Felisberto Hernández, su estilo

 

3.1. La falsa explicación.- 3.2. Léxico reducido.- 3.3. Desarrollo coloquial. - 3.4. Angustia y humor.- 3.5. La evocación.- 3.6. Ambientes mágicos.- 3.7. Indeterminación del tiempo y el espacio.- 3.8. Los objetos como objeto.- 3.9. La fragmentación del ser.- 3.10. Notas al capítulo.-

 

3.1. A diferencia de Poe, por ejemplo, que intentó en varias oportunidades dar forma a sus convicciones sobre la creación o los géneros literarios que practicó, o del propio Quiroga, que trató de reducir a un famoso decálogo las normas a las que creía que debía someterse un cuentista. Hernández, en cambio, aun dejando pistas más o menos elocuentes en buena parte de sus narraciones, nunca sintió la necesidad de sistematizar y exponer su pensamiento sobre el punto; lo que no deja de ser, anotamos, en alguna medida llamativo, si se tiene en cuenta su afición por la filosofía, de la que la estética es parte componente.

El único ejemplo que tal vez pueda citarse, es la conocida "Explicación falsa de mis cuentos", escrita a instancias de Roger Caillois y publicada en "La Licorne" por Susana Soca (128), y con salvedades, porque aunque pueden descubrirse en ella algunas ideas de importancia, la página es, fundamentalmente, como todas las de Hernández, más de creación literaria que de análisis, y no está demasiado lejos de otras que, por supuesto, nada tienen que ver con la estética como disciplina.

Lo primero que conviene decir de ella es que, para analizarla, debe prescindirse de la calificación -"falsa"- que Hernández adelanta desde el título, y que no tiene más finalidad que incorporar también a sus definiciones la dosis de ambigüedad e imprecisión característica de su obra: la explicación no es falsa, sino verdadera, aunque en todo caso sea más literaria y alegórica que técnica o científica.

Sus primeras afirmaciones están destinadas a decir al lector lo que sus cuentos no son: no son, en primer término, completamente naturales, lo que le resultaría antipático;no están dominados por una teoría de la conciencia, lo que le resultaría más antipático aún; y no tienen estructuras lógicas.

Las tres negaciones apuntan a sugerir la intervención en la creación de los sectores complementarios de la conciencia -la subconciencia, la inconciencia pura, el sueño, el desdoblamiento- y a marcar la trascendencia que Hernández atribuye a cierta "intervención misteriosa" en el proceso de creación, o génesis, de su obra.

La alegoría que sigue, que ha permitido a la crítica hablar de "cuentos-planta" (129), subraya precisamente ese factor: "en algún momento pienso que en un rincón de mi nacerá una planta"; "presiento o deseo que tenga hojas de poesía"; "debo cuidar que no ocupe mucho espacio, que no pretende ser bella o intensa, sino que sea la planta que ella misma esté destinada a ser, y ayudarla a que lo sea"; "debe ser como una persona". No se sabe, pues, aquí, de dónde viene la semilla, ni por qué cada semilla, cada planta, cada cuento, elige el lugar que elige para germinar y crecer. Sólo se sabe que la tarea del creador es cuidar de esa semilla, y luego de esa planta, de modo de que se desarrolle según su propio destino, y no torcida o desvirtuada por lo que en el párrafo siguiente llamará "los extranjeros" que la conciencia le recomienda, las influencias externas a la planta o cuento mismos, que desde distintos ángulos pero todos por las vías de la conciencia tratarán de alterar su natural y propio desarrollo.

De ahí que sea correcta la afirmación final: "lo más seguro de todo es que yo no sé cómo hago mis cuentos, porque cada uno de ellos tiene vida extraña y propia"; el narrador -como el aedo en Grecia- no es otra cose que el intermediario, el campo propicio para el nacimiento del arte; su verdadera función es ayudarlo a nacer y a crecer según sus propias reglas y defendido de las influencias que pueden perturbarlo (130).

Como se ve, aunque como manual de estética la "Explicación" deja mucho que desear, hay en ella algunas ideas importantes, expuestas, por otro lado, en el estilo típico de Hernández.

 

3.2. Tal vez lo primero que llame la atención, en ese estilo, es la utilización de un léxico relativamente reducido pero adecuado tanto al tono general de las narraciones, como a los personajes y situaciones que en cada caso se manejan.

Es difícil, por supuesto, distinguir entre riqueza y pobreza en el lenguaje, fundamentalmente porque el lenguaje no es un hecho autónomo sino apenas un instrumento de comunicación, y muchas veces la riqueza puede ser exceso, artificiosidad y amaneramiento, y otras veces la pobreza, en cambio, la austeridad formal que lo que se quiere decir, y e quien se quiere decir, en realidad exige.

En el caso de Hernández estamos lejos, por supuesto, de la formidable abundancia de Joyce, por ejemplo, que hizo al estilo, uno y múltiple, el verdadero protagonista del "Ulises", pero no en cambio de lo que era verdaderamente necesario para trasmitir las confusas conciencias de sus personajes y sus imprecisas aventuras en las tierras más o menos lejanas del pasado.

En términos generales, en efecto, puede decirse que los personajes y situaciones con los que Hernández trabaja están tomados de la vida real (131), y, aun, que hay ciertos elementos autobiográficos (132), aunque estrictamente, como señala agudamente Ida Vitale, en la mayor parte de los casos, a pesar de que su primera persona implica un narrador influible, de todas formas "nos consta que circulamos no por un plano histórico sino por un plano literario" (133).

