Amanda Berenguer El río y otros poemas
Prólogo y selección: Silvia Guerra
Todo junto en la linde: “donde la noche es larga y todo pasa cerca”
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La obra de Amanda Berenguer se vuelve ineludible en la poesía uruguaya dado su trabajo con la materia verbal. En su labor creativa durante más de seis décadas, incursionó y transitó desde las formas clásicas —en El Río, escrito entre 1949 y 1952 con versos endecasílabos de clara tradición hispana— hasta la poesía visual en los años setenta desplegando una variedad de formas escritúrales muy vastas. En permanente cambio, en estado de mutación que va desde lo mínimo a lo macro, en círculos que se extienden del inmediato anterior al siguiente, esta poesía crece desde lo particular hasta lo general abarcándose desde ese mismo lugar en que se inicia, en que empieza a producirse, desde donde se interroga y se invagina. “Tocar la superficie como quien hunde las manos en el agua y se pone guantes de agua y observar que lo hondo está siempre pegado a la piel de los dedos, y que con las palabras ocurre lo mismo”[1]. El monstruo incesante llamó Amanda Berenguer a un particular libro en el que se recogen entrevistas, una autobiografía y algunas conferencias suyas, publicado en 1990. Ese monstruo incesante que avanza desde y sobre la sustancia que destila y abunda, es la misma sustancia de escritura de Berenguer transformando de manera constante y creciente el material al que alude en la materia misma de su poesía y del pensamiento sobre la poesía que, en entrevistas y algunos escritos (“La imagen protagonista de nuestro tiempo”, “Dialéctica de la invención”, “Autobiografía”), inscribió sobre la fina red del tiempo. Toda su obra ha sido un tránsito dentro de un amplio espectro por el que ha circulado en su intensa búsqueda poética. Recorre atravesando distintos modos de escritura, ejercitándose y aventurándose desde los inicios: “en Elegía por la muerte de Paul Valéry yo estaba aprendiendo las caras de mi idioma, haciendo mis primeras armas, afilando las herramientas. Escribí versos medidos, rimados, inventé estrofas y complejos mecanismos verbales”[2]. Y agrega: “Dicciones y Composición de lugar son sólo dos ejemplos algo más nítidos de eso que ha sido una de las preocupaciones constantes de toda mi labor como escritora: el hallazgo de la forma que se ajuste a lo que quiero expresar, de tal manera que lo expresado quede desnudo”[3]. Berenguer vivió una vida larga y, en ese tramo, la velocidad y —sobre todo— la aceleración han sido partes constitutivas del mundo que le tocó ver y en el que participó activa, inquieta, entusiastamente. En Materia Prima (1966) están Los Descubrimientos'. “Las Nubes Magallánicas” en verso y en prosa científica con integración de un lenguaje técnico. También “La cinta de Moebius”, “Objeto volador no identificado”, “Casa de Belleza”. Es poesía abierta. En Conversación habilitante y derivados y en Trazo y derivados (1979), aparece el poema que luego de su desintegración en todas sus partículas lingüísticas, se reordena con estructura aleatoria en el espacio blanco. Es aún otra apertura. En Identidad de ciertas frutas (1983), la forma es libremente precisa y nítida. ¿La forma o el poema? La forma no es una cáscara que pueda pelarse, ni un guante que pueda quitarse: el guante es la mano.[4] Devenir en lo múltiple que habita y forma el mundo: este que nos rodea, entra por la ventana, este mismo mundo en el que conviven otros tiempos y edades simultáneamente, en esta luz que mañana será otra, otro atardecer, otra hoja la que pegue contra el vidrio, otra la golondrina o la paloma que se avenga a esta cita. En esta calidad dinámica que nos constituye, involucrada con el aspecto cambiante de la naturaleza en la que nunca habrá dos días iguales, Berenguer se inscribe y crece con su obra que, de manera casi germinativa, produce, libro a libro. José Pedro Díaz en “Todo es diálogo” decía: La obra de Amanda es ya extensa, comprende no menos de doce volúmenes, cada uno de los cuales apareció como una obra en sí, no como una mera serie de poemas sino como un conjunto organizado: verdaderos libros de poesía. El tomo en que recogió, en 1980, la obra de sus primeros treinta años de creación, Poesía 1949-1979, ponía en evidencia —tanto por la audacia de su forma como por la intensidad de vida que los nutria, la fuerza de su creatividad y de su invención formal, y también el calado— la profundidad de su realización poética[5]. Esta complejidad y diversidad en cuanto a registros, la capacidad experimentativa en esa torre de Babel siempre posible del lenguaje que Amanda busca explorando hasta en sus últimos resquicios, singularizan su producción lírica y constituye parte de la materia fundamental de su obra.
[En]
Suficiente maravilla (1953) donde la palabra se mostraba como ese ser mágico, uno no sabe si es arrastrada por ella, o si tenemos algún dominio sobre su extraña energía. ¿Cómo conseguir eso que queremos decir o que nos parece que queremos decir? Las palabras ellas mismas tienen voluntad, familia, predilecciones, amarguras, juegos prohibidos, amantes, enemigos[6] Endecasílabos partidos ubicados en el blanco de la página hilvanados a veces fonéticamente por las primeras letras de las palabras, [. . .]: árbitro verde / arbotante / arcaico / arce / arcilla solitaria, estos cambios formales se ajustan a un mundo sorprendente para ser visto, sentido, tactado[7]. Su poesía es un complejo y multifacético tratamiento sobre su material que es, precisamente, esa torre de Babel siempre posible por una parte y, por otra, son las modulaciones de esa voz del lenguaje en el espectro amplio en que se desarrollan, temporal y espacialmente.
