Rodó y la "Cuestión Romana" en 1917
Héctor Gros Espiell

En abril de 1917 Rodó se encontraba en Palermo, en Sicilia.

 

Entre los días 7 a 11 de abril, poco antes de morir, escribió un artículo titulado "¿Renunciará Benedicto XV al Poder Temporal? Actual Aspecto de la Cuestión Romana", para enviar a la revista "Caras y Caretas" de Buenos Aires, de la que era corresponsal en Europa, que mandó el 12 de abril. Está fechado por el autor, con evidente error, en marzo de 1917.

 

El artículo llegó a la revista cuando Rodó ya había fallecido y no fue publicado.

 

Permaneció años traspapelado hasta que llegó a manos del Dr. Horacio Beccar Varela, quien lo obsequió al Dr. D. Dardo Regules, que lo donó a la Revista Nacional, que lo publicó en Montevideo, en el número 149, año XIV, de mayo de 1951.

 

La publicación fue acompañada de una nota informativa seria y correcta, pero que elude todo comentario y valoración sobre las ideas y la tesis sostenida por Rodó.

 

La publicación de estas páginas en la Revista Nacional se hizo "al cumplirse el 34° aniversario de la muerte del ilustre hombre de letras".

Benedicto XV

Este texto, quizás lo penúltimo que escribió en 1917 José Enrique Rodó, pese a su publicación en 1951, ha permanecido casi ignorado.

 

No ha sido comentado y no se ha valorado su interés histórico, su importancia como precedente y su significación para el conocimiento del pensamiento político de Rodó.

 

Es preciso leer hoy este texto con especial atención. A 130 años del 20 de setiembre de 1870 –del fin de la soberanía territorial del Papado sobre los Estados Pontificios, de Roma como Capital del Reino de Italia, hechos ocurridos bajo el Pontificado de Pío IX y resuelta, luego del Tratado de Letrán de 1929, bajo el Pontificado de Pío XI, la "cuestión romana"–, es necesario conocer y valorar este texto rodoniano.

 

Fue escrito cuando "la cuestión romana" aún estaba vigente, en plena Guerra Mundial (1914-1918), cuando el Papa era Benedicto XV –había sucedido a Pío IX, León XIII y Pío X– y cuando la continuidad del conflicto entre Italia y la Santa Sede proyectaba sus efectos negativos, tanto interna como internacionalmente.

 

Rodó aparece en este artículo suyo como contrario a la permanencia de la soberanía territorial del Papado sobre los Estados Pontificios, como alguien que veía con simpatía la ley italiana de garantías del 13 de marzo de 1871 sancionada generosamente por el Reino de Italia, pero rechazada por todos los papas que reinaron desde ese año hasta 1917 en que Rodó escribía, y condenada por la Encíclica "Ubi Nos" del 15 de mayo de 1871.

 

Rodó veía en la internalización, bajo el Derecho Internacional, de los criterios y garantías de la ley italiana, una forma de resolver la cuestión romana, asegurando así la independencia espiritual y religiosa de la Santa Sede y garantizándole la inmunidad del Pontificado y su autonomía financiera.

 

No fue esta la fórmula seguida por el Tratado de Letrán. Pero algo de las ideas de Rodó germinó entre 1917 y 1929, para que fuera posible encontrar en un tratado bilateral entre la Santa Sede e Italia y, con la creación del Estado "sui generis" de la Ciudad del Vaticano y por ende con la internalización jurídica del asunto, el fin y la solución de una cuestión, verdadera controversia, que a nadie beneficiaba y a todos perjudicaba.

 

El artículo de Rodó es muy útil para mostrar su ideología política, su sano y racional liberalismo, con el que yo no puedo ocultar mi coincidencia, su admiración por "el gran Cavour" y por "la Italia nueva" y su laicismo tolerante y comprensivo, como el que en 1918 resultaría de la Constitución uruguaya, laicismo nunca militantemente antirreligioso, compatible con una religión centrada en lo espiritual, que no necesitaba ni necesita de una amplia base territorial ni de extensos espacios soberanos –y que requiere– solo el mínimo territorial indispensable para el desarrollo pleno de su misión religiosa y espiritual.