Diríamos, en realidad, y para utilizar términos más cercanos a la musicología que a la literatura, que hay una transcripción de la realidad a la narración: los hechos parecen los mismos, pero no son los ocurridos sino más bien los pensados, los recordados y reordenados por el narrador.

Hay, en la transcripción literaria de los personajes y circunstancias, una deliberada sencillez, pera lograr la cual eligió sistemáticamente los términos o palabras más directas, más elocuentes, más fáciles, y eludió las demasiado ampulosas, las demasiado cultas o las demasiado sonoras (134). Recurrió, en cambio, a sutiles y no siempre aparentes asociaciones de ideas (135) y aun a ingenuos juegos de palabras, que también utilizaba con frecuencia en su vida de relación (136).

El léxico deliberadamente reducido con el que quiso transcribir la realidad, resultó, es cierto, por lo menos a veces, desmañado e incorrecto (137).

Sería, sin embargo, equivocado suponer que la falla se debió solamente al propósito de ser sencillo. Se debió, además, o tal vez fundamentalmente, a defectos importantes en su formación, a insuficiencias en su cultura.

Tiene razón José Pedro Díaz cuando atribuye a estos factores, y no a una deliberación disculpable (precisamente, por voluntaria), la inadecuada predominancia del punto y coma en la puntuación, o la errada utilización de ciertas preposiciones. (138).

Nos parece preferible ser realistas, y aceptar los errores del narrador, que atribuirlo todo, como Nicasio Perera San Martin (139), a "la concreción de un rasgo estilístico trabajosamente elaborado".

En síntesis, pues: el léxico de Hernández es relativamente reducido, pero adecuado al tono en el que quiere transcribir la realidad; esa limitación es en parte voluntaria y en parte -como otros errores perceptibles- fruto de sus propias deficiencias culturales.

Aun así, constituye sin duda, un rasgo definidor de su estilo.

 

3.3. Ese léxico reducido, esa preferencia por las palabras más usuales y de sentido más obvio, es sin duda una de las causas de otra de las características que la crítica suele atribuir, con razón, a su estilo.

Su estilo, en efecto, se dice, es marcadamente coloquial, poco académico, poco "literario" diríamos, si incluimos en el término la dosis de artificiosidad que casi siempre se le incluye.

Dice sobre el punto, con mucha claridad, Zum Felde (140): "El modo conversacional, el del lenguaje diario, y dentro del modismo urbano rioplatense, aunque tiene antecedentes literarios como en Arlt, por ejemplo, llega en él a adquirir un grado de sobriedad o ajuste que le convierte en verdadero estilo, siendo una de sus virtudes el parecer perfectamente espontáneo".

Como se ve, Zum Felde marca lo que verdaderamente importa: el estilo es coloquial, o conversacional, sobrio, cotidiano, se acerca más al que todos nosotros empleamos todos los días en nuestra vida, de relación que al que suelen emplear los escritores cuando ejercen la profesión de escribir; pero marca, además, la consecuencia inmediata: el estilo coloquial está bien trabajado, tan bien logrado, que produce en el lector un efecto inmediato de espontaneidad, de cosa que ha fluido naturalmente del autor, que no ha sido pensada, elaborada, buscada.

No es así, sin embargo. El propio Zum Felde, y por su parte también Esther de Cáceres (141), insisten en señalar que la espontaneidad en el estilo de Hernández es sólo aparente, es decir, que para lograr el efecto de espontaneidad ha sido necesaria una ardua elaboración.

Más aun: el empeño del autor por dar este tono diario, esta apariencia de suceso cotidiano dicho por un hombre común, a todo lo que narre, llega a veces al tono de confesión, de confidencia (142), casi a una especie de diálogo -no formal- entre el narrador y su lector eventual.

Hemos indicado que este estilo coloquial, conversacional, confidencial, es en alguna medida consecuencia de las caracteristicas de las palabras elegidas por Hernández para comunicar su tema.

Sería un error, sin embargo, suponer que ahí se agote la explicación.

Tel vez el factor fundamental esté en la circunstancia de que la mayor parte de la obra de Hernández está escrita en primera persona, con esto más: que el narrador suele ser el protagonista. Ambas circunstancias, juntas, estimulan ese diálogo informal con el lector que ya hemos señalado, y llevan naturalmente al tono coloquial (que, al final de cuentas, diálogo y coloquio son en buena parte lo mismo).

Contribuye, asimismo, una marcada preferencia por la utilización de ciertos tiempos verbales, el imperfecto y el pretérito indefinido (143), que son los más usuales en el lenguaje diario, y, aun, que le quitan -así lo quiere Hernández- toda fuerza oratoria, o toda solemnidad.

Conviene aclarar que esta característica del estilo de Hernández, o estas dos características que hasta ahora hemos señalado, la limitación del léxico y la tendencia a lo coloquial, no se resuelven sin embargo, como podría pensarse, y como muchas veces ocurre, en pobre prosaismo, en vulgaridad, aburrimiento o chatura. Por el contrario.

Se resuelven, primero, en una cierta extraña y atractiva ambigüedad, en la que cada cosa o suceso significa o puede significar varios, en la que nada es categórico o inequívoco, sino punto de partida para lo que el lector quiera y pueda ver.

