María Eugenia Vaz Ferreira

o el pensamiento destructor

por Sara de Ibáñez

El poeta no suele confundir sus modos de revelación con los de la filosofía, pero de toda obra de gran poeta, como ha sido afirmado, puede extraerse una metafísica. Tarea radiante y difícil, sin embargo, porque es imposible reducir la poesía a términos lógicos decisivos, como lo es explicar el misterioso ser del fuego mediante esquemas de cenizas. Lo que puede hacerse es tentar la aprehensión de aquellas esencias que modulan la movilidad de la llama, sin lastimar estas volubles arquitecturas, sin destruir la particular naturaleza del hecho poético tomado como experiencia profunda del ser que en ella se compromete por entero.

No puede haber poesía, creo yo, sin un heroico enfrentamiento con el universo; sin que el poeta agote sueño y sangre en la demanda, y sin que, en la forma viva de su canto, no pueda reconocerse la seriedad de una aventura que se halla en relación, siempre directa, con el grado de la victoria.

Si en el principio era el verbo, quizá el fin de toda creación, cerrando el ciclo, sea desembocar en el puro verbo. Para el poeta, que puede hacer suya como nadie esta idea, no es concebible alcanzarla, sino en íntima fusión con la belleza pura. Sus intuiciones del universo serán entonces traducidas en esas formas ardientes, en esas criaturas delicadas y palpitantes como ecos de Dios que buscan fundirse en la garganta original.

Una composición de María Eugenia Vaz Ferreira (1), que tiene por sugestivo título “Unico poema” y cuya plástica sobrecogedora podría servirle de símbolo heráldico, resume en lo más fino y leve de su estilo, su visión del universo. El creador (uno de los grandes dolorosos que se han asomado a este mundo) por última respuesta a su interrogación obtiene esta desolada forma, la imagen de este yermo espacio marino en que sitúa su flotante existencia. La soledad, lo ilimitado, lo misterioso, y un vuelo, el suyo, sin principio ni fin, sostenido en su propia desarraigada realidad pero que nutre, en vertiginoso transcurso, la ambigua fulguración de aquel

. . .nacer y morir

dentro la muerte inmortal.

La mirada profunda de María Eugenia se abrió sobre la espesura luminosa de lo creado, indagó sin reposo, apoyada en su sangre, hasta detenerse en la sola imagen que ella convirtió en respuesta melodiosa. No en vano el título del poema a que aludo se impone con invencible energía. Si alguien hubiera consultado a María Eugenia sobre la razón de este título, “Unico poema”, me atrevo a decir que hubiese respondido sin apartarse mucho de estos términos:

—Lo he llamado así porque esta composición me revela íntegramente; si no hubiese escrito otra, en ella encontrarías mi espejo esencial. Y, agreguemos en el espejo esencial de un poeta, en su más lograda forma está implícita su concepción del universo.

Mar sin nombre y sin orillas,

Soñé con un amor inmenso,

Que era infinito y arcano

Como el espacio y los tiempos.

 

Daba máquina a sus olas,

Vieja madre de la vida,

La muerte, y ellas cesaban

A la vez que renacían.

 

Cuánto nacer y morir

Dentro la muerte inmortal!

Jugando a cunas y tumbas

Estaba la Soledad...

 

De pronto un pájaro errante

Cruzó la extensión marina;

“Chojé... Chojé...” repitiendo

Su quejosa mancha iba.

 

Sepultóse en lontananza

Goteando “Chojé.. . Chojé...”

Desperté y sobre las olas

Me eché a volar otra vez.

La soledad parece ocupar aquí el sitio de Dios, un Dios vacío, indiferente, con la primaria conciencia de un niño. El universo está representado en este caso por el mar sin nombre y sin orillas, infinito y arcano, donde un solo, solo y amargo pájaro cruza, goteando su queja, la extensión implacable. El vuelo de ese pájaro sobre el desnudo mar es la imagen más desoladora que haya podido concebirse del abandono en que la humana criatura jadea. Un vuelo errante sobre un mar sin término donde nada, sino la soledad, establece su reino. En este mundo donde todo comienza y todo acaba a la vez, es la muerte (paradoja creadora por la sutil preferencia de un espíritu cuya fuerza reside en la negación) la madre fecunda, el seno inmortal que amenaza con la última absorción y con el triunfo definitivo:

Cuánto nacer y morir

dentro la muerte inmortal!