En
Quehaceres e invenciones (1963) se integra un lenguaje coloquial con frases hechas y expresiones científicas; en
Declaración conjunta (1964) se va gestando el poema en una estructura creciente, abierta, de forma espiralada. El poema crece como crece la estructura básica de la frase gramatical. Se trata de un proceso de creación entre el tú y el yo. Esa gestación tiene forma dinámica.[8] Esa naturaleza experimental de su trabajo —en la que se abarcan las frases hechas, los refranes— como receptáculos en los que la lengua anida (“uso a menudo ‘frases hechas’ trato de buscarles el sentido oculto, original”[9], la interacción con lo que la rodea, su fascinación por lo novedoso, por lo que vendrá, el futuro que adviene; la minuciosa reiteración en lo doméstico, casero, minúsculo inserta en la naturaleza del tiempo, sobre el que el idioma se modula y desarrolla, constituye su material de escritura logrando transformar en material la propia materia que trata: “Pienso que es imposible separar la forma del fondo”[10]. Construye sus libros uno a uno, los va haciendo, a veces deja pautas, investiga sobre un modo que explaya en otro sucesivo, experimenta para desplegar y no se asusta de la experimentación, hay una generosidad en esa muestra amplia, abarcativa, tentativa de lo que puede advenir y, efectivamente, adviene en los siguientes libros. Un poco a la manera de los anatomistas, deja a la vista la fragua, “La fábrica por dentro”[11], los mecanismos que le van permitiendo avanzar sobre sus intereses. En ese trabajo en que toca lo científico, se inmiscuye y avanza en el léxico técnico, irrumpe en un pensamiento de lo matemático o lo geométrico, trayéndolo hacia lo poético, conjugándolo con y entre todas las cosas. Desemboca en el poema largo, va hacia allí, enfila desde antes, forma, construye esa constitución de búsqueda y espacio. Roberto Echavarren ve una relación entre “Las nubes magallánicas” de Amanda y “Primero sueño” de Sor Juana, relación que va por esa búsqueda del conocimiento en ambas, por ese desciframiento del cielo, de las figuras en el cielo estrellado y su transformación en un lenguaje. Ambos son poemas nocturnos de madurez, en los que se relata la aventura intelectual y se la examina. La lectura y el conocimiento abren lugar para la libertad. En Sor Juana la clausura en su celda la libera y la constituye; en Amanda, aquí en Montevideo y tres siglos después, el tránsito por un discurso científico también le abre un espacio propio, desde su casa y su jardín, al cielo abierto. Ambos poemas, dice Echavarren, recurren al saber de su tiempo, y tanto una como otra, lo encuentran insuficiente para explicar el proceso cósmico. También —como para la monja mexicana— estos conocimientos, estos aventuramientos resultan transgresión[12]. La voz modula en el tiempo al tiempo mismo, lo construye a golpes sonoros, lo materializa en lo que dice, en cómo lo va diciendo. Cuando me puse a ordenar los poemas, advertí que algo había estado pasando en ellos, algo idéntico a lo que estaba ocurriendo dentro de mí. Estaba pasando el tiempo. Existía igualmente una sucesión dinámica aún en el poema entendido como una forma fija e independiente. Ellos estaban atestiguando en su situación paralela y por medio de sutiles ligaduras que iban de ellos a mí o de mí hacia ellos, la otra situación paralela que yo significaba[13]. El cambio y el movimiento que percibe en todo lo que la rodea y en ella misma, atravesado e imbricado por la voz del lenguaje percutiendo su sonido, sus múltiples resonancias internas, es lo que la lleva a tejer en esa urdimbre —la del tiempo, y el lenguaje— al poema naciendo desde el asombro que le provoca el cambio produciéndose dentro; ese movimiento constante de la vida que, extendiéndose, hace del lenguaje un ser vivo, aspiración, inspiración, naciente, hacia un más allá que se abre: “Observo el lenguaje, observo su estructura parecida a la de una molécula gigante de proteína. Cualquier cambio en su configuración espacial, la transforma en otra cosa”[14]. El núcleo de su poesía está en ese núcleo cambiante del tiempo hecho lenguaje como cualidades intrínsecas a lo vivo: “Creo en los cambios, en la evolución, en las metamorfosis, en las mutaciones, en el perpetuo móvil”[15]. Sobre ese perpetuo móvil, Berenguer trabaja componiendo su prosodia, respiración variable, escritura que crece y cambia, se desarrolla y desenvuelve en el total vital —el tiempo propio—, pliega y despliega, inserta en la realidad que la marca y contiene con las coordenadas de esta realidad —el espacio y el tiempo—. Ordenando con el modo al tiempo, por el modo formando esa prosodia creciente, compone en el espacio las modulaciones de la voz en cambio. Con relación al tiempo debo aclarar que siento interpenetradas las dos maneras habituales de entenderlo: como sucesión, proceso, evolución, y como nuestro tiempo, el tiempo que nos rodea, el tiempo de nuestra época, el tiempo social. Me parece que las dos interpretaciones aluden a algo inseparable, es más, aluden a una misma cosa[16]. Desde esas cosas nimias que parece que rozan la superficie hasta ese general profundo en que bucea, se construye el sinuoso camino de la búsqueda en que se adentra sin