 

1. El 14 del mismo mes de abril comenzó a escribir otro artículo titulado "Palermo", y lo continuó los días 15, 16, 17, 18, 19, 20 y 21. Como se advierte, el trabajo de redacción era lento y duro; por eso, al anotar la conclusión de los artículos agregaba estas siglas (B.S.D.) "bendito sea Dios", que era como un suspiro de alivio. El "Itinerario" se detiene el 22 de abril, y no consigna que el artículo "Palermo" haya sido terminado y enviado a su destino. Otros apuntes de Rodó revelan que los días 23 y 24, aunque acosado por la fatiga y las taquicardias, que de tiempo atrás combatía con dosis diarias de digital, permanecía aún en pie. La última anotación corresponde al día 25 de abril. Desde ese día debió guardar cama. El 1 de mayo de 1917, es decir cinco días después, falleció el ilustre escritor.

 

¿Renunciará Benedicto XV al poder temporal?

Actual aspecto de la cuestión romana

 

A mi paso por Roma, tuve frecuente ocasión de recoger pareceres e impresiones sobre un problema que, aunque aparentemente apartado de los afanes del momento, no ha perdido su interés esencial, ni ha dejado de constituir una de las más importantes relaciones del porvenir político italiano. Me refiero a la situación del Pontífice católico, con sus aspiraciones, hasta hoy no renunciadas, al poder temporal, frente al Estado que ha instituido su soberanía y su unidad allí donde se asentó, por espacio de diez siglos, aquel poder.

 

¿Hasta qué punto y en qué sentido existe todavía una cuestión romana? Y ¿cuál puede ser la solución que le prepara el tiempo? Cabe suponer que, entre las infinitas ulterioridades del nuevo orden internacional que ha de sobrevenir a la guerra, se cuente la inmediata desaparición de aquel conflicto, que ya nos parece una anacrónica monstruosidad. Pero él no podrá menos de considerarse subsistente mientras el Pontificado mantenga, aunque sólo sea de modo tácito y pasivo, la reivindicación de su poder civil. Esta reivindicación tendrá moralmente la fuerza de una autoridad a la que gravitan aún millones de conciencias humanas; y por lo que toca a la Italia misma, tendrá la importancia de alentar una permanente causa de escisión entre la conciencia religiosa y la conciencia nacional de cierta parte de su pueblo.

 

Es, pues, condición indispensable para una verdadera solución de este problema,  la franca renuncia del Pontificado a toda aspiración de dominio temporal y el  reconocimiento expreso, por su parte, de la soberanía italiana sobre Roma. ¿Puede esto esperarse como probable conclusión de la política del Vaticano; y más concretamente, puede esperárselo de la inspiración personal del Pontífice que tiene hoy el gobierno de la Iglesia?

 

Para satisfacer estas preguntas, debe partirse del hecho inconmovible y de la idea casi indiscutida que ha llegado a representar, después de medio siglo de triunfante prueba, la nacionalidad italiana con su capital, Roma. La fundación de la Italia libre y una, contra la corriente, no sólo de intereses y egoísmos domésticos, sino también de tradiciones y sentimientos de fuerza universal, como los vinculados al poder político de la Iglesia, es de los esfuerzos más audaces, más arduos y más gloriosos de que haya ejemplo en la historia. Los hombres de 1870 consumaron su reivindicación de Roma para Italia, con indomable fe y con soberana energía; pero la magnitud de las dificultades que de todas partes rodeaban la consolidación de su obra era tan clara, que toda aquella fe no pudo evitar que, al entrar en Roma, lo hicieran –según acertadamente se ha dicho– con "cierto sentimiento de provisioridad". Sabían que esta ocupación había de ser el definitivo resultado histórico, pero temían que ella padeciera eclipses y reacciones; y el mundo, que había visto aparecer la Italia nueva a favor de un momento caótico y convulso de la historia de Europa, esperó que el tiempo resolviese si la secularización de la Roma pontificia no era sólo un accidente de aquella anormalidad.

