Recuerdo y gesto

 

Mi primo Juan Ramón fue a lo largo de toda su vida un individuo de abundante mala suerte y larga pobreza. Aferrado al campo, siempre se resistió a vivir en el pueblo. El necesitaba abrir la puerta y ver lejos, llenarse de verde y que los pájaros del montecito cercano le golpearan los oídos con sus cantos. A tal punto llegaba su rechazo al pueblo, que cuando se hacía imperioso ir, una semana antes ya andaba "alunao". Recuerdo bien las visitas que hacía de mañana temprano, con el caballo atado al árbol de la vereda y sus prendas paisanas oliendo a pasto.

Esta vez rompió con la costumbre y llegó con la caída del sol, casi entre dos luces, justo en los momentos previos a que se formalizara la rueda de vecinos. Era una muy arraigada tradición barrial: sentarse en la vereda y desgranar en palabras, historias y sucedidos.

Todo se entremezclaba con largos silencios que eran parte de las narraciones mismas, del mismo modo que la braza de los cigarros que brillaban aquí y allá.

Por lo general los vecinos, a partir del primero que se ubicaba, iban cruzando, cada uno cargando su silla hasta formar una rueda. Estas se armaban sobre la base de dos semicírculos, quedando hombres y mujeres en sus mitades correspondientes.

No era de extrañar entonces que permanentemente se encontraran dos temas circulando. Cuando llegaba a los bordes preestablecidos retrocedía respetuoso del otro tema que hacía lo propio. Eran pocas las veces en que se cruzaban, se fundían en uno sólo y se enriquecían mutuamente.

Si a alguno le había ido bien en la quiniela, traía una botella de caña preparada que se vaciaba despacio en los vasos. Ello le daba un ligero sentido de fiesta a los encuentros.

Los gurises, comamos en la vuelta un rato, consumíamos energía con la satisfacción de quien gasta sabiéndose infinitamente rico. El final era siempre igual, terminábamos presos de aquella red de voces.

Esa nochecita, la conversación enancada en el recuerdo fue derivando a las gestas revolucionarias que estaban afincadas en la memoria colectiva. Uno tras otro iban pasando los nombres repetidos cientos de veces que representaban el orgullo y el coraje. No importaba que en la rueda estuvieran blancos y colorados, los igualaba su condición de vecinos y la adhesión al culto heroico representado por aquellos hombres que con lanza o fusil habían arado la historia para sembrarla.

Juan Ramón se integró con naturalidad a ese especial escenario. Su cabeza pronto iba de un lado a otro siguiendo el hilo de los relatos y moviendo levemente el cuerpo de manera de quedar de frente al narrador de turno.

Desde chico había sido seducido, en los galpones, por ese clima que imaginaba se respiraba en las gestas. El también tenía qué contar, mostrar que había sido parte de la historia brava escrita en las cuchillas, a lomo de caballo y chuza en mano.

Esperó paciente uno de los frecuentes silencios. Cruzó las piernas y sostuvo la bota izquierda con su mano derecha. Acomodó con la lengua el cigarro pegado a uno de sus labios y dio dos pitadas rápidas que reavivaron la punta roja.

Mientras el fuerte olor del tabaco cruzaba el aire se largó a hablar, con voz baja y lenta. Necesitaba concentrarse en el narrar, en el desplegar el arte de "contador de sucedidos". Por eso entrecerraba los ojos y buscaba en el aire las imágenes.

-Yo nací el 10 de setiembre, el mismo día que murió Saravia. De haber estado en Masoller, él de seguro no hubiera muerto. Habría parado esa bala con mi propio cuero, sí señor... En las casas de mis padres se hablaba siempre de ese tiempo, ¿se acuerda tío? Trabajaba entonces Nepomuceno, aquel pardo flaco y largo, el que le cuidaba el parejero... aquel azulejo que le ganó a la yegua del brasilero Pinheiro... se acuerda... ¡Cómo lo cargoseaba de gurí para que me contara de la guerra!.

Su narración, como los ríos, mostraba "sangradores" a los costados de su curso. Desviaciones cerradas, callejones de agua, que se cerraban más o menos cerca pero, que en definitiva, eran parte del propio río.

-La guerra m'hijo sólo me dejó esto, decía Nepomuceno y se abría la camisa mostrando sobre el pecho del lado derecho un costurón rojizo. "Déjese de joder y vaya pa' las casas".

El hilo retomó nuevamente al surco de la aguja que iba formando el tejido.

-Una tarde, allá por el año treinta y pico estaba tomando mate en la puerta del galpón cuando se acercó un paisano a caballo. El animal venía muy "cansao" y "sudao". Saludó con respeto, sacándose el sombrero y colocándolo contra el pecho. Cuando se le contestó pidió permiso y se bajó.