El universo del sueño, igual al universo de la vigilia, como el haz y el envés de una sola realidad transitada casi siempre en dos tiempos del espíritu, pero muchas veces en uno solo; el mismo mar, la misma queja, idéntica visión abrumadora, igual monotonía trágica. Del sueño a la vida y de la vida al sueño, María Eugenia, pájaro, vuelo, queja, rumbo perdido y descanso imposible.

¿Cuál es la senda que conduce a tamaña condensación espiritual, a espejo tan devorador? ¿Cómo desentrañar el confuso itinerario que termina en estación tan temible? ¿Cómo atrever algo más que un esbozo de pálidas líneas al seguir el andar contradictorio de esta mujer de raro destino, y abarcar en una mirada el claroscuro de su irreductible existencia, a través de una poesía entrañablemente vital pero también reticente y pudorosa?

Me limitaré a la breve consideración del único libro que dejó preparado María Eugenia, pues mi deseo es reverenciar la voluntad de la autora. Ella ciñó a ese estricto paréntesis lo que juzgó representativo dentro de la totalidad de sus trabajos. Por esta razón no me ocuparé aquí de La otra Isla de los Cánticos, obra póstuma también, editada hace unos años, en que se recoge una abundante colección de poesías: precisamente lo que María Eugenia dejó a un lado.

Entre el poema que abre el libro, propósito de resurrección por el arte, y el que lo cierra, patética renuncia a lo que constituyó la médula de su destino el proceso poético de María Eugenia es reflejo agónico de una vida profunda, su transubstanciación en pura y lastimada belleza.

Los modos de la esperanza

Cuando María Eugenia dice en “El ataúd flotante”:

Mi esperanza, yo sé que tú estás muerta.

No tienes dé los vivos

más que la instable fluctuación perpetua;

no sé si un día vigorosa fuiste;

ahora estás muerta

se dirige a un fantasma de fuego, a un delicado fantasma que retorna aún, tercamente, para tejer a los pies del poeta sus rondas festivas.

La esperanza había sostenido contra el pensamiento implacable de María Eugenia porfiada lucha, y ella sólo sobrevivía para proclamar el fracaso de la siempre fiel, y para convencerla, en estremecedor discurso, de la completa realidad de su muerte. El poeta sabe, ahora, mirar en huecas lontananzas: sabe hacerlo hacia el sueño en cuyos ámbitos buscó expansión y noticia, anchura al explosivo ser de su pensamiento sujeto a la impenetrable luz del mundo, y hacia esta vida de sitio luminoso y asfixiante, hacia la vida que en su intacto esplendor ciega de pronto y desaparece como sueño... Nada hay ya que temer porque ha llegado a la hora de lo que parece la perfecta serenidad en el total despojamiento y la renuncia definitiva: a la hora inmóvil de “Unico poema”, al cerrado tiempo de “Enmudecer”.

Pero la terrible criatura en cuyos ojos se espeja la nada, ya sola, ya muda, había cursado su existencia sostenida de una esperanza vigorosa que vistiera los rostros más radiantes; había luchado por establecer un vínculo entre su vida y la vida, había tratado de hallar una respuesta apaciguadora, un desmentido a su pensamiento destructor.

Durante muchos años me he preguntado cuáles fueron los modos de la esperanza en la vida del poeta; y he hallado que los mayores, sin duda, los que prevalecieron tenazmente a lo largo de los días, fueron el amor, la religión y el arte.

Abundan en La isla de los Cánticos los testimonios de la experiencia amorosa de María Eugenia. Casi la mitad de las composiciones se desarrollan en torno de algún tema que el amor o sus reflejos iluminan. Y todo un proceso pausado que comienza en el tono del juego y se pierde más allá del eco de las lágrimas, puede seguirse a través de la obra. Pero hay un poema, “Las Quimeras”, que establece, a mi parecer, el punto culminante del conflicto creado por el amor en el alma de María Eugenia. No es raro en ella detenerse en el transcurso de su vida, volver atrás los ojos y hacer historia lamentable; comprobar los sucesos, la fuga de las ricas auroras por su mirada vacía; hacer el inventario de la nada, aun cuando ello resulte afirmar, por paradoja, la grandeza de su destino. Así procede en “Las Quimeras” donde enfrentamos la suerte de fatalidad que aparta a María Eugenia de la entrega amorosa. Después de una múltiple invocación a las cosas rebeldes como ella misma, da término al poema en esta forma:

Mas seguí torvamente y tristemente

porque también me ungieron en mal hora

con sedes y ambiciones sobrehumanas,

con deseos profundos e imposibles,

y voy como vosotros

también inaccesible e impotente,

cargando con la cruz de la quimera,

ajustada a la sien ardua corona,

sin poder claudicar

y sin tocar la carne de la vida

jamás, jamás, jamás.