Y se resuelven, luego, porque así ocurre casi siempre con lo ambiguo, en un disimulado aire de poesía que no altera sin embargo, ni modifica, la esencia narrativa de la prosa: Hernández, había dicho Supervielle en la presentación que de él realizara en la Sorbonne, es un "grand conteur poétique", entendiendo por tal no a aquel que divide o retarda su relato para hacer sitio a sus hallazgos, sino al que los alimenta naturalmente con ellos y así los hace vivir.

Esta presencia de la poesía, difusa en la narración, es fruto sin duda de la decisión del autor: Hernández, en la "Explicación falsa de mis cuentos" (144), ha dicho con claridad de cada cuento naciente: "deseo que tenga hojas de poesía o algo que se transforme en poesía si la miran ciertos ojos".

No es, como ha dicho Supervielle, que haya trozos o pasajes de poesía en el relato: es que hay en todo él un porcentaje uniforme e indeterminado de poesía, o que se ve poesía mirado por los ojos adecuados.

 

3.4. Hay también, igualmente, un porcentaje uniforme e indeterminado de angustia, que parece ser la que despiertan en el autor sus personajes -hombres oscuros y mediocres sumergidos en una realidad ininteligible-, y el relato en sus lectores, y que es, más probablemente, una forma de manifestarse la cierta piedad que Hernández siente por sí mismo, por su propia incapacidad para domar al mundo y adaptarlo a sus gustos y a las necesidades de su espíritu (y de su cuerpo).

Ya hemos dicho que Hernández trató infructuosamente de vivir de su música (y de lograr una contrapartida económica por su literatura). Y hemos dicho también -lo que la utilización casi constante de la primera persona en el relato subraya- que él mismo invade con frecuencia la estructura de sus personajes, y que, aunque no puede hablarse estrictamente de obra autobiográfica, el autor está presente en toda ella, hombres, tiempos y espacios (145).

Tal vez por eso, porque más que de otra cosa se trata de piedad por el hombre o por si mismo, por sus debilidades y desviaciones, por su incapacidad para resolver realmente sus problemas, tal vez por todo eso, la angustia no llega nunca a ser demoledora, a destruir a los personajes, ni a colocarlos en bretes sin salida.

El remedio, para esta conciencia que sabe de sus propias limitaciones frente al mundo común y sus exigencias, está, notablemente, en un cultivado sentido del humor. Cultivado, pero innato.

Se cuenta, por ejemplo, que no obstante la importancia que siempre le atribuyó a la música, no tenía inconveniente en sentarse al piano y bromear con ella, e interpretaba, para su regocijado auditorio de amigos o familjares, por ejemplo, Schumann "según una señorita de fin de siglo", o "como un niño que recién empieza a estudiar piano", o "como un coronel retirado", o "una maestra de escuela", o aun como lo interpretarían otros compositores conocidos (146). No es extraño, pues, que ese tono humorístico se advierta ya en sus primeras obras, "Fulano de Tal", "Libro sin tapas" y "La envenenada" (147).

El sentido del humor, pues, es anterior a la angustia o a la piedad, aunque en definitiva le sirva para atemperarla o diluirla.

Lo conservó, por otra parte, hasta el final de su vida: hizo bromas -dice Paulina Medeiros- hasta poco antes de su muerte (148).

Hay que aclarar, además, que nunca fue el suyo, ni en su vida de relación ni en su obra literaria, un humor áspero ni hiriente, ni se transforma, nunca, en ironía. Por ahí, precisamente, señala Zum Felde uno de los puntos fundamentales de diferencia con Borges. Aunque hay, por supuesto, otras diferencias (149).

Está, más bien, trabajado por el lado de lo absurdo, un poco a lo Kafka, que se regocijaba, él y sus amigos, con "La metamorfosis", por ejemplo, también una piadosa metáfora del hombre, o con las desventuras de los personajes de sus novelas principales; no nos parece, sin embargo, que la cosa evolucione hacia la caricatura o la complacencia con lo grotesco en escenas o estampas de sabor goyesco, como se ha señalado (150); y ello, porque todo está teñido de una nostalgia evocadora y de un auténtico cariño por sus personajes (151).

En síntesis, pues: puede señalarse que el sentido del humor, y el ejercicio del humor, aunque previos en él a toda crisis de angustia o al desarrollo de un sentimiento de piedad por sí mismo y por el hombre, cultivados en forma constante y cuidadosa, facilitan el deslizamiento de lo absurdo, diluyen la angustia o la piedad supervinientes, y aun quitan al relato toda posibilidad de caer en el mundo del horror (152).

"Lo cómico -dice Calvino (153), en pocas palabras- transfigura la amargura de una vida tejida de derrotas".

 

3.5. Es usual también señalar en la obra de Hernández una constante tendencia a la evocación del pasado.

La observación es correcta, pero requiere algunas precisiones.

La primera tiene que ver con la ubicación histórica o cronológica del pasado que evoca. No es, en efecto, un pasado inmediato con relación al tiempo de la narración, ni un pasado ajeno al narrador, aunque a veces el narrador parezca colocarse fuera de él, o a su lado. Los hechos, los lugares, los tiempos los personajes evocados, no son los del día de ayer, sino los de un pasado que parece distante, que se desdibuja y hasta confunde en el relato, del que se dan detalles que parecen secundarios y del que se omiten detalles que podrían parecer importantes (tal, precisamente, como opera la memoria); una especia de ligera niebla, como en esas fotografías logradas con filtros para efectos especiales, transfigura el paisaje, difuma los límites de las figuras, superpone parcialmente los colores. Pero no son tampoco los de un tiempo no vivido por el narrador, ni los de un espacio ajeno a él: son hechos, lugares, tiempos, personajes, tomados de la infancia, de la adolescencia, de los primeros tiempos de madurez del propio Hernández, que Hernández conoció y almacenó en su memoria, y que vuelven a la luz, como esos juguetes, o esas ropas, o esos libro. que se han tenido años en algún sitio guardados con la decisión de volver alguna vez a verlos, y que irrumpen en el presente con su alma del pasado, indiferentes a los cambios que se han producido mientras tanto.