prevenciones, “a todo riesgo”[17]. La composición en esta obra —que paseando por diversos paisajes apela a diferentes modalidades de manera incesante— tienta: como en la naturaleza se advierte la búsqueda, la tentativa sobre el camino cambiante de la vida y de la adaptación al medio —a los medios, a veces adversos— desde los elementos de la naturaleza y del mundo exterior, de la realidad política y social, de su condición de mujer, latinoamericana, ama de casa, madre. Una mujer en esa realidad, que escribe. Y escribe sobre todas las cosas del mundo, sobre esas nimias y sobre otras que afloran, subrepticias, que persiguen, que ahogan. El tiempo se abre y se proyecta entero y a ese tiempo es al que se enfrenta una mujer en la casa ante las infinitas y reiteradísimas tareas domésticas; que se parece a un tiempo primordial: todas las mañanas enfrentarse al mundo —huidizo y múltiple— casi para hacerlo desde el cero, hacer lo mismo que el día anterior —con las ínfimas variantes que puedan conllevar los días— en ese enfrentamiento; desmenuzar la luz, el tiempo en la luz que entra en la ventana o ilumina el jardín. Poner o hacer orden de ese caos minucioso, invisible, cotidiano, es una especie de ordenamiento universal, es un orden respiratorio que, al subir y bajar, con la respiración, con la imaginación que inaugura, fundando, en estas sucesiones que se captan —en/sobre el jardín, los pájaros, la naturaleza de las cosas y de la propia mente— que enamoran y crecen desde ahí hacia un más allá que se abre y queda como expectante, atiborrado ante y de la posibilidad de tomarse “una loca danza de electrones”[18]. En ese estado de poesía es en el que ha habitado la vida una poeta. Estado de peregrinación, por, hacia, entre, búsqueda del entendimiento, de sentir lo inteligente, hacia otras realidades que se abren, así Berenguer pasa —transita— de una a otra realidad, la que se inventa, la que percibe cuando un cuerpo —la mesa— deviene en otra cosa, a la que alude cuando siente los electrones, cuando toca la mesa, el temblor que provoca esa danza enloquecida para los que pueden sentirla zarandearse. A saltos entre esas búsquedas y otras de carácter formal, los saltos del lenguaje en la grafía, los signos sobre el espacio transfigurándolo, el cotejar una realidad matérica de definición primaria —física, filosófica— con esa otra —íntima, abismada, infinita, solipsista— Amanda Berenguer se mueve en un entre estadios internos y externos. Yo estoy sola en el mundo inventando todo lo que está acá, imaginando todo lo que está ocurriendo, estoy inventando el mundo. Entonces sentís que todo el mundo exterior se te introduce, y creo que el solipsismo es ese tipo de desviación, es una línea filosófica, pero muy amarga[19], Un mundo entero, como el verso de Concepción Silva Bélinzon que decía “me espera un mundo entero”, así Amanda Berenguer se refiere al mundo — inconmensurable, recóndito, infinito— y desde ese mundo viene. Un mundo lleno de ruidos y de voces, lleno de animales y de inventos. Y para Amanda Berenguer, los pájaros que vienen a abrevar a su jardín de invierno, como las rosas, o los hibiscos, el plástico o las naves espaciales, todo es plausible de espanto y maravilla, todo plausible de enamoramiento con algo que quizá nos remita a la infancia, esa en que está la niña —una niña, cualquiera, que también es la sí misma anterior que fue en la infancia— tiritando frente a la negrura desmedida de la noche, a la constelación inmensa y desatada del navío. Es la maravilla y el horror del mundo que convoca, que llama, que arrastra y hunde como a un pequeño navio, cáscara de nuez, en lo tremendo del océano. La curiosidad de la infancia se transmuta en sed de conocimiento más tarde, en indagación, persistencia y anhelo. No es novedad decir que esta obra se constituye desde la búsqueda siendo muchas veces, esa misma búsqueda, tentativa, poesía en sí misma, la mutación, el cambio permanente inherente a lo vivo, la palabra viva. Poesía y vida una misma cosa, tejidas en una trama particular de ver, en una sustancia que es la misma. Desde diversos, múltiples lugares es búsqueda de lo vivo, no para apresar ese vivo elemento sino para dar cuenta de ese rayo, de esa raya de luz, de ese pájaro que abreva brevemente en el jardín de su casa. Como esos insectos de ojo facetado, Berenguer tiene la cualidad de ver las cosas y el tránsito entre las cosas desde muchos sitios: el cambio es constante, nada es estático, todo —todo el mundo entero— es plausible de magia, plausible de belleza o maravilla atónita. Resuella en el entrar y el salir, como en la pleura el aire, deviene, adviene. Y se alternan esos cambios externos, mínimos, imperceptibles —las nubes en el cielo, con ella misma en la plaza Virgilio contemplando el cielo nocturno— con estados íntimos, el tránsito fluctúa entre el cambiante exterior —nunca estable— y el imperioso interno —nunca estable— marcando las variaciones imperceptibles de la luz y del ánima. Poesía en mutación, la que puede transformar, crear o destruir al mundo a través del proceso de la creación poética. Hice al comienzo el ejercicio de las formas poéticas tradicionales. Inventé estrofas, compuse en metros diferentes, en versos de acentuación diversa, etc. Nadie crea que se puede escribir sin aprender a hacerlo. Pero también aprendí que las formas se mueven en un espacio abierto y que las formas ellas mismas son abiertas y responsables como una flor. Si se lee con cuidado se observará un proceso de apertura de las formas poéticas a lo largo de mi obra.