e intercambiaban favores y saludos, según los vaivenes extemos.
La tierra ahora necesitó endurecerse más y apoyarse en otros materiales para levantar paredes mientras sonaba la hora del derrumbe de aquellos primeros ranchos. El rojizo de los ladrillos comenzó a introducir otro color en el entorno, junto a lo blanco de la cal.
A fuerza de peones que llegan del campo y de nacimientos que se producían, junto al predicamento de los doctores, fueron haciendo crecer el pueblo. Junto a la gente llegaron otros comercios, el Hospital, escuelas. Iglesia, comisaria y todas las cosas que aseguraban servicios básicos.
Así llegamos a la estructura geográfica del pueblo actual. En su centro la plaza principal, al oeste la Iglesia, en frente el local municipal, al sur el club social de la gente bien y el banco y al otro costado, la comisaría y el juzgado. El poder en sus diferentes manifestaciones tenía bien marcados sus espacios, sus monumentos recordatorios. Había que estar bien con ellos, con ese poder que se extendía más allá de esta vida.
Es en ese espacio donde he nacido, me he criado y he envejecido. Recién ahora he llegado a comprender la razón de mi presencia. Después de gastar zapatos por distintos caminos, he encontrado un sentido a esta memoria que cargo. No he vuelto vencido como en el tango, pero si golpeado y cansado y allí en la sombra de sus árboles sentí el peso de mi destino. He nacido con el sino del cronista. Torpe en los deportes, cuando joven, miope, sin mucha imaginación propia, he tenido que tomarla prestada de los diferentes personajes que vivieran en San Bernardino. Es por eso que reviven Don Américo, Cabito y su eterna licencia, la alquimia de Martín y Francisco, las intuiciones trascendentes de quienes iban más allá de la vida, más allá de la realidad programada y rígida.
Tampoco podía dejar fuera la pasión del flaco Ernesto, las emociones del fútbol... Son ellos los que al abrigo de mi ser me impulsan a poner sus pequeñas historias en un papel. Pero lo es también la magia que vibraba en las paredes y calles, en el andar y sentir de múltiples personajes
Muchos estarán pensando que es un pueblo poblado de fantasmas, pero no, está lleno de vida, vida más allá de la vida misma. Vida que sólo viviéndola se atrapa.
Mientras las letras apresen sus sucedidos, permanecerán vivos, gozarán de un pedacito transitorio y mínimo de inmortalidad. Quizás decida enterrar algunos ejemplares por diferentes lados, para que las historias vuelvan a la tierra y desde allí florezcan en otros seres. Ya la Cabala atribuía un sentido mágico a las letras y palabras, es ese sentido que procuro encontrar al pintar cada imagen, trazar cada línea
Es a ese pueblo que los invito, que les abro las puertas para que encuentren un gramo de esa magia presente en las mil historias que respiran sus ladrillos.

Douglas Ifrán
Puentes a la memoria
Ediciones del Yerbal - Mayo 2004

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