La segunda precisión tiene que ver, precisamente, con esta implicancia del narrador en lo evocado. Son hechos, lugares, tiempos, personajes, que Hernández ha guardado en su memoria, pero el relato, o los relatos, en el que se insertan no es estrictamente autobiográfico. Pueden descubrirse, en ellos, a Hernández; pueden servir, y sirven, para comprenderlo incluso como persona; pero no sirven en cambio ni siquiera como punto de partida para reconstruir su vida, porque están, todos, mágicamente reelaborados, ordenados de otra forma, seleccionados según criterios diferentes a los que la vida utiliza. La realidad que de ellos resulta no es por cierto la realidad de la que ellos resultaron.

No es tampoco -tercera precisión- una evocación neutral de esos hechos o personajes del pasado, a la manera de la evocación que intente el historiador o el cronista: Hernández, por el contrario, trata de evocarlos incluso con la carga afectiva que para él mismo, en su momento, tuvieron, o con la carga afectiva que al narrarlos cree recordar que tuvieron. Puede ser que se pueda decir (154) que se evocan los sucesos y, además, el sabor que tuvieron; pero nos parece que eso es poco y que no es del todo claro; preferimos hablar de su carga de afectos, por un lado, y dejar en duda sí esa carga fue la que los hechos tuvieron o sólo la que al evocarlos se cree que tuvieron. En ese sentido, parece inevitable en pensar en Proust como antecedente, aunque no tenemos constancia de que haya formado parte de sus lecturas (155).

Los hechos, los lugares, los personajes evocados, además, no sólo son ajenos al narrador y a sus afectos, sino que resultan familiares al lector, aun cuando el lector no haya estado ahí cuando ocurrieron, o no haya conocido nunca a la persona concreta que se evoca. Y ello porque, en cambio, sí ha conocido a otra u otras similares, y sí ha estado alguna vez en algún sitio y en algún tiempo sustancialmente idénticos a los que Hernández evoca. Hernández habla de hombres y mujeres, de lugares y épocas, muy concretamente montevideanos o uruguayos, de sucesos ocurridos en barrios que, si se los busca, estén ahí, incluso hoy, u ocurridos en ciudades o pueblos del interior de nuestro país, que no han cambiado mucho, o no en lo que mejor los define, desde aquellos tiempos en los que Hernández los ve hasta estos en los que los podemos ver nosotros. En ese sentido, Hernández es un continuador del escritor que conoció cuando cursó primaria, José Pedro Bellán, y el antecedente inmediato de Juan Carlos Onetti (156).

Por último: no se trata solamente de una tendencia a la evocación, de usar de los recuerdos almacenados como materia prima de sus relatos; se trata de esto, sí, pero además se trata del análisis minucioso de los modos de la evocación, del cómo de la memoria, de los caminos que se recorren para traer de nuevo a la superficie todo ese tesoro que el tiempo va ocultando bajo ella. Hay, así, una meditación filosófica sobre la conciencia, de alguna manera fruto de aquellas aficiones y lecturas que le hemos señalado, y aun de sus experiencias directas y personales facilitadas por el Dr. Alfredo Cáceres con sus enfermos mentales. Y hay, además, un tema, el de los mecanismos de la evocación, tan importante en el conjunto que justificará que nos refiramos a él por separado en el capítulo siguiente (157).

 

3.6. No es, tampoco, la de Hernández, una evocación textual de la realidad: la realidad, estéticamente, es débil, y Hernández prefiere no defenderla de la constante presión de su fantasía.

Resulta, así, no solamente modificada por sus afectos sino por su muy libre y a veces disociada imaginación.

Decir, entonces, que Hernández comparte con Borges la primacía del cuento fantástico en el Plata (158) nos parece decir muy poco. Es menester precisar y detenerse en el concepto, y entender, ante todo, porque servirá para los análisis posteriores, que casi no existen en su obra elementos sobrenaturales o contrarios a lo natural, y que lo que ocurre, más bien, es que la realidad se ve desde una especialísima perspectiva que la vuelve fantasmagórica (159).

Aunque la tendencia se advierte de alguna forma desde sus primeras obras (160), en realidad resulta clara, y se vuelve permanente, a partir de la composición de "El caballo perdido" (161), publicado por primera vez, según hemos señalado, en 1943.

El método o procedimiento empleado por Hernández para colocarnos en el camino de su fantasía, aunque parezca sencillo, es infrecuente y difícil de practicar con buenos resultados: se trata de utilizar algunas expresiones o giros del lenguaje que sugieran, simplemente, que no hay relaciones de causa a efecto, o por lo menos que esas relaciones no son aparentes y que las cosas ocurren sin que se sepa muy bien por qué.

Jason Wilson, por ejemplo, señala dos expresiones muy frecuentes en la narrativa de Hernández como clave de este proceso de transformación de la realidad real (diríamos) en realidad fantástica: las expresiones "me ocurrió" y "lo inesperado" y todos sus sinónimos (162).