[20]. Si la poesía se desarrolla y se desenvuelve en el tiempo, la voz, la respiración, la prosodia al modularlo lo ordena, también en Berenguer este tiempo varía con diversas velocidades a veces de manera simultánea: “El actuar a un mismo tiempo, genera características que podrían llamarse resonante”.[21] En Amanda Berenguer la navegación, ese ir hacia, va en una simultaneidad que da la apreciación múltiple variando los puntos de vista, las velocidades y las circunstancias, las condiciones desde donde se escribe, inserta en la naturaleza cambiante de la realidad, bajo una luz que varía constantemente: una mujer —esta mujer— mudable, cambiante ella también como el mar, el atardecer o las nubes en el mundo exterior que la rodea y en el que está inmersa. Pensé: poesía cinética, es decir, de movimiento, de desplazamiento, de velocidad [...] equiparable a una especie de ritmo vital acelerado acorde con las circunstancias vertiginosas del mundo presente[22]. Porque aunque haya habido tentativas y adentramientos en distintas variedades de escritura, sobre diferentes tendencias escritúrales, aunque las preocupaciones expresivas hayan sido diversas, la voz que subyace siempre ha estado rendida al asombro del posible —de lo posible— en la punta de la rama, “un mismo torrente irrepetible, un mismo y siempre distinto asombro de vivir”[23]. Y en la intensidad de ese asombro recorrido y habitado ha ido hasta los límites, y así es que, con asombro, constata lo irrepetible de la luz, nunca la misma, del agua que fluye, que jamás será la misma, y eso llevado un paso más allá, como en un túnel hasta otra dimensión, la del afuera, la del adentro, la de la existencia del tiempo, la del sueño de aquí en ese otro inmenso orden cósmico y silencioso por el que apenas pasamos un instante de luz y de dolor. El tiempo, como agua, borde, sustancia que se escurre, apremia, también como parte de una ecuación o de una fórmula que, multiplicada o dividida, nos enfrenta a la velocidad o a la aceleración. No tenemos más que un presente simultáneo que abarca toda la vida, donde se mezclan dialécticamente, niños, jóvenes, adultos y viejos. Un único presente amplísimo y cambiante. Sólo tenemos diferentes edades, diferentes fechas de nacimiento, pero un mismo tiempo usable, colectivo, que avanza con nosotros mientras lo consumimos. [...] “Ayer yo era lo que son ahora / y soy apenas lo que otros fueron”, escribí en “El Río” en 1952[24]. Ese ser de Berenguer en el mundo, inserta en el cruce de lo temporal y lo espacial, ese trabajo constante y preciso sobre y en el tiempo ha construido la vertebración de su obra, como decíamos, desde El Río —donde ya desde el título aparece esta metáfora heracliteana del tiempo— hasta su último libro, La cuidadora del fuego de 2010, publicado muy poco antes de su muerte, en el que el tiempo se presenta cortado con angustia, sustancia que se acaba, y la imperiosa necesidad de acuñarlo, de labrarlo, de “marcar el tiempo”[25]. Amanda Berenguer va de frente hacia el diverso mundo y se mete en él completamente, devastadoramente. En los resquicios de un mundo total —en las condiciones de ese mundo exterior, cambiante casi que por definición y el mundo interno, intimo con una rutina propia dentro de los parámetros caseros— desarrolló la aventura vital de una manera intensa e íntima. Está bien que para desarrollar la aventura vital no se precisa nada, más que la vida propia, profunda y ardiente, la poesía es percepción, imaginación, y todo tiene que ver con el mundo y con uno mismo. El mundo real visto con su ojo lopológico es un mundo facetado, pasado por la variedad de la naturaleza de esa geometría que hace de una forma otra, de un estiramiento un pliegue que se curva y se invagina. “Además todo está adentro de nuestra cabeza, no está afuera. La realidad ¿dónde está? ¿adentro o afuera?”[26] Con intuición en la que confió y en la debacle cotidiana con la que percibió casi latido con latido ese lado que cambia de lado sin revés, ese afuera y adentro y afuera, sin saber de qué lado es cada lado, si es que hay lado: “Dónde está ese sitio, lo de afuera y lo de adentro, y ahí, bueno, viene todo eso mío que me toca justito, ¿no? Por eso la cinta de Moebius es casi mi emblema, porque yo no sé nunca si estoy adentro o estoy afuera”[27]. Cambiar o desempeñarse en el espacio es también una manera de moverse en el tiempo. “No es posible separar el mundo interior del mundo exterior, sería como pretender despellejar a la naturaleza. Como siempre, se me aparece la cinta de Moebius exterior e interior a un mismo tiempo”[28]. De esta frecuentación poco usual estructura una línea de escritura que termina acercando otros extremos como si de pronto los antagonismos se tocaran y las cosas ya no se dividieran en materias, y la poesía y la física o la filosofía entraran en una zona que les fuera común, o trataran lo mismo. Para mí, el