Presentimiento

 

Desde el momento mismo que se levantó comenzó a sentir una sensación extraña. Poco a poco, fue tomando la forma de un convencimiento de que ese día sería diferente. Algo sucedería. Estaba seguro. Lo sentía golpeando, exactamente cinco centímetros por encima del ombligo. 
La radio, transmitiendo la realidad creada en sus estudios en base a amplificaciones y silencios, lo distrajo por algunos minutos, pero no consiguió borrar aquella sensación. Ésta caminaba segura hacia transformarse en certeza absoluta. 
Cuando se encontró frente al espejo ajustando el nudo de la corbata, desapareció cualquier duda que pudiera tener. Había algo en el aire que señalaba que el día no sería como los anteriores.
Arrancar el auto, llegar a la oficina y comenzar la rutinaria tarea de supervisar los expedientes no consiguió colocar su pensamiento en otro lado. 
La vieja práctica adquirida lo hacía independizar sus manos de su pensamiento. Con ese recurso enfrentaba el trabajo burocrático. Esta “habilidad” le permitía ocupar ubicar su cabeza en torno a la sensación indefinida que se le cruzara desde el despertar.
Pasaron hojas hasta que llegó el café de la tarde. Esta vez le tocó cruzar hasta la panadería a buscar los bizcochos rituales que había que consumir todas las tardes. Apenas traspuso la puerta, dejando a su espalda los largos corredores poblados de luces artificiales, un sol otoñal le pegó de pleno. El calor rellenó su saco, provocando una reacción instintiva de protección.
Esta vez se esmeró en la selección de la mercadería. Este café tenía que ser diferente, no extraordinario, sino diferente. 
En la puerta del comercio, haciendo visera con la mano, pudo mirar a satisfacción toda aquella mole gris que tragaba incesantemente personas por sus puertas. Dentro los masticaba y mostraba a través de los ventanales. Al final los eliminaba a un ritmo que variaba con el paso de las horas. El gran vómito se producía a las siete cuando después de un eructo de ascensores, ese Leviatán se disponía a hacer la digestión hasta el otro día. 
Todo esto se le representó mientras el sol pretendía cegar sus ojos, como negándole la posibilidad de ver la verdadera dimensión de ese mundo que le consumía un tercio de la vida cinco días a la semana.
Ya estaba oscuro cuando cruzó la puerta para irse a su casa. Esta vez no sintió ganas de prolongar el contacto con sus compañeros con los consabidos comentarios de fútbol y referencia a los partidos del fin de semana. Quizás la proximidad de las elecciones haría nacer otros temas relacionados a los deseados relevos de autoridades. Si eso sucedía se haría un prolijo inventario de todos aquellos que a lo largo de los años anteriores habían escalado artificialmente la complicada montaña jerárquica. Seguro que se cruzarían miradas rápidas y desconfiadas a su alrededor, adornadas de breves silencios.
Hoy no tenía ganas de sumergirse en especulaciones ya fueran futboleras o jerárquicas. En su cabeza seguí golpeando el convencimiento de que este día tenía un aire distinto.
La salida de la Ciudad Vieja la hizo por la rambla, dejando que su mirada cada tanto se perdiera en el agua que, como desengañada de la costa, se retiraba unos cuantos metros. Era como si buscara como él una perspectiva para encuadrar las cosas. Cada tanto interrumpía esa doble atención calle – agua y dejaba que los ojos acompañaran el andar de una mujer, que con sensualidad natural, irresistible, caminaba libre y despreocupada.
Una sombra cruzó repentinamente frente al auto obligándolo a apretar con desesperación los frenos. No vio nada. Todos los vehículos continuaban su marcha con normalidad. El único cambio fue la lluvia de bocinas e insultos que le llegaron desde atrás, recriminándole el haber parado de golpe. A partir de entonces se impuso concentrarse en lo que sucedía en la calle. Procuraba registrar todo detalle. 
Apenas comenzaba a girar para entrar al Parque Rodó, nuevamente una sombra se cruzó frente a él. Accionó los frenos y la escena se repitió más o menos en los mismos términos y con las mismas consecuencias. 
El pensamiento que lo acompañara a lo largo del día ahora enganchaba con esa inseguridad generalizada que lo ganaba aceleradamente. 
Al cruzar Boulevard, presintió que era la hora. La figura humana, con cara de horror presa del haz de luz, quedó atrapada. Toda ella estaba condenada a ser golpeada por la defensa del auto. 
El breve vuelo del cuerpo y un golpe seco marcó su fin.
Bajarse, descompuesto, bañado en miedo y adrenalina, correr hacia el cuerpo, eludir la sangre que comenzaba a mojar el pavimento, todo fue hecho simultáneamente.
Ya junto al cuerpo, cuando procuró saber si respiraba, al correr un mechón de abundante cabello gris, quedó congelado. La cara de aquel cuerpo era la suya propia. 

Douglas Ifrán
Historias (Des) veladas
Ediciones del Yerbal

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