La observación es sin duda inteligente, pero no basta, nos parece, para explicarlo todo; al fin de cuentas, lo fantástico, en Hernández, nace sin duda de lo real: siento, dice en la "Explicación falsa", que "en un rincón de mi nacerá una planta", y él, y sus rincones, son por cierto una parte de la realidad.

La transformación del mundo cotidiano en un mundo que sigue siendo el mismo y que parece otro (o tal vez mejor: que es otro pero sigue pareciendo el mismo) se logra en Hernández, conciente o inconcientemente, por diversas circunstancias y factores, y en definitiva por su confluencia.

Se logra, ante todo, por la utilización de esos giros del lenguaje que hemos señalado, y por la utilización de otros, o, más ampliamente, por el "funcionamiento particular del lenguaje" todo (163), que se pone al servicio de esta tentativa del narrador de recrear sobre bases ciertas pero según su propia perspectiva el mundo y las personas que conoce o que recuerda.

Pero se logra, además, gracias a la frecuente utilización de lo absurdo -con más variedad incluso que en el propio Kafka, que inventa un absurdo inicial, la metamorfosis de Gregorio, por ejemplo, en un innominado insecto, pero que, aceptado, vuelve lógicas y no absurdas las conductas posteriores-, que, por serlo, es también ligeramente risueño (164).

Es cierto que, a veces, las tintas se cargan tanto que el mundo recreado, más que absurdo, casi parece en realidad grotesco; pero incluso en esas hipótesis extremas, se trata de un grotesco especial, suavizado siempre o casi siempre por ese sentido del humor que parece realmente definidor de la personalidad del cuentista.

Se logra, asimismo, gracias a las frecuentes incursiones en el tema o el problema de los estados mentales anormales, por el que se había interesado desde sus estudios más o menos formales de psicología, y al que había alimentado con el estudio u observación de los pacientes del Dr. Cáceres, psiquiatra, que lo llevaba con él, a su pedido, incluso a almorzar, al Hospital Vilardebó, y que, sugestivamente, aparece planteado como primera preocupación en el prólogo de su primer libro, "Fulano de Tal", de 1925: "Conocí un hombre, una vez, que era consagrado como loco y que me parecía inteligente. Conocí otro hombre, otra vez, que estaba de acuerdo en que el loco consagrado fuera loco, pero no en que me pareciera inteligente". Luego "me ocurrió algo inesperado: leyendo repetidas veces lo que escribió el consagrado, me convencí de que, en este caso, como en muchos, no tenía importancia convencer a un hombre". "Y me quedé loco de no importárseme el por qué de nada y de no poderme entretener; todos los demás se pueden entretener y no están locos" (165).

Esta temprana ubicación del tema de la locura en la obra de Hernández, y sus varios y posteriores desarrollos, apuntala también la construcción de la gran estructura fantástica de su mundo literario.

Junto a la locura, y en el mismo sentido, funcionan los abundantes y diversos complejos sexuales que caracterizan a sus personajes principales: el amor del protagonista de "Las Hortensias" por sus muñecas, por ejemplo, es también un camino directo al mundo de la fantasía. Bueno es aclarar, sin embargo, que Hernández no apoya las desviaciones de esos sus personajes: se limita a mirarlas, ligeramente burlón y divertido, con ese aire de piedad y comprensión por las debilidades de todos, que ya le hemos señalado, y a relatar con cierta neutralidad aparente sus desventuras (166).

El mundo fantástico creado por Hernández -recreado, desde los mismos elementos que integran el real- se vuelve así un mundo hermético, cerrado, separado de los otros conocidos o imaginables, tan fascinante como el que tal vez algún día podamos explorar en otro lugar distante del espacio.

Dos palabras más para terminar con este punto.

Lo fantástico no es sólo una característica del estilo de Hernández:

individualizar el cómo de la creación del misterio -como el de los mecanismos de la memoria- es también, él mismo, un tema para la creación literaria; es, en Hernández, el tema de "Drama o comedia en un acto y varios cuadros", publicado primero en el periódico "La Palabra", y último texto de "Libro sin tapas" (167).

El análisis no es tan fino ni insistente como el de los mecanismos de la memoria, pero es útil como ilustración de la importancia que Hernández atribuía a lo fantástico como ingrediente de la narración.

 

3.7. Casi como consecuencia natural de la tendencia a la evocación, y como adherencia típica de lo fantástico, otra característica aparece con claridad en la obra de Hernández: es la evidente indeterminación del tiempo y del espacio o lugar en los que transcurre la acción.

No se trata, por supuesto, de entrar aquí en las sustanciales vinculaciones entre éste y aquél, sino, más sencillamente, de verificar que ambos parecen tan poco precisos, tan poco determinados, como a la evocación y a lo fantástico, al mismo tiempo, conviene.

"Al avanzar en nuestro análisis -dice Saad- nos fue dable observar que tiempo y espacio se asocian íntimamente en estas obras, de tal suerte que es posible -a veces- considerar el relato como espacio narrativo, que el tiempo atraviesa o modifica, y que este espacio narrativo, a su vez, puede alcanzar -es el caso de "Las Hortensias" por ejemplo- una arquitectura de gran riqueza y precisión" (168).

El lector sabe, porque Hernández de alguna manera, en cada caso, lo sugiere o lo dice, o porque los tiempos verbales utilizados lo llevan inevitablemente al pasado, que lo que se narra o evoca no pertenece al presente, sino, por el contrario, que ya ocurrió, alguna vez. Pero este viaje hacia atrás carece en realidad de indicadores: ocurre u ocurrió antes, bastante antes, pero en verdad no se sabe nunca cuándo; y aun los tiempos presumiblemente propios de los distintos fragmentos del relato aparecen referidos a un tiempo global, único e indeterminado, en el que a todos se lo hace transcurrir.