tema que más me angustia es la sensación de si estamos o si el mundo no será un reflejo de nosotros mismos. La idea esa de que el otro está afuera, que no está ahí, que está adentro tuyo, que vos lo estás pensando y que son tus ojos que lo están viendo[29]. La idea física de que el lugar que ocupa un cuerpo en el espacio no puede estar ocupado por otro al mismo tiempo es un tema en Berenguer, para quien los lugares —también plausibles de variación continua—, los espacios que ocupan cuerpos con su tiempo, con su sonido y las variaciones de que son asequibles, han sido pensamiento en acción. Con su ojo topológico, ese que ve cambiar la forma de los objetos, ese que la lleva a interrogarse continuamente sobre ese perpetuo móvil, Berenguer avanza componiendo su prosodia, desarrolla escritura que pliega y despliega como ese mismo tratamiento de la topología. “Depende del sitio en que pongas al objeto, que es fundamental, y del lugar donde te pongas tú, también.”[30] Datos de la física mecánica, pasados varias veces a través de la lengua, de la resonancia del idioma, a través de las connotaciones de la lengua con otras —una palabra tiene un espacio y deja un halo—, de los ecos que quedan o resuenan de otro tiempo pasado o futuro que adviene de pronto en una instancia compleja en que el tiempo se disuelve como una epifanía, en un instante en que el pasado puede presentarse a ser ahora, instituyendo o trayendo ese difícil concepto físico del tiempo. Nos obsesionaba (a José Pedro y a mí) la velocidad como límite de la materia, pasada la cual, la materia desaparece... me quedé sola, obstinada, sobre las coordenadas, modificando espacios y fragmentos de tiempo, dibujando como resultado una línea caprichosa y oscilante como la aguja de una brújula en las manos de un niño. Entonces percibí algo revelador en esa línea que era yo misma, que era el hombre mismo. Esa línea tendía imperiosamente a acercarse a la coordenada horizontal del tiempo y de manera apasionada. Vertical y solitaria quedaba la coordenada del espacio con su anotación última y su nada matemática. A la velocidad de la luz la materia no existe, recordé[31]. Toma la idea de valencia química para las palabras, la manera en que se enlazan y la variación que toma cada una en relación con el tejido, con las palabras que la anteceden o la siguen. La composición espacial se toma primordial y nítida en ese ordenamiento espacial y aporta un valor a cada letra, mayúscula o minúscula más o menos remarcada. Un modo de decir o una forma que un momento se encuentra, puede derivar, o convertirse en otra cosa que te interese también, yo escribo, y al mismo tiempo, a los costados, en los márgenes, me parece media docena de palabras o cuatro o cinco imágenes que podrían estar agregadas a eso o sustituidas. Entonces las dejo anotadas y además sale como una ramita, yo siempre digo que la escritura tiene como esa cosa vegetal que larga sus ramas y tiene sus raicillas. [...] Esto tiene que ver con la dicción, lo que pasa que “dicción” tiene que ver con lo oral. Con el disco ese que hice, que se llama Dicciones, me propuse trabajar con un grabador de cuatro pistas que te permitía grabar en una o en otra, y que las podías superponer, te permitía hacer una cosa casi sinfónica, y me entusiasmé. Y quise probar cómo resultaban los sonidos de las propias palabras, las palabras y los sonidos de las propias letras, las graves, las agudas, las nociones de altura, de hondura, lo profundo, lo luminoso. Algunas letras me parecen agudas, otras graves, y después, sin ningún tipo de música, simplemente apoyándome en la intención, digamos, de la palabra, alargándola y estirándola, revolviéndola en sí misma, hice esa dicción.[32] Se adentra en ese corredor de caña bamboleante, en ese puente con apostadero en un más allá que no se sabe, se lanza en la metáfora, a través de la voz y del sonido, del rumor que rodea y merodea en el sonido buscando hacer reverberar los signos. Lo extraordinario de la metáfora es que ata distancias, relaciona imágenes instantáneamente, como el rayo sin espacio. Es extrañísimo. Tú saltás de un lado a otro y te pone en otra dirección y en otro mundo que a mí me fascina. La metáfora, que por algo se llama metáfora: más allá, ese salto, y sin embargo te lleva al otro lado. Ahí los sitios, los lugares[33]. La sonoridad, los valores sonoros de las letras, el lugar de las letras en un espacio determinado, y de las palabras en relación con las demás y en relación a sí mismas, a su pasado y a su convocatoria. La música de las palabras, la voz del lenguaje. Tanto los signos de puntuación, silenció y espacio, cesura y hiato, no son para nada alejados de esta concepción sonora, como el valor gráfico de las letras. Decía en su última entrevista a propósito del guión usado por Emily Dickinson: Ella usa pocos signos. Usa pocas comas y puntos, usa mucho más el guioncito. Me pareció uno de los hallazgos de su escritura, el día que me di cuenta que ese guioncito estaba significando dentro de la poesía de ella los lugares en los que se produce el misterio. Está el silencio, que separa una cosa de otra pero están unidos en el fondo. Y esos guiones te dejan así en el aire; esa cosa que consiste en