-Vengo de lejos y ando buscando a un tal Nepomuceno... tengo un encargue pa' él. Es personal.

-Me acuerdo bien que el tío, después de mirarlo largo y detenerse en el fusil cruzado en la montura, indicó por donde andaba a esas horas el pardo. Mientras esperaba el paisano, aflojó la cincha y se recostó contra la pared. Al poco rato, Nepomuceno apareció desde el lado del chiquero arrastrando años y un balde donde había llevado la comida a los chanchos.

Los dos hombres se saludaron, se apartaron y estuvieron conversando un rato, cada tanto Nepomuceno movía la cabeza asintiendo y miraba largo para las casas.

A esta altura mi primo consideró hacer una pausa, permitiendo que se encendieran de nuevo los cigarros... Era casi una necesidad arrimar füeguitos a la narración, de modo que no perdiera aquel calor que nacía en cada uno.

-Nepomuceno, me acuerdo bien se le acercó al tío y le dijo que al otro día se iba. Lo habían mandado buscar. No dio más detalles, no se precisaban. Un silencioso clarín estaba sonando lejos y había que responder. De modo inmediato pidió permiso para que el amigo durmiera en el galpón esa noche.

La suavidad de la voz procuraba traducir la tranquilidad que rodeaba la escena.

-Yo me calculaba que pasaba algo y sin dudarlo lo encaré al pardo apenas se alejó mi padre. Ahí fue que me dijo que Basilio Muñoz preparaba un levantamiento contra el gobierno y estaba reuniendo gente en el Brasil. El se iba a reunir con el jefe para acompañarlo en la nueva gesta.

Mi primo revivía ahí la emoción que vivió en aquel instante ante la perspectiva de unirse al caudillo y cruzar campos en medio de la revolución.

Sentir el frío y los soles, trazar caminos propios, cortar alambrados en los campos y en el alma.

-No bien el chasque y Nepomuceno marcharon en la madrugada, ensillé y salí al trote pa' alcanzarlos. Cuatro días nos llevó llegar al campamento. Basilio Muñoz mismo nos recibió en medio de divisas coloradas y blancas. Su figura era una bandera misma capaz de llevamos a morir por la causa. Muchos puebleros con aspectos de andar perdidos, viejos, veteranos de guerras antiguas, gurises "deslumhraos" como yo, todo eso y unos pocos fusiles, formaban ese ejército, dispuesto a parársele al gobernante dictador.

Arrancaron para "invadir" a los dos días y Guzmán, un veterano contrabandista y yo nos quedamos para cruzar con una carga de fusiles que estábamos esperando.

Guzmán, vaqueano como pocos, seria el que marcara el rumbo, eludiendo a los milicos que andaban a lo vivo, cruzando los campos. Cuando acomodamos la carga esperamos la noche y cruzamos por las sierras de Aceguá. Marchamos rápido siguiendo las huellas de la partida. En las afueras de Cerro Chato, nos enteramos de lo de Paso Morlán y el desbande general. Nos contaron de los aviones, de las carabinas que no funcionaron, de las balas escasas, del jefe, más viejo que nunca, huyendo pal' Brasil en un camión.

Nos quedamos sin saber qué hacer. Por fin rumbeamos pa' la laguna, hundimos las carabinas y empezamos el camino de vuelta.

Ahí terminaba la narración de mi primo. Un silencio se prolongó en la rueda, que después de que él mismo homenajeara lo escuchado se rompió en los sonidos de otra historia que se abría paso.

Juan Ramón, nunca alcanzó a darse cuenta que había ido tras la historia sin llegar a alcanzarla. Creo que el resto de su vida marchó siempre corriendo de atrás la vida, siguiendo una huella dejada por otros.

Esa noche después de cenar y fumarse un último cigarro, se acostó en el cuartito que al fondo guardábamos para las visitas.

Los recuerdos, que toreara en la vereda, comenzaron a golpearlo y se le instalaron en el sueño. Nuevamente se vio en el carro cargado de fusiles, buscando alcanzar la revolución. Sintió la angustia de ver al caudillo en la cima del cerro y no alcanzarlo.

Un especial sentimiento de paz le ganó el cuerpo cuando pudo por fin entregar las armas, cuando sintió la mano del jefe palmeándole el hombro y su voz diciéndole simplemente. "Muy bien, mi amigo, muy bien".

Tan feliz se sintió entonces que decidió seguir cargando fusiles y no despertarse más. Había, por fin, alcanzado la historia.

Douglas Ifrán
Puentes a la memoria
Ediciones del Yerbal - Mayo 2004

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