En el triple jamás del último verso el poeta se adelanta, con una convicción absoluta, al paso del tiempo, y sabe que no llegará a tocar la carne de la vida; pero un verso anterior: “sin poder claudicar” importa asimismo la seguridad de una imposible renuncia que se nos comunica con persuasivo acento. ¿Dónde está, entonces, la causa del conflicto? ¿Cuál es el contrario que lo determina? ¿Es su innata rebeldía? ¿Es un feroz sentimiento de la libertad como lo insinúa en “El cazador y la Estrella”:

... una estrella de mar,

la más lunática, la más rebelde,

hija del arte y de la libertad...?

 

¿Es el comentado orgullo de walkiria, sonoramente blandido en “Heroica”:

 

Yo quiero un vencedor de toda cosa,

invulnerable, universal, sapiente...

................................................

Y que rompa una cósmica fonía

como el derrumbe de una inmensa torre

con sus cien mil almenas de cristales

quebradas en la bóveda infinita,

cuando el gran vencedor doble y deponga

cabe mis plantas sus rodillas ínclitas?

¿Es acaso su ambición sobrehumana? Ella se reconoce “inaccesible e impotente a la vez. Ella sabe que lleva “ajustada a la sien ardua corona”. Sí: la de su principado de belleza, la de su arte cruel. Y nos comunica de manera grave y ardiente el sentimiento trágico de su grandeza. Pero sabemos que este sentimiento suele convivir en los más fuertes con la entrega amorosa. Y no podemos negar fortaleza a esta alma titánica para apurar la vida hasta las heces conservando, al mismo tiempo, el imperio de su libertad. ¿Podemos atribuirle un orgullo pueril cuando habla de su grandeza, en plena madurez, con redonda naturalidad como quien comprueba un hecho, y si de algo llega a quejarse es, precisamente, de la condición extraordinaria que la convierte en un ser mutilado? Esas “sedes y ambiciones sobrehumanas” de que habla en “Las Quimeras” suponen la dura estimativa de lo inmediato, de lo fácilmente asequible; una insatisfacción a priori de lo que el pensamiento condena en tanto es reclamado con angustia por la humana sensibilidad. Y aquí creo se impone una relación con el alma fáustica, aunque esta otra alma posea signo negativo, y en lugar de tender a la acción tienda a un reposo inconmovible.

El pensamiento de María Eugenia, fértil sombra donde se engendraban las larvas metafísioas que royeron la dulce carne de su esperanza, la engañó desde el principio cuando, sin alcanzar aún su adulta potencia, se complacía en cubrirse con las máscaras del orgullo y de la rebelión, y en crear ese complejo sinuoso, indiscernible, en que el amor perdió su imperio.

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En la búsqueda de estos modos con que la esperanza trató de salvar al poeta de un total aniquilamiento, tropezamos con un grave problema, pues para hallar los testimonios de la verdad profunda hemos preferido siempre acudir a las fuentes vivas de la obra, y nos hemos encontrado, en el caso de la religión, con que la vida de este poeta resulta aparentemente más explícita, más cargada de visibles manifestaciones respecto de la fe, que su poesía. Si recurrimos a sus versos sólo hallaremos fragmentarias presencias de aquel dios qut el poeta había escogido, y en cuyos altares se inclinó con una reverencia y una sinceridad que no podríamos atrevernos a disminuir conociendo cuánta fuerza, dignidad y limpidez hubo en el alma de María Eugenia.

Así como el amor y el arte fueron tempranas revelaciones en su existencia, la religión católica se halló con la más briosa juventud de su esperanza y, quizás al mismo tiempo, amor, arte y religión fueron potencias confluentes cuando el poeta se vio en su inerme condición de ser plantado en mitad de la vida, esgrimido por ella, solicitado por sus promesas deslumbrantes, parte funcional y obediente de un mundo que aún no ha sido interrogado, y a cuyas oscuras leyes se pliega todavía el pensamiento que es solo una larva.

Pero a medida que el tiempo corre y en su compleja cauda arrastra al ser y lo sumerge en los dédalos del espíritu, el pensamiento desarrolla sus energías a veces, como en el presente ejemplo, linderas de lo monstruoso, y la agónica historia comienza.