que el verso va y de repente pone ' un guioncito, que parecería que debiera ser una coma, pero que no puede ser una coma ni un punto y coma. Es simplemente como una especie de distancia dentro de lo que va diciendo, porque ya está cayendo a otro lugar. Tampoco es un silencio porque el poema sigue. Es algo que crece. Es como si hubiera de golpe pegado un pequeño salto, llegando a un punto más alto. Asciende, cada vez se hace más completo sin completarse[34]. Diversa, amplia por su variedad, esta producción recorre a sabiendas de las dificultades que conlleva la búsqueda, y poetiza también desde esos recorridos, desde esas dificultades con las que se enfrenta y desde la idea misma de poetizar, tentando diferentes caminos y saca a la luz un subyacente de las maneras más inusitadas haciendo brillar al lenguaje desde y hasta los confines al que lo somete: “No creo que existan barreras a lo largo de mi obra. Diría, en cambio, que hay un tránsito gradual”[35]. Esta poesía logra compactar el tiempo, toca una inflexión del tiempo en el que lo instantáneo —la reverberación del idioma, la fugitiva luz— roza lo eterno, entra en un lugar de suspensión, entero, instante privilegiado, epifanía. Presente suspendido. Para Berenguer los problemas de la física cuántica y los de la poesía se parecen. Hay un punto de conversión en el cual la poesía se parece —o es como— muchas otras cosas del mundo: el origen de la vida, el movimiento de las cadenas de los ácidos nucleicos, la compresión de la cantidad de energía que hay en un protón. El tránsito, la búsqueda, el viaje. Ese ir hacia los lindes, recorrer los bordes, ese llegar a los resquicios. El mismo viaje plantea una manera de estar en las cosas, de buscar con ojos libres, con curiosidad despierta y pura. En la lengua, adentrarse en todas las maneras, brechas, caminitos que se esbozan en la flora y el desierto del lenguaje. Y el idioma está ahí, en la fragua de esa voz tentada, en esa tentativa que arrastra la minucia, que recoge lo hecho, lo manido, lo que, dicho a través de los años, queda como broche, como cofre; y lo que viene, lo que vendrá, en lo que abre para un delante que puede ser o nc. En esas brechas es donde puede espejar un relumbre en cualquier giro, en que puede percibirse un salto en una resonancia inusitada. En la constelación —también como destino, como sino— hay un más allá que abruma, está lo grandioso, la noche desmedida, está el cielo cifrado y el imposible cielo, todo que va de/al más allá, lo que ha sido pautado o descifrado y lo otro, lo ignoto, el misterio que atrás siempre se queda sustraído, pendiente, reticente de luz para que solamente lo distinga. En ese más allá, entre eso y el descubrimiento, la brecha del saber, la maravilla de encontrar, la niña atónita, el saber conjugado, lo de todos los días. La tentativa es inmensa porque atañe a los flancos, porque avanza sobre ellos. En búsquedas sucesivas y enrabadas, la poesía de Berenguer crece y se expande; crece desde sí, abarca un nuevo nivel, se agranda extendiendo. “Nada se crea, todo se transforma”: transformación, mutación, envés. Es a través de estas sucesiones que se captan —en el jardín, los pájaros, la naturaleza de las cosas y de la propia mente— que enamora y crece desde ahí hacia un más allá que se abre. Buceo en ese corredor de mina —y minado— que ha sido esa búsqueda en el que también hay un camino interno regresivo, que va hacia sí, que hurga de ahí. En ese envés aparece el coto de una caza que limita, de manera extraña, un guante doble, una membrana que invocada se explaya o se repliega, un adentramiento en un terreno difícil, bestial y peligroso: desde adentro recorre la superficie de un límite con una membrana que separa y de repente no se sabe dónde está el adentro y dónde está el afuera. Algo cambia de faz en una sola vuelta solamente para quedar en el sitio de saberse ni arriba ni abajo, ni adentro ni afuera, ni sí ni no, ni blanco ni negro. Y nos lleva y quedamos, en ese sitio de imprecisión espacial y temporal, suspendidos, aleteando y como en resonancia cuando nos deja inmersos en una naturaleza suspendida. Y en suspenso. Silvia Guerra Nació en el barrio montevideano Brazo Oriental a las 11 de la noche del 24 de junio de 1921, hija de Rimmel Berenguer Safons y Amanda Bellan Giráldez. Su nombre completo era Amanda Elsa Berenguer Bellan, Amanda por su madre y Elsa por Elsa de Bramante. Su madre era hermana de José Pedro Bellan, reconocido dramaturgo y narrador, también legislador batllista. Su abuelo materno, Pedro Bellan, cantaba acompañándose de la guitarra en rueda de amigos. En 1923 nació su único hermano, Rimmel. El compositor Carlos Giucci fue tío político de Amanda, a quien le dio clases de piano y solfeo de niña. Creció en un ambiente familiar favorable a la creación artística. Fue a la escuela Italia N° 76 y después al Liceo Miranda; allí conoció al hermano mayor de Ángel Rama —Carlos— con quien trabó rápidamente amistad componiendo y editando una revista estudiantil que se llamó Vida. En 1940 publicó A través de los tiempos que llevan a la gran calma. El 10 de mayo de 1944 contrajo matrimonio con el escritor, profesor y critico José Pedro Díaz D’Onofrio. Instalaron una imprenta