 

Mientras esta expectativa tuvo alguna razón de prolongarse y mientras aquel temor halló cierta cabida en el espíritu de los liberales italianos, la protesta del Pontificado pudo tender resueltamente al rescate de la perdida potestad secular. Se recordaba que no era la primera vez que el Pontífice romano había sido privado de su autoridad política, se evocaban el largo destierro de Pío VII, despojado por Napoleón; la vuelta de Pío IX, tras la efímera república del 49; y se esperaba la nueva reacción libertadora del cautivo jefe de la Iglesia. El pontificado del último Papa-rey terminó en medio de ese espíritu de esperanzas mesiánicas. Pero entretanto Italia, por su propia virtud y por la obra de sus estadistas, fortalecía su ser de nación, consolidaba su situación internacional; y como consecuencia de esta sanción del éxito, se vigorizaba y se imponía con avasallador empuje, aun a las clases más divorciadas de los orígenes del movimiento de unidad, el sentimiento de la patria italiana. La superior inteligencia de León XIII, que vio realizarse esa incontrastable evolución, supo adaptar a ella la nueva política del Pontificado. León XIII, reaccionando contra la anterior famosa consigna clerical: "Ni elegidos, ni electores", autorizó la intervención de los partidarios de la Iglesia en las luchas legales de la monarquía; puso así el primer antecedente en el camino de una conciliación, y desde entonces una considerable parte de las fuerzas católicas, no sólo participan de la actividad parlamentaria, sino que suelen contribuir, en las mismas funciones del gobierno, al régimen nacido de la Revolución liberal. En la actualidad desempeña el ministerio de Hacienda, en el gabinete que preside Roselli, el "leader" de ese oportunismo católico. Y el estallido de la guerra en que hoy está comprometido este pueblo vino a poner finalmente a prueba la solidez de la unidad patriótica italiana. Pudo sospecharse, por quien no tuviera clara noción de esa unidad, que, siendo la guerra contra la gran potencia católica, como es el Austria, y descansando la única posibilidad visible de la restauración de la Roma papal, sobre la disolución de una Italia vencida, estas circunstancias obrarían, a favor de la intransigencia religiosa, para aminorar el estímulo patriótico. Pero la absoluta uniformidad y la decisión entusiasta con que el clericalismo más ferviente, sin exceptuar al propio clero, ha mantenido su fidelidad a la patria y ha llenado activa y heroicamente su deber, manifiestan cuán hondo ha arraigado el sentimiento de la nacionalidad y cómo este sentimiento se levanta ya sobre todos los intereses y todas las ideas.

 

En semejantes condiciones ¿qué consideración fundamental podría oponerse, de parte de la Iglesia católica, a una solución fundada en el sincero reconocimiento de la realidad? Supuesto que sus garantías de independencia se satisficiesen, ¿por qué habría de mantenerse ella apegada a una reivindicación que, en sus términos absolutos, ha llegado a ser tan evidentemente quimérica? Los que conocen las actuales corrientes del Vaticano piensan que esta disposición conciliadora no es, en principio, extraña al espíritu que allí domina, y esperan que, si las circunstancias históricas traen la oportunidad y la forma de su realización, el pontificado de Benedicto XV no terminará sin señalarse por el término del largo entredicho entre la Iglesia y el poder civil. La fórmula de este posible avenimiento; la condición a cambio de la cual renunciaría el Pontífice a sus aspiraciones sobre Roma, para reconocer la soberanía de Italia, sería la de que se diera carácter internacional, entre los pueblos católicos, a la "Ley de Garantías" que actualmente regula su situación dentro del Estado.

