Como conocí a Florencio Sánchez


Luis María Guinasso

No fue por cierto en esas circunstancias de las que por siempre se guarda un deleitable recuerdo. Nada de esa. Sin embargo, evocaré aquellos momentos, alivianándolos de los tintes de lustre, porque ellos tuvieron, en la iniciación de mi vida espiritual, una influencia honda y acaso perdurable.

Fue allá por 1906. Por Julio o Agosto. No lo podría precisar con certitud. Asistía cotidianamente a una barra del «Polo Bamba» del inolvidable Severino San Román, en su última etapa; es decir, en el ocaso de los cafeteros románticos a lo Brulé, con más de Mecenas que de mercader fenicio. Integrábamos el corro parlero: Guillermo Busch, Carlos Callorda y Callorda, los hermanos Villarino, el también maestro y chofer Rossi, el gramático — ¡horror! — Gámez Marín, un señor Campos, ferretero, y algún otro que se pierde en los recuerdos abisales de mi memoria. A tres mesas de distancia, otra barra, animosa y vocinglera, era el escándalo profano de aquel salón, que más tenia de ágora que de recatado albergue de ociosos. Presidíala el apolíneo y solemne Aurelio del Hebrón (Alberto Zum Felde - N del E.), ya entonces un valor efectivo en la república arbitraria de las letras. En torno suyo, giraban como satélites, valorables unos y anónimos otros: Manuel Medina Bentancour, Angel Falco, Justo Deza, Horacio Dura, un congestionable señor Bixio, un profundo señor Colombo, que siempre leía en alta voz cosas seriotas y epatantes, Orsini Bertani, Ricardo Roldán, Erzerguer, Ricardo Elíseo Gómez y algún zascandil, que diría Severino, cuya nomenclatura ha extraviado ahora mi pensamiento trajinado. En el piano, solía arpegiar y atacar cosas huideras y de sabor hispánico, el amojamado y erecto como un obelisco: Leoncio Lasso de la Vega. Esos días, en los cuales fijo la fecha imborrable de mi conocimiento de Florencio, había vendaval literario. En «El Día» se habían trenzado diabólicamente Roberto de las Carreras y Horacio Quiroga, a raíz de la aparición de «Arrecifes de coral». Yo me había alistado voluntario en las huestes defensoras del primer cuentista de suramérica. Mi entusiasmo y exaltación fueron tales, que los apaciguó un contrincante con un bollo formidable que hoy todavía me tiene electrizado el pómulo derecho.

Un medio día de frío crudo y de ábrego temoso, apareció en el «Polo», magro y risueño, Florencio Sánchez. Varios camaradas saliéronle al cruce. Abrazos, palmoteos, risotadas, estallaron en el café. Yo, que no le había tratado jamás, quedé solo en la mesa, paladeando el negro postre de los metafísicos.

Guillermo Busch me llamó:

—¡Veni, botija! Te voy a presentar al más grande de todos los Florencios y al más criollo de los Sánchez!

Me agregué al cenáculo previo un fuerte apretón de manos con el autor de «La gringa». Florencio oía a todos ahíto de satisfacción. Esa mañana había llegado de Buenos Aires, pues a la noche, la compañía de Cordero y la Petalardo le estrenaba en el Politeama su obra reciente, gran éxito en las carteleras porteñas: «En familia».

El divino bohemio, que no daba tregua en llevar a la nuca el mechón que a cada instante le caía sobre los ojos como «el ala negra del cuervo de Edgar Poe», me miró de súbito fijamente, preguntándome:

—Y Vd., mocito, ¿escribe en algún diario?

—No señor.

—Caramba..! ¿Entonces está virgen?...

Enmudecí como un colegial tomado infraganti de cosas feas. Yo me sentia arrebolear la faz, mas, muchísimo más de lo que la he llevado siempre. Algunos hicieron chistes a costa de mi rostro estuante y de mi perplejidad desmazalada. De haber proseguido el chungeo, me habría caído de la silla. Felizmente, Florencio me sacó de encima a aquellos pelmas, llevando la atención del corro a otras latitudes. Al rato largo, recién me repuse de aquellas fullerías. Fui cobrando ánimos. Algunos bebieron kummel con Florencio Sánchez. Otros repitieron la dosis de café. De concesión en concesión, todos al fin cedieron la palabra al intenso dramaturgo, que se ponía más locuaz por momentos. Contó su perra vida en Buenos Aires y en provincias. Las alegrías y desazones disfrutadas y sufridas con estoicismo zenoniano. El kummell rellenaba, minuto a minuto, las prietas ringleras de copitas. Era kummell escarchado. Florencio, admirable catador, afirmó varias veces, que el bebraje era legítimo, Y proseguía hablando brillantemente, pintorescamente. Recorría todas las gamas de la expresión. De lo hilarante a lo hondo y reflexivo. De lo cómico a lo trágico. Era un consumado causeur. Animaba todo lo que rozaba su mágica interpretación. Los sarmentosos dedos de sus manos ágiles como el torbellino, enhebraban las volutas azules de los cigarros permanentemente encendidos. ¡Cuántas cosas bellas dijo! ¡Qué asombrosa facultad para cronicar con su dialéctica fluida aún sus raros temas pedestres!