Aceptada, pues, la fe del poeta, y firmes en el propósito de pedir a la obra el testimonio final' de lo que suponemos fue la honda brega de un alma por ponerse en armonía con su creador, nos volveremos a La isla de los Cánticos para escuchar esa verdad profunda.

En el poema que María Eugenia titula “Los desterrados” es fácil reconocer la presencia del dios que ella frecuentó en los altares. Pero en esta breve invocación no se plantea en sus pavorosas dimensiones el problema espiritual, ni aparece en su implacable desnudez el pensamiento del poeta. Aquí se eleva una queja amarga, aparentemente suave; un reproche de lastimados ecos sube hasta ese dios de las misericordias en aquellas palabras:

cuando me echaste a la vida

por qué me pusiste un alma?

Pero si ahondamos un poco en ellas sorprenderemos ya la agonía que importa llevar a cuestas un alma, semejante alma, esa dádiva divina, promesa de una eternidad a la que ella, desde el combatido paréntesis de su existencia humana parecía atreverse a renunciar.

Pero en relación con este aspecto de su personalidad, encontramos aún otra muestra misteriosa en la poesía de María Eugenia. Un soneto titulado “Emoción panteísta”, señala, a mi parecer, cierto estado complejísimo de su lidia espiritual. He aquí la composición:

Señor, te diré que la sabrosa belleza

de esa tu carne pálida, me hace llorar de amor;

lloro por la magnolia de tu cara, por esa

cara que está desnuda sobre su tallo en flor.

Laureando con tu gracia mi gloriosa tristeza,

con hojas de tus ojos de cambiante verdor,

vas hasta el fondo arcano de mi naturaleza

por todos mis jardines y siempre vencedor.

 

Señor, quizá tú eres suavemente fuerte,

quizá tu cáliz dona consolación de muerte

a tiempo que florece tu espléndido fervor;

también yo soy ambigua, por eso es que te siento

y lloran, cuando abres bajo mi pensamiento,

mi aurora y mi crepúsculo su rocío de amor.

Una extraña fusión se logra en el raro poema. María Eugenia crea un dios ambiguo como ella, con el que se siente identificada al punto de otorgarle, en acto tembloroso e inocente, el don negativo de su propio pensamiento. Este dios que quizá ofrezca consolación de muerte en la revelación misma de su fervor sería el único capaz de entrar en la negativa concepción ontológica de María Eugenia. ¿Podríamos ver en él al dios cristiano? Porque el Cristo de la simbología plástica, desangrado hasta la magnolia, aparece aquí fundido en peregrina síntesis con la objetivación de un vago panteísmo. En efecto, esta deidad ambigua fluctúa ante el misericordioso Señor de los reverenciados altares y la sustancia oscura que informa el universo.

Ese cáliz que se ofrece a la tranquila desesperación del poeta, es a un tiempo el receptáculo del vino sacramental y el cáliz de la flor símbolo en que un dios-natura, un dios-magnolia, se manifiesta. Cuando el conocimiento del amor se produce, una dicha súbita, con testimonio de lágrimas, sorprende al poeta; éste llora de amor cuando el dios abre bajo su pensamiento (abre el dios, abre la flor). Pero tal revelación parece colmar al poeta porque no supone el advenimiento de la luz inmutable, sino la esperanzada precipitación en el nocturno sin salida a donde un incesante deseo de fin lo impulsa.

Si María Eugenia (según un testimonio biográfico) pedía a su dios que no le permitiese vivir más allá de la muerte, ese deseo llevaba —también— implícita la negación de Dios, porque importaba renunciar a la beatitud, a la contemplación eterna, al goce inmaculado que aquel dios le ofrecía. Su ruego pues, aun en el caso de que el deseo del poeta pudiese considerarse posible y se le hubiese concedido la eternidad de la nada, era un ruego aniquilador, que habría borrado para siempre del espíritu de María Eugenia la presencia divina. Ella pudo creer en Dios, no lo negamos; pero pudo también (y esto es lo que confiere carácter trágico a su pensamiento) borrarlo en una renuncia terrible. En lo absoluto de la idea divina María Eugenia aspira a la eternidad del no ser en que el ser se niega a si mismo. En último término el fracaso de su esperanza religiosa fue desembocar en la duda corrosiva (oh, Hamlet) de una persistencia espiritual de ultratumba; el haber temido siempre la posibilidad de una muerte imperfecta en que su pensamiento hubiere continuado atormentándola sin fin.