Esta indeterminación del tiempo, queda dicho, se logra ante todo con los tiempos verbales empleados, con el tono informal o coloquial que se da sistemáticamente al lenguaje, con el relato en primera persona, que de alguna manera refiere todo al tiempo del relator. Pero se da también -como lo fantástico con la utilización del "se me ocurrió que" o "de improviso"- con la utilización de algunos giros particularmente sugerentes y vagos: "en aquel tiempo", por ejemplo (169), utilizado con la misma vaguedad en los mitos y las religiones, y del mismo tipo, agregamos, que el "había una vez" con el que comienzan los también de tiempo indeterminado cuentos infantiles.

No son más identificables los lugares, el espacio, en los que transcurre la acción.

Se trata, en efecto, de pueblos pequeños y sin personalidad, de escenarios o teatros que en nada se distinguen los unos de los otros, de personajes de tan poco relieve que nunca permiten deducir el lugar en el que se encuentran o en el que actúan.

Es cierto que se describen lugares: calles, plazas, bancos, habitaciones de hotel, escenarios, o comercios. Pero en ningún caso con característícas o detalles que permitan referirlos a lugares determinados. Es, sencillamente, "allá" (170), como en lo que tiene que ver con el tiempo es también sencillamente "antes".

Es inevitable, y así ocurre en Hernández, que esta indeterminación de espacio y tiempo, sumada a esas otras características que hemos señalado (la tendencia a la evocación, la invasión de lo fantástico), desemboque en una formidable ambigüedad, en la ambigüedad de un mundo que no se sabe cuándo en realidad existió, ni dónde, ni qué significa exactamente, ni cómo debe ser interpretado o recibido: "en Felisberto es ambiguo hasta el estatuto (condición o régimen) del yo. Casi todos sus relatos están narrados en primera persona, pero sólo epidérmicamente incitan a identificar este yo textual con el del productor del mensaje" (171).

 

3.8. A esta sensación de ambigüedad, de polivalencia, contribuye sensiblemente el singular tratamiento que en la obra de Hernández reciben las cosas, los objetos que integran el mundo cotidiano en el que Hernández mueve a sus personajes, o mueve en realidad sus afectos y su memoria.

Muy agudamente, José Pedro Díaz señala lo más importante sobre el punto: que los objetos, las cosas, en la obra de Hernández, no importan como delatores de la presencia del hombre -que es lo que ocurre en Balzac, por ejemplo-, ni como desencadenantes de procesos psicológicos secundarios -y propone el caso de la servilleta almidonada de Proust-, sino como objetos en sí, por lo que hay en cada uno de ellos de inane o de inerte (172).

Los objetos, en efecto, no están en función del hombre, o al servicio del hombre -que es el papel o el lugar que normalmente el hombre, implicado al fin, suele asignarles-, sino en función y al servicio de sí mismos. Y preferimos decirlo así, más que conformarnos con la afirmación usual de que "toman vida como las personas" (173), o aun la más inteligente de que "nos crean la ilusión de estar palpitando en nuestras manos" (174), porque la suya no es sencillamente vida vegetativa, sino incluso vida conciente, voluntad, afecto: personificación, en sentido estricto del término.

Más aun: por momentos, los objetos parecen más personas que las personas mismas, o más capaces de acciones y pasiones. La sensación resulta, sin embargo, más que de la jerarquización de los objetos, de la mediocridad y de la indecisión de los personajes (175), a los que las circunstancias llevan sin dificultad, como el viento a las hojas, por momentos mucho más que a los objetos mismos.

Parece innecesario señalar en qué importante medida este singular tratamiento del mundo que solemos considerar secundario y subordinado contribuye a crear esos ambientes mágicos, esos efectos fantásticos, tanto como la indeterminación de espacio y tiempo, de los que ya hemos hablado.

No vemos fundamento, en cambio, a la afirmación de que, por ahí, los objetos en Hernández se acerquen a los objetos hostiles de Marx, o se identifiquen de alguna manera con ellos (176): si la idea de Marx es la de que la vida que el trabajador ha dado a los objetos se le opone como una fuerza ajena y hostil, en la que Hernández les da no hay hostilidad ni oposición, aunque haya autonomía o personalidad.

Y la circunstancia de que Hernández considere incluso a sus propios Cuentos como cosas que nacen, crecen y viven con prescindencia de él (177) contribuye a quitar fundamento a la tesis de su hostilidad.

A la misma conclusión lleva su cordial primera reflexión sobre las cosas, y su relación con las personas, las ideas y los sentimientos, todos funcionando en pie de igualdad o idéntica jerarquía. Dice, en efecto, en "La cara de Ana", de 1930: "Cuando sentía parecido a los demás, las cosas, las personas, las ideas y los sentimientos se asociaban entre sí, tenían que ver unos con otros y sobre todos ellos había un destino impreciso, desconocido, cruel o benévolo, y que tenía propósito". "En el movimiento entraban y se asociaban también las cosas quietas y eran un poco más humanas que objetos" (178).

No es extraño, así, que se desemboque en un cierto animismo (179), en un mundo en el que, sin perjuicio de los hombres y mujeres que se mueven en él, las cosas aparecen animadas -es decir, con alma- y se mueven al mismo tiempo que las mujeres y los hombres.