Yo rebozaba de orgullo al saberme ya amigo del genial escritor. No cabía dentro de mi esmirriado pellejo.

A las 6 de la tarde, Florencio estaba ya vencido por las profusas libaciones. Su inquieta y hermosa cabeza presentía rodar hacia el abismo de una insondable y absoluta negación... Se le sacó de la silla y en séquito silencioso lo condujimos a una cama del hotel de enfrente. En una pieza del «Barcelona», se le guardó con solicitud hierática. Yo, tal vez el único fresco de verdad, me constituí en cancerbero, acurrucado en una silla, a la vera del lecho sagrado. Cerraron la puerta con exceso de cautela y allí quedamos, frente a frente, uno eterizado y otro grávido de preocupaciones, — ¡oh, sí, !o garantizo! — de preocupaciones terribles, inenarrables y de angustias infinitas, torturantes!

A las diez de la noche vinieron algunos amigos a buscarle. Eran los mismos del café. Florencio despertó dormijoso. Estaba como tundido.

—Vamos, viejo, que te esperan en el Politeama! — ordenóle Guillermo Busch.

—Y qué, hermano, ¿todavía estamos «En familia»?...

—¡Si, viejo! Cordero desespera por vos. El teatro está desbordado. Ya el público te ha reclamado al final del primer acto. ¡Vamos, viejo, coraje!

—Chá, que bomba!...

Florencio bebió un poco de coñac. Hizo unas abluciones con tal caudal de agua, que el piso de la pieza quedó como bajo una inesperada inundación. Al fin estuvo listo. Bajamos a la calle y dos coches nos llevaron a! Politeama. Nos colamos al escenario tras el autor. Estaba la obra en su tercer acto. La Pestalardo abrazó a Florencio, susurrándole al oído, con requiebro venustiano:

—Hoy está Vd. en otra de sus noches inmortales, Florencio!

—¿Va bien la obra?

—¡Insuperable! ¡Y si viese Vd. al público que nos trae confundidos! ¡Vea Vd.!.. ¿Siente? ¡Oiga Vd. eso! ¡El disloque!

En la sala restallaban frenéticos los aplausos. Muchos gritaban. Y aquel ulular estrepitoso llegaba hasta nosotros, que nos hablamos aculado a un gran rompimiento de «Los dos pilletes», emocionados de la coronilla al cálcaneo.

Algunos minutos después cayó la cortina en medio a una barahúnda descomunal del soberano, Florencio corrió hasta nosotros, como implorando refugio y protección.

—¡Esto es lo más terrible! — nos dijo.

En seguida, los faranduleros lo arrancaron de nuestra compañía. Lo arrastraron por la escena hasta las candilejas que !o incendiaron con luminosidad volcánica. El horrible canglor de la sala cesó de golpe, a los breves instantes. Se hizo el silencio más imponente. Florencio, solo, medio inseguro, apostado delante del apuntador, abrió sus desgarbados brazos en actitud de estrechar aquel racimo anhelante, y prorrumpió con voz apagada y febril:

—Me confudís con este desbordado entusiasmo. Exageráis demasiado los méritos de que carezco. Pero creo en la sinceridad de este homenaje que me desorienta, porque sois mi pueblo, del que he venido y al que no sé si llegaré a su propio corazón ¡ ¡Gracias, hermanos, gracias!

El público se dio a aullar como una fiera herida. Florencio volvió a nuestro lado, nos tomó del brazo con fuerza, a mí y a Busch, diciéndonos:

— A lo de Severino, muchachos. ¡El copetín clama por nosotros!

Luis María Guinasso
Revista La Cruz del Sur - Año I Nº 6
Montevideo, julio 31 de 1924

Texto digitalizado, y editado, por el editor de Letras Uruguay

 

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