La esperanza en el arte

¿Midió alguna vez María Eugenia el alcance de su voz? ¿Conoció su profundidad? ¿Tuvo la certeza de que en “La Isla de los Cánticos se salvaba a pesar de ella misma y para siempre? ¿Supo que éste era su verdadero paraíso, el que su arrasador pensamiento no podría borrar jamás? Porque el arte fue, a lo largo de su vida, el ámbito propicio a su naturaleza rebelde, el seguro refugio de sus angélicos pudores. El canto se hizo en ella destino. De todas las experiencias en que fracasó su esperanza, esta experiencia mayor, en testimonio perfecto, absorbe a las otras y las refleja. No sólo en las formas variadas que componen el conjunto de su obra reside la tácita afirmación (te una profunda fe en el arte; hay composiciones que revelan de modo explícito aquel sentimiento, y la esperanza de hallar en la poesía la vida, la verdad y la perfección. Óigasela en un fragmento de “Canto Verbal” en que dirige a la Palabra su melancólico entusiasmo:

Yo no sé en qué fantástica materia

al escultor de la progenie humana

le plugo modelar la estatua mía,

que no ablanda la luz de las auroras

ni el oscuro crepúsculo marchita;

pero si alguna vez mi corazón

abre a la vida su raudal interno,

--------------------------------

si gorjean mis pájaros será

cuando en la entrada de un sacro silencio

sobre la losa de mi tumba viva

choque su llama tu rayo de fuego.

O en estos versos del poema que lleva por título “Ave celeste”, composición en la que aún el estilo aparece alejado dle la manera definitiva pero reveladora, no obstante, de una actitud entrañablemente viva, la que asume un ser que ha encontrado en el arte su destino y habla a su alma creadora como al privilegiado revelador del misterio universal en la lengua de la belleza.

El grito clamoroso de angustia o de esperanza que hacia el espacio lanza sin eco su elegía,

en el inmaculado crisol de la armonía lo tocará en gorjeos tu pico musical Oh límpido y sonoro pájaro de cristal!

Pero María Eugenia se atrevió también con duro gesto, a renunciar al arte para entrar, en última instancia atrozmente desnuda en su soledad e invocar desde allí la muerte perfecta. Paradójicamente su canto la sustrae a la destrucción; nos la devuelve íntegra y la sitúa, transfigurada, en este universo en el que ella no halló reposo ni sitio posible. Pues por una misteriosa operación todo lo que tiene signo negativo en su vida se transforma en signo positivo para su arte, pese a ser el de María Eugenia, como criatura de tan amargo creador, un canto con sabor de lágrimas. Todo el proceso de aquella agonía vital irradia desde su poesía como la más noble de las victorias humanas. Pero resulta doloroso pensar que ella haya anulado asimismo, en la intimidad de su pensamiento, este compromiso con la vida eterna. Le fue necesario, también, callar: renunciar al canto, despojarse aun del último tesoro; aventar la luminosa entraña, morir de doble muerte en una arcangélica y furibunda auto-destrucción. Pero si lentamente fue cambiándose en poesía hasta no ser más que una voz de linaje patético, y aspiró entonces al silencio irreversible lo hizo para el más puro renacimiento. Así se despidió María Eugenia en el último poema de La Isla de los Cánticos. Y así la escucharemos para siempre:

Quien no sabe estar alegre

no tiene por qué cantar.

Si se derrotó a sí mismo

¿qué enseñará?

 

A repicar las campanas

con bronces de funeral,

los enlutados clarines

a resonar.

 

Quien no sabe estar alegre

rime a sí mismo su mal.

 

Por eso enfundo mi flauta,

la del ambiguo cantar,

y quien me escuche, oiga sólo

mi paso en la soledad.

 

por Sara de Ibáñez

(En CUADERNOS Nº 100, París, setiembre de 1965, p. 145-150).
 

Publicado, como homenaje, en la: Revista de la Biblioteca Nacional Nº 12 Montevideo, febrero de 1976

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

Link del texto: https://anaforas.fic.edu.uy/jspui/handle/123456789/4166 

 

Ver, además:

 

                    María Eugenia Vaz Ferreira en Letras Uruguay

 

                                                                                                      Sara de Ibáñez en Letras Uruguay

 

Editado por el editor de Letras Uruguay

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