Valgan, como ejemplos tempranos, la insólita animación de los elementos geométricos de "Genealogía" (180), o la de "La pelota" de su infancia, que "hacía movimientos por su cuenta: tomaba direcciones e iba a lugares que no eran los que yo imaginaba; tenía un poco de voluntad propia y parecía un animalito; le venían caprichos que me hacían pensar que ella tampoco tendría ganas de que yo jugara con ella" (181).

 

3.9. Como complemento de esta personificación de las cosas hay en Hernández una cierta cosificacián, diríamos, de las personas: algunas de ellas, no todas, ni tal vez la mayoría, pero sí algunas, aparecen como objetos, identificados con la función que cumplen (182).

Esta cosificación, por otra parte, funciona en realidad como primera etapa o como presupuesto de una ulterior e inevitable fragmentación del ser. Es -intelectualmente, por supuesto- como si de pronto las personas quedaran transitoriamente petrificadas, se quebraran y dividieran en sus partes, y, luego, sus partes retomaran, cada una, su porción primitiva, poro ahora independiente, de vida.

En este proceso de cosificación, pues, las personas toman la naturaleza de las cosas para poder medirse con ellas (183), funcionar coherentemente en su mundo, pero luego, fragmentadas, vuelven a vivir, a ser nuevas aunque parciales personas, a ser individuos -valga la contradicción- divididos, o divisiones de individuos.

El análisis, aquí, llega a una callejón sin salida; porque estas partes vivas en que se fragmenta el ser, ¿en qué difieren en realidad de las cosas animadas en las que se han transformado las inertes?; ¿cuál es la diferencia entre la pelota viva, que salta según su propia voluntad y decisión, y las manos del pianista, que actúan con prescindencia de la cabeza a la que debiéramos suponerlas unidas y aun subordinadas?

Es lo mismo, entonces, afirmar que el mundo todo se vuelve un conjunto de cosas animadas, que un conjunto de seres cosificados. La sensación de irrealidad, de confusión, es en todo caso la misma.

Los ejemplos, por supuesto, pueden multiplicarse.

Para reiterar la idea, ya adelantada, de que todas o casi todas las características fundamentales de la obra de Hernández pueden verse desde sus primeros textos -aunque evolucionen y maduren con el tiempo-, sirva el ejemplo de la barba metafísica, título incluso del relato, incluído en "Libro sin tapas", en el que Hernández describe una barba y aclara luego que su "portador era un hombre jovial" (184), su amigo y editor Venus González Olasa; o el de los pies, que de pronto "se le movieron y le llevaron el cuerpo para otro lado", en "La envenenada" (185).

Más todavía (y más sorprendente): no sólo las partes fácilmente identificables del cuerpo son distintas del cuerpo mismo; lo son también, o así funcionan, los sentidos, que aunque radicados, por supuesto, en soportes reales, científicamente discernibles, tienen una realidad mucho menos aparente o identificable que una barba, o los pies, o las manos. "Empecé a tantear con los ojos y con los oídos como cuando era niño, pero más que yo tantear las cosas, ellas pasaban por mi tacto", reflexiona en “El convento", en un ejemplo notable, porque muestra tanto a las cosas animadas, como al tacto independiente del sujeto que narra la experiencia (186).

En fin: hasta ciertos valores estrictamente espirituales (los sentidos, al fin de cuentas, no lo son) aparecen por momentos separados e independientes de quien debiera ser su verdadero titular: "a veces le venía una esperancita", dice en el "Prólogo" de "Libro sin tapas"; a cierta clase de hombres, agrega, "se les rompía la llavecita-esperanza con que se daban cuerda" (187); "la he sorprendido" (dice, refiriéndose a la vanidad en la "Dedicatoria" de "La filosofía del gangster") en medio de una conversación, como si distraídamente, al apoyar le mano en una mesa, la hubiera puesto encima de un 'Tangle-foot', papel para cazar moscas" (188).

En síntesis, pues: no sólo las cosas tienen vida; la tienen también las partes resultantes de la fragmentación del ser, sus barbas, sus manos, o sus pies; la tienen sus sentidos, la vista o el tacto, por el que se hacen rozar las otras cosas; y, aun, la tienen sus virtudes, su esperancita, y naturalmente también sus defectos, la vanidad por ejemplo.

No puede llamar la atención, pues, que un mundo poblado así resulte al lector común un mundo verdaderamente fantástico, extraño, diferente, aunque todos y cada uno de los elementos que lo integran provengan de la vulgarísima realidad de cada día.

NOTAS AL CAPITULO

 

(128) "La Licorne", setiembre de 1955. págs. 97-98.

(129) José Pedro Díaz, trabajo cit., págs. 97 y SS.

(130) El texto de "Explicación falsa de mis cuentos" puede verse en el tomo cuarto de las obras completas, "Las Hortensias", editorial "Arca", Montevideo, 1967, pág. 7.

(131) Giraldi de Dei Cas. op. cit., págs. 11, 13, 14 y concs.

(132) Conf. carta de 12 de julio de 1945. en P. Medeiros, op. cit., págs. 94.

(133) Trabajo cit., pág. 6.

(134) Ida Vitale, trabajo cit., pág. 9.

(135) Italo Calvino, "Las sarabandas mentales de Felisberto Hernández", en "Eco". No. 209, Bogotá, Colombia, marzo de 1979, pág. 538.