Minerva en el garaje de la casa de los padres de Amanda, en la calle Roberto Koch, con quienes vivían en ese momento. Editaron libros de un grupo de amigos y sus primeras obras bajo el sello La Galatea entre 1945 y 1961. El primero fue Elegía por la muerte de Paul Valéry, de Amanda, aparecido el mismo año de la muerte del poeta, en 1945. En 1947 conoció y estableció amistad con el escritor español exiliado en Montevideo José Bergamín. Publicó poemas en la revista Clinamen, editada por un grupo de escritores y estudiantes vinculados a la Facultad de Humanidades y Ciencias que acababa de fundarse. Ese mismo año recibió, en su casa de la calle Mangaripé, junto con un nutrido grupo de escritores e intelectuales muy jóvenes entonces, a Juan Ramón Jiménez y su esposa Zenobia Camprubí. Entre 1950 y 1951 viajó con su marido a Europa, donde recorrieron varios países y tomaron a París como centro de operaciones. Allí conoció a Pablo Neruda, Tristán Tzara, Paul Eluard. El encuentro con la pintura europea fue fundamental para ella. Publicó El río en Montevideo en 1952. En 1954 nació su único hijo, Alvaro Ruy Díaz Berenguer. El mismo año murió su padre. A partir de 1960 empezó a colaborar con poemas en el semanario Marcha a instancias de Angel Rama, quien dirigía la página literaria. En Montevideo aparecieron Contracanto en 1961, Quehaceres e invenciones en 1963, Declaración conjunta en 1964 y Materia prima en 1966. Su trabajo de experimentación con el lenguaje se hizo evidente. Fundó con un grupo de escritores uruguayos e intelectuales franceses la revista franco-uruguaya Maldoror. En diciembre de 1970 Alicia Alonso, con el Ballet Nacional de Cuba, presentó en París el espectáculo Conjugación basado en el poema “Primera conjugación” de Amanda, publicado en la revista Casa de las Américas en La Habana, en su número 46. Regresó a Europa con su esposo y su hijo en 1971. Editó el disco Dicciones con un folleto que incluye el texto de los poemas registrados en la grabación (Montevideo: Tacuabé, 1973). Publicó Composición de lugar en Montevideo en 1976 y un año después comenzó a dirigir en el Club del Libro de Radio Sarandí los Pliegos de Arte y Poesía, tarea que continuó de manera ininterrumpida hasta 1980. De 1979 a 1980 pasó con su esposo un año en Estados Unidos donde realizó presentaciones audiovisuales de su poesía en las universidades de Bloomington (Indiana), Pittsburgh (Pennsylvania), Austin (Texas), Morgantown (West Virginia), Reno (Nevada), Oberlin College (Ohio) y en el Center for Inter American Relations (New York). En 1980, el volumen Poesía (1949-1979) publicado por Calicanto en Montevideo —que recoge gran parte de su obra editada y varios inéditos— fue destacado en el Boletín Anual de Salvat Editores como uno de los libros más importantes de ese año en la literatura latinoamericana. En 1981 dirigió, junto con Sylvia Riestra y su hijo — Alvaro Díaz Berenguer— los cuadernos Delmira y su mundo, editados por el Club del Libro de Radio Sarandí. Con Marosa Di Giorgio, Miguel Angel Campodónico y el músico Juan José Iturriberry organizaron un espectáculo con lecturas de poesía y prosa en el Teatro de la Candela en 1982. Publicó Identidad de ciertas frutas (Montevideo, 1983) y volvió a ser destacada en el Boletín Anua! Salvat Editores. En 1984, a medida que el régimen dictatorial cedía espacio, participó en lecturas públicas, como la del ciclo dedicado a poesía contemporánea llevado a cabo en la Alianza Francesa de Montevideo. En 1985 intervino en el Concurso Extraordinario de Poesía Interamericana promovido por la Fundación Banco Exterior de España con su libro La Dama de Elche que fue publicado, de manera especial, como finalista. En 1986 viajó a Cuba como jurado del Premio Casa de las Américas en la categoría Poesía. Ese mismo año asisitió al Coloquio de Maryland, en Estados Unidos, en el que presentó su poema Los signos sobre la mesa. Por ese libro recibió el Primer Premio del Concurso Reencuentro organizado por la Universidad de la República. En 1990 publicó El monstruo incesante (expedición de caza) que contiene reportajes y notas sobre su obra, una autobiografía y el texto “Dialéctica de la invención”. Ese año, la reedición de La Dama de Elche (Montevideo: Arca, 1989) recibió el Premio Bartolomé Hidalgo, otorgado por la Cámara Uruguaya del Libro, en la categoría Poesía. En 1993, murió su madre. Se publicó una versión bilingüe de “Las nubes magallánicas” en la revista Tamaqua (EE.UU.), traducida por Margaret S. Peden. En 1995 publicó La botella verde (Montevideo) y El pescador de caña (Caracas). Aparecieron textos suyos en el libro Aquarelle, de Gunther Vecker, traducidos al alemán. En 1998 editó su poema La estranguladora. Poesía suya traducida al francés fue recogida en Poesie uruguayenne du XXéme siécle (UNESCO). Cuadernos de Marcha de abril-mayo publicó “De gatos y de pájaros” y “Las plantas y el audio” de la serie Con el tigre entre las cosas, en 2000. La estranguladora y Dicciones fueron editados, con la voz de la autora, en cassette (1998) y CD (2001). En 2002, el Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay le brindó un homenaje con motivo de los cincuenta años de la publicación de El rio. El mismo año se editó