 

Es notorio que, después de producir la caída del poder temporal con la ocupación de Roma, Italia se propuso rodear la potestad espiritual del Pontífice de todas las seguridades de libertad y autonomía que pudieran compensar la pérdida de su independencia material y apaciguar las desconfianzas de los gobiernos católicos; y a este efecto, el Parlamento de 1871 dictó la ley que reconoce al jefe de la Iglesia prerrogativas y honores de soberano, le concede derecho a la representación diplomática y al privilegio de la "extraterritorialidad", y facilita en todo sentido el ejercicio de las funciones necesarias para el cumplimiento de los fines de la religión. Esta ley, que el Pontífice no ha reconocido nunca, pero que subsiste en cuanto a las obligaciones que para el Estado determina, tiene hasta hoy la naturaleza de un acto de la legislación italiana, de una regla de derecho interno. Se trataría de levantar la Ley de Garantías a la condición de un pacto internacional, mediante una conferencia en que las naciones con súbditos católicos se comprometerían en lo sucesivo a tutelar su fiel cumplimiento. Apuntada ya esta solución entre las que se arbitraron para tratar de obtener la conformidad pontificia, desde los orígenes de la cuestión romana, ella ha reaparecido después como idea de procedencia católica. Hace tres años, en un congreso religioso de Milán, un conspicuo prelado, el arzobispo de Udine, señalaba la ratificación internacional de la Ley de Garantías, como el único medio de sustituir al principado civil del jefe de la Iglesia, vuelto imposible dadas las actuales condiciones de la sociedad. Posteriormente ha sostenido la internacionalización órgano tan caracterizado del pensamiento clerical como "La Civiltà Cattolica".

 

¿Pero aceptaría la Italia liberal, aceptaría el Estado italiano esta fórmula de concordia con el destronado Pontífice? ¿Sería conciliable con la integridad de la soberanía un acuerdo que diera jurisdicción, y por lo tanto, virtualmente, facultad de intervenir con la fuerza, a Estados extraños, en las obligaciones de esta nación respecto de un sujeto jurídico radicado dentro de su territorio y puesto bajo el amparo de su libertad y de sus leyes?... Las resistencias que tal pensamiento levantaría, si se formalizase, pueden inducirse por las que provoca su discusión doctrinaria. Difícil será hallar la manera de internacionalizar la ley de 1871 sin herir los más respetables sentimientos de delicadeza patriótica. Difícil será idear, para el Pontífice romano, otras garantías que aquellas que positivamente le ofrecen las leyes y las autoridades de Italia.

 

Pero lo importante es que empiece a abrirse paso, en círculos católicos, la disposición conciliadora, en cuanto al hecho consumado de la Roma secular e italiana. Lo demás será obra gradual de la persuasión. El solo fundamento en que la Iglesia apoya todavía su reivindicación del poder temporal consiste en la necesidad de hallarse en condiciones políticas que aseguren su libertad de acción; y la experiencia histórica ha demostrado, y seguirá confirmando, que nunca la libertad de acción de la Iglesia ha sido tan real e ilimitada como dentro del régimen que se implantó el 20 de setiembre. Nunca el Pontífice-rey, custodiado por bayonetas extranjeras y estrechado por sus concordatos con los príncipes católicos, gozó de la autonomía con que hoy ejerce su ministerio espiritual el voluntario cautivo del Vaticano. La independencia recíproca y la completa libertad del poder eclesiástico y del civil fue el principio inscrito por el gran Cavour en el programa de la Italia nueva. Y todo induce a pensar que el conflicto que aún se mantiene subsistente perderá con el tiempo su razón de ser y llegará a su solución final y perenne, siguiendo la evolución indicada por aquel a quien Roberto Peel llamó una vez, desde la tribuna de Inglaterra, "el más grande estadista que haya conducido a pueblo alguno por el camino de la libertad".

 

José Enrique Rodó

Palermo, marzo de 1917

 

Héctor Gros Espiell
"Garibaldi"
Publicación anual de la Asociación Cultural Garibaldina de Montevideo
Año 23 - Montevideo - 2008
Gentileza del Sr. Carlos Novello y de Imprenta cba - Juan Carlos Gómez 1461
Montevideo

 

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