(136) Paulina Medeiros, op. cit., pág. VIII.

(137) Arturo Sergio Visca. trabajo cit.

(138) José Pedro Díaz, "Prólogo" a "Diario del sinvergüenza" cit., págs. 19 y 20.

(139) Nicasio Perera San Martín, "Sobre algunos rasgos estilísticos de la narrativa de Felisberto Hernández". en Aloin Sícard. "Felisberto Hernández ante la crítica actual", "Monte Avila Editores", Caracas, 1977, pág. 246.

(140) Alberto Zum Felde, "Proceso Intelectual del Uruguay", ediciones del Nuevo Mundo, tomo III, págs. 195 y ss.

(141) Trabajo cit., pág. 11.

(142) Así lo analiza Hugo Riva para "Por los tiempos de Clemente Colllng", en "FeIisberto Hernández; notas críticas" cit., pág. 56.

(143) Conf. Nicasio Perera San Martin, trabajo cit., págs. 241-242.

(144) En Felisberto Hernández, "Las Hortensias" cit., pág. 7.

(145) Véase 3.2.

(148) Giraldi de Dei Cas, op. cit., pág. 53.

(147) Conf. José Pedro Díaz, "Una bien cumplida carrera literaria", en "Marcha" de 11-Xl-960.

(148) P. Medeiros, op. cit., pág. XX III.

(149) Ricardo Pallares, "Felisberto Hernández y las lámparas que nadie encendió", Departamento de Investigación y Estudios Superiores de Letras Americanas, lns. tituto de Filosofía, Ciencias y Letras, Montevideo, 1980. pág. 7.

(150) Ricardo A. Latcham. "Los relatos de Felisberto Hernández", en Walter Rela, "Felisberto Hernández; 5 cuentos magistrales" cit., pág. 84.

(151) Hugo Riva, "Por los tiempos de Clemente Colling", en "Felisberto Hernández; notas críticas" cit., pág. 69.

(152) En este último sentido, Carlos Martínez Moreno, trabajo cit., pág. 643.

(153) En "Nota introductiva" a "Nessuno accendeva le lampade", ed. Einaudi, Torino, Italia, 1974.

(154) A. Zum Felde, "Proceso intelectual del Uruguay", cit., pág. 195 y ss.; Hugo Riva, trabajo cit., pág. 49.

(155) Apenas una referencia de Esther de Cáceres, trabajo cit.. pág. 9.

(156) José Pedro Dfaz, "Una conciencia que se rehúsa a la existencia" cit., pág. 72.

(157) Véase 4.2.

(158) A. Zum Felde. trabajo cit.

(159) Conf. Arturo Sergio Visca, trabajo cit., pág. 196 y ss.

(160) José P. Díaz, "Una bien cumplida carrera literaria" cit., pág. 33.

(161) José P.Díaz."F.H.: una conciencia que se rehúsa a la existencia" cit., pág. 97.

(162) Jason Wilson. "Felisberto Hernández: inexplicables tonterías", en "Felisberto Hernández ante la crítica actual" cit., pág. 347.

(163) Maryse Renaud, "El acomodador", en "Felisberto Hernández ante la crítica actual" cit.. pág. 261.

(164) En sentido parecido, A. Zum Felde, trabajo cit., págs. 196 y ss.

(165) F. Hernández, "Primeras invenciones" cit., pág. 15.

(166) Conf. en lo sustancial Ruben Cotelo, "La casa inundada", en "El País" de 19-X 11-960.

(167) F. Hernández. "Primeras invenciones" cit.. pág. 57 y se.

(168) Gabriel Saad, "Tiempo y espacio en algunas narraciones de Felisberto Hernández", en "Felisberto Hernández ante la crítica actual" cit.. pág. 282.

(169) José P. Díaz, "F. H.: una conciencia que se rehúsa a la existencia" cit.. pág. 78.

(170) Conf. Claude Fell, "La metáfora en la obra de Felisberto Hernández" en "Felisberto Hernández ante la crítica actual" cit., pág. 364.

(172) José P. Díaz, "Felisberto Hernández: una conciencia que se rehúsa a la existencia" cit., pág. 105.

(173) Italo Calvino, trabajo cit., pág. 537.

(174) Domingo Luis Bordoli, en "Asir". Mercedes, No. 11.

(175) En ese sentido, Saúl Yurkievich, en "Felisberto Hernández ante la crítica actual" cit., pág. 379.

(176) José Pedro Díaz, trabajo cit.. pág. 108.

(177) Véase sobre el punto "Explicación falsa de mis cuentos", cit.

(178) Felisberto Hernández, "La cara de Ana". en "Primeras invenciones" clt. pág.

(179) Conf. Arturo Sergio Visco, trabajo cit., págs. 29-30.

(180) En "Primeras invenciones" cit.. págs. 44 a 46.

(181) En "Primeras invenciones" cit., págs. 127-128.

(182) Hugo Riva. "Por los tiempos de Clemente Colling" cit., pág. 62.

(183) Carlos Martínez Moreno, trabajo cit., pág. 460.

(184) En "Primeras invenciones" cit.. pág. 55.

(185) En "Primeras invenciones" cit.. págs. 87, 90,91.

(186) En "Primeras invenciones" cit., pág. 75.

(187) En "Primeras invenciones" cit., págs. 26 y 30.

(188) En "Primeras invenciones" cit., pág. 110.

 

Felisberto Hernández, el hombre y el narrador

Raúl Blengio Brito

Ediciones de la Casa del Estudiante  

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