Poner la mesa del tercer milenio y La constelación del navio. En 2005 dio a conocer Las mil y una preguntas y propicios contextos y Casas donde viven criaturas del lenguaje y el diccionario. En 2006, la Academia Nacional de Letras del Uruguay la nombró Académica de Honor. El 3 de julio de ese año murió su marido, José Pedro Díaz. Recibió, entre otras distinciones, el Primer Premio del Ministerio de Instrucción Pública, el Primer Premio en la categoría Poesía del Ministerio de Educación y Cultura, el Primer Premio del concurso literario de la Intendencia Municipal de Montevideo, el Candelabro de Oro de B’Nai B’Rith y el Premio Morosoli en la categoría Poesía. Alcanzó a ver publicado su último libro La cuidadora del fuego, que apareció a principios de junio de 2010. En la mañana del 13 de julio de 2010, murió en su casa de la calle María Espinóla (ex Mangaripé). Fue velada en la Biblioteca Nacional y enterrada, junto con los restos de su esposo, en el cementerio del Buceo. Criterio de la edición El Río fue publicado por primera vez en Montevideo por La Galatea en 1952, y escrito entre Montevideo y París en los años 1949 y 1950-51 respectivamente. Se reeditó otras tres veces: en Once poetisas américohispanas de Carmen Conde (Madrid: Editorial Cultura Hispánica, 1967), en Poesía (1949-1979) (Buenos Aires -Montevideo: Calicanto, 1980) y en Constelación del Navio, volumen que reúne toda su producción poética publicada e inédita desde 1952 hasta 2002 (Montevideo: H Editores, 2002). La invitación —con el mismo tipo de portada que El Rio— se publicó por primera vez en Montevideo en 1957 por José Pedro Díaz, quien imprimió la obra en su imprenta particular La Galatea en abril de ese año. Según se establece en el colofón: “Se tiraron 375 ejemplares sobre papel medio hilo de 36 kilos y se utilizaron tipos oíd style 10/12 puntos”. Las siguientes publicaciones fueron en las citadas Poesía (1949-1979) y Constelación del Navío. La presente edición reproduce en forma completa El Río y La invitación así como poemas y fragmentos de las series y libros Suficiente maravilla (1953 - 1954), Contracanto (1948 - 1961), Quehaceres e invenciones (1963), Declaración Conjunta (1964), Materia Prima (1966), Tocando fondo (1966 - 1972), Composición de lugar (1976), El tigre alfabetario (1979), Identidad de ciertas frutas (1983), La Dama de Elche (1987), La botella verde (1995), La estranguladora (1998), en sus últimas versiones corregidas por la autora (2002), y La cuidadora del fuego (2010). Referencias: [1] Berenguer, Amanda. El monstruo incesante. Montevideo: Arca, 1990, p. 16
[2] Ob.cit., p.80
[3] Ob. cit., p.63
[4] Ob. cit., p.64
[5] Díaz, José Pedro: “Todo es diálogo”, prólogo a El monstruo incesante. Montevideo: ARCA, 1990, pp.9-10
[6] Berenguer, Amanda. El monstruo incesante. Montevideo: Arca, 1990, p.57.
[7] Ob. cit., pp-63-64
[8] Ob. cit., p.64
[9] Ob. cit., p.43
[10] Ob. cit., p.64
[11] Maggi, Carlos. “La fábrica por dentro” en Berenguer, Amanda Materia Prima. Montevideo: Arca, 1966, p.45.
[12] Echavarren, Roberto. “Sin línea directa a ningún trono de la tierra”, postfacio en Berenguer, Amanda, La cuidadora del fuego, s/p, disponible en http://laflautamagica.org/Amanda-Berenguer.htm. [Accedido el 6 de setiembre de 2011].
[13] Berenguer, Amanda: El monstruo incesante. Montevideo: Arca, 1990, p.101.
[14] Ob. cit., p.64
[15] Ob. cit., p.81
[16] Ob. cit., p.101
[17] Berenguer, Amanda. Materia prima. Montevideo: Arca, 1966, p.37.
[18]
[19] En “La mesa, una danza loca de electrones”, entrevista a Amanda Berenguer en La cuidadora del fuego, s/p, disponible en http://laflautamagica.org/Amanda-Berenguer.htm [Accedido el 6 de setiembre de 2011],
[20] Berenguer, Amanda. El monstruo incesante. Montevideo: Arca, 1990, p.63.
[21] Ob. cit., p.90
[22] Ob. cit., p.33
[23] Ob. cit., p.50
[24] Ob. cit., p.90
[25] Berenguer, Amanda. La cuidadora del fuego, s/p, disponible en http://laflautamagica.org/Amanda-Berenguer.htm [Accedido el 6 de setiembre de 2011]
[26] En “La mesa, una danza loca de electrones”, entrevista de Silvia Guerra en La cuidadora del fuego, en La flauta mágica, s/p, disponible en http://laflautamagica.org/Amanda-Berenguer.htm [Accedido el 6 de setiembre de 2011],
[27] Ibíd.
[28] Berenguer, Amanda. El monstruo incesante. Montevideo: Arca, 1990, p.27.
[29] Ob. cit., p. 154
[30] Ob. cit., p. 148
[31] Ob. cit., p. 122-23
[32] En “La mesa, una danza loca de electrones”, entrevista de Silvia Guerra en La cuidadora del fuego, en La flauta mágica, s/p, disponible en http://laflautamagica.org/Amanda-Berenguer.htm [Accedido el 6 de setiembre de 2011]
[33] Ibíd.
[34] Ibíd.
[35] Berenguer, Amanda: El monstruo incesante, ARCA, Montevideo, 1990, p.63. |
Silvia Guerra Prólogo y selección de Amanda Berenguer El río y otros poemas
Publicado, originalmente, en: Volumen Vol. 188 Amanda Berenguer
Colección de Clásicos Uruguayos
Biblioteca Artigas del Ministerio de Educación y Cultura
Se terminó de imprimir en Montevideo, 28 de setiembre de 2011
Gentileza de la Biblioteca Nacional de Uruguay
Ver, además:
Amanda Berenguer en Letras Uruguay
Silvia Guerra en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay
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